33 HORAS, 14 MINUTOS
—DEKKA, DESPIERTA.
La chica abrió los ojos y parpadeó mirando a Sam. Ya era totalmente de día. Ni siquiera por la mañana temprano, sino más tarde. Había dormido mucho.
Dekka tomó aire bruscamente. Se puso en pie de un salto y empezó a tocarse el cuerpo, a inspeccionarlo en busca de cualquier cosa que no debiera estar allí.
La herida del hombro le escocía mucho. Le hacía ruidos el estómago. Le dolían los pies; y las espinillas, que estaban cubiertas de arañazos; y también la espalda por haber dormido sobre una roca.
—Me duele todo —se quejó Dekka.
Sam parecía preocupado.
—Quiero decir, que eso es bueno. Hunter no notaba gran cosa, ¿verdad?
Sam asintió.
—Sí. Sí, eso es bueno. ¿Así que parece que lo de hacerte un agujero en el hombro fue una buena idea?
—Aún no estoy lista para que me resulte divertido, Sam. ¿Dónde está Jack?
Sam señaló hacia lo alto de la colina. Se encontraban en un lugar seco y vacío. La colina no ascendía más de sesenta metros y era más un montículo de tierra que una montaña.
Jack estaba en lo alto, protegiéndose del sol con la mano y mirando hacia el nordeste.
—¿Qué ves? —le gritó Sam.
—Por ese lado, hay un sitio que parece estar todo quemado.
Sam asintió.
—Sí. La cabaña del ermitaño. ¿Qué más?
—Un montón de colinas escarpadas… Todo rocas, vaya —respondió Jack.
Y entonces empezó a bajar. La tierra, sin embargo, estaba suelta, así que resbaló y se cayó. Volvió a levantarse y saltó.
Saltó casi diez metros y aterrizó muy cerca de Sam.
—¡Vaya! —exclamó Sam.
—Yaaa… No sabía que podía hacer eso.
—Puede que haya otras maneras de usar esa fuerza… —señaló Sam.
—Ojalá pudiera utilizarla para encontrar agua.
—Dekka, ¿qué te parece? ¿Subimos por esas montañas o atravesamos la zona quemada?
—Yo odio escalar.
—El pozo de la mina no queda muy lejos de la cabaña —indicó Sam.
—Sí, me acuerdo —dijo Dekka—. Pero no vayamos allí.
Lo cierto es que no quedaba lejos de la cabaña. O, para ser más precisos, de los pocos palos carbonizados que recordaban donde había estado la cabaña de Jim el ermitaño. Sam volvió a sacar el mapa y midió con los dedos.
—Parece que hay unos diez o doce kilómetros hasta el lago. Supongo que beberemos cuando lleguemos allí.
Ahora las colinas de Santa Katrina quedaban a la izquierda. Eran de piedra desnuda y tierra. Parecía como si alguien acabara de arrancar algunas de las formaciones rocosas, como si aún soltaran tierra. A la derecha había una montaña más alta y, en la montaña, una grieta que albergaba la ciudad fantasma y el pozo de la mina.
Ninguno de ellos habló de ese lugar.
Sedientos, caminaron durante una hora por un terreno muy árido hasta que alcanzaron una valla metálica. Pero, a juzgar por lo que veían, no había nada que necesitara la protección de un cercado.
Encontraron una señal de metal oxidada y polvorienta.
—Aviso: zona restringida —leyó Jack en voz alta.
—Si —dijo Sam—. Nos van a registrar.
—Cómo molaría si alguien viniera y nos arrestara… —dijo Dekka, suspirando.
—Jack, arranca la valla.
—¿En serio?
—La barrera queda por allí —señaló Sam—. Deberíamos alcanzarla e ir siguiéndola hasta el lago. Y, como dice Dekka, si por aquí hubiera alguien para arrestarnos, sería genial. Tendrían que alimentarnos y darnos algo de beber.
Sam no estaba seguro de lo que iba a encontrarse en la base aérea de la Guardia Nacional de Evanston. No estaba seguro de lo que se esperaba. Tal vez cuarteles repletos de soldados. Eso habría sido estupendo. Pero, en caso de que no los hubiera, quizás un tanque gigante de agua. Eso también habría estado bien.
Pero lo que encontraron fue una serie de búnkeres subterráneos. Por fuera eran todos idénticos: tenían rampas de cemento que daban a puertas de acero. Jack abrió la primera de una patada.
Y Sam proporcionó la iluminación. Dentro había una habitación larga y baja. Completamente vacía.
—Probablemente aquí dentro debían de guardar bombas o algo parecido.
—Pero ahora no hay nada —observó Jack.
Abrieron cuatro búnkeres más antes de reconocer que no iban a encontrar nada.
Mientras inspeccionaban el campo de búnkeres, se encontraron con un camión que tenía las llaves puestas en el contacto. La batería no funcionaba. Pero había una botella de litro de agua Arrowhead, medio llena.
Los tres descansaron a la sombra del camión y compartieron el agua.
—Pues vaya decepción —reconoció Sam.
—¿Querías encontrar bombas? —le preguntó Dekka.
—Un suministro gigante de esas comidas con que se alimentan los soldados… ¿Cómo las llaman?
—LPC —respondió Jack—. Listas para comer.
—Sí. Unas cuantas de esas. Como un millón de esas.
—O, por lo menos, podría haber funcionado el camión. Así no habríamos tenido que ir andando —gruñó Dekka.
Se pusieron a caminar otra vez. El medio litro de agua ya parecía un recuerdo lejano. Y empezaron a fijarse en el vacío de la barrera que se levantaba por encima de sus cabezas. Se alzaba escarpada desde la arena y los matorrales.
—Vale, pues giremos a la izquierda. Encontremos ese lago y volvamos a la ciudad —propuso Sam.
Avanzaron con la barrera a su derecha. El terreno se estaba volviendo más difícil. Había barrancos profundos, como si fueran los lechos secos de los ríos, grietas en la homogeneidad desierta.
Delante de ellos, como un espejismo, brillaba una construcción baja que a Sam le recordaba a los edificios «provisionales» que a veces empleaban las escuelas. Tenía algunas ventanas que mostraban los listones horizontales de persianas antiguas. Varios aparatos de aire acondicionado asomaban en algunos puntos de las paredes.
En una zona de aparcamiento había más camiones de camuflaje cubiertos de arena. Y un par de coches de civiles. Todos bien aparcados entre líneas blancas.
Una antena elevada apuntaba hacia el cielo. Y, más allá del edificio, se veía un caos de enormes bloques oxidados y cubiertos de polvo.
—¡Oye, eso es un tren! —exclamó Jack.
Sam revisó el mapa. Hasta entonces no había detectado la línea sombreada que indicaba las vías del ferrocarril. Era la primera vez que se daba cuenta de lo que era.
Sam deseaba haberse traído los prismáticos. Había algo raro en aquel edificio. Estaba demasiado aislado. Aunque enseguida pensó que podía haber un montón de edificios justo detrás de la pared de la ERA. Así que era posible que aquella construcción se encontrara en el límite de un gran complejo.
Pero no lo parecía. Lo cierto es que daba la sensación de que aquel lugar estaba deliberadamente alejado de cualquier otra cosa. Dudaba de que apareciera en una fotografía tomada por satélite. Todo, a excepción de unos pocos coches, estaba pintado del mismo color ocre del vacío que lo rodeaba.
—Vamos a ver qué hay en el primer edificio.
La puerta no estaba cerrada. Sam la abrió con cautela. La tierra y el polvo habían penetrado en el suelo pulido de linóleo. Contaba con una habitación principal, dos pasillos que se alejaban y dos despachos privados protegidos por mamparas de cristal. En la habitación principal había media docena de escritorios de metal pintados de gris y varias sillas de ruedas antiguas, algunas con cojines que no combinaban. Los ordenadores de los escritorios estaban apagados. Las luces, también. Y, obviamente, ocurría lo mismo con el aire acondicionado. En la habitación hacía un calor sofocante.
Sam observó las fotos enmarcadas que había encima de un escritorio: era la familia de alguien, dos hijos, una esposa y la que era una madre o abuela. Detectó una pelota antiestrés sobre otro escritorio. También había carpetas con pinta oficial y montones de disquetes antiguos.
Todo estaba cubierto de polvo. Las flores de un jarroncito no eran más que palitos. Los papeles se habían caído de los escritorios y estaban esparcidos por el suelo.
Era inquietante. Pero ya habían visto muchas cosas inquietantes: coches abandonados, casas vacías, negocios vacíos.
Lo que no veían desde hacía una eternidad era un tarro de Nutella abierto encima de un escritorio. No se veía la tapa, y había una cuchara dentro.
Los tres se le abalanzaron sobre ella como un solo hombre.
—¡Aún queda! —exclamó Jack con tanto entusiasmo que se diría que acababa de hacer un gran descubrimiento.
Sam y Dekka sonrieron. Era un tarro grande, y debía de estar medio lleno.
Jack sacó la cuchara, y la Nutella goteó lánguidamente.
Cerró los ojos y se metió la cuchara en la boca. Sin decir palabra, se la pasó a Dekka.
Era como un ritual religioso, como la comunión. Los tres tomando cucharadas, uno tras otro, todos callados, todos maravillados por el sabor intenso, por la dulzura después de haber comido tanto pescado y repollo…
—Ha pasado… ¿cuánto tiempo? —preguntó Dekka—. Es dulce.
—Dulce y cremosa y chocolateada —dijo Jack, soñador.
—¿Por qué sigue estando cremosa? —preguntó Sam.
Jack tenía la cuchara, y se quedó paralizado.
—¿Por qué sigue estando cremosa? —repitió.
—Si este tarro lo hubieran abierto hace meses, antes de la llegada de la ERA —indicó Sam—, estaría seca. Crujiente y dura.
—Aun así, me la comería —dijo Dekka, desafiante.
—Pero no hace meses que la abrieron. Esto no lleva aquí más que un par de días —afirmó Sam dejando el tarro—. Aquí hay alguien.
Jack había empezado a leer algunos de los papeles que yacían despreocupadamente desperdigados por ahí.
—Era un centro de investigación.
Dekka se tensó y se puso a buscar intrusos, enemigos.
—¿Investigación sobre qué? ¿Armas, alienígenas?
—Proyecto Cassandra —leyó Jack—. Es la cabecera de la mayoría de los memorandos y cosas así. Ojalá pudiera entrar en estos ordenadores.
—Aquí hay alguien —afirmó de nuevo Sam, ciñéndose a lo más importante.
—Alguien que puede abrir un tarro de Nutella y comérselo a cucharadas. Así que no es un coyote. Es una persona.
—¿Alguien de Perdido Beach? —se preguntó Dekka—. Puede que alguien saliera de la ciudad y encontrara este lugar y nunca volviera. No llevamos la cuenta de todas las personas que se marcharon…
—O alguien de Coates.
Sam hizo un gesto con la mano para indicar a Jack y a Dekka que él recorrería el pasillo de la izquierda y que ellos se prepararan para hacer de refuerzos.
No era un pasillo largo: solo había cuatro puertas a cada lado. Una luz lechosa penetraba por la ventana de cristal reforzado de la puerta del final del pasillo.
Sam fue abriendo las puertas una a una. Las dos primeras daban a despachos vacíos. Detrás de la siguiente había una habitación lúgubre con una mesa de metal y sillas dispuestas una enfrente de la otra. De la pared colgaba una pantalla y, tirada en el suelo, había una tablilla con sujetapapeles.
Sam la recogió.
—Proyecto Cassandra —leyó en voz alta—. Sujeto 1-01. Número de prueba: GV-788.
Colocó la tablilla sobre la mesa y se dirigió a la siguiente habitación.
Abrió esa puerta y de inmediato supo que había alguien dentro. Incluso antes de ver a nadie.
Aquella habitación tenía una ventana de cristal normal y estaba iluminada por el sol. Había una cama, un escritorio y un televisor grande apagado montado en una pared. Bajo la pantalla, vio varias consolas de juego polvorientas.
Había libros apilados en una mesita auxiliar.
Otro libro estaba en manos de un chico acomodado en una silla reclinable, con los pies sobre el escritorio. Debía de tener doce años. El pelo negro le colgaba por la espalda casi hasta la cintura. A pesar de estar sentado, se veía que debía de ser alto. Flaco. Vestido con tejanos, zapatillas deportivas y una camiseta blanca y negra de Hollywood Undead.
—Hola —dijo Sam, y frunció el ceño.
El chico apenas reaccionó.
—Oye, ¿no nos conocemos? —le insistió Sam.
El chico lo miró entornando los ojos. Sonrió un poco. Parecía que quería seguir con su libro.
—Tío —dijo Sam—, ¿tú no eres Toto?
El chico alzó las cejas. Le tembló el labio y preguntó:
—¿Es de verdad?
Hablaba a una cabeza de Spider-Man, hecha de espuma de poliestireno de tamaño real, con una capucha azul y roja incorporada, que descansaba sobre una estantería.
—Soy de verdad —dijo Sam, y entonces gritó—: ¡Dekka, Jack!
—¿Por qué grita? —le preguntó Toto a Spidey—. Podría ser un decepticon.
—No soy un decepticon —aseguró Sam, sintiéndose un poco ridículo.
—Es verdad —le confirmó Toto a Spidey—. No es un decepticon. Pero igual trabaja para los dementors, para Sauron, para el demonio.
—¿De qué hablas, Toto? —preguntó Sam.
Jack y Dekka entraron a toda prisa.
—Uala —exclamó Dekka.
—Sabe de lo que hablo —dijo Toto a Spider-Man—. Hace suposiciones, me está probando. «¿De qué hablas, Toto?», dice. Vale. Lo conoce. Conoce al demonio.
—No trabajo para nadie —replicó Sam.
—Mentira, mentira cochina. Alguien te ha mandado.
—Albert, pero…
—Siempre intentan mentir, pero nunca funciona, ¿verdad? —dijo Toto.
Sam se volvió hacia Dekka.
—Creo que este chico lleva solo mucho tiempo.
—Quiere decir que estoy loco. —Toto se dirigió a Dekka directamente, no a Spider-Man, aunque volvió a mirar la cabeza de Spidey. Parecía dividido entre Dekka y el lanza telarañas—. El atrapatrolas, Toto el atrapatrolas.
—¿Eres el sujeto 1-01? —preguntó Jack.
Toto no pareció oírlo. Pero se le estaban llenando los ojos de lágrimas.
—Uno cero uno. Sí. ¿Queréis saber qué le pasó a Uno cero dos? ¿Queréis saberlo?
—Sí —respondió Sam.
—¿Deberíamos decírselo, Spidey? —Toto mostró los dientes y gruñó—. Vivía al otro lado del pasillo. Se llamaba Darla. Tenía ocho años. Todas sus cosas eran de Hello Kitty. Podía atravesar las paredes. No quería quedarse, quería irse a casa, así que intentó atravesar la pared hacia fuera y los guardias le metieron una descarga y, ¿sabéis lo que pasó?
—Cuéntanoslo.
—En realidad no quiere saberlo, ¿verdad? —le preguntó Toto a Spidey—. Ha visto demasiadas cosas malas… Pero se lo contaré igualmente: la descarga la paralizó cuando estaba atravesando la pared. Y se murió. Tuvieron que arrancar la pared entera para sacarla de ahí.
—El gato de Albert —recordó Jack.
Sam asintió. Todos habían oído hablar de la historia del gato que se teletransportaba, que calculó mal y se quedó cuajado atravesado en un libro.
—No les sorprende —dijo Toto. Inclinó la cabeza y la sacudió hacia delante y hacia atrás; le debía de hacer mucha gracia algún chiste secreto—. Lo saben, ¿verdad? —le preguntó a Spidey.
—Sí, lo sabemos —respondió Sam.
Alzó la mano, con la palma hacia fuera, e hizo brillar un rayo verde hacia la cabeza de Spider-Man. La tela de la capucha se incendió y la espuma de poliestireno que había dentro se fundió.
La cara pálida de Toto se volvió aún más pálida. Tragó saliva y miró directamente a Sam por primera vez.
—Lo siento, tío —dijo Sam—. Pero la verdad es que ya no podemos soportar más locuras. Y no tenemos todo el día.
—Sí, dice la verdad, tiene prisa.
—Aún habla con Spider-Man —señaló Dekka—. Está loco.
—Sí, bueno, todos estamos un poco locos, Dekka —le recordó Sam.
—No, no está loco, Sam —corrigió Toto, y sacudió la cabeza hacia delante y hacia atrás. Luego, tímidamente, añadió—: O bueno, no cree que lo esté.
—Buscamos un lago grande, el lago Tramonto. ¿Sabes cómo llegar hasta allí?
—No sabemos cómo llegar a ninguna parte —respondió Toto. De repente parecía que fuera a echarse a llorar—. ¿Dónde está Spidey?
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —preguntó Sam impaciente.
Fue Jack quien contestó.
—Poco más de un año. La fecha de inicio para el sujeto 1-01 se remonta varios meses antes de la ERA.
Sam reflexionó durante unos segundos. Se preguntaba qué hacer. No podía abandonar al chaval allí y marcharse, ¿verdad?, después de haberse dejado llevar por la impaciencia y quemar a Spidey.
Por otra parte, lo último que necesitaba era a otra persona a la que cuidar. Y no parecía que aquel chaval fuera a irse a ninguna parte. Sam podría recogerlo más tarde. Y, en cualquier caso, si encontraban el lago, probablemente toda la ciudad se mudaría, y volverían a pasar por allí.
—Escúchame, Toto. Voy a fingir que no estás totalmente loco. Depende de ti. O sea, que o te vienes con nosotros y empiezas a comportarte al menos con cierta normalidad, o te quedas aquí. Tú decides.
Toto no dejaba de mirar el magma marrón y negro que antes había sido la cabeza de espuma de poliestireno. Pero, entre tanto, miraba a Sam y a Dekka, e incluso a Jack.
—¿Qué tenéis de comer? —preguntó Toto.
—Pescado seco. Repollo. Alcachofas.
Para sorpresa de Sam, Toto se pasó la lengua por los labios.
—También tenéis otras cosas, pero no queréis compartirlas. Pues vale. Yo solo he comido Nutella. Desde siempre.
—Debes de tener un montón de Nutella —comentó Dekka, incapaz de ocultar su esperanza golosa.
—Sí.
—Enséñanosla —pidió Sam—. Enséñanos lo que tienes. Y luego iremos a buscar ese lago.
Sam dirigió al grupo hacia fuera. Jack y Dekka se colocaron detrás de él.
—Lo sabían, ¿verdad? —preguntó Sam a Jack.
Jack llevaba un puñado de papeles que había cogido de uno de los escritorios.
—Sí —respondió Jack, aún fascinado, leyendo hojas impresas de datos mientras avanzaba—. No creo que supieran el qué, ni tampoco qué lo provocó. Pero lo sabían.
—¿Qué sabían? —preguntó Dekka.
—Quien llevara este lugar —dijo Sam, enfadado— sabía que pasaba algo con los chavales de Perdido Beach.
Jack lo alcanzó, le agarró del hombro y le entregó un trozo de papel.
—Una lista de nombres.
La mirada de Sam se dirigió directamente hacia su propio nombre, el tercero de una lista de cinco:
—Toto, Darla, yo, Caine y Taylor. —Le devolvió el papel a Jack, indignado—. No están todos los raros, pero sí algunos de nosotros.
No sabía qué decir ni qué pensar. Lo ponía furioso, pero ni siquiera sabía el porqué. Por supuesto, querían saber más sobre esos chavales que de repente desarrollaban poderes sobrenaturales.
Y, por supuesto, querían mantenerlo en secreto.
Pero aun así lo irritaba y lo intranquilizaba.
—Esto significa que lo saben. La gente de fuera ha podido descifrar parte de lo que ha pasado.
—Los datos de verdad están en esos ordenadores —señaló Jack—. Esta impresión no es más que un archivo pequeño. Si volviera a haber electricidad…
Sam fulminó la barrera con la mirada. Quedaba cerca. Y, una vez más, se preguntó cómo lo recibirían si algún día la barrera llegaba a descender.