DOS

72 HORAS, 4 MINUTOS

ERA INCREÍBLE LO que la comida decente podía hacer por el aspecto de una chica hambrienta.

Diana se miraba en el espejo grande, en braguitas y sujetador limpios. Estaba flaca, muy flaca. Tenía las piernas huesudas, y tanto las rodillas como los pies parecían terriblemente grandes. Podía contarse todas las costillas. Tenía el vientre cóncavo. Había dejado de tener la regla y el pecho había encogido a cuando no tenía ni doce años. La clavícula parecía hecha de perchas de la ropa. Su rostro resultaba casi irreconocible. Parecía una adicta a la heroína.

Pero el pelo empezaba a tener mejor aspecto: estaba más oscuro. El color oxidado y el tacto quebradizo causados por el hambre estaban mermando.

Ya no tenía los ojos muertos como sombras vacías hundidas en el cráneo. Ahora le brillaban bajo la luz tenue de la lámpara. Parecía viva.

Ya no le sangraban tanto las encías. Estaban rosadas, no rojas, y no tan hinchadas. Puede que al final no se le acabaran cayendo los dientes.

El hambre la había llevado a comer carne humana. Era una caníbal.

El hambre la había privado de su humanidad.

—No del todo —dijo Diana a su reflejo—. No del todo.

Sacrificó la vida cuando vio que Caine destruiría el helicóptero con Sanjit y sus hermanos dentro. Se dejó caer por el acantilado para obligar a Caine a elegir entre salvar a Diana o matar a los niños.

Seguro que ese sacrificio compensaba el hecho de haber mordido, masticado y tragado un trozo cocido del pecho de Panda.

¿No se había redimido? ¿Un poco, al menos?

Por favor… «Por favor, si hay un Dios mirando, por favor, que vea que me he redimido».

Pero eso no bastaba. Nunca bastaría. Tenía que hacer algo más. Mientras viviera tendría que hacer más.

Empezando por Caine.

El chico mostró un atisbo de humanidad al salvar y dejar marchar a las que iban a ser sus víctimas. No era gran cosa, pero era algo. Y si encontrara el modo de cambiarlo…

Entonces Diana oyó un ruido. Muy leve. Un roce de pies en la alfombra.

—Sé que estás ahí, Bug —dijo muy calmada, sin volver la vista. No quería darle la satisfacción a ese pequeño chungo—. ¿Qué crees que te haría Caine si le dijera que me estabas espiando vestida solo con ropa interior?

Bug no respondió.

—¿No eres un poco joven para ser un pervertido?

—Caine no me matará —respondió una voz sin cuerpo—. Me necesita.

Diana se dirigió a la cama gigante, y se puso una bata que había elegido entre las muchas que colgaban en el armario. Pertenecían a la dueña de aquel dormitorio. Una actriz muy famosa con gustos muy caros que solo llevaba una talla más que Diana.

Y sus zapatos le iban casi a la perfección. Tenía casi setenta pares de zapatos de diseño. Diana se puso un par de zapatillas de estar por casa forradas de borreguillo.

—Lo único que tengo que hacer para librarme de ti, Bug, es advertir a Caine de que tus poderes están aumentando. Le diré que estás llegando a las cuatro barras. ¿Cómo crees que reaccionará al saber que otro cuatro barras comparte la isla con él?

Bug se desvaneció lentamente. No era más que un mocoso. Acababa de cumplir diez años.

Durante un instante, Diana sintió una especie de compasión por él: Bug era un chungo tocado, herido. Como muchos de ellos, estaba solo y asustado y puede que incluso lo atormentaran algunas de las cosas que había hecho.

O no. Bug nunca había hecho nada que indicara que tenía conciencia.

—Si quieres ver a chicas desnudas, Bug, ¿por qué no te apareces a Penny?

—No es guapa —replicó Bug—. Tiene las piernas todas… —Retorció los dedos para mostrarlo—. Y huele mal.

Penny comía mejor, como Diana. Pero estaba empeorando. Se cayó al agua y se estampó contra las rocas desde más de treinta metros de altura. Caine la devolvió a lo alto del acantilado, pero ya se había roto las piernas por una docena de sitios distintos.

Diana hizo lo que pudo para curar las roturas, incluso le entablilló las piernas con cinta adhesiva, pero Penny sufría un dolor constante. Nunca volvería a caminar. Nunca se le curarían las piernas.

Ahora vivía en uno de los lavabos para poder arrastrarse hasta el baño cuando lo necesitaba. Diana le llevaba comida dos veces al día. Libros. Tenía una tele con un reproductor de DVD.

Aún había electricidad en la casa de San Francisco de Sales. El generador proporcionaba una corriente débil y titubeante. Cuando Sanjit vivía allí, le preocupaba que se estuviera acabando el combustible del generador. Pero Caine podía hacer cosas que Sanjit no podía. Como hacer levitar los toneles de combustible del yate estrellado que se oxidaba al final del acantilado.

La vida en la isla resultaba muy agradable para Diana, Caine y Bug. Pero nunca lo sería para Penny. Su poder, la capacidad de que otros tuvieran visiones aterradoras de monstruos, muerte e insectos devoradores de carne ya no le servía.

—Te asusta, ¿verdad, Bug? —le preguntó Diana, y se rio—. Pero lo has intentado, ¿verdad? Te ha pillado espiándola.

Vio la respuesta en el rostro de Bug. La sombra del recuerdo aterrador.

—Más te vale no hacer enfadar a Penny —le recordó Diana, y se puso unos pantalones de deporte. Entonces le dio una palmadita en una de las mejillas pecosas del chico—. Y más te vale no hacerme enfadar a mí tampoco. Yo no puedo hacer que veas monstruos. Pero si vuelvo a pillarte espiándome, le diré a Caine que o tú o yo. Y ya sabes a quién elegirá.

Diana salió de la habitación.

Había decidido ser mejor persona. Y lo sería. Si Bug no seguía molestándola.

Las tres Jennifer. Así se hacían llamar. Jennifer B. era pelirroja, Jennifer H. era rubia, y Jennifer L. llevaba el pelo con rastas negras. Ni siquiera se conocían antes de la ERA.

Jennifer B. estaba en Coates. Jennifer H. estudiaba en casa. Jennifer L. era la única que iba a un colegio normal.

Tenían doce, doce y trece años, respectivamente. Y habían pasado los últimos dos meses compartiendo una casa en un callejón sin salida apartado del centro de la ciudad.

Parecía una buena elección: el gran incendio no alcanzó la urbanización.

Pero ahora ya no lo parecía tanto. El «hospital» quedaba a varias manzanas de la casa, y a las tres les habría venido bien tomarse un Tylenol o algo, porque todas tenían el mismo dolor de cabeza, los músculos doloridos y tos perruna.

Todo había empezado veinticuatro horas antes, y acababan de darse cuenta de que probablemente había vuelto la gripe. Hubo una miniepidemia de gripe que afectó a muchos chavales. Pero no resultó demasiado peligrosa, salvo porque inmovilizó a varios de ellos que podrían haber estado trabajando.

Jennifer B. —Jennifer Boyles— no llevaba dormida más que una hora cuando la despertó un ruido fuerte, como un golpe, que se oía cerca. No venía de fuera, sino de la habitación de al lado.

Jennifer B. se incorporó en la cama y combatió la sensación de mareo y atontamiento. Se tocó la frente. Sip, seguía caliente. Desde luego.

«Fuera lo que fuera ese ruido, olvídate de él», se dijo. Estaba demasiado enferma para levantarse. Si había entrado algo en casa para matarla, pues tanto mejor, porque se encontraba fatal.

¡Coooof!

Pareció que temblaban las paredes. Jennifer B. se levantó de un salto. Tosió, se detuvo, y se dirigió hacia la puerta sin poder centrar la mirada; el corazón le latía con fuerza.

En el pasillo se encontró con Jennifer L., que también tosía y parecía tan asustada como Jennifer B. Ambas llevaban pantalones deportivos y camiseta y tenían un aspecto horrible.

—Es en la habitación de Jennifer —señaló Jennifer L.

Llevaba su arma: una tubería de plomo con una empuñadura atada con cinta adhesiva negra.

Jennifer B. se enfadó consigo misma por haberse olvidado la suya. Uno no saltaba de la cama de noche en la ERA sin ir armado. Regresó tambaleándose hasta a su habitación y sacó el machete. Lo tenía metido en una funda de lona, entre el colchón y el jergón de muelles, de modo que el mango sobresalía un poco.

No estaba nada afilado, pero parecía muy peligroso, y lo era. Tenía una cuchilla de más de medio metro y el mango de madera agrietado.

—¿Jennifer? —llamó Jennifer B. en dirección a la habitación de Jennifer H.

—¡Coooof!

La puerta vibró sobre sus goznes.

Jennifer B. la abrió y se quedó ahí de pie, con el machete en alto. Jennifer L. estaba justo detrás de ella, agarrando la tubería con una mano temblorosa.

Jennifer H. siempre había temido la oscuridad, así que tenía un solecito de Sammy en una esquina de su habitación, cerniéndose bajo lo que antes era una lámpara colgante. La luz era verde e inquietante, más escalofriante que luminosa, e iluminaba a Jennifer H., que llevaba un camisón de flores.

Estaba de pie sobre la cama, y se agarraba la garganta con una mano y el estómago con la otra.

Parecía como si hubiera visto a un muerto. Le sobresalían los ojos al mirar a sus dos compañeras de casa.

Tenía convulsiones en el estómago. Se le hinchaba el pecho. Se apretaba la garganta como si intentara ahogarse. Su larga cabellera rubia estaba empapada en sudor, enmarañada, y pegada a la cara y el cuello.

La tos sonó tremendamente fuerte.

—¡Coooof!

Jennifer B. sintió la explosión de aire. Y algo húmedo la golpeó en la cara.

Extendió la mano libre y se apartó algo mojado de la mejilla. Lo miró, incapaz de entender de qué se trataba. Parecía un trozo de carne cruda. Tenía el tacto de la piel del pollo.

—¡Coooof!

La potencia de la tos hizo que Jennifer saliera disparada de espaldas contra la pared.

—¡Ay, Dios mío! —gimió—. Ay…

—¡Cooof!

Y en ese momento Jennifer B. lo vio claro: de la boca de Jennifer H. salían disparados pedazos de algo húmedo y crudo. Cada vez que tosía soltaba trozos de sus propias tripas.

—¡COOOOF!

El cuerpo entero de Jennifer H. se agitaba, se retorcía hacia atrás formando una C. Entonces se estampó contra el cristal de la ventana y lo rompió.

—¡COOOOF!

El siguiente espasmo arrojó a Jennifer H. contra la pared, de cabeza, y el crujido que produjo fue escalofriante. Las otras dos Jennifers la miraban horrorizadas. Jennifer H. no se movía.

—¿Jen? —la llamó Jennifer B. tímidamente.

—¿Jen, Jen? ¿Te encuentras bien? —preguntó Jennifer L.

Se acercaron a ella arrastrando los pies, cogidas de las manos, pero con las armas aún listas para atacar.

Jennifer H. no contestaba. Tenía el cuello retorcido formando un ángulo ridículo, los ojos abiertos y la mirada fija, sin ver nada. De la boca y los oídos le salía un líquido, negro bajo la luz inquietante de la habitación.

Las otras dos Jennifers se apartaron. Jennifer B. cayó de rodillas, sin fuerzas, y el machete le resbaló de entre los dedos.

—Yo… —empezó, incapaz sin embargo de articular una segunda palabra.

Trató de ponerse en pie, pero no pudo.

—Tenemos que ir a buscar ayuda —dijo Jennifer L.

Pero también cayó de rodillas. Trató de levantarse y volvió a caer. Jennifer B. se fue gateando hasta su cuarto. Quería ayudar a Jennifer L., sí, quería. Pero ni siquiera podía hacer nada por sí misma.

Jennifer B. trató de encaramarse a la cama. «Necesitamos ayuda», pensó. Hospital. Lana.

Alguna parte de su mente delirante aún funcionaba y comprendía que lo único a lo que podía aspirar entonces era a alcanzar el santuario de su cama.

Pero incluso eso resultó demasiado. Se quedó en el frío suelo de madera mirando hacia la cama, hacia el ventilador inmóvil del techo. Con las pocas fuerzas que le quedaban tiró del embrollo de sábanas y mantas sucias que cubría la cama y se lo echó por encima.

Y entonces se puso a toser sobre el edredón, antaño tan suave, que se había llevado de la habitación de su madre hacía ya mucho tiempo.

La cosa que Hunter tenía en el hombro no le hacía daño. Pero lo distraía. Y no podía distraerse cuando estaba cazando al viejo puma.

El puma nunca molestaba a Hunter. El puma no quería comerse a Hunter. O igual sí, pero nunca lo había intentado.

Pero Hunter tenía que matar al puma, porque el viejo animal ya le había robado demasiadas presas: se deslizaba tras él cada vez que cazaba un ciervo. Cuando Hunter se iba a cazar otras presas, el viejo puma se acercaba a hurtadillas y se llevaba a rastras su ciervo.

El viejo puma no hacía más que lo que tenía que hacer. No era nada personal. Hunter no odiaba al viejo puma, pero tampoco podía permitir que huyera con la comida de los chavales.

Hunter cazaba para los chicos. Eso hacía. Él era eso. Era Hunter, el cazador. Para los chavales.

El viejo puma estaba ahora en los bosques, por encima de la colina, donde empezaban las tierras secas y las rocas comenzaban a ser grandes. El viejo puma volvía a casa al caer la noche. Había comido bien. Y ahora volvía a su cubil. Se pasaría el día echado en las rocas abrasadoras, tostándose.

Hunter caminaba con cautela, repartiendo el peso, sin pisar fuerte, rápido, pero sin apresurarse. Era peligroso correr demasiado cuando la luna era lo único que le mostraba el camino.

Había aprendido mucho sobre caza. El alcance del poder mortífero de sus manos era limitado. Tenía que acercarse mucho para que surtiera efecto, y eso exigía mucha concentración. No le resultaba fácil concentrarse porque tenía el cerebro «tocado». No era capaz de leer ni de recordar muchas palabras. Y las que recordaba se le seguían embarullando en la boca. Pero sí podía concentrarse en esto: en caminar ágil y silenciosamente, e ir serpenteando entre las rocas rojas mientras seguía ojo avizor las huellas estrelladas y plateadas que el felino dejaba en los depósitos pequeños de arena.

Y tenía que vigilar que el viejo puma no hubiera cambiado de opinión y hubiera decidido que, a fin de cuentas, le apetecía un muchacho sabroso. El viejo puma no se limitaba a robar presas: también las mataba. Hunter lo vio una vez dando coletazos, sacudiendo la quijada bigotuda, temblando expectante mientras vigilaba a un perro perdido.

El viejo puma salió de repente de donde estaba escondido y recorrió treinta metros en un segundo. Como una bala. Atrapó con sus grandes zarpas al perro antes de que pudiera siquiera reaccionar. Garras largas y curvas, pelo, sangre, un aullido desesperado del perro, y entonces, casi sin prisa, tomándose su tiempo, el viejo puma le asestó un mordisco asesino en la nuca.

El viejo puma ya cazaba cuando Hunter no era más que un chaval normal que, sentado en clase, levantaba la mano para responder preguntas y leía y entendía y era listo.

El viejo puma lo sabía todo sobre la caza. Pero no sabía que Hunter iba tras él.

Hunter olía al felino. Estaba cerca. Olía la carne muerta. La sangre seca.

Hunter se encontraba debajo de una roca grande y alta. Se quedó paralizado cuando se dio cuenta de repente de que el viejo puma estaba justo encima de él. Quería echar a correr, pero sabía que si retrocedía el felino caería encima de él. Estaba más seguro cerca de la roca. El viejo puma no podía dejarse caer directamente.

Hunter apretó la espalda contra la roca. Reguló la respiración y oyó la del felino. Pero el viejo puma no se dejaba engañar. Probablemente oía los latidos en el pecho de Hunter.

Lo que tenía Hunter en el hombro se retorcía. Crecía. Se movía. Hunter lo miró y vio que se agitaba bajo la camiseta. Casi parecía que intentaba hacer un agujero en la tela.

El chico no sabía cómo llamar a aquella cosa. Había crecido durante aquel día. Empezó como un bulto, una hinchazón. Pero la piel se abrió y aparecieron las bocas con dientes rechinantes de insecto. Como una araña. O un chinche. Como los bichos que se subían a Hunter mientras dormía.

Pero la cosa que tenía en el hombro no era un bicho normal. Era demasiado grande para eso. Y le había crecido justo donde la serpiente voladora, la verdosa, había soltado su pringue.

Hunter se esforzó por recordar la palabra que nombraba a aquella cosa. Antes sabía qué palabra era. Como los gusanos en un animal muerto. ¿Qué palabra era? Se inclinó hacia delante llevándose las manos a la cabeza, furioso por no encontrar la palabra.

Se había descentrado unos pocos segundos, pero eso bastó al viejo puma.

El felino se dejó caer como el mercurio, líquido.

Hunter cayó al suelo y se golpeó la cabeza contra la roca. Pero el viejo puma no lo agarró bien, y tuvo que abrirse paso como pudo en el espacio estrecho. Se dio la vuelta, mostró sus dientes amarillos y saltó con las zarpas extendidas.

Hunter se agachó, pero no lo bastante rápido. Una de las zarpas lo alcanzó en el pecho y el chico salió disparado de nuevo contra la roca: se quedó sin aliento.

Tenía al viejo puma encima, con las zarpas sobre sus hombros, y el rostro que gruñía quedaba a escasos centímetros del cuello vulnerable de Hunter.

Entonces, de repente, el puma bufó y dio un salto hacia atrás, como si hubiera aterrizado sobre un hornillo caliente.

El animal agitó la zarpa y soltó varias gotitas de sangre. Se había hecho mucho daño en uno de los dedos. Le colgaba a punto de caerse.

La cosa que tenía Hunter en el hombro había mordido al viejo puma.

Hunter no dudó. Alzó las manos y apuntó.

No despidió luz. El calor que emanaba de las manos de Hunter era invisible. Pero, al instante, la temperatura de la cabeza del viejo puma se duplicó, se triplicó, y el animal cayó muerto con el cerebro cocido.

Hunter se abrió la camiseta por el hombro. La boca del insecto rechinaba mientras masticaba un pedazo ensangrentado de carne de puma.