33 HORAS, 40 MINUTOS
LA LUZ ABRASADORA del sol, que quedaba directamente encima de su cabeza, despertó a Orc.
Tardó un rato en averiguar dónde estaba. Había pupitres como los que tenían en la escuela. Se encontraba en el suelo, en un suelo frío de baldosas de linóleo, y los pupitres estaban volcados y apilados a su alrededor. Como si alguien los hubiera volcado rabioso.
Alguien.
Había algo escrito en una pizarra, pero Orc no lograba concentrar la mirada para verlo.
Lo que resultaba realmente confuso era el agujero en el techo y parte de la pared, y a través del cual la luz del sol le daba de pleno en la cara, en los ojos parpadeantes.
La pared estaba parcialmente derribada y, sin apoyo, una parte del techo se había derrumbado.
Notó algo en la mano derecha. Era un trozo de las placas de construcción.
Había sido él. Había atacado las mesas y las ventanas y las paredes.
Los recuerdos formaban destellos de colores borrosos y movimientos alocados y entrecortados. Como si estuviera fuera de sí mismo, vio entrar violentamente a un monstruo borracho con cuerpo de roca, embestir contra las paredes con grandes puños de piedra y acabar derribándolas.
Orc gruñó. Le retumbaba la cabeza, como si alguien le estuviera dando con un mazo o algo parecido. Tenía sed. Era como si le hubieran llenado el estómago de carbón.
Y volvían otros recuerdos. Drake. Había dejado que escapara el chungo psicópata.
Howard le… Bueno, en realidad, Howard no diría gran cosa. Howard sabía que no le convenía atacar a Orc. Nunca.
Pero ¿y Sam? ¿Y Astrid?
Sintió un miedo repentino. Astrid. Drake iría tras ella: la odiaba.
Debería hacer algo. Ir y… y encontrar a Drake. O proteger a Astrid. O algo. Astrid siempre había sido buena con él. Siempre lo había tratado bien, como si no fuera un monstruo. Incluso en la escuela.
De repente, Orc reconoció el lugar donde se encontraba. Era el aula que la escuela usaba para los castigos de después de clase. Astrid iba a veces a darle clase.
La verdad es que Orc siempre prefirió la sala de castigo a volver a casa.
Orc cerró con fuerza los ojos. Necesitaba una botella. Le volvían demasiadas cosas a la mente. Demasiadas imágenes y sentimientos.
Notó un olor horrible y enseguida supo de dónde procedía. Al desmayarse, se le habían relajado los esfínteres. Se había meado encima, y cosas peores.
Yacía en un charco de orina y heces.
Soltó un sollozo y se dio la vuelta para ponerse a gatas. Los pantalones de chándal que llevaba estaban manchados y apestaban.
Ahora tendría que bajar hasta la playa para limpiarse. Tendría que bajar a la playa así, como un monstruo depravado, asqueroso, borracho y apestoso.
Que es lo que era. Lo que siempre había sido.
Y entonces le vino un recuerdo más. Un chaval enfermo. Una señal de stop.
Dios, no. Dios… no.
Orc salió dando tumbos de la habitación, mareado, llorando y odiándose mucho más de lo que nadie podría odiarlo jamás.
Drake recuperó la conciencia. También estaba confuso respecto a dónde se encontraba y por qué.
Tenía las manos atadas detrás de la espalda y la cuerda se le clavaba incómodamente en la carne pastosa de su mano de látigo.
—Desátame —le espetó a Jamal, que dormitaba con la espalda apoyada contra una palmera, con el rifle contra el pecho como si fuera un peluche.
Jamal parecía tener unos seis años cuando estaba dormido.
Drake detectó la cuerda que tenía atada al tobillo y que lo unía al de Jamal. Tiró de ella y Jamal se despertó de golpe.
—Desátame —repitió.
Jamal se le acercó gateando y forcejeó con el nudo hasta que Drake quedó libre.
—¿Dónde estamos? —preguntó Drake.
—Al final de la carretera. Pasado Ralph’s, ¿sabes?
—¿Qué hacemos aquí?
—Tenía que sacar a Brittney de la ciudad —explicó Jamal—. Casi no consigo sacarte de la iglesia antes de que llegara Edilio.
Drake recordó la pelea con Brianna, y sonrió como un loco.
—¿Has rematado a esa brujita flaca?
Jamal se encogió de hombros.
—Le he disparado.
—¿La has rematado?
—No, tío, no lo creo.
Drake se lo quedó mirando fijamente.
—Te dije que te la cargaras.
—¿Eso dijiste? —Jamal se pasó la lengua por los labios—. Vi que decías algo, pero estabas, bueno, cambiando y todo eso. Costaba entenderte.
Drake sabía que mentía. Jamal le había desobedecido. Pero ¿realmente quería que Jamal fuera tan duro como para disparar a una persona indefensa a la cara?
No, necesitaba que Jamal fuera un poco débil. Solo un poco. Aun así…
Drake chasqueó su látigo y azotó a Jamal en la espalda.
El chico gritó y se apartó caminando hacia atrás.
—No me desobedezcas —le advirtió Drake. Entonces sonrió de un modo que esperaba que resultara amigable—. No te he dado muy fuerte. Solo un pequeño recordatorio.
—¡Escuece como si quemara!
—Ya, bueno, pues espabila, Jamal. Y tráeme agua. Tengo sed.
—No tengo agua.
—¡Pues consíguela!
—¿Dónde?
Drake se puso en pie de un salto y miró alrededor. Estaba cerca de la carretera que bajaba desde Coates y se encontraba con la que daba acceso a la ciudad. Intentó recordar si quedaba un poco en la antigua escuela. Tenía que haber algo de agua allí.
O podía volver a la ciudad. Claro que ya estarían preparados para recibirlo. Y para cuando llegara probablemente ya volviera a ser Brittney la cerdita.
Drake sintió que la frustración se agolpaba en su interior. Si solo estuviera él, iría directamente a la ciudad y se cargaría a cualquiera que se interpusiera en su camino. Tal vez no consiguiera derribar a Orc, pero podría agotar a ese estúpido gordo borracho. ¿Y Brianna? Ya podían ponérsela delante.
Si Sam y Caine no estaban allí, nadie podría derribarlo en una pelea. Pero si Brianna tenía el apoyo de unos cuantos chavales de Edilio armados con rifles, pues puede que agarraran a Jamal, y, si lo hacían, podrían atrapar a Drake cuando Brittney la cerdita hiciera su aparición. Y volver a encerrarlo. Y esta vez, cuando Sam volviera, terminaría lo que había empezado.
Había molado un montón, en plan sobrenatural, eso de volver a reconstruirse después de que lo cortaran en tres pedazos. Pero no sabía si podría hacerlo si Sam lo incineraba, si lo quemaba hasta quedar reducido a un montón de cenizas, y luego las arrojaba al océano.
Pensar en esa imagen lo ponía muy nervioso.
Tenía que hallar un modo de librarse de Brittney la cerdita, o seguiría dependiendo de Jamal. Pero ¿cómo iba a conseguirlo? No había nada que hacer. Drake se desesperó durante un instante. Se quedaría así atrapado para siempre.
Pero entonces lo asaltó una débil esperanza. Igual había alguien que pudiera ayudarlo. Había sentido su presencia en la mente. No lo había olvidado.
—Levanta. Nos vamos —ordenó Drake.
—¿Adónde? —preguntó Jamal.
—Vamos a ver… —Iba a decir, «a una amiga», pero «amiga» no era el término adecuado. No era una amiga. Era mucho más—. A mi ama —acabó diciendo, cohibido al mencionar la palabra.
Pero como Jamal no se rio, Drake la repitió, más seguro de sí mismo. Le hacía sentir bien.
—Vamos a ver a mi ama.
Sanjit encontró flores con bastante facilidad. Habían recogido muchas para comérselas, pero, detrás de algunas casas abandonadas, aún quedaban jardines descuidados donde se podía recoger una rosa pequeña, una caléndula o algo así. No sabía realmente qué flores eran. Algunas debían de ser solo hierbajos.
Cuando tenía media docena, pasó a ver cómo estaba Bowie, a quien cuidaba Virtue. Bowie se encontraba mejor. Puede que fuera una mejora permanente, y puede que no. A Sanjit no le gustaba vender la piel del oso antes de cazarlo.
Virtue lo miró fijamente y luego miró las flores que llevaba. Lo observaba como si Sanjit se hubiera vuelto loco.
—¿Y esto qué es?
—¿Esto? —Sanjit contempló el ramo falsamente sorprendido—. Pues creo que igual son flores.
—Ya sé que son flores. ¿Por qué llevas flores?
—Se las llevo a alguien.
—¿A esa chica?
—Sí, Choo. Son para esa chica.
—Deberías mantenerte alejado de ella. Da mucho miedo.
—Pero está buena, ¿eh? ¿No te parece?
Virtue lo miró fijamente.
—¿No sabes que hay cuarentena? ¿Dónde has estado? Se supone que nadie debe salir.
—¿Que hay qué?
—Cuarentena. Hay una epidemia de gripe. Se supone que todo el mundo ha de quedarse dentro de casa.
—Ya he tenido la gripe, vaya cosa —lo desdeñó Sanjit.
—Mira, si hay cuarentena, tendrán sus motivos. Tú no conoces a esta gente: creo que la mayoría están locos. No sabes lo que podrían hacer si te pillan fuera.
—Volveré —aseguró Sanjit con un guiño desenfadado—. A no ser que tenga mucha suerte…
—O te dispare con ese pistolón que tiene…
—Eso también puede ser —admitió Sanjit alegremente.
Dio un golpecito a Bowie en la cabeza y fue a ver cómo estaban los demás.
Entonces salió al exterior, donde lucía el sol.
Las calles de Perdido Beach nunca habían estado precisamente concurridas. No era ni Nueva York ni Bangkok. Pero ahora reinaba un silencio casi absoluto. No se veía ni un alma.
Puede que, a fin de cuentas, Virtue le hubiera dicho la verdad sobre la cuarentena. Pero, a ver, ¿con quién podía estar mejor que con Lana, la curandera?
Sanjit llegó a Clifftop sin ver a nadie.
Abrió las puertas del vestíbulo. Sabía que Lana tenía la mejor habitación del piso más elevado, una habitación con balcón que daba al acantilado, a la playa y al océano.
Se encontró con un pasillo confuso, repleto de puertas. Algunas estaban cerradas, otras las habían derribado de una patada o a golpes para que los chavales pudieran asaltar los minibares.
Encontró la que le pareció que era la puerta adecuada. Se colocó bien la ropa, arregló un poco las flores y llamó. Oyó que Patrick ladraba desde dentro. Y entonces vio que la mirilla se oscurecía: alguien se había acercado a mirar. Sanjit sonrió y saludó.
Oyó murmurar algunos tacos, y entonces:
—Está bien, Patrick, no es más que un idiota.
La puerta se abrió. Lana tenía un cigarrillo colgando de la comisura del labio, y llevaba la pistola en la mano.
—¿Qué? —le espetó a Sanjit.
—Flores —respondió él, y se las tendió.
Lana se quedó mirando el ramo.
—¿Me tomas el pelo?
—Te habría traído caramelos, pero no he encontrado.
—¿Eres retrasado? Hay cuarentena. Se supone que nadie tiene que estar fuera.
Sanjit esperaba que sonriera un poco, pero no descubrió ni el atisbo de una sonrisa. Lo que sí notó fue que el aliento le olía a alcohol. Sin embargo, no parecía borracha: no arrastraba las palabras y en sus ojos se concentraba de manera bastante elocuente la intensidad absoluta de su incredulidad.
—¿Puedo entrar? —preguntó Sanjit.
—¿Entrar? —repitió Lana—. ¿Aquí?
—Sí. ¿Puedo entrar?
Lana parpadeó.
—Vale —dijo, y alzó las cejas, como si estuviera perpleja de que esa palabra hubiera salido de su boca.
Dio un paso atrás y Sanjit entró.
En el pasado, aquella había sido una habitación de hotel estéril y anónima.
Y aun lo era. Lana no había colgado cuadros, ni reunido posesiones preciadas. No había muñecos de peluche en la cama. La habitación estaba sucia, claro, como todas las demás habitaciones de Perdido Beach.
Olía a colillas, a whisky y a perro. Había una escopeta enorme apoyada contra la pared. Patrick parecía casi tan agitado como su dueña: ninguno de los dos estaban acostumbrados a recibir invitados.
En el interior del armario, había un pequeño sol de Sammy; así, si dejaba la puerta abierta, la habitación quedaba iluminada, y si cerraba, quedaba en penumbra.
Sanjit atravesó la sala hasta la puerta de cristal.
—Una vista genial.
—¿Qué quieres?
—Quiero llegar a conocerte —dijo Sanjit.
—¿Por qué?
—Eres interesante.
—Ya —replicó Lana—. Pero no de una manera que te vaya a gustar.
Sanjit se sentó en una silla de escritorio, y dejó las flores sobre el mueble con estanterías que había junto al televisor. Se dio cuenta de que se había pinchado con una espina. Sangraba un poco, una tontería.
—No —negó Lana—. No te voy a curar el pinchazo.
—Bien —dijo Sanjit.
—¿Bien? ¿Por qué bien?
—Porque cuando me cojas la mano, no quiero que sea un trabajo para ti.
—¿Que te coja la mano? —Lana ladró una risa—. ¿Es eso lo que quieres? ¿Que te coja la mano?
—Bueno, llegaríamos a eso. Si nos gustamos.
—Pero no.
Sanjit sonrió.
—Pareces tremendamente segura de eso.
—Me conozco, y te he conocido —afirmó Lana y, tras un suspiro, añadió—: Vale, mira, ya lo pillo. Eres una de esas personas que creen que tienen que ayudar a la gente que está jodida. O igual te atrae la gente peligrosa y desequilibrada. Pero escúchame: yo no soy Edward y tú no eres Bella.
—No sé qué quieres decir…
—No vas a sacar nada de mí, ¿vale? Tú eres un chaval normal y yo soy una rara loca: esa no es realmente la base para el amor auténtico.
—Ah, te crees que soy normal.
—Tu madre y tu padre son estrellas de cine.
—Mi madre era una prostituta adolescente que murió de neumonía tras sufrir hepatitis. Mi padre era uno cualquiera de entre unos mil tipos, si entiendes a lo que me refiero. —Sanjit esbozó una falsa sonrisa desenfadada—. Hasta que me adoptaron, la mitad de cosas que comía eran robadas, y la otra mitad venía de la beneficencia. —Dejó que eso último calara en ella durante un instante—. Ah, ¿y ves esto? —Abrió la boca y señaló un agujero en el que debería haber habido dos muelas—. Un chulo que quería venderme a un viejo de Alemania me dio una buena paliza.
Lana lo miró directamente a los ojos. Sanjit le devolvió la mirada y se negó a apartarla.
Finalmente ella acabó diciendo:
—Vale. Quieres hablar, vale. Hablaré, te meterás lo que te diré en la cabezota y te irás. —Lana se encendió un nuevo cigarrillo, le dio una calada y miró a Sanjit a través del humo—. Subí para matarla. A la gayáfaga. Llevé un tanque de propano hasta allí, lo dejé fluir por el pozo de la mina, y lo único que tenía que hacer era encender una cerilla. Los coyotes me perseguían. Les disparé. Aún podría haber provocado la explosión, pero no lo hice. ¿Es esa la historia que querías?
—¿Es esa la historia que quieres contar?
—La tenía dentro de la cabeza. No pude matarlas: me obligó a arrastrarme hasta ella. A cuatro patas. Como un gusano. Yo me dejé. Me convertí en parte de ella.
Sanjit asintió, porque le parecía que era lo que tenía que hacer.
—Me forzó a disparar a Edilio. Pum.
Lana hizo el gesto con la mano.
—Pero sobrevivió.
—Sam y Caine dieron una buena paliza a la gayáfaga. Me liberaron.
—Y tú salvaste a Edilio. Pero no quieres hablar de ello, ¿verdad?
—Mira, no es maravilloso salvar a alguien a quien acabas de disparar.
—Tú no le disparaste: lo hizo el monstruo. Tú lo curaste. Eso lo hiciste tú.
Los ojos de Lana eran tan penetrantes que casi no podía aguantarle la mirada. Pero lo hizo. La chica buscaba sus puntos débiles. O puede que esperara que se asustara.
—Subiste allí tú sola para matarla —dijo Sanjit.
—Y fracasé.
—Pero lo intentaste. Si fueras un tío, diría que tienes un buen par.
Lana se rio, se contuvo y volvió a reírse. Entonces siguió riéndose, parando, intentando contenerse sin conseguirlo.
—No sé por qué me río —dijo, casi disculpándose, y desde luego perpleja.
Sanjit sonrió.
—No sé por qué me río —volvió a decir.
—Probablemente estás un poco estresada —dijo Sanjit muy seco.
—¿Te parece?
Lana se rio otra vez, y Sanjit se dio cuenta de que de verdad disfrutaba de su risa. No era tonta ni histérica. Era, como todo en aquella chica extraña, astuta y sardónica. Profunda. Hipnótica.
—Ay, tío —dijo ella, serenándose—. ¿Para esto has venido? ¿Porque la risa es la mejor medicina? ¿De eso se trata? ¿Soy tu obra de beneficencia o algo así? ¿Has venido a curar a la curandera con el poder de la risa?
Su cinismo volvía a exhibirse en todo su esplendor.
—No creo que quiera curarte —opinó Sanjit.
—¿Por qué no? —replicó ella—. Quiero decir, no mintamos, ¿eh? Estoy tan jodida como puede estarlo una chica. Soy un monumento a la jodienda. ¿Por qué no quieres curarme? ¡Soy un puto caos!
Sanjit se encogió de hombros.
—No lo sé.
—Crees que estoy tan jodida que será fácil que me enrolle contigo. ¿Es eso? ¿Soy un blanco fácil?
—Lana, llevas pistola y parece que vayas a utilizarla. Tienes un perro. Intentaste matar a un monstruo tú sola. Confía en mí si te digo que nadie, pero nadie, nadie te mira y piensa: «Será fácil».
Lana suspiró, cansada, pero Sanjit no se creyó ni el suspiro ni el cansancio. No. No estaba cansada de él.
Sanjit prosiguió.
—Te he visto. He oído tu voz. He conectado. No es muy complicado. Es que he tenido una sensación…
—¿Una sensación?
Sanjit se encogió de hombros.
—Sí, una sensación. Como que el objetivo de mi vida, desde los callejones de Bangkok, los yates y la isla privada hasta venir aquí como un loco tratando de pilotar un helicóptero, como si todo eso, del nacimiento a aquí, de la A la Z, fuera una especie de gran broma cósmica para conocerte.
—Vale, vale —dijo ella con desdén.
Sanjit esperó.
—El otro día dijiste que era la segunda chica más valiente que habías conocido. ¿Quién fue la primera?
La sonrisa de Sanjit desapareció. Volvió allí en un abrir y cerrar de ojos, al callejón sucio que olía a pescado podrido, curry y orina.
—¿Sabes el chulo que me sacó los dientes? Iba a rematarme —explicó Sanjit—. Para que quedara claro que nadie lo rechazaba, ¿sabes? Tenía un cuchillo. Y yo ya estaba medio muerto. No podía ni moverme. Y había una chica allí. No tengo ni idea de dónde salió. No la había visto antes. Ella, esto…
De repente se dio cuenta, perplejo, de que no podía hablar. Lana esperó hasta que Sanjit volvió a encontrar la voz.
—Se acercó al tipo y le dijo: «No le hagas más daño».
—¿Y te dejó marchar? ¿Así, sin más?
—No precisamente, no precisamente. Era una chica guapa. Igual tenía once, doce años. Así que, ya sabes, un chico de buen aspecto vale algo para un chulo. Pero una chica bonita, bueno, valía mucho más.
—¿Se la llevó?
Sanjit asintió.
—Estuve enfermo una semana, creo. Pensé que me iba a morir. Me arrastré hasta un montón de basura y me… Sea como sea, cuando pude volver a moverme, la busqué. Pero no la encontré.
Los dos se quedaron sentados mirándose. Pasaron un buen rato así.
—Tengo que ir a la ciudad —acabó diciendo Lana—. No parece que consiga curar la gripe esta. Vaya con lo de ser la curandera… Pero al menos puedo enfrentarme con los huesos rotos, las quemaduras habituales y demás.
—Claro —dijo Sanjit, y se puso en pie—. Te dejaré marchar.
—No he dicho que no pudieras venir conmigo. —Lana prácticamente le gruñó.
Sanjit reprimió la sonrisa que estaba deseando cubrirle el rostro.
—Cuando quieras.