VEINTIDÓS

12 HORAS, 48 MINUTOS

ESO ES UN lago —dijo Sam—. Desde luego que eso es un lago.

—No me puedo creer que ni siquiera supiéramos que estaba aquí —comentó Dekka.

Aún no había salido el sol, pero una luz de un gris perla mostraba una ladera larga que bajaba hacia una masa enorme de agua: la más grande que había visto Sam en toda su vida, aparte del océano.

La hierba, seca, crecía en matas. Pinos tremendamente raquíticos y atrofiados estaban desperdigados aquí y allá, pero la costa propiamente dicha estaba formada por una hilera de piedras grandes revueltas, interrumpida por estrechas playas arenosas y poco extendidas.

A lo lejos se veía un puerto pequeño con dos docenas de barcas.

La barrera atravesaba el lago, pero en la parte que quedaba en el interior había más agua de la que nunca podrían necesitar o querer los chavales de Perdido Beach.

—¿Crees que será potable? —se preguntaba Dekka.

—Vamos a averiguarlo.

Sam bajó corriendo hacia la costa, ansioso por verla y probar el agua, pero procurando no tropezar. Sería demasiado cruel llegar hasta allí y descubrir que el agua era salada. Eso sería otra mala jugada, otra decepción más. Y además podría suponer una condena para todos.

Sam alcanzó la orilla del lago acompañado de cerca por los demás. Las piedras pálidas no eran estables, así que avanzaba con cautela.

Se quitó los zapatos y, a continuación, se lanzó impulsivamente de cabeza al agua.

La orilla era poco profunda y, al sumergirse, Sam se rozó el pecho con las piedras del fondo, pero en dos brazadas el agua ya lo cubría por completo.

El chico bebió un trago. Aún dentro, Sam se volvió para mirar a Jack, Dekka y Toto, que permanecían de pie, vacilantes, sobre las rocas.

—Damas y caballeros —anunció Sam, con una sonrisa enorme en el rostro—, tenemos agua potable.

—¡Agua! —exclamó Jack.

—¡Agua de verdad, de la buena! —repitió Dekka.

—¡Dice la verdad, Spidey! —dijo Toto.

Sam dio una voltereta de alegría. El lago estaba frío, pero no hasta el punto de helarle los huesos. La parte surfera de su cerebro calculó que le bastaría un traje de 3/2 mm para mantenerse bien abrigado.

Tragó un poco más de agua y nadó hacia sus amigos.

—Agua potable —dijo Dekka—. Agua potable y fresca. Brrr.

Sam examinó la costa.

—La verdad es que no es un sitio estupendo para fundar una nueva ciudad. Necesitaríamos algo más llano. Y luego habría que tener cuidado con que las aguas negras no terminaran contaminando el agua potable. Supongo que…

Pero se detuvo. Albert y Edilio podrían concretar los detalles. Ya había hecho lo que tenía que hacer.

—He visto barcas —señaló Jack—. Me pregunto si habrá peces.

Toto comentó:

—Peces, sí, peces.

—¿Sabes algo? —le preguntó Sam.

—Mi padre me llevaba a pescar —comentó y, a continuación, como si le sorprendieran sus propias palabras, miró la cabeza de Spidey que ya no estaba allí, y añadió—: Este no es aquel lago, ¿verdad? No, ese era el lago Isabella.

—Vale —dijo Dekka armándose de paciencia—. ¿Había peces en ese lago?

—Trucha —respondió Toto—. Lubina. También pomoxis. Pescado.

—Si encontramos cañas y otras cosas en las barcas, significará que hay pescado —señaló Jack.

—Está solo como a media milla. Podríamos nadar —propuso Sam.

—Tú puedes nadar media milla —dijo Dekka—. Yo caminaré.

Salieron del lago, aunque a Sam le costó mucho. Esa masa nueva, inexplorada, de agua resultaba estimulante. ¡A saber lo que podrían encontrarse en el interior del lago o en sus alrededores!

Pero entendía que a Dekka y a los demás no les entusiasmara nadar mucho rato en agua fría.

La costa dibujaba una serie de curvas, como el borde de un tapete de encaje hecho de estrechas playas arenosas y promontorios rocosos. No tardaron en dar con un sendero, y lo recorrieron riéndose y charlando alegremente.

Sam sabía que sin gasolina, sin mucha gasolina, nunca conseguirían bajar agua suficiente para…

Frenó en seco.

—Los puertos deportivos —intervino, y sintió un escalofrío que no nada tenía que ver con la temperatura—. Los puertos deportivos. ¿Sabéis lo que tienen?

—¿Barcas? —sugirió Jack, como si temiera que fuera la respuesta incorrecta.

—Barcas —sonrió Sam—. Y tal vez también veleros. Pero ¿sabéis qué más? Lanchas motoras. Motos acuáticas.

—¿Quieres una moto acuática?

—¿Qué hace funcionar una moto acuática, amigo mío?

—Yo diría que el agua —respondió Dekka.

—¡La gasolina! —exclamó Jack.

Sam le dio una palmada en el hombro.

—¡Sí! ¡Un puerto deportivo sin combustible no es un puerto deportivo!

Sam sonrió y empezó a correr hacia el puerto. En su interior, una voz le advertía con insistencia que no albergara esperanzas, que no esperara una respuesta positiva. «Es la ERA —le decía la voz—. Sigue siendo la ERA».

Pero, tras tanto dolor, tantas decepciones y tantos horrores, seguro que se merecían buenas noticias.

Seguro que sí.

Lana abrió los ojos.

Patrick le lamía la cara. Ese debía de ser el motivo por el que había abierto los ojos.

Tenía algo pesado apoyado sobre el pecho. Una cabeza. Cubierta de un pelo largo y oscuro.

La apartó, gruñó y dijo:

—Estoy despierta.

Sanjit se incorporó, la miró y se limpió la baba de la comisura del labio.

Lana estaba en la playa. Había salido el sol, pero aún no había asomado por detrás de las montañas. No tenía ni idea de cómo había llegado hasta allí. El instinto le hizo buscar el arma. No la tenía en la cinturilla. Había quedado metida en la manta.

—¿Cómo he llegado hasta aquí?

—Yo te he traído.

Lana asimiló lo que le acababa de decir.

—¿Por qué? —le preguntó, recelosa.

—Te desmayaste.

Lana se pasó los dedos por el pelo enmarañado. Se secó la boca y puso mala cara al notarse el aliento.

—¿Tienes algo de agua?

—Lo siento, no —dijo Sanjit.

Lana suspiró y lo miró cansada.

—¿Y a ti qué te pasa? Ni siquiera tienes manta —comentó Lana.

—No iba a dormirme.

—Dime que no me mirabas mientras dormía, porque vomitaré.

Sanjit sonrió.

—Sí que lo hacía. Te miraba. Y también te he oído dormir.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Bueno, que te has tirado un pedo. Pero más bien lo que haces es hablar. Gruñes en sueños.

—¿Y qué decía?

Sanjit se esforzó visiblemente por recordarlo.

—Bueno, más bien hacías: «Aaaarrg… Mmmm… Aaann… Aaaan… No intentes… Aaaarg». Y luego el pedo ha sido así como…, bueno…, muy delicado. Como… ¡Put, put! Casi musical.

Lana lo miraba fijamente.

Sanjit temblaba.

—¿Tienes frío? —le preguntó ella.

—Solo un poco. Ya sabes, lo típico al despertarse.

Sanjit tembló otra vez y enroscó los brazos en torno a las piernas alineadas.

Lana se sacó la manta de encima, hizo una bola con ella soltando algo de arena, y se la pasó a Sanjit, que se la colocó por encima de los hombros.

—¿Cuántos más han muerto? —preguntó la chica.

—Eran cinco en total cuando nos hemos ido.

Lana dejó caer la cabeza durante un instante y Sanjit se quedó callado. Entonces la chica se levantó y caminó hasta la orilla. Se quitó la ropa hasta quedarse en bragas y sujetador, y, apretando los dientes, se metió corriendo en el agua. En cuanto le llegó a las rodillas, se zambulló de cabeza. Estaba helada, pero limpia. Se libró de la sangre seca y la mugre y se enjuagó la boca con agua salada.

Entonces salió temblando y corrió de vuelta hacia Sanjit.

—Me mirabas —comentó la chica.

—Pues sí. Soy un adolescente. Los adolescentes suelen mirar a las chicas guapas en ropa interior mojada.

Lana se inclinó, cogió la manta, le sacudió la arena y se envolvió en ella.

Sanjit se levantó.

Y Lana le besó en la boca.

Le dio un beso de verdad.

Él le agarró la cabeza mojada con ambas manos y le devolvió el beso.

—No ha estado tan mal como pensaba que estaría —comentó ella.

Lana detectó, satisfecha, que, por una vez, Sanjit no parecía tener una réplica preparada. De hecho, parecía un poco enfermo, y muy dispuesto a volver a besarla.

—Volvamos al hospital —dijo la chica.

Brittney recuperó la conciencia en un camino estrecho. Unas paredes de tierra y piedra de más de dos metros la tenían encerrada: se alzaban por encima de ella. Y, en lo alto, un grupo de coyotes la miraban con gula, con las bocas abiertas y la lengua colgando.

Jamal estaba detrás de Brittney, revisando la cuerda que le sujetaba los brazos por las muñecas y los codos.

La chica también tenía los tobillos atados, con una cuerda más larga que le permitía dar pasos cortos, pero no correr.

—¿Dónde estamos? —preguntó ella.

Jamal levantó el hombro bueno.

—Donde Derek quería que fuéramos.

El chico bostezó, alzó la vista, nervioso, hacia los coyotes, y volvió a bostezar.

—Deberías descansar un poco —le indicó Brittney—. Te duele y estás derrotado.

—¿Aquí? —El chico se rio amargamente—. ¿Te parece que este es sitio para echarse una siesta?

Brittney reconoció en silencio que no lo era. Había algo oscuro en aquel lugar, aunque el sol estuviera en lo alto del cielo. Algo en el aire. Algo en la mirada de los coyotes. Una oscuridad que penetraba en su corazón sin latidos.

—Quiero volver —pidió Brittney.

—¿Sí? Yo también —coincidió Jamal—. Pero, si lo hago, el bueno de Drake me arrancará la piel a latigazos.

Y la empujó hacia delante. La chica tropezó con la cuerda que le sujetaba los tobillos y estuvo a punto de caerse, pero no perdió el equilibrio y continuó arrastrando los pies, sin saber qué otra cosa podía o debía hacer.

«¿Qué debo hacer, Señor, para ganarme la muerte verdadera y mi lugar en tu cielo?».

—Este sitio es malo, Jamal —comentó Brittney—. Lo noto.

—Ya. Drake es un mal chico, y va a sitios malos. Pero supongo que es mejor ir con él que contra él.

Al salir de la grieta se encontraron con una pared rocosa escarpada que tenía un agujero medio en ruinas. Apenas había luz rosada suficiente para ver que el pozo de la mina estaba bloqueado por toneladas de piedras caídas.

Las maderas enormes que enmarcaban el agujero estaban astilladas y parecía que fueran a partirse del todo.

La maldad que percibía Brittney debía de proceder de allí, de ese agujero, de ese montón de piedras.

—¿Dónde estamos?

—En el pozo de la mina —respondió Jamal—. ¿No has oído hablar de todo eso? ¿De lo que pasó aquí dentro? Fue eso lo que le dio el látigo a Drake.

—¿Aquí dentro? Si está todo hundido, sellado…

—Y eso debe de ser bueno, ¿eh? Porque si esa cosa parece tan mala desde aquí fuera, no quiero saber lo que se siente estando cerca. —Jamal se mordió el labio y añadió en voz baja—: Como una zarpa grande que te agarra el corazón. Como carámbanos en el cerebro.

—Jamal, si huyes…

El chico meneó la cabeza.

—Drake me perseguiría. Mira, no se te puede matar, ¿vale? Y a él tampoco, ¿no? Lo que quiero decir es que si lo traiciono, tarde o temprano me pillará.

—Igual con fuego —susurró Brittney—. Igual el fuego sagrado de Dios puede destruirnos a los dos.

—Ya, vale, pues no tengo nada de eso.

—Solo Sam puede terminar con esto.

Jamal levantó las manos con un gesto de indefensión, y comentó:

—Vale. Si el gran Sam quiere cargarse a Drake, yo no diré nada. Pero escucha: lo único que intentas es retrasar a Drake. Sam y él acabarán enfrentándose, ¿verdad? Así que, en lugar de ponerle piedras en el camino, igual deberías facilitárselo, ¿ves lo que quiero decir?

Brittney miraba fijamente a Jamal. ¿Acaso era un truco?

«¿Es el diablo que me tienta?».

Jamal señaló la cueva con la cabeza.

—Acaba de decirme que nos quedáramos aquí. Se le ha metido en la cabeza que puede hablar con la cosa que hay aquí dentro. O por lo menos oír lo que dice.

Brittney pensó que igual era verdad. ¿Cómo no creer en cosas que parecían sobrenaturales? A veces su hermano le hablaba en forma de ángel. Y Dios estaba siempre con ella, ¿cierto?

Y ella misma, aquel resto horripilante de la chica que había sido, era algo que estaba fuera de la naturaleza.

¿Era Sam el servidor del Señor? ¿La herramienta escogida por Dios para liberar a Brittney? A menudo, le había suplicado que la liberara. Pero los caminos de Dios le resultaban inescrutables. Dios y ella no compartían el mismo tiempo. Hágase su voluntad.

—¿Qué quiere Drake de mí? —preguntó Brittney.

—Bueno, ya sabes, que no intentes huir todo el rato y me obligues a atarte las piernas y nos retrases a todos.

—¿Y va a ir tras Sam? ¿Ese es el plan, ir tras Sam?

Le pareció detectar una levísima falsedad en la mirada de Jamal cuando le respondió:

—Ese es precisamente el plan. Ir derecho a Sam en cuanto hable con… ya sabes.

—Puedes dormir, Jamal —indicó Brittney—. Duerme hasta que vuelva Drake. No huiré.

—¿Cómo voy a fiarme de ti?

—Porque te lo juro. Por la sangre del Cordero, te lo juro.

Jamal se despertó al sentir el dolor de las patadas de Drake.

—¿Qué?

En realidad, Drake sonreía. No tenía buena cara al sonreír.

—Estabas dormido, y yo sigo aquí.

Jamal se puso en pie de un salto, y desató rápidamente a Drake.

—Ya, he hecho justo lo que me pediste, Drake. Lo que me pediste. Le he dicho que lo primero que harías sería ir tras Sam. Y que luego Sam os quemaría a los dos y…

Jamal tragó saliva: de repente se daba cuenta de que igual se había enrollado demasiado.

Pero Drake se sentía benévolo y expansivo. Acarició a Jamal en la mejilla con la punta del látigo y comentó:

—Has hecho bien. Y atraparé a Sam Temple. Tarde o temprano.

Drake dirigió la vista hacia el pozo de la mina. Lo que sentía por la Oscuridad era algo muy parecido al amor. También le tenía miedo, pero la Oscuridad bien lo merecía. Merecía su miedo y su devoción.

Aunque tuviera que sacar esas piedras una a una, aunque tardara semanas en hacerlo, alcanzaría a la Oscuridad y la liberaría.

—Mi antiguo cuerpo está ahí abajo —explicó Drake; por primera vez se daba cuenta—. Mi antiguo cuerpo está ahí abajo, con ella.

Drake sintió una punzada de nostalgia. Quería frotarse contra las piedras de la entrada de la mina. Eso lo ayudaría a sentirla más cerca de ella. Puede que la Oscuridad se comunicara con él, acariciara su mente, le dijera qué hacer a continuación.

Pero no podía hacerlo con Jamal delante.

—Empieza a cargar piedras —ordenó Drake—. Tienes que apilarlas ahí detrás —dijo señalando un espacio relativamente llano—. No sé hasta dónde llegaron las piedras. Puede que tardemos un rato. Que Brittney la cerdita se ponga a trabajar cuando vuelva.

Se pasaron dos horas o más levantando y cargando piedras. Les habría venido bien una carretilla, y que Jamal no tuviera un brazo roto. Tenían que levantar cado trozo de piedra, cada madera rota. Algunas eran tan grandes que debían cargarlas entre los dos. Otras ni siquiera podían moverlas y tenían que rodearlas.

Al cabo de dos horas no habían retirado más de medio metro de piedras del interior de la mina.

Durante ese par de horas, Brittney reapareció una vez y accedió a ayudarles a cavar. Pero Drake no se engañaba: no estaban consiguiendo nada. Podían tardar meses. Años. Eternamente.

Los coyotes iban y venían, observaban, planteándose si comerse a Jamal. Así que cuando Drake oyó movimiento procedente de la curva de la carretera, dio por supuesto que se trataba de coyotes.

Solo que no era el habitual ruido que hacían sus habituales pisadas sigilosas. Se oían chasquidos y movimientos precipitados.

Drake se enjuagó el sudor de la frente y se volvió con cautela hacia donde provenía el ruido.

Ese bicho parecía sacado de una película de ciencia ficción. Era como un alienígena, un robot o algo así, porque era demasiado grande para ser solo un insecto.

Era de plata y bronce, pero mate. Tenía cabeza de insecto y una boca prominente, con dientes chirriantes que le recordaron al típico chef japonés que exhibía ceremoniosamente sus cuchillos. Unas siniestras mandíbulas curvas de cuerno o hueso negro le sobresalían por un lado de la boca.

La criatura olía a curry y amoníaco, a algo amargo con un toque de dulzor cuajado.

Y más bichos se acercaron a la carrera hasta detenerse justo detrás del primero. Tenían antenas y unos ojos deslumbrantes, con un iris azulado que casi podría pasar por humano. Pero no poseían conciencia humana, ni tampoco vulnerabilidad ni capacidad de emocionarse. Eran como pedacitos de hielo.

Avanzaban a toda velocidad con seis patas, se paraban, continuaban y seguían deslizándose hacia delante a una velocidad alarmante. Sus alas de plata deslustradas se plegaban sobre sus caparazones de bronce, como si fueran escarabajos o cucarachas. A veces aleteaban levemente al correr.

Bichos.

Igual eran bichos, pero cada uno medía por lo menos un metro y medio de largo y casi un metro de alto, a lo que se sumaban los treinta centímetros de las antenas.

Drake no apartaba la mirada de los ojos azules sin alma del primer bicho.

Tenía la mano de látigo preparada, y Jamal, el rifle a punto, pero Drake dudaba que tuvieran muchas posibilidades si los bichos buscaban pelea. Había una docena de criaturas empujándose las unas a las otras, como hormigas manando de un montículo, o avispas que salieran furiosas de una colmena que alguien hubiera golpeado.

Drake sintió una punzada de miedo: ¿sobreviviría si se lo comían, si aquellas bocas rechinantes lo masticaban a pedacitos y se lo tragaban?

Un coyote se dirigió al trote hasta lo alto de la colina y, a una distancia prudencial, habló con la lengua ahogada que había llegado a desarrollar su especie.

—Ver la Oscuridad —dijo el coyote.

—¿Ellas? —preguntó Drake. ¿Los coyotes y esas monstruosidades podían comunicarse?—. ¿Quieren ver la Oscuridad? Pues vale —dijo Drake, y levantó el pulgar por encima del hombro para señalar dónde estaba la mina—. Adelante.

—Ellas hambre —comentó el coyote.

Drake no tuvo que preguntar qué se suponía qué tenía que hacer al respecto. Porque ahora esa misma voz abyecta e insinuante que hablaba a través del coyote lo alcanzó directamente, alcanzó su mente dispuesta y sumisa y lo inundó con una alegría profunda y espantosa.

Al sentir el tacto de su dueña, Drake cerró los ojos y se balanceó despacio hacia delante y hacia atrás.

No tardaría en estar con la Oscuridad. La Oscuridad le daría todo lo que necesitaba. Y ya podría prescindir de Jamal.

—Pues diles que coman algo —propuso Drake—. Lo siento, Jamal.

—¿Qué?

Jamal esperaba que Drake se riera, como si fuera un chiste, pero se limitó a sonreír y a guiñar un ojo.

Y entonces añadió:

—Tío, tarde o temprano te iba a matar de todas formas.

—¡No, no!

Jamal ahogó un grito. Se apartó, se dio la vuelta y echó a correr.

El bicho más cercano concentró su mirada gélida en Jamal con una intensidad terrible y sacó algo que podría haber sido una lengua. Era negra, gruesa como una soga y tenía la punta en forma de gancho, como un conjunto de anzuelos. La lengua alcanzó a Jamal en la pierna y el chico cayó de bruces.

—¡Drake, Drake! —gritó Jamal—. ¡Por favor!

Drake se rio y se despidió con la mano cuando la lengua-soga tiró de Jamal hacia su sino.

El chico disparó. PUM PUM PUM. De cerca, luego de más cerca, y luego a escasos centímetros de la cara horrorosa del bicho.

La lengua lo soltó y se retrajo. Entonces, unas mandíbulas curvas seccionaron a Jamal por la mitad y el chico ya no disparó más, solo gemía desesperado.

Esos bichos enormes se concentraron a su alrededor y, al cabo de pocos segundos, ya no quedaba nada de Jamal.

Y entonces, sin que mediara una sola pausa, los monstruos de ojos azules se pusieron a mover piedras a una velocidad impresionante, empujando con sus mandíbulas, alzándose sobre las cuatro patas traseras y agarrando las rocas con las dos de delante.

Drake sintió que Brittney volvía, pero ya no le importaba, porque ahora su Dueña y Señora, la Oscuridad, el único Dios verdadero que llevaba dentro, colmaba su corazón y su alma.

Y no lo decepcionaría.