VEINTICUATRO

9 HORAS, 6 MINUTOS

BRITTNEY VIO ESOS bichos enormes de ojos azules. Vio la cueva. No entendía nada.

Entonces se fijó en el arma de Jamal. Los jirones de su ropa. Y la sangre que los empapaba.

No quedaba nada de él excepto su ropa, sus zapatos, su arma.

Los bichos pasaban rozándola a toda velocidad, cargados con piedras ocho, nueve, diez veces mayores que ellos. Como hormigas atareadas.

Pero eran hormigas del tamaño de lobos o ponis Shetland.

Los coyotes vigilaban. Estaban ansiosos, inquietos; esos insectos enormes los asustaban.

Brittney quería preguntar a Jamal lo que estaba ocurriendo. Pero el chico ya no podría responder ninguna pregunta.

La chica se preguntaba si podría huir. Se preguntaba si debería huir. Pero ¿de qué serviría?

Los bichos habían apilado una montañita de piedras, y cada vez las sacaban más grandes.

Brittney se puso delante de uno de los insectos, uno que cargaba con una piedra que fácilmente podría haberla aplastado. A esos bichos no les costaría nada atacarla y destrozarla como, al parecer, habían hecho con el pobre Jamal.

Pero el bicho se escabulló y la rodeó.

¿Por qué? ¿Por qué comerse a Jamal y no a ella? ¿Porque solo comían carne que estuviera realmente viva? ¿O porque sabían que ella era Drake y que Drake era ella y que no podían hacer daño a Drake?

¿Qué los detenía?

¿Quién los detenía?

Pero Brittney ya sabía la respuesta. Sabía que algo, alguien, una mente, tocaba la suya. Era como si siempre lo hubiera sabido. Como si esa conciencia fría hubiera estado siempre allí en el fondo, observándola desde que había apartado la vista para mirar el cielo.

Ya la había sentido cuando estaba en la tumba, arañando la tierra.

A veces, cuando miraba a su hermano Tanner fijamente a los ojos, descubría en ellos destellos de aquella cosa, muy por debajo de su disfraz de ángel.

Lo sabía hacía tiempo, pero prefería no saberlo: no quería saber que Drake era su criatura, la criatura de aquel demonio, del mismo modo que ella era la criatura de Dios.

Brittney se volvió hacia el pozo de la mina y se quedó ahí de pie mientras los insectos iban retirando las piedras. Como si ella misma fuera una piedra en mitad de un torrente de agua.

Iban a liberar a la criatura malvada. Y no podía hacer nada para evitarlo. No iba a hacer nada para detener a Drake. El demonio ganaría aquella batalla.

La mente oscura se acercaba a los límites de sus pensamientos confusos, susurraba débilmente promesas sin palabras.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó Brittney.

«Darte lo que quieres».

—Quiero morirme —aseguró Brittney—. Ir al cielo.

Al cerrar los ojos, la chica sintió algo muy parecido a una sonrisa radiante procedente de un charco profundo de oscuridad.

Había suplicado a Dios que la liberara. Puede que ese fuera el modo en que se lo concediera. Puede que no fuera Sam quien la liberara, sino aquel demonio que yacía en el interior de la montaña.

Brittney se acercó al pozo de la mina, levantó una piedra pequeña y se la llevó.

—¿Entiendes algo de todo esto? —preguntó Sam a Jack.

Estaban en la oficina del puerto deportivo. Dos docenas de barcas se encontraban plácidamente atracadas en el agua, y varias docenas más estaban en un cobertizo largo, fuera de la superficie. Había papeles en un escritorio, libros en estanterías de acero gris, y dos sillas de oficina desgastadas. Los calendarios desfasados les recordaban que hacía mucho tiempo que no había nadie por allí.

Los ordenadores, por supuesto, no funcionaban: no había electricidad. Pero Jack había insistido en llevarse tres de los portátiles del tren con la batería medio gastada. Y, al buscar, encontraron un lápiz de memoria.

—Es alguna clase de software propietario. He tenido que abrirlo en Vista Previa y cuesta entenderlo.

Toto estaba rebuscando en los armarios, pero no encontraba gran cosa. Dekka se había sentado en una de las sillas, con los pies levantados, y miraba con actitud melancólica hacia el lago. De vez en cuando se pasaba las manos furtivamente por la tripa, los hombros, los muslos, para comprobar que no hubiera algún indicio de la plaga.

Y, de vez en cuando, se levantaba la camiseta y revisaba el estado de la herida cauterizada con el fuego de Sam.

—¡Ajá! —exclamó Jack—. Creo que ya lo tengo. Una camioneta trajo gasolina para las barcas una semana antes de la ERA. Tres mil ochocientos litros en cifras redondas. Con lo cual deberían tener unos cuatro mil quinientos litros en total. Y también pidieron diésel. Pero no puede encontrar esos…

Jack se calló, inmerso otra vez en los números.

Sam pensó que era por eso por lo que se había traído a Jack.

Estaba increíblemente satisfecho. De repente había llegado un aluvión de buenas noticias: habían encontrado comida, habían encontrado refrescos. Sin duda al registrar las barcas encontrarían cervezas, aún más refrescos y tal vez unas cuantas bolsas de patatas antiguas: era la clase de cosas que la gente se llevaba para pasar el día en el lago.

Y, lo mejor de todo, el lago era enorme y estaba lleno de agua potable. Había más de la que podrían llegar a utilizar en un millar de años.

También habían encontrado un portapapeles en el que había garabateadas cifras que indicaban que recientemente habían repoblado el lago con truchas y lubinas.

Era como toparse con el Jardín del Edén. Podían trasladar a la población entera allí arriba. Vivir en las barcas. Pescar en el lago. Beberse el agua. Utilizar el combustible para trasladar las cosechas de los campos hasta allí arriba.

No era perfecto. Pero para ser la ERA resultaba un paraíso.

Ojalá Astrid estuviera allí…

Intentó olvidarse de ese pensamiento. Estaba furioso con ella. Estaba harto. Y, sin embargo, no podía dejar de pensar en la cara que pondría cuando le entregara un tarro de Nutella y una lata de Pepsi.

—¿Por qué no hicieron algo? —se preguntó Dekka en voz alta.

—¿Quiénes? —preguntó Sam.

—La gente que estudiaba a ese chaval loco —repuso señalando con la cabeza a Toto.

—¿Y qué podían hacer? —preguntó Sam, encogiéndose de hombros.

—¿Qué te parece advertir a la gente de lo que estaba pasando? —propuso Dekka—. Como por ejemplo: «Oíd, gente de Perdido Beach, está pasando algo muy raro».

—Eran científicos… —murmuró Jack.

Ya había dejado de descifrar documentos aburridos y se dedicaba a investigar el disco duro del portátil, disfrutando del placer absoluto y visceral de abrir aplicaciones.

—Así que eran científicos: ¿y qué? —le espetó Dekka.

—Pues que se dedicaban a estudiar, ¿no? —dijo Jack—. Primero tenían que entenderlo. No podían ir por ahí… Eh, oye, sale un huevo de Pascua muy guay si aprietas…

—Lo que significa que la gente de fuera sabe lo que está pasando —comentó Dekka.

—¿Qué crees que pasará cuando baje la barrera? —se preguntó Sam—. Quiero decir, a todos nosotros.

—Seguramente desaparecerán todos nuestros poderes —opinó Jack.

—Seguramente.

Sam estaba de acuerdo.

—Pero no es seguro… —añadió Jack.

—No.

—Si ni en el colegio ni siquiera permiten llevar encima una navaja suiza, ¿qué harán contigo, Sam? —se preguntó Dekka—. Es como si fueses armado con dos láseres enormes.

—Como ha dicho Jack, seguramente nuestros poderes desaparecerán. Eso será un alivio.

—No es verdad —intervino Toto—. Dice que será un alivio, pero no es lo que piensa.

Sam fulminó a Toto con la mirada.

—Vale, supongo que lo echaría de menos.

—Verdad —dijo Toto, y entonces, conversando una vez más con la cabeza de Spider-Man imaginaria, añadió—: Es verdad.

—Mira lo que le hicieron a Toto y al sujeto número dos —señaló Dekka.

—Nos encerraron —repuso Toto—. Sin familia. Se nos llevaron y nos encerraron.

—Eso no va a pasar —afirmó Sam—. En el mundo todos deben de saber acerca de nosotros. Seríamos demasiado conocidos.

—Sí, eso es lo que cree… —dijo Toto.

—Pero no está seguro —añadió Dekka, muy seca—. Sam, tú nunca fuiste un raro en el mundo real. Pero yo… Para mucha gente, ya era una rara incluso antes de llegar aquí. Si mis padres me enviaron a Coates solo por ser lesbiana, imagínate lo contentos que se podrían al ver que también anulo la gravedad.

Se rio para quitar hierro al comentario. Pero Sam no se unió a ella.

—Aun así, quiero que baje la barrera —insistió Sam.

—No es verdad —dijo Toto.

—Sí que lo es —protestó Sam—. ¿Crees que me gustan las cosas tal como están?

Toto iba a responderle, pero Dekka lo interrumpió.

—Sam, puede que no hayas pasado mucho tiempo pensando en esto, pero yo sí. Y créeme, muchos chavales también, y no solo los raros con poderes. Quiero decir, ¿crees que Albert desea que todo esto termine para regresar a la escuela y volver a ser un empollón?

—Astrid quiere que termine —señaló Sam.

Dekka asintió.

—Sin duda. Y Jack también, para poder volver a ponerse con sus ordenadores y todo eso, porque la mitad del tiempo ni siquiera se acuerda de que tiene superfuerza. Edilio también desea que se acabe. Es decir, cuando no se pone a pensar en que lo deportarán a Honduras. Pero ¿de verdad crees que Brianna quiere dejar de ser la Brisa?

—Brianna lo detestaría —reconoció Sam.

—Hay chavales que rezan cada noche para que todo esto acabe. Y los hay que rezan cada noche para que la barrera se quede donde está. Y ahora que les vamos a enseñar esta agua fresca y maravillosa, este lugar estupendo de aquí arriba…

—Tú crees que es así —confirmó Toto.

—Gracias —dijo Dekka con sarcasmo.

Sam miró el lago. Sentía algo muy distinto. Si disponían de agua y de comida, si lograba mantener la paz con Caine y, sobre todo, si de algún modo conseguían volver a tener electricidad, ¿cuántos chavales dejarían de esperar que terminara la ERA?

—Tienes que pensar en todo eso, Sam —concluyó Dekka—. A fin de cuentas, eres el líder.

—Ya no.

Dekka se rio, se levantó y se desperezó.

—Sam, sigues siendo el líder. Siempre lo serás. No es algo que se elija: tú eres así.

Y entonces Dekka cogió a Sam del brazo y se lo llevó fuera del edificio, hasta el muelle. El estado de ánimo de la chica cambió de repente. Sam se quedó perplejo. Dekka se había dedicado a hacer un numerito, y ahora tenía la mirada apagada y la boca hundida. Se acercó a Sam, le cogió la mano y se la puso sobre su propia camiseta, por encima del abdomen.

—¿Lo notas, ese bulto?

Sam asintió.

—Mi madre tuvo un quiste benigno, así que puede que solo sea eso —dijo Dekka, muy seria.

—¿Crees que es…?

—Igual solo me he dado cuenta porque lo buscaba, pero también puede que sea uno de ellos —señaló Dekka.

—No saques concl…

—No lo hago. Pero si es eso, si es una de esas cosas, voy a pedirte que te encargues de mí.

—Ya hemos hablado de eso.

Sam apartó la mano.

—Si te digo que ha llegado la hora, lo harás, ¿verdad, Sam?

El chico no podía responderle.

—No tengo miedo de morir —afirmó Dekka.

Sam se alegró de que Toto no estuviera allí para oírlos.

—Y tienes que prometerme algo —añadió Dekka.

—¿El qué?

—No le digas nunca a Brianna lo que sabes sobre lo que siento. Solo le causaría dolor. La quiero y no quiero que sufra.

—Dekka…

—No —lo cortó la chica—. No discutas, ¿vale? Igual me equivoco y no es nada. Así que no discutamos sobre eso.

—Vale. —Se quedaron ahí, algo incómodos, durante un rato, hasta que Sam añadió—: No quiero que suene raro, pero sabes que te quiero, ¿verdad?

—Yo también te quiero, Sam.

Sam se acercó como si fuera a abrazarla, pero se detuvo.

La chica sonrió.

—Ya, no somos de los que abrazan, ¿verdad?

—Vamos a ver qué encontramos en las barcas —propuso Sam.