9 HORAS, 5 MINUTOS
ESTANDO AHÍ DE pie, empapándose bajo la lluvia, Astrid lo vio muy claro: el secreto que guardaba desde hacía mucho tiempo ya no era tal.
Bajó la vista hacia la calle y vio a Orc. La miraba con la boca de piedra y carne abierta.
Y, por la calle, detrás de él, subían cuatro chavales más. Reconoció a Lance y a Turk. A los otros dos apenas los conocía.
Los cuatro iban armados. Pero Orc no necesitaba armas.
Astrid miró frenéticamente en todas direcciones en busca de alguna clase de apoyo. Tal vez Sam hubiera vuelto. Quizá Brianna… Quizás Edilio y algunos de sus soldados…
Pero no, las calles estaban completamente desiertas, a excepción de una chica de aspecto enfermizo, que, encorvada y cansada, se dirigía hacia la plaza, parándose de vez en cuando para toser y tambaleándose al andar.
Orc ya había defendido a Astrid en el pasado: la rescató de Zil y sus matones de la Pandilla Humana. Y ahora cuatro de esos matones la estaban señalando; luego señalaron esa nube increíble y echaron a correr en dirección a Astrid con muy malas intenciones.
La nube estaba creciendo, y la lluvia, extendiéndose.
Orc se encontraba bajo el chaparrón, como un montón animado de grava bajo una tormenta.
Los otros aminoraron el paso, y luego se adentraron alegremente en la lluvia. Como Orc, inclinaron la cabeza hacia atrás y se bebieron la maravillosa agua fresca.
Astrid tenía una pistola, pero ¿la utilizaría?
—¡Es el retrasado! —gritó Turk, y exhibió una sonrisa de oreja a oreja. Se había detenido bajo un árbol decorado con prendas de vestir y fragmentos de juguetes rotos dignos de una venta de objetos usados—. ¡Es su hermano tonto, el Petardo!
Turk rodeó a Orc y saltó la valla hasta alcanzar el patio trasero de Astrid. Sus amigos lo siguieron, cautelosos, mirando alternativamente a Astrid y Orc. El chico de piedra no hizo nada.
Entonces, de repente, Turk subió las escaleras hasta la plataforma y los demás se apiñaron tras él.
Turk se rio en voz alta, encantado.
—¡Es el retrasado! Es él quien hace que llueva.
—¡Orc! —gritó Astrid.
—Ese niñito debe de tener unos poderes enormes —señaló Lance.
—¡Marchaos! —les chilló ella.
Era consciente de que el camisón empapado se le había pegado demasiado al cuerpo. Y de que la pistola que llevaba en la mano pesaba una tonelada.
—Agarrad al niño —ordenó Lance—. ¡Si lo tenemos, controlaremos la lluvia!
Había sangre en la camisa de Turk. Demasiada.
—¿Qué has hecho? —le preguntó Astrid.
Turk se miró las manchas rojas. Parecía sorprendido.
—Ah, ¿eso? —Y se rio como un loco—. No es nada. Solo quiere decir que ahora dirigimos este sitio, Astrid. Sam no está, ¿eh? ¿Dónde está el señor manos de luz?
—¡Orc! —gritó Astrid.
No quería que notaran lo asustada que estaba, pero o sabía muy bien cuáles eran las intenciones de Turk. Y no quería utilizar el arma. Ni siquiera ahora, ni siquiera por Petey.
—¿Qué otros trucos puede hacer el retrasado? —exigió saber Lance—. Flota en el aire, hace que llueva… ¿Qué más?
—Mutante retrasado. Mutrasado —propuso uno de los chavales, y se rio como si no estuviera seguro de que fuera divertido.
—No sabe lo que hace… —imploró Astrid. Ahora estaba helada, y había empezado a temblar—. Solo tenía sed… Está enfermo, tiene la gripe, y tenía sed.
En la calle, otros chavales estaban saliendo de sus casas cargados con cuencos y cubos. Avanzaban con ojos maravillados, dirigiéndose hacia la cortina de lluvia que se les acercaba.
—El retrasado tiene que ser un ruti que no veas para hacer esto —opinó Lance—. ¿Ha hecho saltar la parte de arriba de la casa? ¿Y ha conseguido que llueva? Eso tiene que ser tres barras por lo menos. Igual cuatro.
—Si lo molestas, igual para.
La amenaza fue una inspiración repentina, y dio resultado. Lance entornó aún más los ojos y, de repente, Turk se quedó muy quieto. El agua potable era importante, incluso para «genios del mal» como Turk y Lance.
Entonces Turk meneó la cabeza y dijo:
—Buen intento, Astrid. Pero si el mutrasado hace que llueva cuando tiene sed, lo único que tenemos que hacer es conseguir que esté siempre sediento y seremos sus dueños.
—¿Y qué hará cuando tenga hambre? —preguntó Watcher.
La lluvia caía sobre la alfombra. Ya le estaba inundando los pies. Se habían formado charcos poco profundos en la alfombra sucia.
Turk tomó una decisión.
—Creo que nos vamos a llevar al retrasado. —Hizo señas a los dos chavales más jóvenes—. Cogedlo.
La pistola se elevó de repente, casi como si hubiese sido la propia arma quien hubiera tomado la decisión. Astrid apuntó a Turk.
Pese a la lluvia, la chica tenía la boca seca como un pergamino. La garganta no lograba emitir sonidos. El dedo estaba sobre el gatillo, y acariciaba las estrías, palpando el arma. El pulgar descansaba sobre el seguro. Y lo quitó.
Lo único que veía Astrid ahora era la cara de Turk, y las miras de la pistola.
—No vas a apretar el gatillo, Astrid —indicó Turk.
Se oyeron unos pasos. Pies que corrían.
Entonces apareció Edilio. Apuntaba a Turk con un rifle automático.
—Déjalo, Turk —le aconsejó Edilio.
Astrid se llevó la pistola a un costado. Y respiró hondo, temblando, muy aliviada.
—¿Vas a dejar que Astrid se quede con este raro? —preguntó Turk a Edilio.
—¡Soltad todos las armas, ahora mismo! —gritó Edilio.
Los dos chavales más jóvenes esperaron instrucciones de Turk.
Pero fue Lance quien se movió. Alzó su pistola y apuntó al pequeño Pete.
—Si alguien dispara a alguien, una de las balas irá a parar a la cabeza del retrasado.
—Tío, no creo que quieras hacer eso… —le advirtió Edilio.
—¿Ah, no? Pues escúchame, Edilio: Albert está muerto.
Edilio abrió mucho los ojos.
—¿Ven?, las cosas han cambiado rápidamente. —Lance parodiaba la voz del presentador de un informativo—. Así que ahora, damas y caballeros, lo que tenemos aquí es una situación de tablas mexicanas. Aunque llegues a disparar, Edilio, aún puedo dar al niño. ¡Pum!
—Deberías saber lo que son las tablas mexicanas —se burló Turk, que alzó su arma y apuntó a Astrid—. ¿Ves? Ahora aún es más complicado. Lance tiene razón: Albert… esto… no se encuentra muy bien. Y no va a mejorar. Nunca. Así que ya no te paga nadie, espalda mojada. Vete. Corre antes de que vengan los polis de inmigración.
Y se rio.
Una idea terrible se formó en la mente de Astrid: si mataban al pequeño Pete, puede que todo aquello terminara.
Un simple asesinato…
¿Qué clase de vida tenía el niño? ¿Valía la pena todo lo que hacían por la vida del pequeño Pete? ¿Valía la pena que Edilio muriera? ¿Valían la pena las múltiples muertes que sin duda acabarían produciéndose? ¿Valía la pena que todos murieran en aquella ERA violenta, horrible, dejada de la mano de Dios?
—Adelante —dijo Astrid cansinamente. Y dejó caer la pistola en la alfombra empapada. Al caer, el arma salpicó—. Adelante. Dispárale. Mata al pequeño Pete.
Diana y Caine habían hecho el amor varias veces más.
En la cama de ella. En la cama de él. En el dormitorio grande, el de la pared cubierta de fotos de las dos estrellas de cine que aparecían sonriendo junto a Leo DiCaprio, Natalie Portman, la actriz de ¡Mamma mia!, Steven Spielberg, Heath Ledger y un montón de personas que debían de ser famosas, pero que más bien parecían hombres de negocios.
Diana estaba en la cocina en bata y zapatillas, calentando un poco de comida para Penny. Guiso de almejas de Nueva Inglaterra. Y una quesadilla. Le pareció que esos dos platos no pegaban nada, pero Penny no se quejaría. Aún le faltaba mucho, muchísimo para quejarse por la comida.
Diana no pretendía que las cosas fueran así con Caine. Se había imaginado la primera vez, pero no una serie interminable de secuelas. El apetito de Caine no se saciaba. Volvía a su cama por la noche. Y otra vez por la mañana, antes de que saliera el sol.
Algo le estaba pasando a Diana. Caine empezaba a gustarle. ¿Amor? Ni siquiera sabía qué quería decir eso. Igual lo amaba. Aunque eso habría sido raro. No era precisamente adorable. Y cuando conocías al Caine de verdad, ni siquiera te gustaba.
Pero a Diana siempre le había resultado fascinante. Y atractivo. En fin, que estaba bueno, habría dicho cuando era más joven. Bueno de una mala manera, si es que esa expresión tenía algún sentido.
Pero ahora era distinto. Diana no lo estaba utilizando. Esa había sido su actitud habitual hacia Caine o, por lo menos, eso era lo que se había dicho a sí misma: que le resultaba útil. Una chica como Diana, una chica que disfrutaba corriendo riesgos, que disfrutaba clavando un cuchillo de ingenio y crueldad en las otras chicas de la escuela, que disfrutaba provocando a los chicos hormonales y jadeantes y lanzando miradas lascivas a hombres mayores, era una chica a la que le venía bien un protector masculino.
Y Caine era, desde luego, un protector fuerte. Solo a un suicida se le ocurriría contrariarle. Incluso antes de empezar a desarrollar poderes, Caine era la clase de chico del que los demás se mantenían apartados. No era el mayor ni el de aspecto más duro, pero sí el más decidido. El más implacable. Sabías que si te metías con Caine, sufrirías las consecuencias.
La verdad, le parecía que tiempo atrás había empezado a sentir algo de verdad por Caine. Algún tipo de emoción. No amor. Ni tampoco era que le gustara. Pero algo sí. Algo que a la gente normal en cierto modo le habría parecido enfermizo. Había sentido algo. Pero no lo que sentía ahora… fuera lo que fuera.
Diana puso la quesadilla en el plato y vertió la sopa en un cuenco, lo dispuso todo en una bandeja y lo llevó arriba. Llamó a la puerta, abrió y colocó la bandeja de comida delante de una Penny dormida. Era como alimentar a un perro.
Se encontró a Caine fuera, en lo que antiguamente había sido un césped impecable que se extendía de la casa hasta el acantilado. Ahora estaba repleto de hierbajos, algunos de los cuales les llegaban hasta la altura de la cabeza. Caine miraba hacia la ciudad lejana a través de su telescopio.
La oyó acercarse, y, sin volver la vista, comentó:
—Algo pasa en la ciudad.
—No me importa.
—Hay una nube. Parece una nube de lluvia. De hecho, creo que está lloviendo. No es más que una nube pequeña. Pero muy baja: no es una ilusión en la barrera.
—Debes de ver algún reflejo. O una ilusión.
Caine le pasó el telescopio. Diana quería negarse a mirar, pero tenía curiosidad. Miró y vio la ciudad de cerca. No lo bastante como para distinguir a la gente, pero sí lo suficiente como para ver que ahí realmente había una nube, solo una, flotando a escasa altura y sin moverse de un mismo lugar. El borrón gris que veía debajo de la nube debía de ser lluvia que caía.
—¿Y? —preguntó la chica—. Algún raro ha desarrollado el poder de fabricar nubes.
—¿Y no te preguntas quién? Es un poder muy importante.
Diana suspiró exageradamente.
—¿Y a ti qué te importa?
—No me gusta la idea de que haya otro cuatro barras. Somos dos y ya somos demasiados.
—Eso no significa que tenga cuatro barras —lo corrigió Diana—. Brianna, Dekka y Taylor solo tienen tres, y sus poderes son mayores que ese.
—Pero tendrá tres por lo menos. —Caine volvió a coger el telescopio—. ¿No te parece que vendrán detrás de nosotros si encuentran la manera? Si Sanjit llegó vivo, entonces Sam sabe lo que tenemos aquí. ¿No crees que vendrá a buscarlo?
—No —respondió la chica sinceramente—. No creo que busque pelea contigo. No es tan inseguro como tú.
Caine soltó una risotada.
—Sí, ese es mi problema: la inseguridad.
—De todas maneras da igual: no hay forma de volver, aunque quisiéramos.
—Siempre hay alguna forma, Diana. Siempre la hay.
—No —le advirtió la chica—. No la busques.