48 HORAS, 54 MINUTOS
PERO ¡QUÉ GUSTO! ¡Qué gusto salir del sótano! Respirar aire puro.
Drake permanecía pegado a la sombra de las casas quemadas, así que el aire fresco olía a cenizas, carbón y plástico chamuscado. Pero era mejor que el moho y el polvo del sótano.
Drake tenía una lista en mente. Sam. Caine. Dekka. Brianna. Ellos morirían primero. Los mataría tan rápido como pudiera.
Ese fue el gran error que había cometido con Sam en la central nuclear. Disfrutaba tanto dándole con el látigo que se tomó su tiempo. Aun sentía un escalofrío de placer recorriéndole el cuerpo al recordarlo.
Pero había tardado demasiado en acabar con Sam… y entonces apareció Brianna.
Esta vez no ocurriría. Esta vez empezaría matando a Sam. Y luego, si lo encontraba, se ocuparía de Caine.
Eso era lo que había que hacer con los raros poderosos. Tenías que matarlos enseguida, atacar con rapidez y sorprenderlos.
Sam, Caine, Dekka, Brianna. Orc y Taylor, también.
Y luego, cuando se los hubiera cargado, se tomaría su tiempo con Astrid. Y aún se entretendría más con Diana.
Drake se rio escandalosamente.
—¿Qué es lo que te hace tanta gracia? —preguntó Jamal.
—Soy Papá Noel, Jamal. Hago una lista, y la repaso dos veces.
Jamal iba unos pasos por detrás de él, cargando su impresionante rifle automático con el brazo bueno. Llevaba el otro brazo en un cabestrillo que se había hecho como había podido. Estaba muerto de miedo, sin duda. Aún sentía el escozor del látigo de Drake. Sí, y lo notaría durante bastante tiempo…
—¿Dónde está Sam? —preguntó Drake a Jamal.
—Albert lo ha mandado a buscar no sé qué al bosque. Está ahí fuera —dijo Jamal haciendo unos gestos poco precisos—. Se supone que no lo sé, pero lo he oído.
Drake se volvió hacia él.
—¿Qué? ¿Sam no está aquí?
Se había perdido muchas cosas, atrapado en ese sótano como un animal…
—Supongo que volverá dentro de un par de días.
Drake soltó varias palabrotas.
—Entonces ¿dónde está Caine?
—Creo que está en una isla donde vivía una gente rica en los viejos tiempos.
La cosa cada vez se estaba poniendo peor.
No, no… Cada vez mejor.
Drake sonrió. Ninguno de los grandes poderes estaba allí para detenerlo. Cambio de planes.
—¿Y Dekka?
Jamal se encogió de hombros.
—No lo sé, tío. No sigo a esa bollera terrorífica por la ciudad.
—Bueno, bueno —le riñó Drake con sorna—. No tenemos que meternos con la gente por lo que es. —Agarró la cara de Jamal con la mano y la estrujó—. Voy a matarla, pero no por lo que es, ¿vale? Voy a asesinarla porque tengo que hacerlo. ¿Te parece bien, Jamal?
Jamal estaba tenso y más tieso que un palo. Gruñó afirmativamente.
—¿Te parece bien asesinar? —insistió Drake, pegando su cara a la de Jamal—. Quiero oírtelo decir.
Vio que la mirada de Jamal se entelaba.
—Sí, sí, Drake.
—Entonces vamos a asesinar a unos cuantos —propuso Drake alegremente, y le soltó la cara.
Recorrió media manzana más, y entonces se detuvo.
—Ahora no… —gruñó. Soltó toda clase de tacos. Pero ya estaba cambiando. Le salían aparatos metálicos en los dientes y su cuerpo esbelto empezaba a volverse regordete—. Viene Brittney —volvió a gruñir—. Pero volveré, Jamal. No te…
Sam, Dekka y Jack pararon para comer a menos de un kilómetro del campamento de Hunter. Un poco de pescado que, a juzgar por el olor, no era demasiado fresco, alcachofas hervidas y un poco de cecina de paloma.
Se habían planteado dormir, pero nadie quería. El horror estaba demasiado reciente. Si se dormían, solo tendrían pesadillas. Y Sam no quería volver a ver a Hunter.
En la oscuridad podían adelantar muy poco, pero todos querían alejarse y terminar con la expedición. Ya no estaban animados. El miedo y el odio los seguían.
Jack iba muy rezagado cuando Sam y Dekka se pusieron a hablar, a matar el tiempo mientras avanzaban despacio, con cautela, a través de arbustos que les llegaban a la cintura. Hablaban, hablaban de cualquier cosa excepto de los llantos tristes de Hunter.
Todo empezó cuando Sam reconoció que sí, que se había insinuado a Taylor, pero aclaró que estaba muy, muy borracho cuando lo hizo. A partir de ahí la conversación derivó hacia su relación con Astrid, de la que no quería hablar. Siempre que pensaba en Astrid sentía dolor y soledad. Lo que había tenido que hacer a Hunter, lo que había ocurrido al cazador, le hacía echar tremendamente de menos a Astrid. Habían pasado tantas cosas juntos… ¿Cuántas veces la había abrazado y le había asegurado que todo saldría bien? ¿Cuántas veces lo había besado Astrid, rodeándolo con los brazos, cuando sabía que se estaba hundiendo en la depresión?
Desde el comienzo, desde el primer día, se habían apoyado el uno en el otro.
No es que no se pelearan nunca. Ambos tenían un carácter fuerte y discutían muchas veces por cosas importantes y por tonterías. Pero las peleas siempre iban a alguna parte: lo hablaban y lo resolvían.
Pero últimamente los separaba una fría distancia. Algo había muerto dentro de Astrid tras la muerte de Mary. Ese día murió una parte de Astrid, y ahora era como si nada le importara lo bastante como para pelearse.
Sam le explicó parte de todo esto a Dekka. Hablaba por pura soledad y necesidad. Pero se sintió incómodo, como si estuviera traicionando a Astrid solo por hablar de ella.
Y lo cierto era que, en gran medida, la raíz del problema entre Astrid y él no era nada tremendo: solo el sexo. Y Sam no podía hablar de ello sin acabar pareciendo más idiota de lo que era capaz de soportar.
Así que trató de derivar la conversación hacia Dekka. Lo cual les llevó a hablar de Brianna. Y Sam no tardó en verse atrapado en una conversación que le resultaba tan incómoda como la de Astrid.
—Sé que tu intención es buena, Sam —estaba diciendo Dekka.
—Lo peor que puede pasar es que Brianna diga: «Ni de coña soy lesbiana».
Sam volvió la vista hacia Jack para asegurarse de que no podía oírlos.
Dekka suspiró.
—No lo entiendes, Sam. Tú crees que solo se trata de eso, de ser sincero. Pero mira, ahora mismo tengo esta flor pequeña, diminuta de esperanza, ¿vale? No es mucho, pero a eso me aferro. Yo no… no puedo soportar que me mire y se ría. O que ponga mala cara y le dé asco. Porque entonces no tendré nada.
Era el discurso más largo que había oído decir nunca a Dekka.
—Ya —dijo él—. Ya lo pillo.
Y deseó fervientemente no haber abierto nunca la boca.
Se oyó un ruido en los arbustos, a un lado.
—¿Eres tú, Jack? —llamó Sam.
—Estoy aquí —respondió Jack en la dirección totalmente opuesta—. Estoy… Estoy meando.
Sam se detuvo. Le hizo un gesto a Dekka para que se protegiera los ojos, y entonces lanzó una bola de fuego al aire, un sol de Sammy. Los arbustos se convirtieron en un espacio fantasmal teñido de verde.
Junto al sendero, un coyote se estremeció bajo la luz, pero no salió huyendo. Gruñó, mostró los dientes y se agachó para saltar.
Dekka reaccionó más deprisa que Sam. El coyote quedó flotando unos cuantos metros por encima del suelo, incapaz de patalear y saltar.
Era una imagen extraña, la de ese coyote sarnoso y amarillo como el polvo retorciéndose y aullando en el aire. Pero al final el animal acabó relajando los músculos.
—¿Por qué nos atacas? —preguntó Sam—. ¿Sabe el líder de la manada que intentas matar a humanos?
—Yo líder de manada —respondió el coyote con su extraña voz ahogada.
Sam se le acercó. Los humanos no eran las únicas criaturas que habían evolucionado en el universo sin ley de la ERA. Una de las primeras fueron los coyotes que servían a la gayáfaga. Algunas mutaron, y sus lenguas más cortas y hocicos más planos les permitían hablar, aunque fuera de mala manera.
—Mira —dijo Jack mientras se le acercaba con el dedo extendido—. Él también tiene.
Sam rodeó con cautela al líder de la manada para ver el otro lado. Le salían mandíbulas de insecto del pelaje enmarañado. Había dos, puede que tres.
—Venido para cazador matarme —dijo el líder de la manada.
Sam sabía que no era el líder de la manada original: Lana lo mató. Pero no sabía si el que tenía delante era el segundo coyote que ostentaba el título o algún otro. En cualquier caso, este hablaba un poco mejor que el primer líder.
—Hunter está muerto —dijo Sam.
—Tú matar.
—Sí.
—Tú matarme, Manos Brillantes.
Sam no sentía ninguna pena por el coyote. Los coyotes participaron en la masacre de la plaza de la ciudad. Los dientes de los coyotes habían desgarrado hasta tal punto algunos de los cuerpos que estaban enterrados en el cementerio que quedaron irreconocibles.
—¿Las serpientes voladoras han hecho esto? —preguntó Sam, señalando esos parásitos horribles.
—Sí.
—¿Dónde están?
Del fondo de la garganta del líder de la manada surgió uno de los gruñidos típicos de los coyotes.
—No palabras.
—Entonces muéstranos —dijo Sam—. Llévanos.
—¿Luego matarme?
—Luego te quemaré.
Al principio Brittney estaba confundida. Se preguntaba si estaba soñando. Soñando con aire fresco y frío, y el cielo extendido sobre su cabeza.
Pero no, no estaba en el sótano.
¡Drake había escapado!
Tenía que hacer algo. Tenía que alertar a alguien. Aunque eso significara volver al sótano. Si Drake andaba suelto, haría daño.
Pero estar encerrada de nuevo… Claro que tal vez podía disfrutar de un instante de libertad. Solo un instante.
Entonces se dio cuenta de que no estaba sola.
—¿Quién eres tú?
—Jamal. Yo… trabajo para Albert, más o menos. Soy una especie de guardaespaldas.
El chico estaba tieso, rígido, y agarraba la culata del rifle con demasiada fuerza. Se había hecho daño en el otro brazo.
—¿Qué haces aquí, Jamal? ¿Has venido a atrapar a Drake? —Entonces se fijó en que el chico llevaba varios metros de cuerda enroscados y colgados del cinturón—. No creo que puedas atarlo. Es muy peligroso.
—Ya lo sé —dijo Jamal, soltando la cuerda.
De repente, Brittney entendió qué hacía Jamal allí, y salió como una flecha.
Jamal corrió tras ella.
—¡No corras o tendré que dispararte! —gritó Jamal.
El chico era más rápido que ella. Todo el mundo era más rápido que Brittney. Pero Jamal manipulaba la cuerda con una sola mano, y debía deslizar el arma por encima del hombro. Lo único que tenía que hacer Brittney era correr.
La chica entró en la plaza. No sabía lo que estaba buscando, no conscientemente. Pero se puso a subir los escalones de piedra hacia la iglesia en ruinas.
Jamal la alcanzó, la agarró del pelo y tiró de ella. Las piernas de Brittney resbalaron y la chica cayó bruscamente de espaldas y se golpeó contra el granito puntiagudo.
Pero Brittney ya no sentía dolor. Hacía tiempo que no.
Jamal trató de ponerse a horcajadas por encima de ella, pero tropezó con la soga y Brittney lo apartó.
—¡Para! —gritó Jamal.
Ella bajó un par de escalones, se puso en pie y arremetió contra él. Lo derribó a un lado y luego salió corriendo.
Hacía tiempo que el techo de la iglesia se había hundido. Pero había quedado un camino despejado hacia el interior. Habían vuelto a levantar la cruz: estaba inclinada, pero allí seguía, plateada bajo la luz de la luna.
Brittney corrió hacia la cruz, tropezó con los escombros y se golpeó contra un banco.
Sin dejar de soltar tacos, Jamal no tardó en alcanzarla. Trató de agarrarla, inmovilizó las manos que no paraban de golpearlo y le pasó la soga alrededor del cuerpo.
—¡No, no, no! —gritaba Brittney.
Jamal le dio un puñetazo en un lado de la cabeza.
La chica parpadeó y le devolvió el golpe. Pataleaba y agitaba los brazos y pegaba tan fuerte como podía desde el banco debajo del cual se había escondido. Y Jamal le devolvía los golpes con saña.
Pero él aún notaba el dolor. De repente retrocedió, con la mirada enloquecida y el rostro bañado en sudor, y le apuntó con el rifle.
—No quiero dispararte —suplicó Jamal.
—No puedes matarme —le recordó Brittney, y se puso en pie con esfuerzo.
—Ya lo sé. Drake me ha dicho que dirías eso. Pero puedo volarte la cara y entonces no te recuperarías enseguida. Eso ha dicho. Me ha ordenado que te disparara a la cara y te atara.
—Ojalá pudieras matarme —dijo Brittney, y entonces, en voz alta, intentando alcanzar el cielo, exclamó—: ¡Dios, estoy en tu casa! ¡Estoy en la casa del Señor suplicándote la muerte!
—Deja al menos que te ate, ¿vale? —suplicó Jamal—. Me azotará si no lo hago.
Le corrían lágrimas por la cara y Brittney sintió lástima por él. Ambos estaban atados a Drake, no podían escapar de él.
Jamal le apuntó con el arma a la cara.
—No lo hagas —pidió Brittney—. Tenemos que enfrentarnos a Drake, tenemos que buscar ayuda. Sam… Tiene que quemar a Drake hasta que solo queden cenizas, y repartirlas por el océano.
—Por favor, no me obligues a hacerlo… —suplicó Jamal.
—¡Ayuda! ¡Que al…! —gritó Brittney.
Orc corrió hasta cansarse. No duró mucho. Estaba borracho y deshidratado. Más débil de lo que tendría que estar. Se cansaba más fácilmente.
Pero la desesperación lo hacía continuar, tambaleándose y llorando y aullando de rabia a través de la noche.
—¡Nunca quise ser guardián! —gritaba a las casas cerradas y oscuras—. ¿Lo oís todos? ¡No pedí ser guardián de la prisión!
Se balanceaba adelante y atrás, con sus grandes puños de dedos de piedra apretados.
—Nadie quiere hablar conmigo, ¿eh?
Atravesó el techo de un coche con el brazo. Hacía tiempo que habían roto la ventanilla del conductor para abrir la puerta y registrar así el coche. El maletero también estaba abierto y rebotó con el golpe que Orc asestó al vehículo.
—Necesito otra botella —murmuró. Y entonces, a voces, les gritó a las ventanas oscuras y a las puertas cerradas—: ¡Quiero una botella! ¡Que alguien me dé una botella para que no le haga daño a nadie!
No hubo respuesta.
Las calles estaban en silencio.
Se puso a llorar otra vez y se secó furioso las lágrimas. Echó a correr de nuevo, corrió a lo largo de una manzana hasta detenerse, jadeando y a punto de caerse.
Entonces vio al chico. Un chaval. Debía de tener ocho, nueve, diez años; costaba saberlo. El muchacho caminaba inclinado, aguantándose el estómago. Se paraba cada pocos pasos y tosía y luego gemía del dolor.
—¡Oye, oye! —gritó Orc—. ¡Tú! ¡Ve a buscarme una buella! —En vez de decir «botella» le salió «buella».
El chico enfermo parpadeó y entonces pareció fijarse en el monstruo que estaba en la calle, unos pasos por delante de él. Se agarró a una señal de stop para evitar derrumbarse.
—Oye, tú, chaval, te estoy hablando.
El chico trató de hablar, pero se echó a toser. Tosió y gimió varias veces, y acabó sentándose en el suelo.
Orc se dirigió hacia él dando zancadas.
—¿Me estás ic… eh… ig… ignorando?
El chico meneó la cabeza débilmente. Hizo un gesto con la mano para señalarse la garganta e intentó hablar, pero no pudo.
—No quiero que… —empezó Orc, pero perdió el hilo de lo que iba a decir—. Tráeme ya la buella…
El chico tosió a Orc en la cara.
El gigante le golpeó con el dorso de la mano y el muchacho se dio tan fuerte con el poste que el impacto sonó. Luego cayó de espaldas en la acera.
Orc se lo quedó mirando como un idiota, esperando que se echara a llorar. Pero el chico no se movía. Ya no tosía.
Orc sintió que le corría agua helada por las venas.
—No quería… —empezó a decir.
Miró alrededor, preso de una abrumadora culpa repentina. Nadie lo había visto.
Trató de inclinarse para tocar al chico con un dedo, pero le subió la sangre a la cabeza y estuvo a punto de desmayarse.
—Es igual —dijo hoscamente, y continuó avanzando en la noche.
Ahora ya más tranquilo.