QUINCE

37 HORAS, 15 MINUTOS

CERCA —DIJO EL líder de la manada.

—¿Dónde? —preguntó Sam, cansado.

Había sido una noche larga, seguida de una mañana larga de pies cansados y espinillas magulladas.

Estaban en las colinas. Bajaban por la larga ladera hacia la carretera y el lago Evian. Habría sido más fácil subir por la carretera; ahora debían dar toda la vuelta, pero Sam tuvo que ir a ver a Hunter primero.

Para matarlo. Y ahora, si podía, quería encontrar el nido de verdosas y cargárselo.

Volvía a ver las miradas sombrías y preocupadas de los jueces que temía que un día examinaran cada una de sus acciones. Oía sus preguntas.

«¿Qué derecho tenía a quitarle la vida a Hunter, señor Temple? Sí, entendemos que no deseaba que se lo comieran vivo, pero, de todos modos, señor Temple, ¿no entiende que toda vida es sagrada?».

La carretera quedaba justo debajo de ellos, pero no la veían por la presencia de un gran afloramiento rocoso. Sam ya había bajado unas cuantas veces por aquella carretera cuando empezaron a buscar agua. Las suficientes para reproducir mentalmente el lugar.

—La roca está destrozada por ahí abajo: son todo rocas grandes y grietas —explicó—. Es como una cueva poco profunda, pero no se adentra mucho, no creo.

—Serpientes voladoras están aquí —confirmó el líder de la manada—. Ahora matarme, Manos Brillantes.

—¿Cómo sé que no estás mintiendo?

—¿Por qué mentir? —gruñó el líder de la manada.

—Porque eres un asqueroso animal asesino que obedece a la Oscuridad —respondió Sam.

Estaba demasiado cansado y tenía demasiado sueño para mostrarse diplomático.

—La Oscuridad está muerta —intervino Jack.

—No —dijo el líder de la manada.

—No —coincidió Sam, y miró elocuentemente a Jack.

Era la primera confirmación externa de que la gayáfaga aún vivía. Si a eso se lo podía llamar vivir.

Un nuevo bicho dientudo surgió del costado del líder de la manada. El canino se lo quedó mirando, lo atacó y lo mordió. De la cabeza del insecto salió chorreando un líquido negro.

—¿Es esto obra de ella? —preguntó Sam—. ¿Estas cosas son criaturas de la Oscuridad?

—Líder de manada no sabe.

Sam asintió.

—¿Cómo la matamos? A la Oscuridad, quiero decir. ¿Cómo matamos a la gayáfaga?

—Líder de manada no sabe.

Sam suspiró.

—Sí, pues ya somos dos.

Las criaturas se retorcían bajo la piel del líder de la manada. El animal era como una bolsita de plástico llena de gusanos.

—¿Listo? —preguntó Sam.

—Soy líder de manada —dijo el coyote.

Inclinó la cabeza hacia atrás y aulló al cielo.

Sam apuntó con ambas palmas a la bestia justo cuando se le abría la piel.

La luz asesina ardió y el líder de la manada murió al instante.

El pelo le apestaba a chamuscado. La carne crujía como si fuera beicon.

Las criaturas, los insectos, lo que quiera que fueran, salían arrastrándose de las llamas y se hinchaban. Inmutables. Intactos. La luz de Sam los iluminaba y, sin embargo, se mostraban invulnerables.

Sam había utilizado su poder para atravesar cemento, piedra sólida y acero. Era imposible que no pudiera matar a aquellas cosas. Era como si tuvieran un poder mágico al que no afectaba su luz asesina. Como si se hubieran vuelto inmunes a él.

—Jack —pidió Sam—. Coge una roca. Una grande.

Jack se quedó paralizado hasta que Dekka le dio una colleja. Entonces el chico se encaramó a una roca del tamaño de un coche Smart que estaba medio enterrada en la tierra. Jack gruñó por el esfuerzo, pero, al cabo de un rato, con algo de ayuda de Dekka al ir neutralizando la fuerza de la gravedad, la roca se desprendió.

Jack la levantó por encima de su cabeza y la estampó con todas sus fuerzas contra dos bichos que se retorcían, tratando de escapar.

La roca cayó tan bruscamente que hizo temblar el suelo y saltar a Sam.

—Ahora retírala —le ordenó Sam.

Jack obedeció y, con uno de sus empujones, la roca se deslizó sin dificultad.

Debajo había dos bichos muy aplastados. Sus caparazones eran débilmente reflectantes, como si fueran cristales ahumados. Tenían alas cortas pegadas al cuerpo. No se les habían roto las malvadas mandíbulas curvas. Las bocas desgarradoras aún brillaban como cuchillos diminutos.

—Como cucarachas —observó Sam—. Cuesta matarlas, pero no es imposible.

—Sí. Cucas. Hay un par más por ahí —señaló Dekka.

Anuló la gravedad y los dos bichos se elevaron por los aires, pataleando, indefensos.

—Te toca, Jack —indicó Sam.

Dekka dejó actuar la gravedad, la roca se alzó, cayó y se cargó a dos bichos más.

Pero había otros correteando por la ladera.

Animados por el descubrimiento de que sí se podía acabar con aquella criaturas repugnantes, Sam, Dekka y Jack salieron como bólidos tras ellas.

Media docena de monstruos corrían a toda velocidad por la roca y a través de la hierba de los matorrales.

Jack agarró una roca más pequeña y la lanzó con una mano. Alcanzó a uno de los bichos, no a los demás.

—¡Dekka!

—Sí.

La chica alzó las manos. Unos pasos por delante de ellos, tierra, basura y grava empezaron a flotar en el aire. Y otro de los insectos flotaba también. Jack agarró una roca, pero no consiguió liberarla de la tierra en la que estaba medio enterrada: era un afloramiento de algo demasiado grande incluso para su fuerza.

El chico escarbó y se encontró con una roca del tamaño de una cabeza. La arrojó con fuerza, pero no dio al bicho flotante.

—¡Los otros están huyendo! —gritó Sam.

—¿Qué es ese ruido? —preguntó Dekka gritando, e hizo un gesto para indicar a los demás que guardaran silencio.

Los tres chicos se quedaron quietos, escuchando. Era el ruido de un arroyo de montaña bajando por las piedras.

No, de un aleteo.

—¡Verdosas!

Las serpientes voladoras se acercaban formando una nube: salían aceleradas de su guarida, como una nube de murciélagos de una cueva al ponerse el sol.

Eran como dragoncitos, la mayoría de escasos centímetros, aunque había alguna que medía más de treinta. Tenían alas ásperas y agitaban las colas adelante y atrás para mantener una estabilidad aerodinámica muy precaria.

Sam soltó un taco y disparó. Era demasiado tarde para pillarlas por sorpresa. Y un error podría resultar fatal.

Los rayos de luz brillante perforaban la nube que se disponía a atacarlos. Las verdosas se quemaban y caían ardiendo.

Pero ni de lejos bastaba: las verdosas no se retraían.

Dekka anuló la gravedad por debajo del extremo del enjambre que iba a la cabeza, pero eso solo sirvió para desorientar a algunas de las serpientes, que respondieron volando boca abajo o describiendo círculos desenfrenados.

Empezaron a soltar un fluido de un negro verdoso.

Sam recordaba que Hunter le había contado que le había alcanzado la secreción de una verdosa.

—¡No dejéis que os alcancen! —gritó—. ¡Corred!

Correr cuesta arriba les costaría mucho, porque la pendiente era muy empinada. Así que corrieron en ángulo respecto al enjambre, a toda velocidad, impulsados por el pánico. Tropezaron y volvieron a levantarse de un salto, sin prestar atención a las magulladuras y los arañazos que pudieran hacerse.

El enjambre tardó en reaccionar, pero al final lo hizo y revoloteó hacia ellos.

Sam alcanzó la carretera, se tambaleó pero no se cayó, y se dio la vuelta de golpe. El enjambre seguía saliendo de su guarida en la pared de la roca que quedaba más arriba. Sam apuntó rápidamente y disparó.

Los arbustos de la ladera se incendiaron al instante. Las rocas se calentaron y se partieron. Sam recorrió la cueva con su luz, iluminándola, convirtiéndola en una abrasadora boca verde y brillante.

El enjambre estaba perdido: no sabía qué hacer. Se arremolinó en el aire soltando gotitas negras y verdes, como una lluvia del mal que no cayó sobre Sam y los demás, todavía no.

El chico estaba seguro de haber calcinado la cueva, así que dirigió su luz hacia arriba, hacia el enjambre.

Pero fue un error. El ataque a su guarida había confundido a las verdosas, pero al recibir la luz directamente, el enjambre descubrió su objetivo.

Sam apuntó otra vez hacia la pared de la roca, esperando distraerlas. Pero ya era demasiado tarde: las verdosas se acercaban.

—¡Corred, corred!

Dekka corría hacia atrás, anulando la gravedad justo detrás ella. Una nube de grava y tierra se alzó en dirección al enjambre, y eso lo ralentizó.

Entonces Dekka se volvió y siguió corriendo a toda velocidad tras Sam y Jack.

El enjambre pareció perder interés en seguirlos, pero unas pocas persistentes continuaban persiguiéndolos a ellos.

Dekka se cayó bruscamente. Sam se percató de que estaba sin aliento, y volvió corriendo hacia ella. Pero las verdosas fueron más rápidas que él.

Dekka se dio la vuelta y alzó la vista justo cuando una de las verdosas disparaba su fluido. La gota negra le alcanzó en el hombro desnudo. Una segunda gota le alcanzó en los tejanos. Otras gotas cayeron a su alrededor.

Sam disparó, y todas las verdosas que se cernían sobre ellos ardieron.

Dekka se puso en pie de un salto.

—¡Me ha tocado, me ha tocado!

—Quítate los vaqueros —ordenó Sam.

Ella le obedeció. Jack agarró la prenda e inspeccionó cuidadosamente la tela.

—No los ha atravesado.

—El hombro —gimió Dekka—. Ay, Dios mío, me ha tocado. Me ha tocado. Ay, Dios.

—Extiende el brazo, Dekka —le ordenó Sam—. Esto te va a doler.

—¡Hazlo! —Dekka estaba de acuerdo—. ¡Hazlo, hazlo!

Sam formó un rayo estrecho de luz. Con mucho, mucho cuidado, lo fue acercando cada vez más a la mancha negra que Dekka tenía en el hombro.

La chica apretó los dientes. El rayo de luz quemaba y Dekka soltaba gritos de dolor, pero luego exclamaba:

—¡No pares, no pares!

Sam no paró y agarró rápidamente a Dekka cuando casi se desmaya.

—Déjame ver el brazo —pidió el chico.

Había una marca de quemadura en forma de pala en la piel de Dekka. Puede que tuviera un par de centímetros de profundidad y el doble de ancho. La carne estaba cauterizada, así que no había sangre.

—Lo he conseguido —afirmó Sam.

—Eso no lo sabes —dijo Dekka apretando los dientes.

—Lo he conseguido. No te ha tocado en ningún otro sitio. Lo he quemado.

Dekka agarró el cuello de la camiseta de Sam.

—No dejes que pase, Sam.

—No va a pasar, Dekka.

—Escúchame: no dejes que pase, ¿lo entiendes? Si ves que pasa, te encargas de mí. Como con Hunter…

—Dekka…

—Júramelo, Sam. Júramelo por Dios o por tu alma o por lo que sea que creas: júramelo, Sam.

Sam abrió delicadamente la mano.

—No dejaré que pase, Dekka. Te lo juro.

—No salgáis de casa si no es absolutamente necesario —gritó Edilio por el megáfono, gastando valiosísimas pilas.

Albert no quería dárselas. Pero a Edilio no le importaba lo que Albert quisiera o no. Así que bajó caminando por San Pablo, gritando por el megáfono:

—La gripe se propaga y es contagiosa. ¡No salgáis si no es absolutamente necesario! El trabajo se anula hoy. El centro comercial queda cerrado.

La gripe. Ya. Una gripe que te hace sacar las tripas por la boca.

Mientras caminaba por la calle y repetía la advertencia en voz alta, Edilio pensaba en lo irreal que parecía.

Era una epidemia.

El «hospital» estaba lleno. Los chavales que tenían fiebre y tos se habían pasado la mañana arrastrándose hasta él. La enfermedad se extendía como el fuego y Lana resultaba inútil.

No había manera de saber a cuántos mataría.

Puede que a todos a los que se contagiaran.

Puede que a todos, y punto.

—Cuarentena —había dicho Dahra, golpeando el puño contra la palma de la mano—. Tienes que cerrarlo todo.

—Los chavales casi no tienen comida ni agua en sus casas —protestó Edilio.

—¿Te crees que no lo sé? —exclamó Dahra con la voz aguda teñida de pánico—. Si no paramos esta epidemia, ninguno tendrá sed, porque estarán muertos. Como Pookie. Como aquella Jennifer.

Los chicos asomaban la cabeza por la ventana o salían a las calles sombrías, que venía a ser justo lo contrario de lo que Edilio pretendía.

—¡Yo ya he tenido la gripe! —gritaban.

—¡Ya, bueno, pero nadie es inmune! —replicaba Edilio.

—¿Y entonces cómo comeré?

—Creo que pasarás hambre un día. Danos tiempo para organizar las cosas.

—¿Esto es lo de los bichos que te salen del cuerpo?

¿Cómo se había extendido tan rápido la noticia? Todos sabían que Roscoe estaba encerrado. No había teléfonos, ni mensajes de texto, ni correo electrónico, ni nada, y aun así los chavales se enteraban de todo casi al instante.

—No, no, esto no es más que la gripe —decía Edilio, estirando la verdad hasta el punto de que casi se rompía—. Toses y fiebre. Ya ha muerto un chaval, así que haced lo que os pido, ¿vale?

De hecho, habían muerto tres. Pookie, una chica llamada Melissa y Jennifer H. Tres, no uno. Y puede que más: no había manera de saber lo que estaba pasando en cada una de las casas de aquella ciudad fantasma. No tenía sentido que el pánico se extendiera más de lo necesario.

Una muerte debería bastar para captar la atención. Tres muertes, además de los bichos a los que algunos chavales llamaban gusanos y otros «cucas de la tripa», bastarían para crear pánico.

Edilio no tenía ni idea de si la cuarentena se cumpliría, pero haría lo posible para que sus chicos intentaran que se respetara: por lo menos los sheriffs estarían en la calle. Pero ¿qué harían si los chavales decidían ignorarla? ¿Dispararles para salvarlos?

No podía ordenar a la gente que se lavara las manos: nadie tenía agua suficiente en casa. No podía ordenarles que utilizaran gel desinfectante: no les alcanzaba para todos y el que tenían era solamente para el «hospital».

Lo único que podían hacer era pedir a los chavales que se quedaran en casa.

Aunque probablemente ya era demasiado tarde.

Tres muertos. Hasta ahora.

Edilio se acordó de Roscoe, encerrado en la prisión. ¿Se lo estarían comiendo los bichos desde dentro?

Pensó en Brianna. El tacto sanador de Lana la había curado, pero estaba afectada. Asustada.

Pensó en la cosa monstruosa que eran Drake y Brittney.

Pensó en Orc. Nadie lo había visto. Muchos lo habían oído, y había varios coches aplastados que indicaban por dónde había pasado.

Pensó en Howard, que iba por las calles buscando a Orc, que se negaba a abandonarlo, aunque Edilio le había ordenado que buscara algún refugio y se quedara en él.

Y pensó en las dos personas que habían tenido el mismo trabajo que él: Sam y Astrid. A ambos les venció la desesperación cuando intentaron mantener unido a aquel grupo de chavales ante un desastre tras otro. Ambos se alegraron de dejar que Edilio se encargara de ello.

—No me sorprende —murmuró—. ¡No salgáis si no es absolutamente necesario! —siguió gritando, y, ni por primera ni por última vez, deseó haber seguido siendo el fiel compañero de Sam.