25 HORAS, 37 MINUTOS
DIANA FUE A dar de comer a Penny un poco más tarde de lo habitual. Pero Penny no se quejó. Estaba sumergida en un sueño que la hacía sonreír; sonreía a sus propias ilusiones.
El baño apestaba a desechos humanos. Penny estaba sentada en el suelo de baldosas, con las piernas retorcidas por delante, sobre una esterilla de plástico para hacer ejercicio.
—Oye, ¿quieres darte una ducha? —le preguntó Diana.
Penny no respondió, se limitó a reírse tontamente de algo que Diana no veía.
Diana se inclinó y le dio un golpecito en el hombro. Tuvo que hacerlo varias veces, hasta que al fin la mirada ausente de Penny se centró en ella.
Penny se rio.
—Ah, eres tú de verdad, ¿no?
—Tan real como la vida misma —respondió Diana.
—¿Has venido a alimentar al animal del zoo?
—Aquí tienes la comida. Pero me ha parecido que igual querías darte un baño o una ducha. Yo podría ayudarte.
—¿Es porque huelo como una cloaca? ¿Es por eso?
—Sí —dijo Diana sin rodeos.
Y, sin esperar respuesta, se dirigió a la bañera, que era enorme y ovalada, de mármol rosa.
Diana no sabía cuánto duraría el agua. Pero, por ahora, tenían, e incluso estaba caliente. Había un surtido de aceites de baño en bolitas, sales perfumadas y champús de Bulgari. Diana metió un par de cubitos de sales en el agua.
Penny llevaba poca ropa: solo una camiseta de tirantes amarilla sucia y un par de shorts rosa manchados. Y tenía dos pares de calcetines puestos sobre los tobillos rotos.
—¿Cómo va el dolor? —preguntó Diana.
—Duele. Es como si alguien me hubiera roto las piernas, los tobillos y los pies. Te enseñaré lo que se siente.
De repente entró una manada de perros rabiosos y fieros en el baño. Tenían los ojos rojos, su aliento humeaba e iban a por Diana. Estaban dispuestos a arrojarse encima de ella y destrozarla con sus colmillos.
Y entonces desaparecieron.
—Así —dijo Penny, disfrutando malévolamente al ver que Diana había saltado hacia atrás, tratando de combatir como una loca aquella ilusión.
Diana se tranquilizó. Si se alteraba, Penny tendría más sensación de poder.
—Lo siento —dijo Diana, porque no sabía qué más decir—. Come algo mientras se llena la bañera.
—No tienes por qué quedarte. Puedo meterme sola en la bañera.
Y, con la mano, se metió algunos espagueti con salsa de carne en la boca.
—Podrías ahogarte.
—Ya, y eso sería terrible, ¿verdad?
Diana no respondió. El futuro de Penny solo le deparaba dolor. No había manera de arreglarle las piernas, no sin Lana, y lo único que tenían para tratarla era Tylenol y Motrin. Era como intentar apagar un incendio con una pistola de agua.
—Está bien que conserves tu poder —comentó Diana.
—Ya. Es genial. De verdad. Es como tener mi propio cine de pacotilla. ¿Quieres saber qué es lo que veía cuando has entrado?
Diana estaba bastante segura de que no.
—Estaba creando monstruos con dientes de aguja. Algo así como vampiros, pero más parecidos a los lobos, como murciélagos rabiosos, como todas las cosas escalofriantes del fondo del océano que hemos visto en fotos. ¿Y sabes lo que estaban haciendo?
—Deja que te quite los shorts.
Diana se arrodilló y fue bajando los shorts por los muslos de Penny. Con cuidado, tan delicadamente como pudo. Pero, aun así, Penny soltó un grito de dolor estremecedor.
—Te estaban haciendo pedazos, Diana. —Penny ahogó un grito con los dientes apretados—. Estaban encima de ti, Diana, haciéndote todas las cosas horribles que se me ocurrían.
—Levanta los brazos.
Diana le sacó la camiseta por la cabeza, no muy delicadamente.
—Verte gritar en mi cabeza me ayuda a no gritar —explicó.
—Haz todo lo que te ayude —dijo Diana.
Pasó un brazo por debajo del de Penny, se inclinó y la levantó. La chica no pesaba. La comida no había curado la delgadez de modelo de pasarela de Penny.
—Ay, ay, aaaaay —sollozó Penny mientras Diana la levantaba.
Diana apoyó a Penny en el borde de la bañera y extendió torpemente la mano para cerrar el agua.
—A Caine le resultaría más fácil —indicó Penny—. Pero no lo hará, ¿verdad? No quiere entrar aquí y ver su obra. El poderoso Caine no quiere.
Diana consiguió aguantar la mayor parte del peso y meterla de culo en el agua caliente.
Las piernas retorcidas como desatascadores se arrastraron hasta seguir a su dueña al interior de la bañera.
Penny gritó.
—Lo siento —dijo Diana.
—¡Ay, Dios, duele, duele, duele!
Diana se apartó. Penny estaba sudando, estaba aún más pálida que antes. Pero había dejado de gritar. Apoyó la espalda contra la bañera. El agua y las burbujas la cubrían hasta el pecho.
—Hay una alcachofa: te lavaré el pelo.
Diana giró el pitorro, comprobó la temperatura del agua y se la pasó por el pelo lacio. Frotó el champú hasta que hizo espuma.
—Igual que en la peluquería —dijo Penny.
—Sí. Probablemente es donde acabaré trabajando algún día —comentó Diana.
—No, tú no, tú eres lista —aseguró Penny. Había cerrado los ojos. Diana aclaró el champú de la cara y el cuello de Penny—. Guapa y lista y tienes a Caine para ti sola, ¿verdad?
Diana suspiró.
—Soy una fracasada, Penny. Igual que tú.
Caine entró de repente. Parecía perplejo.
—He oído gritos.
—Ah, lo siento —gruñó Penny—. Espero no haberte despertado, pedazo de…
—¿Estás bien? —preguntó Caine a Diana.
—Está perfecta —replicó Penny—. Pelo perfecto, dientes perfectos, piel perfecta. Además las piernas le responden, cosa que mola mucho.
—Salgo de aquí —dijo Caine.
—No. Ayúdame a sacarla —pidió Diana.
—Ya, Caine, ¿no quieres verme desnuda? Aún estoy medio buena. Si no te importa lo de las piernas. No las mires y ya está, que igual te pones malo.
Para sorpresa de Diana, Caine dijo:
—Cuando quieras.
Diana quitó el tapón del desagüe.
—¿Por qué no me matas ya? —pidió Penny—. Sabes que lo harás tarde o temprano, Caine. Sabes que no puedes cuidar de mí eternamente. Quieres hacerlo, ¿verdad?
Diana trató de descubrir la respuesta en los ojos de Caine. Pero no distinguió nada. Hubo épocas en las que estaba segura de haber visto dignidad humana en ellos. Y otras en las que sus ojos oscuros eran tan despiadados como los de un tiburón.
—Vale, levántala —dijo Diana.
Caine se acercó y la obedeció. Penny se alzó del agua como una parodia terrible de un delfín saltarín. Se elevó y el agua goteó y las burbujas se deslizaron por su cuerpo hasta caer en la bañera.
Diana cogió la alcachofa y roció a Penny mientras flotaba unos metros sobre el aire. Incluso se estremecía y apretaba los dientes al sentir el tacto del agua sobre las piernas.
Diana extendió una toalla limpia sobre la esterilla y Caine depositó a Penny encima lenta, delicadamente.
—Podría llenarte la cabeza de pesadillas muy reales —lo amenazó Penny—. Podría hacerte gritar incluso más que yo.
—Pero entonces te mataría, Penny —dijo Caine fríamente—. Y no creo que estés lista para morir.
Albert abrió el libro de contabilidad como si eso pudiera dar respuesta a sus preocupaciones. Pero en realidad era lo que las provocaba. Aquel día, en las columnas donde normalmente apuntaba la cantidad de alimentos frescos procedentes de los campos, la cantidad de palomas o gaviotas que había atrapado Brianna, la cantidad de ratas que le habían vendido, la cantidad de pájaros, mapaches, zarigüeyas, ardillas o ciervos que le había traído Hunter, no había nada.
Albert se recordó que tenía que mandar a alguien al puerto para recoger la pesca. Debería haberlo hecho antes, pero había sido un día frenético. Igual podría enviar a Jamal. Por cierto, ¿dónde estaba Jamal? Tenía que volver al atardecer, y ya había pasado un buen rato.
Albert se apuntó mentalmente: dar algo bonito a Dahra por haber reaccionado tan rápido. Si Quinn y su gente hubieran contraído la gripe, la situación aún habría sido más desesperada.
Albert tenía una página para el agua. Agua embotellada encontrada en casas o coches: nada desde hacía días. Agua traída en camionetas: nada en un día.
Y así, en un abrir y cerrar de ojos, Perdido Beach había pasado de ser autosuficiente a situarse a un nivel casi desastroso.
Albert echó un vistazo alrededor. Últimamente, su cautela natural se aproximaba a la paranoia. La casa estaba vacía, incluso la criada se había ido. Pero lo que estaba a punto de hacer habría resultado conflictivo si alguien lo hubiera visto: abrió su escritorio y sacó una botella de agua.
Se oyó un chasquido cuando rompió el precinto de la botella de Arrowhead. Bebió un buen trago, volvió a cerrar cuidadosamente la botella y la escondió otra vez.
A continuación cerró el libro de contabilidad. No tenía nada que añadir a las columnas siguientes.
Entonces oyó un ruido inconfundible, de cristales rotos.
Se quedó paralizado. El ruido venía de cerca. ¿De la cocina?
Dudó solo un instante, mientras repasaba las opciones que tenía. Entonces metió la mano bajo el escritorio, palpó y acabó encontrando la pistola que tenía allí pegada.
Se abrió una puerta. Albert oyó el ruido y sintió que cambiaba la presión del aire. Apartó la silla y trató de arrancar la cinta para sujetar la pistola como era debido, como le había enseñado Edilio, pero fue demasiado lento, tardó demasiado: habían entrado y lo estaban rodeando.
Eran Turk, Lance, Watcher y Raul. Todos armados.
Fue Watcher, un chaval callado de once años al que habían pillado robando, quien le dio un porrazo en la rodilla con una palanca.
—¡Aaaah!
No fue un golpe tan fuerte, pero el dolor le recorrió la pierna de arriba abajo y, durante un segundo, no pudo pensar en nada más. Nunca había sentido tanto dolor. El tobillo y el pie le hormigueaban como si hubiera pisado un cable eléctrico.
—¡Cogedlo!
—¡Sííí!
—¡Dadle otra vez!
—¡No! —gritó Albert, pero el golpe siguiente vino de Turk: le estampó la culata del rifle en la cara.
La nariz le sangraba a chorros. Ese porrazo lo dejó más entumecido que dolorido. Sus pensamientos estaban dispersos, partidos en fragmentos.
—¿Qué…? —empezó.
Le había desaparecido la pistola. ¿Dónde…? Apretó la mano, atontado durante varios segundos, sin saber qué…
Turk lo agarró por la nuca y le aplastó la cara contra el libro de contabilidad. Un rincón de la mente de Albert se preocupaba de que la sangre calara y manchara las páginas: ¿y si luego no se podían leer?
Albert gruñó cuando alguien le dio en la espalda y el costado y le hundió ferozmente el rostro en el libro.
Entonces Turk tiró de él y lo empujó contra la pared. Las piernas de Albert cedieron y cayó de culo.
Los cuatro chavales se cernieron sobre él. Albert sabía que, además de sangrar, estaba llorando. Y sabía que tanto las lágrimas como la sangre alegrarían a los chungos.
—¿Qué queréis? —preguntó, arrastrando las palabras, al darse cuenta de que tenía un diente roto atascado en la lengua.
—¿Que qué queremos? —se burló Turk—. Todo, Albert. Lo queremos todo.
Tras lavar a Penny, Diana también sintió la necesidad de ducharse.
Se puso champú. Se puso acondicionador. Se afeitó piernas y axilas. Era todo tan normal. Cómo se parecía a estar en casa. Solo que los novios chungos de su madre no se colaban para echarle un vistazo fingiendo que buscaban una aspirina o no sé qué.
Diana cerró la ducha muy reticente. Podría haberse quedado eternamente bajo el agua. Pero no se había olvidado de que todos habían malgastado comida y, finalmente, habían acabado pasando hambre. Había aprendido una lección importante sobre el despilfarro.
Se envolvió en una toalla de baño suave y se lavó los dientes.
A continuación se fue a la cama y se encontró a Caine esperándola. Estaba ahí de pie, torpemente, mordiéndose el pulgar.
—¿Napoleón? —le preguntó.
—No —dijo el chico, y bajó la vista.
—Ajá.
—Te he ayudado con Penny.
—Sí, lo has hecho. Y solo has amenazado con matarla una vez.
Caine esbozó una sonrisa.
—Incluso Sam la habría amenazado.
Diana se acercó a Caine. No se tocaron, pero se encontraban a pocos centímetros de distancia el uno del otro. Lo bastante cerca como para que Diana notara su aliento en la cara.
—¿Por qué me salvaste? —preguntó Diana.
Caine tomó aire profundamente, como si se estuviera preparando para bucear en una piscina.
—Porque yo… —Hizo una pausa y parpadeó. Parecía sorprendido de las palabras que le salían de la boca—. Porque ¿qué haría yo sin ti? ¿Cómo viviría sin ti? Porque sí.
—¿Porque sí?
—Porque eres el único ser humano al que necesito.
Diana lo miraba con escepticismo. ¿Había cambiado? ¿Aunque solo fuera un poco? ¿O no era más que una manipulación?
Tal vez nunca lo supiera. Pero en aquel instante también sabía que eso era lo único que podría sacarle. Y sabía que le bastaba. Porque no iba a rechazarlo.
Diana le agarró la cabeza con ambas manos y lo atrajo hacia ella. Lo besó intensamente. Era un beso hambriento, necesitado, salvaje. Sin dejar tiempo para respirar, para delicadezas, para más preguntas o dudas estúpidas.
Diana dio un paso atrás, se desenrolló la toalla y la dejó caer.
Caine emitió un ruido, como un animal que se ahogara.
Diana lo empujó con fuerza y el chico aterrizó boca arriba sobre la cama.
Se puso a desabrocharse torpemente la camisa, intentando quitársela.
—No, lo haré yo —dijo Diana—. Yo lo haré todo.