37 HORAS, 48 MINUTOS
EDILIO ESPERÓ HASTA la salida del sol para ir a buscar a Roscoe.
Todo fue muy tranquilo. Roscoe no era el tipo de chaval que causara muchos problemas.
—Solo tenemos que llevarte a un lugar seguro —explicó Edilio.
—Para que no se lo contagie a nadie más.
—Sí. Mientras intentaremos descubrir cómo curarte.
—Quiero despedirme de Sinder —dijo Roscoe en voz baja, e inclinó la cabeza para indicar que estaba en su casa.
—Claro, colega. Pero no dejes que te toque, ¿vale? Por si acaso.
Y entonces Roscoe forcejeó un poco, no con Edilio, sino consigo mismo. Tuvo que esforzarse por detener el temblor de sus labios. Por evitar que los ojos se le llenaran de lágrimas.
Edilio lo llevó al ayuntamiento. En un despacho que no utilizaban, había un catre. Edilio se aseguró de que Roscoe tuviera libros para leer. Y una olla tapada donde hacer sus necesidades. En una estantería que había junto a la ventana le dejó una jarra de agua. Y un repollo y un conejo asado.
El conejo era un manjar.
Roscoe dio las gracias a Edilio por ser tan buena persona.
Edilio cerró la puerta y, a continuación, corrió el cerrojo.
* * *
Los pescadores de Quinn habían tenido un buen día. Las barcas estaban razonablemente llenas de pescado, calamares, pulpos y esas cosas raras a las que llamaban murciélagos azules. Esos se los daban a los bichos, a los gusanos de los campos, para que los recolectores pudieran hacer su trabajo sin peligro.
El premio de aquella mañana intensa fue un tiburón de metro y medio de largo. De hecho, en la barca de Quinn ya no cabía nada más por culpa de ese bicho. El chico iba sentado sobre la cola mientras remaba, lo cual resultaba incómodo y acabaría dándole dolor de cabeza. Pero nadie en la barca se quejaba. Pescar un tiburón era como matar dos pájaros de un solo tiro: no solo estaba riquísimo, sino que consumía el poco pescado que quedaba.
—Os diré lo que tenemos que hacer —estaba diciendo Cigar mientras remaba—. Debemos vender los dientes en el centro comercial. Quiero decir, ¿has visto todos esos dientes? Los chavales pagarían un berto por, pongamos, un collar de dientes.
—O igual podrían… este… pegarlos a un palo y hacer un arma puntiaguda —sugirió Elise.
—¿Cuánto crees que pesa? —se preguntó Ben.
—Ah, no mucho —contestó Quinn.
Todos se rieron. Habían necesitado ocho chavales solo para subirlo a la barca de Quinn, y poco les faltó para volcarla.
—Pesa más que Cigar —afirmó Ben.
Cigar se levantó la camiseta andrajosa y mostró un estómago duro, casi cóncavo.
—Hoy en día todo pesa más que yo. Cuando todo esto termine y salgamos de aquí, voy a escribir un libro de dietas. La dieta de la ERA. Primero te comes toda la comida basura que haya. Luego te mueres de hambre. Luego comes alcachofas. Luego te mueres de hambre un poco más. Luego te comes el hámster de alguien. Luego comes solo pescado.
—Te has dejado la parte en que te fríes unas hormigas —le recordó Elise.
—¿Hormigas? Yo comí escarabajos —alardeó Ben.
Se pasaron un rato más así, remando en su barca cargada y jactándose de las cosas horribles que se habían comido.
Quinn se dio cuenta de algo que hacía tiempo que no veía.
—Parad —dijo.
—Ah, ¿el capitán Ahab se ha cansado de remar?
—Tú tienes buena vista, Elise, mira por aquí. —Quinn señaló hacia la barrera, media milla de agua más allá.
—¿Qué? Sigue ahí.
—La barrera no. El agua. Mira el agua.
Los cuatro se pusieron la mano sobre los ojos a modo de visera y aguzaron la mirada en dirección al agua.
—¿Qué? —acabó diciendo Quinn—. ¿No os parece que sopla una brisa por allí? El mar está un poco picado.
—Sí. —Cigar estaba de acuerdo—. Raro, ¿eh?
Quinn asintió, pensativo.
Era algo nuevo. Algo muy raro. Se lo contaría a Albert cuando llegaran a la ciudad.
—Vale, ya vale con eso. Volvamos a los remos.
Las otras barcas los estaban alcanzando. Quinn veía que todas se detenían para contemplar la evidencia clara de que había viento.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Ben.
Quinn se encogió de hombros.
—Como solía decir mi padre, no me pagan para eso. Dejaré que Albert y Astrid lo averigüen. Yo no soy más que un pescador tonto.
—Ah, mira —lo provocó Elise—. Veo un remo que no está empujando nadie.
Quinn se rio. Se sentó como debía, apoyó bien los pies y agarró el remo disponible. Como todos los demás de la flota pesquera, tenía la espalda musculosa.
Estaba contento. Aquella vida lo hacía feliz. El sol, el mar salado, el olor a pescado, el trabajo agotador. Todo aquello lo hacía feliz.
Era sencillo. Era importante.
Quinn pensó en la brisa que soplaba por encima del agua. No había nada siniestro en una brisa agradable. Y, sin embargo, tenía la sensación de que auguraba problemas.
Dahra Baidoo tenía siete casos nuevos de gripe, de modo que ya eran trece en total.
La percusión de toses resonaba por el «hospital».
No había muerto nadie durante la noche. Pero tampoco había mejorado nadie. El tacto de Lana no curaba aquella enfermedad. Lo cual significa que Dahra ya no se limitaba a preocuparse de que los niños estuvieran cómodos hasta que viniera Lana a solucionarlo todo: ahora tenía que intentar entender aquella enfermedad.
Les tomaba la temperatura. Iba dibujando gráficos más o menos precisos que mostraban la evolución de la enfermedad.
Trataba de no pensar en la historia de Jennifer, que seguía defendiendo lo que había contado al llegar: que había visto toser a la otra Jennifer hasta que se mató.
Dahra también intentaba no pensar en lo que supondría que la enfermedad fuese inmune a Lana.
El peor caso que tenía entre manos en aquel momento era el de un chaval llamado Pookie. Dahra se quedó mirando el termómetro que llevaba en la mano sin acabar de creérselo: marcaba 41 grados. Nunca había visto una cifra tan elevada.
Pookie temblaba como si se estuviera congelando. Ya no lograba responder a las preguntas con sensatez. Empezó a hablar con alguien que no estaba allí: decía que no quería ir a la escuela porque no había terminado su redacción.
Y su tos era cada vez más violenta y escandalosa.
La gripe se rio del Tylenol que le administró a Pookie; la fiebre abrasó al chico. Tanto si llegaba a sufrir la tos asesina como si no, se moriría de fiebre si la temperatura aumentaba un poco más. Dahra tenía que hacerla bajar.
El libro sugería un baño helado. Pero era imposible montar algo así. No tenía agua, y ya no digamos hielo. Si Albert no conseguía que trajeran agua pronto, los chavales caerían por la sed; ya no se esperarían a morir de fiebre o víctimas de esa tos extraña.
Dahra tomó una decisión. Ellen estaba allí ayudando, junto con Virtue, uno de los chavales nuevos de la isla. Ojalá tuviera tiempo para hablar con él: los padres de Dahra eran africanos, como el propio Virtue.
—Tenemos que enfriarlo —señaló Dahra—. ¿Virtue? Quédate de guardia aquí, ¿vale? Nos vamos a la playa.
Ellen y Dahra metieron a Pookie en una carretilla y formaron una extraña procesión por San Pablo Avenue hasta la playa.
Atravesar la arena fue la parte dura. Pero acabaron llegando hasta las olas y allí descargaron al chaval enfermo.
El agua lo cubrió. Puede que no fuera un baño helado, pero era lo que más se le acercaba. Dahra pensaba que el agua salada y fría podría eliminar parte del calor del cuerpo de Pookie.
—Eso —indicó Ellen—. Con un poco de suerte él mismo podrá volver caminando.
Dahra se dejó caer en la arena junto a ella.
—Te has enterado de lo de Drake, ¿verdad? —preguntó Ellen.
—¿Que se ha escapado? Sí. No te preocupes. Sam lo cogerá.
Ellen meneó la cabeza.
—Sam está fuera de la ciudad. Albert le ha encargado que vaya a buscar agua. O algo así.
—¿Sam se ha ido? —Dahra miró nerviosa por encima del hombro. No había motivo para que Drake fuera tras ella. Pero Drake no necesitaba motivos—. Todo saldrá bien. Dekka y Brianna y…
Pookie se echó a toser, se dobló en dos, tragó agua de mar y luego tosió tan fuerte que dejó una marca visible en el agua.
—Uala —comentó Ellen.
Pookie se incorporó. Su cabeza colgaba adelante y atrás como una marioneta con un hilo suelto.
Volvió a toser tan violentamente que salió disparado hacia atrás, hacia el agua y salpicó en todas direcciones.
Dahra corrió a levantarlo, pero él ya se había puesto en pie, tambaleándose.
Tosió otra vez, y fue como una explosión. Salió volando hacia atrás. Como si lo hubiera golpeado un coche.
—¡Ay, Dios mío! —exclamó Dahra.
A cuatro patas, Pookie se dio la vuelta, y tosió tan fuerte que levantó arena en el aire. Algo rosa y crudo se desparramó por el cráter de arena.
—¡No, no, no! —gimió Dahra, y se apartó.
Pookie tosió de nuevo, con tanta furia que se levantó por los talones y se dobló otra vez formando una C. Le salía sangre a chorros de la boca y de las orejas.
Sus ojos miraban a Dahra vacíos, sin entender nada.
Y entonces cayó muerto bocabajo, en las olas.
Nadie dijo nada.
Dahra apenas respiraba, y se quedó paralizada durante varios segundos interminables.
Entonces parpadeó.
—¡Ellen, rápido, al agua! ¡Mójate del todo! ¡Frótate con las manos!
Dahra siguió su propio consejo, y se metió hasta sumergirse.
Y cuando salió, gritó:
—¡Ahora apártate del cuerpo de Pookie! Quédate un rato al sol. Hasta que te seques. Creo que la luz del sol mata al virus de la gripe en la piel.
—Ay, Dios mío —dijo Ellen, y se puso pálida—. ¡Ha tosido las tripas!
—¡Haz lo que te digo! Mirando al sol. ¡Tengo que irme!
Dahra atravesó corriendo la playa con el estómago revuelto. El pánico la devoraba.
Vio que Quinn y la flota pesquera se acercaban cansados al muelle del puerto deportivo. Dahra corría tan rápido como podía, agitando las manos por encima de la cabeza para atraer su atención.
Quinn y algunos de los demás la vieron, pero no entendían por qué gritaba. Para cuando alcanzó el muelle, Dahra estaba empapada en sudor.
—¡No, no! ¡No te acerques más! —gritó a Quinn.
—¿Qué pasa…?
—Pookie acaba de morir —dijo Dahra jadeando—. De gripe. Quizás. Pero, por Dios, no te acerques más. De hecho, ni bajéis de las barcas.
—Yo ya he tenido la gripe —explicó Cigar.
—Y Pookie también —replicó Dahra—. Oíd: es contagiosa, y de mala manera.
Quinn hizo señas a su gente para que no se moviera de las barcas.
—¿Y qué vamos a hacer, Dahra? No nos vamos a quedar aquí flotando para siempre.
Dahra suspiró.
—Déjame pensar.
—Tengo que ir a ver mi… —dijo uno de los pescadores.
—¡Cállate, estoy pensando! —gritó Dahra.
Había adquirido gran cantidad de conocimientos médicos desde que estúpidamente se ofreció a llevar el «hospital». Pero eso no la convertía en médico.
Sin embargo, recordaba haber leído algo sobre la gripe. Nada se extendía más rápido. Nada mutaba y se adaptaba más rápido. Lavarse las manos servía para eliminarla, el alcohol, para matarla, y la luz del sol también servía para combatirla, aunque no tanto. Pero en cuanto te entraba en la nariz y los pulmones, podía enloquecer y matarte. Sobre todo si era una cepa nueva.
—Quedaos en las barcas —insistió Dahra—. Seguiremos necesitando comida. Arrojad el pescado al muelle. Haré que Albert envíe a alguien a recogerlo. Luego volved a salir, subid remando por la costa, y acampad.
—¿Acampar? —dijo Quinn.
—¡Sí!
—Lo dices en serio.
—No, lo digo en cachondeo, Quinn —replicó Dahra—. Pookie acaba de echar un pulmón por la boca y ha caído muerto. ¿Entiendes lo que quiero decir? Quiero decir que ha empezado a toser y ha echado los pulmones, de verdad. Ja, ja, ja, es que me troncho.
Quinn dio un paso atrás.
Dahra esperó a que se decidiera. No tenía derecho a dar órdenes, pero ella sabía lo que estaba ocurriendo y los demás, no.
—Vale —acabó diciendo Quinn—. Hay un sitio subiendo por la costa. Dile a Albert que mande a alguien enseguida a por el pescado. Tenemos una buena pesca. Traemos un tiburón.
—Vale, vale.
Dahra ya estaba pensando en lo siguiente que iba a hacer. El virus era el enemigo. Ella era el general en aquella batalla. Pero solo tenía dos cosas en mente: una, que Jennifer B. decía la verdad; y dos, ¿cómo podía evitar contagiarse?