32 HORAS, 36 MINUTOS
TOTO LOS CONDUJO desde el edificio hasta el tren.
Estaba más lejos de lo que Sam creía. En el desierto, la perspectiva resultaba engañosa y el tren parecía estar justo al lado del edificio. Pero, de hecho, quedaba a diez minutos caminando.
Había dos motores diésel de Union Pacific amarillos y negros, y ambos estaban colocados en vertical sobre la vía.
Detrás de los motores, un vagón de carga oxidado descansaba también sobre la vía.
Y, detrás de todo esto, había un auténtico caos. Siete vagones abiertos habían descarrilado y los dos contenedores que llevaban como carga, dos rectángulos enormes de acero, habían caído sobre la tierra y los arbustos raquíticos.
En el extremo más alejado, la barrera había partido un vagón de carga en dos. Apareció y dividió en dos el vagón naranja oscuro, y el desplazamiento repentino debió de hacer descarrilar a los demás vagones.
Pero Sam, Dekka y Jack no estaban muy interesados en tales especulaciones. Decenas de palés envueltos en plástico habían salido disparados del vagón de carga que la barrera había partido y se habían volcado sobre las vías y el suelo.
Cada uno de los palés estaba formado por pisos y más pisos de Nutella.
—Hay como cientos y cientos de tarros… —observó Sam.
—Miles —dijo Jack—. Miles. Somos… somos ricos.
Si cada tarro hubiera sido un diamante gigante, Sam habría seguido prefiriendo la Nutella.
—Este es el mayor descubrimiento en la historia de la ERA —señaló Dekka.
Lo decía como si estuviera presenciando un milagro.
—¿Qué era? ¿Qué quieres decir con era? —preguntó Toto.
—ERA. Espacio Radiactivo Adolescente —contestó Sam sin hacerle mucho caso—. Se supone que es un término divertido. Tío, ¿qué hay en los otros contenedores?
Toto parecía estar nervioso. Se retorcía tanto que parecía que estuviera bailando.
—No lo sé.
—¿Qué quieres decir con que no lo sabes? ¿Estás mintiendo? —exigió saber Dekka, muy brusca.
—No miento. —A Toto le brillaron los ojos—. Soy Toto el atrapatrolas, el sujeto 1-01. No Toto el trolero.
—Entonces ¿qué estás diciendo? ¿Que nunca has mirado lo que había en ninguno de esos contenedores? Hay catorce, además del primer vagón de carga. ¿Qué quieres decir con que no lo sabes?
A Dekka le resultaba indignante.
Toto volvió a retorcerse como si bailara.
—No he conseguido abrirlos. Están cerrados. Y son de acero. Los he golpeado con sillas, pero no se abrían.
Sam, Dekka y Jack se quedaron mirando al chico raro.
Luego se volvieron hacia los contenedores.
Y a continuación se miraron los unos a los otros.
—Bueno —empezó Sam—, creo que podremos abrirlos.
Unos ocho segundos más tarde, Sam había quemado el cierre del contenedor más próximo. Y entonces Jack abrió la puerta.
La carga del contenedor estaba envuelta en plástico, pero seguía resultando inconfundible.
—¿Baños? —dijo Dekka.
Muchas de las tazas de porcelana se habían resquebrajado al descarrilar el tren, pero los fragmentos permanecían sujetos gracias al envoltorio.
Un segundo contenedor mostró más baños.
Y el tercero contenía lo que debían de ser miles cajas de cartón de tamaño mediano. En el interior había gorras de béisbol. De los Dodgers.
—Talla única —señaló Dekka, molesta—. Pero yo soy fan de los Angels.
—Tardaremos un rato en inspeccionarlo todo —comentó Sam—. Pero creo que vale la pena.
En el cuarto contenedor había muebles de jardín de mimbre.
—O no —añadió Sam, molesto.
En el quinto contenedor había macetas de mimbre y de terracota rajada, así como dos palés con objetos decorativos de yeso para el jardín: eran querubines, gnomos y la Virgen María.
En el sexto, encontraron pintura para el hogar y barniz para madera.
El séptimo era mejor: albergaba una carga mixta de palés de fideos instantáneos con sabor a gambas, ramen con sabor a pollo, filtros de café y cafeteras, y cajas de tés variados.
—Ojalá hubiera podido comerme esos fideos… —suspiró Toto—. Habría estado bien comer fideos.
—Los fideos están bien.
Sam estaba de acuerdo.
—No diría que no a unos fideos —añadió Jack.
—¡Dice la verdad, sí que la dice! No diría que no a los fideos —parloteó Toto.
El octavo contenedor estaba vacío. No había nada dentro.
En el noveno encontraron dos piezas grandes de maquinaria industrial.
—Cómo se llamen. —Jack buscó la palabra para denominarlas, pero no la encontró—. Ya sabéis. Son tornos industriales o algo así.
—Ya, genial —dijo Dekka—. Lo único que nos falta son doscientos veinte voltios y ya podremos montar un taller.
Sam se estaba poniendo nervioso. La Nutella y los fideos estaban bien. De hecho, era estupendo haberlos encontrado. Un milagro. Pero habría esperado que hubiera más comida, más agua, más medicamentos, algo. Absurdamente, esos momentos se parecían a las mañanas de Navidad de pequeño, en las que esperaba algo que ni siquiera sabía cómo se llamaba. Algo que cambiara las cosas. Algo… increíble.
Cuando Jack abrió el décimo contenedor, se quedó mirándolo.
—Vale, ¿qué es? —preguntó Sam.
No hubo respuesta.
Sam se inclinó por encima de Jack para mirar. Había muchas cajas de cartón pesado. Cada caja tenía el logotipo de Apple.
—¿Ordenadores? —se preguntó Sam—. ¿O iPods?
Ninguna de las dos cosas les serviría de nada.
Jack acabó por moverse. Se abalanzó sobre el siguiente palé, pero entonces dudó. Se limpió cuidadosamente las manos en los pantalones, desgarró el plástico y abrió el primer cartón con delicadeza.
Extrajo una caja blanca con los dedos temblorosos. En la caja había impresa la foto de un portátil.
—Eso estaría genial si tuviéramos internet —comentó Sam—. O electricidad.
—Los envían totalmente cargados —replicó Jack, enfadado porque Sam lo había interrumpido. Como si Sam se hubiera puesto a hablar en el interior de una iglesia—. Hace tanto tiempo… Pero igual aún tienen algo de batería.
—Vale —dijo Sam—. Para que puedas jugar a unos juegos. Pongámonos con el siguiente…
—¡No! —exclamó Jack, con voz angustiada y extasiada a la vez—. No. Tengo que… tengo que verlo.
Se pasó cinco minutos más abriendo cuidadosamente la caja, quitando los envoltorios de espuma de poliestireno como si fueran frágiles obras de arte.
Era como observar un ritual religioso desconocido, pero profundo. A Sam casi le resultaba conmovedor. Nunca había visto a Jack tan emocionado.
El chico retiró pacientemente el último trozo de cinta adhesiva que sujetaba la fina funda de espuma del portátil, y acabó levantando el portátil plateado con manos temblorosas, como si sujetara un bebé.
Le dio la vuelta. Para entonces, la sensación de suspense había afectado incluso a Sam.
Jack cerró los ojos, soltó aire para calmarse, le dio la vuelta al portátil y presionó la luz del indicador de batería. Brillaron dos rayitas verdes.
—¡Dos! —exclamó Jack, regocijado—. ¡Dos! Tenía miedo de que solo se encendiera una… —Y luego repitió en un susurro—: Dos. Puede que sea una hora y media. Tal vez incluso un par.
—Tío, ¿estás llorando?
Jack se limpió los ojos.
—No, caray.
—Miente, está llorando —exclamó Toto, lo cual no ayudaba nada.
—¿Necesitas un poco de tiempo? —preguntó Sam.
Dudaba de que hubiera algún poder capaz de convencer a Jack de continuar.
Jack asintió.
—Vale, Dekka y yo nos pondremos con el siguiente.
En el undécimo contenedor había más muebles de jardín.
El duodécimo estaba repleto hasta los topes de lo más extraordinario que Sam y Dekka habían visto en la vida.
Esta vez fueron ellos quienes se quedaron maravillados. Apabullados por la emoción.
Aquel logotipo era inconfundible.
—¿Se pueden preparar fideos instantáneos con Pepsi? —se preguntaba Dekka.
Se abalanzaron sobre los palés envueltos en plástico y sacaron las latas.
¡Crac psss!
¡Crac psss!
¡Crac psss!
El ruido que hacía meses que no se oía en la ERA resonaba de nuevo en el aire. Tiraron de las anillas, y Sam, Dekka y Toto se bebieron un buen trago.
—Aaaah… —dijo Dekka.
—Qué bien… —comentó Toto.
—Es como si… es como si la vida volviera a ir bien. Como si el universo por fin hubiera decidido sonreírnos —dijo Sam con una sonrisa enorme.
Y eructó.
—Ay, sí —suspiró Dekka—. Eructo de refresco.
Los tres sonreían.
—¡Jack! —gritó Sam.
—¡Estoy ocupado! —replicó Jack.
—Ven aquí, ¡ahora!
Jack se acercó corriendo, como si se esperara problemas. Un Sam sonriente le pasó una lata.
—¿Eso es…?
—Lo es —le aseguró Sam.
¡Crac psss!
Y eructó.
Entonces Jack se puso a llorar, sollozaba y bebía y eructaba y se reía.
—¿Te estás volviendo loco, Jack? —le preguntó Dekka.
—Es que…
No parecía encontrar las palabras adecuadas.
Sam lo rodeó con el brazo.
—Sí, tío. Es demasiado, ¿verdad? Quiero decir, que se parece demasiado al mundo de antes.
—Como ratas —dijo Jack sin dejar de llorar.
—Todos comemos ratas —le recordó Dekka—. Y nos alegramos cuando pillamos una jugosa.
—Verdad —murmuró Toto algo preocupado—. Comen ratas. Hasta ahora no habían mencionado las ratas, Spidey.
El sol ya había pasado del mediodía.
Sam insistió:
—Tenemos que ver qué hay en los últimos contenedores. Y luego seguir avanzando. Que estemos viviendo a lo grande no significa que la gente de la ciudad también lo esté.
—No tenemos que encontrar agua, ¡tenemos Pepsi! —exclamó Jack.
—Lo cual es genial —dijo Sam—. Podría durar unos cuantos días. Si pudiéramos llevárnosla a la ciudad.
Ese último comentario serenó a Jack, que asintió eficiente y añadió:
—Sí, tienes razón. Lo siento. Es que estaba… no sé. Durante unos minutos ha sido como si todo hubiera acabado.
Para hacer algo distinto, se dirigieron al vagón de carga. En cuanto abrieron la puerta los asaltó un olor empalagosamente dulce.
El vagón de carga estaba lleno de naranjas. Pero solo se notaba por las etiquetas alegres que había en el fondo. Hacía tiempo que las naranjas se habían podrido debido al calor. Un líquido pegajoso cubría el fondo del vagón. En algunos de los cajones había brotado una gran cantidad de moho peludo.
—A esta hemos llegado un poco tarde —señaló Sam.
—Las naranjas habrían estado bien —comentó Toto.
El último contenedor contenía una carga mixta: destornilladores, sierras y herramientas variadas de la marca Stanley, y artículos para hacer ejercicio de diversas clases.
Pero para entonces a nadie le importaba, porque lo que les preocupaba era el penúltimo contenedor.
El decimotercer contenedor estaba cargado con lanzamisiles.
* * *
Después del incendio, los sonidos que se oían en el «hospital» eran aún más desgarradores. Antes los chavales gritaban. Gritaban el nombre de Lana.
Ahora ya no. Ahora tosían.
Tenían ataques de tos, toses profundas, perrunas. Como si trataran de expulsar los pulmones.
Dahra estaba de pie junto a una de las camas, colocando un paño húmedo en la cabeza de un chaval. No se había dado cuenta de que Lana había entrado con Sanjit.
Lana hizo un recuento rápido. ¿Veinte, veintiuno? Algunos estaban echados en catres; otros, en colchones cubiertos de mantas apiladas procedentes de una docena de casas, de una docena de camas. Algunos yacían con muy poquita ropa sobre el frío suelo de baldosas.
Y la mayoría no paraba de toser.
Dahra levantó la vista al oír sus voces.
—Lana. ¡Gracias a Dios! ¿Quieres volver a intentarlo?
Lana abrió las manos, con impotencia.
—Haré lo que haga falta. Pero la magia no parece funcionar con esto.
Dahra se secó el sudor de la frente. Parecía que no hubiera dormido… nunca.
—Mira, se llaman infecciones secundarias. Alguien pilla un virus y, con él, pilla algo más. Muchas veces es lo que mata a la gente.
—Tú mandas —dijo Lana.
Lo decía en serio, pero solo respecto a Dahra.
—Ella —señaló Dahra—. Empieza con ella. Tiene cuarenta y uno de fiebre. Eso era lo que tenía Pookie antes de…
Lana se dirigió hacia la chica. Le resultaba familiar. Habría jurado que se llamaba Judith, pero costaba reconocer a alguien que tenía la cara congestionada de tanto toser, empapada en sudor, el pelo pegado, los ojos asustados, empañados de lágrimas, y la mirada derrotada.
Lana apoyó la mano sobre la cabeza de la chica y casi la apartó de golpe. Estaba muy caliente. Era como tocar un plato recién salido del lavavajillas.
Lana no tenía ningún ritual de curación en particular. Se limitaba a tocar a la persona e intentar concentrarse.
—¿Quién eres? —preguntó bruscamente Dahra a Sanjit.
—El novio de Lana —respondió el chico.
—No, no lo es —replicó Lana.
—No deberías estar aquí —advirtió Dahra a Sanjit—. Ya tenemos tres muertos, que sepamos. Ve a lavarte al océano y vete a casa.
—Gracias, pero me quedaré. Quiero ayudar.
Dahra se lo quedó mirando, con los ojos entornados, intentando averiguar si estaba loco.
—¿De verdad quieres ayudar? Porque, si realmente quieres echarnos una mano, necesito que alguien vacíe el cubo.
—Sí quiero. ¿Qué cubo?
Dahra señaló un cubo de basura de plástico con una tapa. Alrededor había un pila apestosa de tuppers que Dahra utilizaba como cuñas.
Sanjit recogió las cuñas y las vació en el cubo de orina y heces. El hedor llenó la habitación entera.
—Hay una zanja en la plaza. Luego, si estás motivado, puedes lavarlo todo en la playa.
—Ahora vuelvo —dijo Sanjit.
Cuando se hubo marchado, Dahra comentó:
—Me gusta tu novio. No hay muchos tíos que se ofrezcan a cargar casi cuarenta litros de diarrea y vómito.
Lana se rio.
—No es mi novio.
—Ya, vale, pues, puede ser el mío si quiere. Es mono. Y carga mierda.
Lana sintió que la chica que tenía bajo la mano temblaba y se agitaba.
Dahra se desplazaba automáticamente de cama en cama, de catre en catre, de pila de mantas a pila de mantas. Suspiraba al anotar otra temperatura. Las iba registrando todas. Probablemente no tan bien como un médico, pero mejor de lo que se esperaba que lo hiciera cualquier chica de catorce años con veintiún pacientes que tosían y temblaban.
—¿Por qué no me sale? —se preguntaba Lana—. Funcionó en la primera ronda de gripe, en la mayoría.
—Es inmune, ¿verdad? —comentó Dahra—. Pillas el virus y entonces tu cuerpo se defiende. El virus aprende, y vuelve listo para una nueva pelea. Así que en vez de reprogramarse para luchar contra anticuerpos, se ha reprogramado para luchar contra ti.
—No soy un anticuerpo —protestó Lana.
—Ya, y este no es el mundo de antes, ¿verdad? Esto es un espectáculo de feria donde nada funciona precisamente como debería.
Lana pensó que era su espectáculo de feria. Una sola cerilla y podría haber quemado, haberla matado. Quizás. ¿Cuántas muertes se habían producido porque Lana había fracasado?
Un chico al que conocía, un chaval de primero llamado Dorian, se puso en pie de repente y empezó a correr hacia la puerta. Corría vacilante, serpenteando.
Dahra soltó un taco y trató de atraparlo.
Pero el niño salió por la puerta en un abrir y cerrar de ojos.
Al cabo de un instante, Sanjit reapareció con Dorian bajo un brazo y el cubo del baño y los recipientes semilimpios en el otro.
—Vamos, hombrecito —le pidió—. Vuélvete a la cama.
Pero Dorian no quería. Se puso a gritar y a agitar los brazos como un poseso.
Estalló el caos. Dos niños empezaron a llorar escandalosamente, un tercero se cayó de la cama al suelo, y un cuarto gritaba:
—¡Quiero a mi mamá, quiero a mi mamá!
Entonces retumbó una tos muy fuerte, tanto que atrajo todas las miradas. Procedía del niño, de Dorian.
Estaba de pie. Parecía sorprendido por lo que acababa de salirle de la boca.
Retrocedió y volvió a toser.
—¡No!
Dahra ahogó un grito.
Lana se plantó junto al niño de un salto, le colocó la mano en la sien y presionó.
El niño tosió con tanta fuerza que cayó de espaldas.
Sanjit se puso a horcajadas y sujetó a la criatura. Mientras, Lana le colocaba las manos encima: una sobre el pecho que respiraba agitadamente y la otra, en un costado de la garganta.
Dorian tosió con un espasmo tan violento que Sanjit cayó hacia atrás y la cabeza del chico se golpeó ruidosamente contra el suelo. Lana no lo soltó.
—Está tan caliente que apenas puedo sos… —dijo ella mientras Dorian se convulsionaba, doblado en forma de C.
Volvió a toser y los pedazos de carne ensangrentados que escupió salpicaron el rostro de Sanjit. Lana no flaqueó ni se retiró, pero Dorian volvió a toser: la sangre había empezado a brotarle de los oídos y le goteaba de los labios.
Lana se puso en pie de repente y se apartó.
—No pares —le suplicó Dahra.
—No puedo curar la muerte —susurró Lana.
Justo entonces, dos chavales aparecieron cargando a una tercera. Desde el otro lado de la habitación, Lana vio claramente que la chica a la que arrastraban con tanto esfuerzo ya no estaba con ellos.
Y Dahra también se dio cuenta.
—Bajadla —indicó—. Bajadla y salid de aquí; lavaos en las olas e iros a casa.
—¿Se pondrá bien? Vive con nosotros.
—Haremos todo lo que podamos —dijo Dahra cansinamente. Y, cuando se hubieron marchado, añadió en voz baja—: O sea, una mierda…
Lana cerró los ojos y sintió que la Oscuridad trataba de alcanzarla; no dejaba de buscarla. Un débil tentáculo intentaba alcanzar su mente.
«Ya veo: así es como nos destruyes —pensó Lana—. Así nos matas. A la antigua usanza: con una plaga».