VEINTIUNO

24 HORAS, 10 MINUTOS

EL PEQUEÑO PETE se relamía. Tenía los labios secos y agrietados.

Astrid también tenía sed. Desafiando la cuarentena, había salido un par de veces a buscar agua.

Su plan era esperar al amanecer, cuando el rocío apareciera en las hojas de los árboles, en la parte exterior de la casa.

Tenía una escobilla, un cubo y unos trapos bastante limpios. Debía conseguir agua. Tenía que conseguir que Peter bebiera agua.

No podía pedir ayuda a nadie. Sam se había ido. Había buscado a Edilio, pero no lo había encontrado. ¿Quién podría conseguirle algo? ¿Quién podría ayudarla?

El pequeño Pete tosía con voz ronca y se relamía colgado en el aire, girando, despacio, como un pollo en un asador, sostenido por la brisa que soplaba fuerte a través de la ventana.

Después, Diana se quedó sola en su cama. Había echado a Caine y él estaba muy aliviado de poder marcharse.

A Diana no le habría importado que se quedara. Pero tenía la sensación de que Caine necesitaba irse para pensar, para preguntarse dónde se había metido, y lamentar las posibles insinuaciones de que se había reformado y aceptaba las condiciones que ella le pedía.

Todo era una fantasía, claro, la idea de que él cambiara. Igual algún día. Igual cuando fuera mayor. Igual cuando tuviera una carrera, una casa, una esposa y todas esas cosas que hacen que los chicos salvajes se conviertan en hombres.

Aunque los hombres no siempre se portaban mejor que los chicos.

Diana se quedó en su lado de la cama, como si Caine siguiera allí. El otro lado se había convertido en el de Caine. Ya le pertenecía.

Claro que, si seguía siendo así, tendría que encontrar condones. El riesgo de embarazo no era muy elevado por haberlo hecho una vez, sobre todo teniendo en cuenta que su cuerpo estaba medio destrozado. Pero, aun así… Lo último que querían era un bebé.

¿Qué podría hacer un niño con Caine de padre y Diana de madre? Diana se rio en voz baja. Y, al rato, ya no recordaba el momento exacto o el motivo preciso por el que su risa se había convertido en lágrimas amargas.

Edilio estaba completamente quieto en el pasillo, fuera de la habitación de Roscoe.

Apenas podía respirar.

¿Qué podía decirle? ¿Qué decirle a un niño que estaba a punto de morir? La terrible verdad era que no podía hacer nada por Roscoe. Menos mal que era creyente, porque solo Dios podía salvarlo. Edilio no.

Y lo que tenía que hacer Edilio a continuación era destruir la última esperanza de Roscoe.

Miró el contrachapado. Tres medias láminas, cada una de metro veinte por metro veinte. Un martillo y clavos. Tablones cruzados.

Había que hacerlo. No quedaba otro remedio. Roscoe y las cosas que tenía dentro no podían escapar.

Edilio arrastró primero la lámina por el pasillo oscuro y la apoyó contra la puerta.

—¡Oigo a alguien ahí fuera! —gritó Roscoe.

—Soy yo, Roscoe: Edilio —dijo.

—¡Edilio! ¡Por favor! ¿Puedes ayudarme?

Edilio abrió la caja de clavos, agarró el martillo y colocó el clavo para que atravesara el contrachapado hasta la moldura de la puerta.

—Roscoe, no puedo hacer nada, hermano. Tengo que… Vas a oír golpes de martillo.

—¿Qué?

Edilio golpeó el clavo. Había que tener cuidado: estaba oscuro, y guiarse solo por el tacto no era el mejor modo de trabajar con un martillo.

Iba a tardar un buen rato.

—Roscoe, tengo que hacerlo, tío —insistió Edilio.

—¿Vas a encerrarme aquí y dejarme morir?

Edilio dudó.

—Sí.

—¡De eso nada! ¡No!

—Y tengo que hacer lo mismo con la ventana, tío.

—Edilio, no. No, tío. No quieres hacerlo.

—No, no quiero.

Roscoe se quedó callado mientras Edilio claveteaba el contrachapado restante en su sitio. Edilio apoyó el tablón de madera sobre el contrachapado y lo clavó encima. El otro extremo lo fijó al suelo con unos enormes clavos muy largos que tardó una eternidad en colocar.

Edilio salió fuera, al aire libre, y se armó de valor para lo que venía a continuación. Apoyó la escalera contra el edificio y, con cierta dificultad, consiguió cargar con una lámina de contrachapado. Tuvo la sensación de que iba a caerse y romperse la crisma, pero, eso habría sido justo, ¿verdad?

Roscoe estaba en la ventana. Su rostro mostraba una palidez fantasmal bajo la luz de la luna.

—¿No hay nada que…? —suplicó Roscoe.

—Ni siquiera Sam puede matar a esas cosas —explicó Edilio—. Lo intentó, pero no pudo. No puedo dejar que hagan daño a más gente.

—Ya —susurró Roscoe y asintió, con la mandíbula tan rígida que se oía el crujido de sus dientes.

—Lo siento, tío —dijo Edilio.

Colocó la madera contra la ventana, apoyada precariamente sobre el alféizar.

—Di a todos con los que alguna vez me puse chungo que lo siento —pidió Roscoe con la voz amortiguada.

—Nunca fuiste chungo con nadie, tío. Eras un buen chico.

Edilio se estremeció al darse cuenta de que había utilizado el tiempo pasado. Encajó rápidamente el primer clavo, y se golpeó el pulgar con el martillo. El dolor resultó contundente, pero lo recibió encantado.

Orc se despertó con dolor de cabeza y escalofríos.

Estaba boca abajo. En la arena. Las olas le lamían las piernas, le cubrían los pies, se arremolinaban delicadamente para mojarle las pantorrillas.

Su cabeza era una bola gigante de dolor. Tenía arena en la boca. Arena en las grietas que quedaban entre las piedras que formaban su piel.

Veía las botellas. A pocos centímetros de su cabeza, vacías. No quedaba ni una gotita.

Aún estaba borracho: no había dormido el tiempo suficiente para despejarse. Pero ya había recuperado la conciencia.

Estaba desnudo. Eso lo sorprendió un poco. Pero recordaba vagamente haberse arrancado la ropa sucia y entrar en el agua como un animal salvaje. Gritando.

Aunque no había nadie que pudiera verlo. Estaba solo. Nadie se quedaba cuando Orc enloquecía.

El chico pensó que le tenían miedo. ¡Menuda sorpresa! Orc el monstruo, el que se tambaleaba cubierto de su propia mierda e intentaba limpiarse metiéndose en el agua asustaba a la gente.

Decidió ir a buscar otra botella, rápido, antes de que todo volviera a su cabeza, pero ya era demasiado tarde: ya estaba volviendo.

Se puso de rodillas. Tal vez fuera un borracho sucio y asqueroso, pero aún estaba fuerte.

Tendría que pasearse desnudo por las calles oscuras. ¿Y eso importaba? No era un chico, era un monstruo. Orc desnudo no sería más que una curiosidad de la que podría reírse la gente. Otra cosa que repugnaría a la gente.

Trató de ponerse en pie, pero, por algún motivo, acabó cayendo de espaldas.

Vomitó y el vómito le chorreó por la cara, por la parte en la que tenía el último trozo de piel humana.

Había estrellas en el cielo. Como se apilaban y a veces se duplicaban se volvían borrosas.

Ahí estaba Charles Merriman.

Se odiaba a sí mismo.

Se odiaba muchísimo. Había recibido su merecido: arena fría y agua y dolor aún más fríos.

¿Por qué no podía morirse y listo? Merecía morir. Tenía que morir. Si había alguna clase de Dios allí arriba mirándolo, debía de tener ganas de vomitar.

Claro que probablemente a Dios le gustaba hacer cosas así. Charles Merriman debía de ser la persona a la que más le gustaba machacar. Sí, era algo así como: «Voy a dar a este chaval un borracho violento como padre y una fregona tonta como madre, y haré que le cueste incluso aprender a leer, y entonces, justo cuando por fin empiece a ganarse cierto respecto, lo convertiré en un monstruo».

Nadie había tratado nunca a Charles Merriman como si pudiera ser un chaval. Como si no fuera totalmente inútil. Excepto Howard, y lo hacía solo para utilizarlo.

La única otra persona que había sido agradable con él era Astrid. No es que él le gustara, pero al menos no pensaba que fuera escoria. No lo trataba como si fuera un don nadie.

En una ocasión él le había salvado la vida. Pero incluso antes de eso Astrid había sido agradable con él. Una persona. En toda la vida.

Haciendo un esfuerzo supremo, Orc se puso en pie.

Al final Sam decidió pasar la noche acampado junto al tren. Tenían que quemar cajas, y un fuego tranquilizador se elevó en el cielo nocturno.

Hicieron un campamento con los muebles de jardín. Comieron Nutella y bebieron Pepsi, sin llegar a cansarse en ningún momento de la dulzura.

Contemplaban las llamas y las chispas que soltaba el fuego.

—Si traemos chavales aquí, se enterarán de lo de los misiles —comentó Dekka.

—Sí.

Sam estaba de acuerdo. Mirando elocuentemente a Toto, hizo un gesto para que los demás hablaran en voz baja. El chico dormitaba a ratos sobre una chaise longue de mimbre.

—No podemos llevarnos todo esto a la ciudad; tendrán que venir aquí.

—Sí —coincidió Sam.

—Lo que necesitamos ahora mismo es un montón de… ¿cómo se llaman?

—Se llaman M3-SAMAA —respondió Jack—. Sistemas de armas multipropósito antiblindaje y antitanque.

Estaba leyendo el manual de instrucciones junto a la luz del fuego.

Sam puso los ojos en blanco.

—M3. Sí, eso sería lo último que querría que cayera en manos de un chaval.

—¿Podemos esconderlos? —sugirió Dekka.

—No se lo diré a nadie —comentó Jack sin prestar atención—. De todos modos, no quiero que vengan los chavales y me roben los ordenatas.

—Y tenemos un miembro nuevo en nuestra banda —recordó Sam—. Toto el atrapatrolas. No creo que se le dé muy bien eso de guardar secretos.

Se levantó y arrojó otra caja de madera a la hoguera. Probablemente el fuego ahuyentaría a los coyotes. Sam bostezó, se hundió en la mecedora de mimbre y colocó los pies doloridos en la mesita.

—¿Sabéis qué? —dijo entonces—. Se me sigue olvidando que no soy yo quien manda. —Se rio, satisfecho—. Se lo diré a Albert. Entregaré a Toto a Edilio. Y entonces ya no será mi problema.

—Sí, como que eso va a funcionar, Sam —comentó Dekka.

Sam se fijó en que la chica se palpaba la barriga, apretaba y fruncía el ceño.

—¿Pasa algo? —preguntó.

Dekka meneó la cabeza.

—Creo que voy a dormir un poco.

Sam se quedó dormido. En algún momento de la noche se despertó y vio que el fuego había quedado reducido a unas pocas brasas. Vio a Dekka a cierta distancia, fuera del círculo de la luz del fuego. Le daba la espalda. Tenía la camiseta levantada y la barriga al aire, y no dejaba de palpársela y apretársela.

Sam volvió a dormirse y se despertó del todo al cabo de lo que le parecieron escasos segundos; el fuego, sin embargo, se había apagado casi del todo y Dekka estaba en su silla, roncando.

Algo. Había algo en la oscuridad.

¿Coyotes? No quería pelear con esos animales. Si él o alguno de los otros resultaba malherido, no sería fácil volver con Lana.

Sam levantó la mano y lanzó un sol de Sammy al aire. El sol se quedó suspendido a unos tres metros del suelo, proyectando una luz enfermiza sobre el campamento. Jack y Toto estaban dormidos. Dekka ya no.

—¿Qué pasa? —dijo Dekka entre dientes.

—No lo sé. —Sam señaló hacia el lugar de donde creía que procedía el ruido. Y luego, en voz lo bastante alta como para que lo oyera Dekka, pero no lo suficiente como para despertar a sus compañeros dormidos, amenazó—: Si hay alguien ahí fuera, soy Manos Brillantes. Te quemaré si nos molestas.

No hubo respuesta.

Se oyó un ruido débil, pero decididamente susurrante. Tal vez fuera un chasquido. Tal vez no. Y luego silencio.

—Ya he dormido bastante —se lamentó Sam.

—Me sentaré a vigilar —propuso Dekka.

—Dekka: ¿hay algo que quieras contarme?

La oyó suspirar.

—Solo es paranoia, Sam. Solo… ya sabes… quiero asegurarme. Me sonaban las tripas y pensé que igual… ya sabes.

—Dekka, hacía meses que no comías nada que fuera ni remotamente dulce. No es raro que tengas la tripa un poco rara.

—Ya, ya lo sé, ¿tú también?

—Claro. Un poco —mintió Sam.

Jack se despertó resoplando fuerte y con estrépito: al bajar el brazo destrozó una mesa.

—¿Qué? —gritó. Se incorporó. Se frotó la cara. Encontró las gafas—. ¿Por qué estamos despiertos? Aún es de noche.

—Es verdad: es de noche —dijo Toto.

—Bueno, si nos hemos despertado todos, ya podemos seguir. Cuanto antes mejor —dijo Sam, suspirando—. Vamos a encontrar ese lago.

Sanjit era de complexión delgada, pero tenía fuerza. Así que cuando Lana se desmayó logró agarrarla y sujetarla.

Dahra vio cómo ocurría.

—Necesita dormir —le indicó—. Sácala de aquí.

—¿Y tú qué? —le preguntó Sanjit.

—Se me da muy bien echarme siestas relámpago —afirmó Dahra—. Además, Virtue resulta casi tan útil como tú aquí.

—¿Casi? —gruñó Virtue.

Se acercó al «hospital» para avisar de que Bowie se encontraba mucho mejor. Había metido al resto de sus hermanos y hermanas en la cama después de que tomaran un poco de agua y comida. Y ahora estaba ayudando a Dahra.

La chica le puso una mano sobre el hombro y comentó:

—Me has salvado la vida, Virtue. Mi hermanito africano…

Al oír eso, Virtue sonrió, lo cual era poco habitual. Los padres de Dahra venían de Ghana y los de Virtue, del Congo, así que no eran precisamente del mismo barrio, pero Sanjit se dio cuenta de que, aun así, tenían algo en común. Además, ambos eran muy buenas personas.

—No puedo llevar a Lana a Clifftop —señaló Sanjit—. Pero puedo buscarle un lugar para que se eche.

Lana se despertó el tiempo suficiente para decir:

—Eeeeh… ¿qué?

Y entonces volvió a desmayarse. Sanjit la cogió en brazos, y Virtue le llevó un par de mantas y se las colocó sobre los hombros.

Sanjit la sacó del sótano, recorrió el pasillo repleto de chavales abatidos que no dejaban de toser bruscamente, y salió a la plaza.

Allí yacían cinco cuerpos sin enterrar, uno junto a otro. Cada uno estaba envuelto con una manta distinta, con las esquinas metidas por dentro; tenían los rostros cubiertos de chenilla, satén o cuadros escoceses.

Habían puesto nombre a la plaga, un apodo cruel. La llamaban la TSM: Tos Sobrenatural de la Muerte.

Pero llegó un momento en el que empezaron a darse cuenta de que algunos de los chavales también mejoraban. La gripe era terrible, pero no suponía la pena de muerte para todos los que la pillaban.

No habían conseguido anotarlo todo; sin embargo, según las notas que Dahra tomaba apresuradamente y su memoria exhausta, uno de cada diez casos llegaba a convertirse en TSM.

A Sanjit le costaba un poco cargar con Lana, pero no quería dejarla cerca de los muertos ni tampoco en algún lugar donde pudiera oír las toses perrunas.

No solo le faltaban horas de sueño. También le faltaban amor y esperanza. Vivía sintiéndose culpable por no haber conseguido ser una supermujer, por no haber conseguido matar a la malvada en el pozo de la mina, por no haberse dado cuenta de lo que le pasaba a Mary.

Llevó a Lana hasta la playa y la acostó sobre una de las mantas que había extendido sobre la arena blanda y seca. Sanjit se había echado encima del arma que llevaba en el cinturón, así que se la sacó y se la puso sobre la tripa. Entonces cubrió a Lana con la otra manta.

Su perro fiel los había seguido durante todo el camino, y ahora Patrick se acurrucaba junto a ella. El animal miraba a Sanjit, inquisitivo.

Estaba convencido de que estaría a salvo ahí sola. Nadie quería hacer daño a la curandera. Y Patrick ladraría si alguien se le acercaba.

Pero Sanjit no podía dejarla. Así que se sentó en una especie de postura de yoga, suspiró, y decidió esperar al amanecer.

Albert no se resistió. Pensó que un chaval más valiente tal vez lo habría hecho, pero él no era esa clase de chico. Cuando Turk quiso saber dónde tenía su alijo secreto, Albert se lo dijo.

Así de fácil.

Albert se había meado encima. Había llorado. Y seguía llorando.

Iba a morir. Lo sabía. No tardarían en darse cuenta de que no había un modo seguro de liberarlo.

Pronto lo sabrían. Él ya lo había comprendido, así que, ¿por qué no iban a darse cuenta ellos también?

Pero igual podía negociar. Tal vez ahora que tenían todas sus cosas, su alijo de comida enlatada y agua embotellada…

Pero no parecía gran cosa. No lo era, aunque fueran riquezas fabulosas en la ERA. Llenaron dos cajas pequeñas con todo lo que encontraron y se metieron lo que pudieron en los bolsillos de la chaqueta.

—Ya tenéis lo que queríais —comentó Albert, esforzándose sin éxito por eliminar el temblor sollozante de su voz—. Iros ya. No se lo diré a nadie.

—Tío, tenías latas de carne enlatada escondidas —dijo Raul, sin creérselo—. ¡Tenías tres latas!

—Cogedlas —suplicó Albert—. Cogedlo todo.

Turk miró a Lance. Incluso desesperado y destrozado, Albert sabía que aún no estaban convencidos. La esperanza surgió como una llamita en su interior. Quizás. Quizá no lo harían…

—Mirad, queréis comida y agua, ¿verdad? —insistió Albert.

—¿Tienes más? —exigió saber Lance, enfadado.

—N-n-no… Aquí no.

—N-n-no… Aquí no —lo imitó Lance.

—Aquí n-n-n-n-n-n-no —dijo Watcher, y se rio.

—Entonces ¿dónde están las otras cosas? —preguntó Turk, y le dio una patada indecisa.

Pero bastó para que Albert sintiera una punzada impresionante de dolor en la pierna, procedente de la rodilla rota. La rodilla ya se había hinchado hasta alcanzar el doble de su tamaño. Era la peor de las múltiples agonías que sufría su cuerpo.

—No tengo nada más aquí —explicó Albert—. Pero escuchadme, conseguiré más, ¿vale? Compraré más. Controlo lo que se hace y lo que se recoge y todo.

—Sí. Eres un gran hombre, Albert —se burló Turk—. Qué pena que te hayas meado encima.

Con ese comentario, todos se rieron otra vez de él.

—¿Crees que somos estúpidos? —inquirió Lance—. ¿Crees que somos un atajo de chicos blancos estúpidos que no saben que puedes chasquear los dedos y conseguir que Sam, Brianna u otro de los raros vayan detrás de nosotros?

—Yo no haría eso. —A Albert le temblaba tanto la mandíbula que casi no podía hablar—. Yo no lo haría. Porque si lo hiciera, le di-di-di-diríais a la gente que he llorado.

—Y que te has meado encima. —Watcher parecía el más inclinado a dejarle marchar, pero Albert sabía que Turk y Lance tomaban las decisiones.

No había piedad en ninguno de sus rostros. Lance refulgía odio. Turk era menos emotivo.

—¿Sabes qué tenemos que hacer? —sugirió Turk, riéndose al pensar en la frase que iba a soltar—. Tenemos que arrojarlo a una de las trincheras que hemos cavado para él.

—No, no, no hagáis eso —suplicó Albert. Que lo sumergieran en excrementos era infinitamente mejor que terminar muerto—. No, no lo hagáis, os lo suplico.

Lance se agachó y acercó su hermoso rostro cincelado a la altura del de Albert.

—Te crees que lo tienes todo, ¿verdad? Sí, sería divertido verte revolcarte en la mierda como nos has hecho revolcarnos a nosotros. Pero luego saldrías y la próxima vez que apareciera alguno de nosotros, allí estaría Sam Temple. Un relámpago de luz y, zas, estaríamos muertos.

—No… Yo no… —empezó Albert—. Por favor. Por favor, no me matéis.

Turk parecía ofendido.

—¿Acaso hemos dicho que fuéramos a matarte? —Se volvió hacia Lance—. ¿De dónde ha sacado esa idea?

Lance le siguió la corriente.

—No lo sé, Turk.

—Igual ha sido por esto —sugirió Turk, y colocó el rifle a la altura de la cara de Albert.

Algo explotó. Albert no oyó ningún ruido.

Turk estaba junto a él.

La sangre le cubrió el ojo derecho y lo cegó. O tal vez ya no tuviera ojo: no lo sabía.

Albert trató de respirar y oyó un borboteo en los pulmones. Oyó que su corazón se ralentizab…

Turk parecía asustado y extasiado a la vez. Lance lo miraba, taciturno. Los dos chavales más jóvenes se apartaron, tropezaron el uno con el otro, y echaron a correr.

Lance dio a Turk un rudo puñetazo en el hombro para felicitarlo.

El único ojo bueno de Albert se oscureció.