9 HORAS
—¿QUIERES QUE DISPAREMOS a tu hermano?
Turk no se lo podía creer.
—Ni te lo plantees —le advirtió Edilio. Tenía bien agarrado el rifle y no apartaba el dedo del gatillo. Las mira estaba centrada en el rostro ansioso de Turk. Pero tenía los ojos empañados y reprimía la necesidad de toser—. No lo dice en serio.
—Hay demasiados chavales muertos —comentó Astrid, agotada—. No pueden morir más chavales. Hay que acabar con todo esto.
Edilio sintió que el pánico crecía en su interior. ¿Y qué iba a hacer ahora? ¿Estaba Astrid volviéndose loca como Mary Terrafino?
—Sé cuantos chavales han muerto —dijo Edilio—. He enterrado a la mayoría.
—Todo es por el pequeño Pete —se lamentó Astrid.
—No, eso no lo sabes.
Edilio dirigió una mirada furiosa a la chica.
Astrid parpadeó y meneó la cabeza levemente. El pelo largo, empapado, le colgaba como si fuera un manojo de serpientes doradas.
—Tú no eres el que cuida de él. Tú no eres responsable de él.
Edilio tosió, se contuvo y volvió a toser. Trató de serenarse y tranquilizarse. Tenía que mantenerse centrado.
—¿De qué habláis vosotros dos? —exigió saber Turk.
Estaba claramente confundido.
Edilio notó que la casa retumbaba. Unos pasos pesados. Orc. Tenía que ser Orc. ¿Orc de parte de quién? Esa era la pregunta.
El chico monstruo apareció en la plataforma. Hacía un extraño ruido fangoso al moverse, como si alguien arrastrara los pies sobre grava mojada.
Empujó a Edilio para abrirse paso. La cabeza le colgaba hacia delante y, durante un instante, pensó que podría haberse quedado dormido. Pero no, enseguida se dio cuenta de que solo estaba borracho.
—Soltad las armas.
—No, no y no. ¿De qué estáis hablando vosotros dos? Eso es lo primero que quiero saber —exigía Turk.
Estaba claro que le llevaban una ventaja que no acababa de entender muy bien. Seguía apuntando con el arma a Astrid.
—Cállate, Turk, y suelta el arma. Si has matado a Albert, tienes que ir al exilio.
—¿Y qué pasa si disparo al retrasado? —exigió saber Lance.
—Ya conoces la ley. Si matas a alguien, te juzgamos. Y si eres culpable, te marchas de la ciudad y no vuelves nunca más.
—Eso no es lo que pregunto, ya lo sabes, Edilio —gruñó Lance—. Cuéntamelo, Astrid, cuéntanoslo a todos. ¿Qué pasará si disparo al retrasado?
El pánico devoraba la mente de Edilio. ¿Qué iba a hacer? Tenía que controlar la situación. Tenía que ponerse al mando. Pero ¿qué debía hacer?
Edilio miraba el cañón del rifle de Turk. La cabeza le daba vueltas. Le ardían el cuello y la cara.
Movió el arma solo dos centímetros para que Lance estuviera en su punto de mira.
El primero que se decidiera ganaría.
—Si… —empezó Astrid.
¡PUM!
El rifle golpeó a Edilio en el hombro. De un lado del hermoso rostro de Lance salió un chorro de sangre.
—¡Lance! —gritó Turk.
Lance preparó su arma para apuntar, ya no al pequeño Pete, sino a Edilio.
¡PUM!
Pero Lance falló. La bala ni siquiera se acercó a Edilio, sino que alcanzó a Orc en el muslo y rebotó.
Con el rostro invadido por la furia, Turk apuntó a Edilio, pero el chico ya había cambiado de objetivo y volvía a tener la mira puesta en Turk.
—¡No lo hagas! —le advirtió Edilio.
Turk dudó. Pero Edilio no lo vio dudar: lo único que veía era el arma de su oponente, solo eso, solo el agujero negro y redondo del cañón. Y apretó el gatillo sin titubear.
Se oyó otro estrépito, y el rifle volvió a golpear a Edilio en el hombro.
Turk yacía de espaldas y, aunque se esforzaba por coger su arma, no lograba alcanzarla.
—¡He dicho que no! —volvió a gritar Edilio.
Turk se sujetaba el estómago con una mano y buscaba el arma con la otra. El dedo de Edilio resbalaba encima de la superficie del gatillo. Notaba algo terrible en su interior, una oleada espantosa que apenas podía contener mientras apuntaba a Turk a la cabeza.
Entonces Orc aplastó el arma de Turk con el pie.
Edilio respiró sollozando, tosió y bajó el arma.
Lance chilló. Era un grito de miedo, impresión y dolor. La bala le había entrado por la mejilla y había salido por la oreja, de donde le colgaba un revoltijo de carne roja y temblorosa.
Turk no gritaba tan fuerte. Su garganta se retorcía. Como un pez en tierra firme, abría y cerraba la boca tratando de tomar aire, de respirar, con la mano todavía extendida hacia la pistola ahora inútil.
Ninguno de los dos chicos estaba muerto.
Edilio pensó algo que más tarde lo avergonzaría: debía rematarlos. Debía hacerlo enseguida. Acercarse a ellos y ¡pum! Si no lo hacía, puede que con los cuidados de Lana sobrevivieran. Y si sobrevivían, volverían para vengarse.
Orc y Astrid lo observaban.
A Edilio le pareció terriblemente injusto que incluso entonces esperaran alguna clase de respuesta por su parte.
—Traeré a Lana —acabó diciendo.
Se volvió, echó a correr y bajó las escaleras. Corrió hacia Clifftop sollozando convulsivamente, cegado por la lluvia y las lágrimas.
Sam y Jack tuvieron que trabajar a cuatro manos para arrancar una de las lanchas motoras. Casi todas estaban sin combustible. Pero a una aún le quedaba energía suficiente para que se encendieran los motores. Soltaron un rugido profundo y húmedo al ponerse en marcha.
—Sabéis, esta barca tiene potencia suficiente para tirar de unos esquís acuáticos —observó Sam.
Dekka le sonrió cariñosamente.
—¿Quieres hacer esquí acuático?
—Ahora no. Solo digo que…
—Eso es mentira. Quiere ir ahora —intervino Toto.
—Ya, bueno, no siempre hago lo que quiero —refunfuñó Sam—. Tenemos que explorar el resto del lago, y luego podremos volver a la ciudad y nos recibirán como héroes.
Quería que la última parte del comentario sonara mordaz, pero lo cierto era que, en parte, sí deseaba entrar en la ciudad y anunciar que habían encontrado tanta agua como podrían necesitar en toda la vida, además de una buena cantidad de snacks azucarados.
Y luego iría a ver a Astrid.
¿Y luego qué ocurriría?
Luego no ocurriría nada. Seguirían estando donde estaban.
—Suelta amarras —pidió a Jack.
Y, ya con los cabos a bordo, Sam orientó la barca hacia el oeste y salieron rugiendo del puerto deportivo.
Sentir el agua salpicándole la cara y la vibración del motor bajo sus pies era algo embriagador.
Tarde o temprano se les terminaría el combustible y acabarían bebiéndose todas las pepsis y comiéndose todos los fideos. Pero ese momento aún no había llegado.
Podían empezar una vida mejor en el lago. Dejar atrás las alcantarillas apestosas, la basura y los recuerdos de Perdido Beach. Dejar atrás la iglesia destrozada y las casas quemadas. Dejar atrás aquel cementerio horrible.
Esta vez lo harían bien. Lo organizarían todo incluso antes de empezar a trasladar a nadie. Formarían pequeñas familias que podrían vivir a bordo de las barcas o utilizar el cobertizo o la oficina del puerto deportivo.
Sam frunció el ceño intentando calcular mentalmente cuántas barcas tenían algún tipo de superestructura. Tal vez hubiera media docena de veleros, y una docena de lanchas motoras. Y había visto cuatro o cinco casas flotantes.
Obviamente, eso no bastaba, pero podían instalar tiendas y quizá construir refugios pequeños. En la ERA no hacía nunca frío, así que nadie necesitaba aislamiento. Solo un techo para que no les diera la luz del sol.
Sam examinó la costa con la mirada, esperando detectar una zona de acampada. Era de esperar que hubiera alguna: siempre las había en los lagos. Era lógico.
Claro que tal vez estaban al otro lado de la barrera…
En cualquier caso, la cosa pintaba bien. Tenían gasolina suficiente para conducir hasta el lago varias caravanas y autocaravanas. Había por lo menos una docena aparcadas en las entradas de las casas, aunque muchas se habían quemado en el gran incendio.
Sam quería tener un barco. Lo bastante grande para que Astrid y el pequeño Pete vivieran con él. Igual también pediría a Dekka que se instalara con ellos. Eso si conseguía una de las casas flotantes. Y ¿por qué no?
En uno de esos de catorce metros debían de caber unas seis personas. Astrid y él… Entonces se dio cuenta de que en su mente compartían el camarote principal. Lo cual probablemente no sucedería. ¿Verdad?
Quizás. Quizá si se alejaban de Perdido Beach, quizás… Y se le ocurrió una nueva idea. Trató de apartarla de su mente, pero no lo consiguió.
¿Y si se casaban?
Entonces serían como una familia. Astrid, el pequeño Pete y él.
No sabían cuánto duraría la ERA. Puede que para siempre. Puede que nunca salieran de allí. En ese caso, ¿qué iban a hacer? Él tenía quince años, Astrid, también, y ambos habían sobrevivido al puf. En el mundo exterior habrían sido jóvenes, pero en la ERA eran mayores.
—Ya, pero ¿quién podría casarnos?
Sin pretenderlo, Sam hizo la pregunta en voz alta. Miró nervioso por encima del hombro para ver si alguien lo había oído. ¡Claro que no! Los motores rugían y la proa golpeaba con fuerza contra el agua.
Dekka se había sentado en uno de los asientos acolchados de la popa y miraba añorada hacia la tierra. Jack estaba encorvado sobre uno de los portátiles. Sus dedos volaban al pulsar las teclas, y sonreía. Toto hablaba con alguien que no se encontraba allí.
—Un barco de locos —comentó Sam para sí, y se rio.
Agua y gasolina; fideos, Pepsi y Nutella; un raro loco que decía la verdad; y, a pesar del miedo de Dekka, había esperanza.
Quinn. Quinn sería un buen juez de paz. Eso era lo único necesario para casar a alguien, ¿verdad? Así fue como su madre se casó con su padrastro. Si habían nombrado alcalde a alguien, ¿por qué no nombrar a alguien juez de paz?
—Cásate conmigo y viviremos en una casa flotante —dijo el chico.
—Me gustas, Sam, pero no en ese sentido —intervino Dekka.
Sam tiró ligeramente del timón hacia un lado, lo estabilizó y trató de ignorar el rubor que se le extendía del cuello a las mejillas. La chica estaba de pie a su lado.
—¿Cómo está el hombro? —preguntó Sam.
—¿Ves?, por eso es positivo que Taylor ya no esté aquí con nosotros —comentó Dekka—. Si te hubiera oído, la noticia se habría extendido más rápido que la velocidad de la luz.
Sam suspiró.
—Tenía un instante de optimismo.
Dekka le dio una palmadita en la espalda.
—Haces bien en tenerlos, Sam. La ERA te debe buenas noticias.
Orc seguía ahí de pie, mirando.
El chaval, el Petardo, aún flotaba bajo la lluvia, como si no fuera nada del otro mundo.
Astrid parecía una zombi o algo así.
Los dos chavales a los que habían disparado gritaban y se retorcían en el suelo. Le estaban poniendo de los nervios. No le importaban. No eran mejores que él. Déjalos gritar, pensaba, pero no ahora, que tenía la cabeza como un timbal y el eco de los disparos aún le resonaba en el cráneo.
Edilio había dicho que tenían que marcharse de la ciudad. Eso también le retumbaba en el cerebro. Los asesinos debían abandonar la ciudad.
Eran las leyes de Astrid. Ella las había pensado.
—¿Eso es verdad? —le preguntó, sin preámbulos.
—¿El qué?
—Si alguien mata a alguien, tiene que marcharse para siempre.
—¿Los vas a matar?
Se refería a los dos chavales heridos. Orc tardó un rato en entenderlo.
—¿Y si… y si no pretendías matar a un chaval?
—Tengo que sacarlo de aquí —indicó Astrid.
Pero a Orc no le parecía que hablara con él.
—Quiero decir, si no querías. ¿Y si fuera un accidente?
—No sé qué me estás preguntando —dijo Astrid.
Orc se había quedado sin palabras. Estaba tan cansado… Le dolía tanto…
—¿Puedes cogerlo? ¿Puedes llevártelo?
Astrid le estaba pidiendo algo. Así que igual no le importaba lo que había hecho.
—¿Al retrasado?
—Al pequeño Pete. ¿Puedes llevártelo, Charles?
—¿Adónde?
—Lejos. Es la ley. Los asesinos tienen que marcharse. Eso es lo que es, ya lo sabes. Es el peor de todos nosotros. Todas las muertes desde que llegó a la ERA… Todos esos chavales…
Orc se aferró a una idea que circulaba por su cerebro lento. Pero se desconcentró cuando Lance se puso a dar alaridos más alto que antes.
—¡Cállate o te callaré yo! —gritó Orc, y se esforzó por volver a pensar. El pequeño Pete. Matar—. Ya, pero no sabe lo que hace, ¿verdad? La gente que no sabe lo que hace… No es culpa suya…
—Por favor, Charles. Cógelo. Edilio no tardará en volver con Lana. Para entonces tenemos que habernos ido.
Orc pasó por encima de Turk. Ahora el chico temblaba de manera incontrolable, con las piernas extendidas hacia fuera y los pies retorcidos. Tiritaba mientras se agarraba la tripa con fuerza.
Lance seguía gritando; no había parado, pero ahora entre sus alaridos intercalaba también insultos, se metía con todos, escupía todas las palabras odiosas que se le ocurrían.
Orc miró al pequeño Pete. Astrid decía que había matado a gente, pero el monstruo de piedra no entendía cómo podía haberlo hecho. Ni siquiera parecía que pudiera moverse.
El pequeño Pete tosió tres veces seguidas. No se tapó la boca ni nada. Es como si ni siquiera supiera que había tosido.
Orc agarró al pequeño Pete del aire. No pesaba mucho. Orc era fuerte.
Astrid lo observaba todo como si estuviera a miles de kilómetros de distancia. Era como si lo viera a través de un telescopio.
—¿Adónde? —le preguntó Orc.
Astrid se arrodilló y recogió el arma que había dejado caer.
—Lejos.
Orc se encogió de hombros, bajó las escaleras y se fue caminando en dirección norte, hacia las colinas, alejándose de los gritos.