VEINTISIETE

6 HORAS, 11 MINUTOS

APARECIÓ DRAKE.

Sostenía una piedra. Lo cual quería decir que Brittney la sostenía antes.

Debía de pesarle mucho, pero el tentáculo de Drake la envolvió y la levantó sin demasiado esfuerzo.

Los bichos que tenía alrededor cada vez se parecían menos a insectos, ni siquiera a insectos grandes. El menor de ellos era del tamaño de un dálmata. Los mayores eran como ponis. Le recordaban más a Humvees o a tanques.

Tenían un aspecto más frágil tras adoptar estas dimensiones, como si su exoesqueleto bruñido se hubiera estirado para crear una criatura mucho mayor. Tan solo la mitad seguía sacando escombros. El resto, los más grandes, se habían apartado y ahora aguardaban. Parecían impacientes. Como jets esperando para despegar.

A eso le recordaban: a aviones de combate. Tenían un aire depredador, peligroso. Como si fueran a salir disparados, a repartir muerte y destrucción en cuanto recibieran la orden.

Y quién iba a dársela: ¿él?

Los coyotes habían desaparecido. ¿Habían decidido marcharse? ¿O se los habían acabado comiendo los bichos? Drake detectó una mancha de sangre en una losa y le pareció que sabía de dónde procedía.

¿Había hecho la Oscuridad que los coyotes se sacrificaran para alimentar a sus nuevos sirvientes?

Drake arrojó al montón la piedra que había estado cargando. Entonces se volvió hacia el pozo de la mina, hacia la sombra acogedora de aquel agujero en la tierra. Sus pasos eran ligeros y su corazón latía rápido, no de miedo, sino de alegría.

Notaba que la mente de la Oscuridad tocaba la suya. Sentía su voluntad poderosa. Lo quería. Y ahora estaba seguro de lo que la Oscuridad le pediría, y de las armas que le daría.

El pozo de la mina estaba despejado, pero seguía siendo un lugar peligroso. No se habían sustituido las vigas que soportaban el peso y ahora el techo de piedra adoptaba una forma irregular: colgaba precariamente en algunos puntos, mientras que en otros había formado cúpulas oscuras parecidas a las de una catedral.

—Ya voy —susurró Drake. Pero ¿por qué susurrar?—. ¡Ya voy! —gritó.

Dejó atrás lo que quedaba de luz. Ahora estaba sumido en una oscuridad total. Fue palpando el camino al avanzar, paso a paso, con la mano y el látigo extendidos. Se rozó con unas rocas que sobresalían, y se golpeó los dedos de los pies docenas de veces. El aire olía a rancio. En el pozo hacía más calor del que había esperado, más calor que afuera. Drake sudaba en esa cueva oscura como boca de lobo, boqueaba en busca del escaso oxígeno que había.

—¡Ya voy! —volvió a gritar, pero ahora su voz sonaba metálica y plana, y no recorría ninguna distancia.

Tropezó y cayó de rodillas. Al levantarse, se golpeó la cabeza.

Bajaba por una pendiente muy larga. ¿Cuánto había recorrido? No sabría decirlo. Oyó el crujido de los bichos que avanzaban tras él. Como cucarachas gigantes, tenían que apretujarse en los espacios estrechos, agacharse para pasar por debajo de cornisas muy bajas, retorcer los costados para avanzar a través de columnas de piedra viva.

Su ejército lo estaba siguiendo. Sí. Estaba seguro de ello. Estarían a sus órdenes, a su servicio.

¡Su ejército!

Drake ya no podía respirar. Pero no era la primera vez que se encontraba sin oxígeno. Aún recordaba las imágenes vívidas del largo y lento recorrido para salir de su tumba arañando el barro.

No, Drake no necesitaba aire. El aire era para los vivos, y Drake era mucho mejor que un ser vivo.

No se lo podía matar.

Era inmortal.

Era el soldado inmortal de la gayáfaga. Le cabeza le daba vueltas de alegría de solo pensarlo.

De repente el suelo terminó y Drake se precipitó en el vacío. Pasó varios segundos cayendo hasta que se estampó contra una piedra rígida, rebotó, salió rodando y se rio sin hacer ruido.

Palpó alrededor y descubrió que se encontraba en una cornisa estrecha, junto a una abertura vertical profunda.

Se levantó, se acercó al borde y miró hacia abajo. Mucho más abajo brillaba débilmente una luz verde, la única luz que había en aquel pozo de negrura. Puede que estuviera a treinta metros, puede que a un kilómetro, o puede que a un centenar. No había modo de saberlo.

Drake continuó cayendo, cayendo, como Alicia por la madriguera. Parecía caer eternamente. No durante segundos, sino durante minutos. Durante una eternidad.

¡PAM!

Alcanzó el fondo con tanta fuerza que debería haberse roto las pantorrillas, los huesos de los muslos, las rodillas, tendría que haberse partido la columna y abierto la cabeza como un huevo.

Pero, tras yacer hecho un ovillo durante un instante, desenroscó las extremidades retorcidas y se esforzó por ponerse en pie.

Las paredes que lo rodeaban brillaban. Sus ojos ya se habían adaptado del todo a la oscuridad absoluta y ahora veía bien el brillo tóxico y radiactivo.

¿Había llegado? ¿Había llegado al final del camino?

«Ven».

Drake recorrió una rampa que descendía. Se dio cuenta de que se trataba de un tipo distinto de túnel: ya no era un pozo hecho por el hombre, sino una cueva natural situada en las entrañas más profundas de la tierra sofocante.

Entró en una gruta que se alzaba varios metros por encima de él. En su interior colgaban grupos de estalactitas teñidas de verde que se encontraban con estalagmitas cortas. Era como entrar en la mandíbula de un tiburón gigante.

Drake atravesó la caverna y continuó bajando, siguiendo el rastro débil de color verde. Las criaturas lo iban siguiendo. Se habían dejado caer tras él, una a una, ralentizando el descenso con las alas, bajando en espiral como si fueran sámaras de arce.

¡Un ejército! ¡Su ejército!

¿A qué profundidad había caído? No lo sabía. ¿Cuánto se había adentrado en la tierra? Kilómetros.

Cada vez estaba más cerca.

Y entonces, cuando le pareció que su viaje estaba a punto de finalizar, que se acercaba a su desesperado objetivo, Drake sintió un malestar conocido y el inicio del aturdimiento que acompañaba a la transformación.

—¡No! —gimió—. ¡No, ahora no!

Pero no tenía poder para detenerla.

No fue Drake, sino Brittney quien finalmente llegó al lugar donde yacía la gayáfaga. Era como arena verde viva. Miles de millones de partículas prácticamente invisibles a la vista tomadas una a una, pero que juntas formaban una sola criatura viva, un enjambre.

La caverna era vasta, increíblemente grande. Como si alguien hubiera hundido un estadio deportivo en el interior de la tierra. La masa verde y brillante de la gayáfaga cubría las estalactitas y las estalagmitas, las paredes de granito, y los rascacielos de arenisca.

Pero, bajo los pies de Brittney, el suelo estaba extrañamente nivelado y liso. La gayáfaga había dejado un espacio descubierto para que Brittney viera y entendiera.

La chica se arrodilló y presionó la mano contra un fragmento despejado de suelo gris perlado, translúcido. Allí donde cualquier persona viva habría sentido un dolor agudo, Brittney solo percibía un cosquilleo interesante.

Sabía lo que era y dónde estaba. Se trataba del fondo de la pared de la ERA, del fondo de la burbuja gigante. Había descendido más de dieciséis kilómetros, hasta las profundidades del universo cerrado de la ERA.

Brittney se incorporó y se volvió lentamente a derecha e izquierda, en todas direcciones. Se dio cuenta de que todo descansaba sobre la barrera: las paredes, las estalagmitas que sobresalían, todo se apoyaba en la barrera.

Y la gayáfaga cubría la barrera en todas partes, salvo en aquel pedazo de suelo. Estaba en contacto con la barrera y, sin embargo, no sentía ningún dolor.

Entonces, al bajar la vista, Brittney vio que el color de la barrera cambiaba. El eterno gris aparecía atravesado por dedos de un verde oscuro, el color de las hojas al final del verano.

Entonces lo entendió: la gayáfaga podía tocar y alterar la barrera.

Brittney sabía que la gayáfaga estaba consciente. Lo sabía porque ahora sentía el tacto terrible de su mente espantosa. No le cabía la menor duda.

La chica cayó de rodillas, entrelazó los dedos y cerró los ojos. Pero no logró bloquear el brillo verde. No podía evitar verlo. No podía proteger su mente de su tacto terrible.

Sentía que todos sus pensamientos estaban expuestos, como si fueran los archivos abiertos de un ordenador, susceptibles de que los observaran y comprendieran.

Brittney no era nada. Ahora lo veía. No era nada. Nada.

Intentó convocar a su Dios. Pero su mente no lograba formar oraciones, y tampoco podía articularlas con los labios entumecidos y temblorosos.

Lo veía con claridad, lo veía todo. Una raza de criaturas que adoraba la vida. Un virus diseñado para reproducirse allí donde estuviera. Después de haber infectado el primer planeta, lo hicieron estallar deliberadamente para que las semillas de la vida se propagaran por el universo en miles de millones de meteoritos.

Por la negrura infinita, interminable, del espacio, de milenios durante los cuales una de esas rocas fue dando vueltas por un camino que puede que no tuviera fin.

Pero quedó atrapada en el pozo gravitatorio de una estrella pequeña.

Y luego de un planeta pequeño.

Se produjo un impacto tremendo, abrasador.

Una muerte.

Destruyó a un hombre.

Y el virus alienígena absorbió algo nuevo e increíble: ADN humano.

Una nueva forma de vida. La consecuencia no buscada de un plan noble.

Ningún Dios en su cielo había creado la gayáfaga. Y ahora, en aquel pozo sin aire, ningún Dios podría salvarla.

Y en ese instante, desesperada, Brittney rezó, no como lo hacía siempre, sino a un nuevo Señor. Un salvador que esperaba nacer, liberarse.

Brittney inclinó la cabeza y rezó a la gayáfaga.

Tanner se le apareció en medio de sus rezos.

Su hermano muerto era un ángel. No tenía alas, ni nada de eso, pero Brittney sabía que era un ángel. Y ahora se le aparecía y le hablaba en voz baja y tranquilizadora.

—No tengas miedo —le dijo.

—Déjame morir —susurró Brittney.

—¿A quién rezas? —preguntó Tanner.

—A ti —respondió ella.

Porque no le cabía duda de que Tanner hablaba a través de la gayáfaga.

—No puedo darte muerte —indicó su hermano—. Eres dos en uno. Tu inmortalidad es la suya. Y él es necesario para mí.

—Pero ¿quién me hizo así? ¿Por qué, por qué?

Tanner se rio.

—«Por qué» es una pregunta para niños.

—Soy una niña —replicó Brittney.

Un magma levemente brillante salía chorreando de la boca cruel de Tanner. El niño se inclinó y tocó a su hermana con dedos de hielo.

—Debo nacer —explicó Tanner—. Y luego, al final de mi comienzo, morirás.

—No lo entiendo. —Brittney alzó una mirada lastimera hacia el ángel convertido en diablo—. ¿Qué necesitas que haga?

—El Enemigo tiene que ser mío. El Enemigo debe servirme a mí, y solo a mí. Todos los que lo defienden y protegen tienen que ser destruidos. Debe vivir para servirme.

—No… no entiendo.

La chica se arrodilló con la cabeza inclinada, incapaz de mirar a Tanner. Ahora sabía que nunca había sido un ángel, que nunca había sido el siervo de Dios, que no era real en absoluto; sabía que no era más que la voz del mal.

—Enemigo. —Tanner dijo la palabra entre dientes—. Somos dos en uno, como tú y tu mano de látigo. Dos en uno, esperando nacer. Solo cuando esté solo, totalmente solo, me servirá. Y entonces saldré de este capullo.

—No conozco a nadie llamado Enemigo —susurró Brittney.

Notaba que empezaba a perder la conciencia. Sus dedos se estaban fundiendo para adoptar la forma del látigo.

Justo antes de perder la vista y el oído, mientras se sumergía en la negrura y daba paso a Drake, la mente torturada de Brittney vio la imagen del Enemigo.

Sabía cómo se llamaba.

Era Peter Michael Ellison, y todos lo llamaban pequeño Pete.