VEINTITRÉS

9 HORAS, 14 MINUTOS

ASTRID ESTABA EN el patio de atrás usando la letrina cuando sucedió. Llevaba dos días sentada junto a la cama del pequeño Pete, esperando, temiendo.

Pero, aunque estuviera deshidratada, al final tuvo que ir al baño. Esperaba no correr peligro. Esperaba encontrarse con la gente de Albert repartiendo agua y comida y que hubiera pasado la epidemia.

Pero las calles estaban abandonadas. No oía ruidos lejanos de motores de camionetas, ni siquiera las ruedas chirriantes de carros de los que había que tirar a mano.

Así que terminó lo que tenía que hacer en la letrina del patio de atrás y continuó rezando como hacía casi todo el tiempo.

¡ZUUUM CRAC!

Toda la planta superior de la casa salió volando por los aires.

No había fuego. Ninguna llama.

El piso superior, el tejado, el revestimiento exterior, las paredes, la madera y el muro de mampostería: todo eso salió disparado casi en silencio. Un trozo grande de tejado pasó a toda velocidad por encima de su cabeza, soltando tejas rojas a su paso, y al caer chocó bruscamente contra la pared de la casa de al lado.

Astrid vio que la ventana, el cristal que, por algún motivo, aún seguía en su sitio, ascendía como un cohete girando sobre sí mismo. Lo siguió con la mirada, convencida de que le caería encima, pero se estampó contra las ramas de un árbol y acabó rompiéndose.

La cama de su dormitorio estaba sobre un tejado, dos casas más allá. Las sábanas y la ropa cayeron revoloteando hasta el suelo como si fueran confeti. Era casi festivo, como si alguien hubiera encendido fuegos artificiales en el Cuatro de Julio y ahora tuviera que exclamar «oooh» y «aaah» al caer las chispas.

Pero no había fuego. Ni explosiones ruidosas. Hacía solo un segundo era una casa de dos plantas, y ahora solo tenía una.

Uno de los calcetines del vestidor de Astrid aterrizó sobre la hierba, cubriendo el borde de la letrina.

Astrid recordó que podía moverse, y entró en la casa gritando:

—¡Petey, Petey!

La puerta de atrás quedaba parcialmente bloqueada por un trozo pequeño del revestimiento. Astrid lo apartó, atravesó corriendo la cocina y subió las escaleras cubiertas de escombros.

Entonces fue cuando se percató de lo raro que resultaba todo. El pasamanos de la escalera se interrumpía al alcanzar el nivel de la planta superior y los escalones terminaban en media contrahuella astillada.

Astrid avanzó por lo que ahora no era más que una plataforma; justo ahí había habido la segunda planta de una casa, pero todo había desaparecido. Todo. Era como si un gigante con un cuchillo hubiera venido y cortado la parte superior del edificio, así, sin más, atravesando las paredes, las tuberías y los conductos eléctricos.

Lo único que quedaba era la cama del pequeño Pete. Y el pequeño Pete.

El niño tosió dos veces y se relamió. Tenía la mirada fija, vacía, en el cielo abierto.

Astrid siguió la dirección de la mirada del niño y, en el cielo azul de la mañana, vio una nube de algodón gris. Justo encima de la casa.

* * *

Brianna estaba furiosa. Ya era muy de enfadarse en los mejores momentos, pero ahora la pelea con Drake y el hecho de haber tenido que enterarse por Taylor de que Jack se había marchado de la ciudad la reconcomían, lentamente.

No le gustaba mucho Taylor. En una ocasión le sugirió que debería adoptar un nombre guay, como Brianna, a la que llamaban «la Brisa». Tal vez «La teletransporte». Pero Taylor se rio de ella.

Se suponía que Brianna no tenía que estar en la calle. Aún había cuarentena. Pero tenía sed, hambre, se sentía humillada y furiosa y buscaba líos.

O al menos un traguito de agua.

Iba a esperar unos pocos minutos y luego pensaba subir corriendo hasta el lago Evian para beber. Taylor decía que la carretera era peligrosa, que las verdosas estaban allí. Pero Brianna no temía a las serpientes voladoras. Ni siquiera a las serpientes voladoras que meaban huevos verdes de bicho, o lo que fuera aquello. Era demasiado rápida para que la pillaran unas estúpidas serpientes, voladoras o no.

Alguien había tapiado una ventana del ayuntamiento con placas de contrachapado.

—¿De qué va eso? —se preguntó en voz alta.

Se encogió de hombros y, cuando ya estaba dispuesta a salir disparada, oyó un ruido parecido al que se hace al masticar. El ruido se oía cada vez más fuerte. Y venía de la ventana tapiad…

La parte inferior del contrachapado se astilló. Algo plateado que se movía a una velocidad considerable empujaba, y el contrachapado se partía.

Brianna se quedó mirando la ventana unos segundos, y entonces, de repente, varios insectos de aspecto metálico y del tamaño de un perro pequeño empezaron a abrirse paso a través del contrachapado.

El primero en salir extendió unas alas como de escarabajo y bajó despacio hasta el suelo.

Brianna tuvo tiempo de observar su boca repleta de dientes rechinantes y sus antenas, y se quedó aterrorizada al ver sus ojos color de rubí.

Se imaginaba lo que eran. Esas eran las cosas que habían acojonado a Taylor. Las que se suponía que habían salido de las tripas de Hunter. Pero ahora estaban allí mismo y bajaban por la pared de la segunda ventana del ayuntamiento.

En cuanto el primer bicho aterrizó se abalanzó sobre Brianna, que lo esquivó como un torero a un toro.

—Eres rápido, eso lo reconozco —comentó Brianna—. Pero no eres la Brisa.

El enjambre se dirigió como un solo bicho hacia ella, agitando sus mandíbulas curvas con bocas rechinantes y exhibiendo el rojo brillante de sus ojos.

Eso ya le gustaba más. Por supuesto, podía alejarse a toda velocidad, pero lo cierto era que disfrutaba de ese juego.

Hasta que vio a Edilio acercarse corriendo, desenfundando su rifle automático y gritando a todo volumen.

—Ah, ya —comentó Brianna—. Supongo que es hora de acabar con esto.

Así que Brianna desenvainó su cuchillo grande y cortó las antenas del bicho más cercano. Y, a continuación, solo para exhibirse, solo porque molaba, dio una voltereta en el aire y aterrizó casi a horcajadas sobre otro bicho. Se dispuso a acuchillarlo, apuntando hacia el espacio que había entre sus alas, pero la cuchilla acabó dándole en el ala y no penetró.

El bicho giró muy, muy rápido. Pero no lo bastante. Brianna se abalanzó sobre sus ojos inyectados en sangre y la cuchilla se hundió profundamente en uno de ellos.

Entonces el bicho dejó de moverse.

—El único mal bicho que hay es la Brisa —comentó la chica.

Edilio casi había llegado y Brianna estaba bastante segura de que le arruinaría la diversión. Así que esperó a que la atacara otro bicho, se dejó caer, recogió su cuchillo y le atravesó las dos patas delanteras. El bicho estampó su cara de película de terror contra el suelo.

¡PUM, PUM!

Edilio disparó a uno de los bichos, que, evidentemente, se había hartado y se alejaba corriendo de Brianna.

Ella vio que las balas lo alcanzaban y rebotaban en las alas duras.

—¡Dispárale a la cabeza! —le gritó a Edilio—. ¡Tienes que darles en la cabeza!

Quería señalar al que había matado como ejemplo.

Pero el bicho muerto se estaba moviendo.

Y también el bicho al que había arrancado las patas delanteras.

Brianna frunció el ceño y sacó su escopeta. Alcanzó al bicho herido, colocó la boca del arma justo encima de sus ojos inquietantes y disparó el gatillo.

La cabeza del bicho salió volando casi entera, y lo salpicó todo con una baba cerebral de un negro verdoso.

El bicho temblaba como un perro mojado, pero seguía avanzando.

—No, no, no —se lamentó Brianna—. Puede que pierda frente a Drake, pero no perderé frente a un montón de cucas sangrientas.

¡PUM, PUM!

Edilio disparó dos veces más a su bicho. Y entonces, al ver que Brianna dudaba, le gritó:

—¡Intenta aplastarlos!

—¿Con qué?

Edilio miró alrededor, impotente.

—No lo sé.

—¡Se están escapando!

Los bichos, media docena de bichos, ahora ignoraban a Brianna y Edilio y bajaban corriendo por la calle, alejándose de la ciudad.

—Son demasiado rápidos para ti —indicó Brianna.

Parecía que al chico le fuera a dar un ataque. Miró hacia la ventana que quedaba por encima y luego hacia los bichos que se alejaban: Brianna habría jurado que su siguiente movimiento iba a ser levantar las manos y exclamar:

—¡Olvídalo, me largo de aquí!

Pero apretó los dientes, respiró hondo y se armó visiblemente de valor para tomar una decisión que sabía que podía resultar equivocada. Tal vez incluso fuera un error fatal.

—Brisa —empezó a decir, muy serio—, escúchame antes de arrancar a correr. Quiero que los sigas, que veas adónde van. Pero si lo haces, como que no nos quedarán defensas. Orc deambula borracho por ahí; Sam, Dekka y Jack están fuera de la ciudad; los chavales caen enfermos por todas partes; y puede que Drake siga acechando. —Apuntó a Brianna con el dedo y añadió—: No corras riesgos, no cometas estupideces e imprudencias como haces siempre: vuelve en cuanto puedas, en cuanto veas adónde van.

Brianna se cuadró en broma —no le importaba que la llamara estúpida si reconocía su valentía— y se marchó trotando a casi cien kilómetros por hora para alcanzar al enjambre.

—¡No sufras, Edilio! —gritó por encima del hombro—. ¡Los bichos no se librarán de la Brisa!

Orc se estaba quedando seco. Miraba torvo en dirección a la botella que sujetaba con la mano.

¿No tendría que estar muerto ya? ¿Cuánto alcohol necesitaba para morirse de una vez por todas?

Su mente intentaba pensar soluciones para el problema. Probablemente aún le quedaban un par de botellas en casa, si los chavales no se las habían birlado. Y si no, tenía otra opción, pero tenía que caminar mucho y de verdad que no le apetecía nada caminar Si caminaba mucho se despejaría.

Mientras se dirigía hacia su casa ahogando de nuevo el cerebro en alcohol, pasó sin pensar junto a la señal de stop.

Y allí no había ningún cuerpo estrujado.

Durante un instante pensó que igual estaba en el sitio equivocado.

O que igual se había confundido con lo del cuerpo. Pero entonces recordó vagamente que se había topado con Howard y que le había prometido que arreglaría las cosas.

Así que ahora el cuerpo del niñito estaría pudriéndose en una casa que nadie utilizara. Seguramente no era el único cuerpo que había por ahí. Seguramente.

Orc dio un sorbo. Le temblaba el cuerpo y la mente. Estaba acostumbrado a beber, pero, aun así, llevaba un día entero castigándose el cuerpo. Le ardía el estómago. Le martilleaba la cabeza. Y ahora tenía que contener el impulso de correr y correr y correr hasta…

¿Hasta qué?

¿Correr adónde?

Tarde o temprano lo acabarían descubriendo. Sabrían que había estampado al niñito, a ese niñito que nunca le habría hecho daño, ni a él, ni probablemente a nadie más. No era más que un niño enfermo.

Alguien debía de haber visto cómo sucedía, o alguno de los listos, Astrid, Albert o Edilio, lo descubriría. Y ni siquiera tendría oportunidad de explicarse. Lo obligarían a marcharse, a vivir fuera de la ciudad, como habían hecho con Hunter.

Pero él no era Hunter. No podía vivir ahí fuera. Ahí donde estaban los coyotes.

Orc se acordaba de los coyotes. Se acordaba de cómo hundieron los hocicos en sus tripas y se las desgarraron y arrancaron.

Ahí empezó todo. Ahí fue cuando la carne desgarrada se volvió de grava y la piel de monstruo rocoso, pedregoso, le creció y le cubrió el cuerpo entero.

No. No podían hacerle vivir ahí fuera.

Pero Astrid se había inventado unas reglas y eso era exactamente lo que harían: expulsarlo. «Vete, Orc. Vete y muérete, raro».

Ya, vale. Charles Merriman estaba dentro de ese monstruo. No era un orco. Era Charles Merriman.

Tenía que hablar con Astrid. Siempre había sido maja con él. Era la única que había sido maja con él.

Eran sus estúpidas reglas, así que algo se le ocurriría. A fin de cuentas, era lista. Y maja.

Con ese pensamiento vago agitándose en su cerebro, Orc se dirigió a casa de Astrid dando zancadas.

A dos manzanas de distancia percibió algo extraño. Tanto que pensó que tal vez se lo estaba imaginando. Porque no era normal, de eso estaba seguro.

Había una nube en el cielo. En lo alto. Cuando Orc se la quedó mirando boquiabierto el sol comenzó a ocultarse detrás.

Una nube. Una nube gris, oscura.

Orc siguió avanzando. Siguió bebiendo. Y mirando esa nube loca suspendida en lo alto del cielo.

Llegó a la calle de Astrid. A media manzana de distancia vio los escombros desperdigados por encima de los árboles y los patios, colgados sobre las vallas.

Y luego la casa. Eso le hizo frenar en seco. La parte de arriba había desaparecido.

Y allí estaba Astrid, justo en el segundo piso abierto porque las paredes habían desaparecido; y allí estaba también su hermano retrasado… flotando en el aire por encima de la cama.

Orc contemplaba boquiabierto a Astrid, pero ella no se daba cuenta. La chica miraba hacia el cielo, hacia la nube. Tenía los brazos en jarras y llevaba una pistola que parecía gigante en una mano.

Un relámpago brillante lo iluminó todo, y un árbol cayó a poco más de tres metros de distancia.

¡CRAC!

¡PUM!

Rayos. Truenos.

Un chaparrón de astillas y hojas del árbol cayó alrededor de Orc.

Y, de repente, la nube pareció caerse del cielo; pero no era la nube, sino la lluvia. Diluviaba agua gris.

Era como meterse en una ducha fría. La lluvia caía sobre el rostro maravillado de Orc, que no dejaba de mirarla. Le inundaba los ojos, caía a chorros filtrándose en su cuerpo de cantera.

Astrid gritó palabras irrelevantes. Orc oyó la desesperación, el miedo. La chica estaba ahí de pie, empapada, con su arma enorme, gritando a su hermano, sollozando.

Orc abrió la boca y le entró el agua dentro. Limpia, fresca, tan fría como el hielo.