DIEZ

52 HORAS, 37 MINUTOS

—¿POR QUÉ TENEMOS que salir de la ciudad a escondidas en plena noche? —gruñó Jack—. Estoy tropezando con todo.

Jack, Sam, Dekka y Taylor habían cruzado la carretera y, tras dejar atrás la gasolinera, se disponían a subir por la colina. La luz plateada de la luna alcanzaba la hierba alta y seca, pero no llegaba a iluminar las rocas más pequeñas que sobresalían a través de la tierra polvorienta con las que todos tropezaban y caían de cuatro patas en el suelo como un atajo de idiotas.

Jack no estaba interesado en dar un paseo largo y peligroso. Sobre todo de noche. O, ya puestos, de día. Lo que quería era quedarse en la cama. Quedarse echado en la cama y leer.

Tenía una montaña de libros. Era lo único que podía hacer. No había internet. No había ordenadores. Ni siquiera electricidad.

Claro que era culpa suya. Culpa suya por haberse dejado convencer por Caine y sobre todo por aquella bruja, Diana.

Le costaba mucho decir que no a las chicas. Sobre todo a Brianna, que parecía capaz de conseguir que hiciera siempre lo que ella quería.

Porque como vivía con él, era como si salieran juntos. Aunque en realidad no hacían nada. No se enrollaban ni nada. Eso no pasaba.

Jack se había planteado seriamente preguntar a Brianna si se enrollaría con él. Era mona. Le gustaba. Y le parecía que a ella también. Cuidaron el uno del otro cuando se extendió la gripe.

Pero… entonces Jack se dio cuenta de que Sam no le había respondido.

—¿Por qué tenemos que salir a escondidas en plena noche? —repitió Jack.

—Ya te lo he explicado —replicó Sam—. Si no me escuchas…

Taylor metió baza:

—Porque si no, Astrid ya encontraría el modo de detenerlo. —E imitando la voz de Astrid, pero añadiéndole un tono tenso, acerado y condescendiente, agregó—: Sam, soy la chica más lista y guapa del mundo. Así que haz lo que te diga. Buen chico. ¡Baja, chico, baja!

Sam permanecía callado, avanzando sin parar, adelantado unos pocos metros.

Taylor prosiguió:

—Ay, Sam, si pudieras ser tan súper listo y tan santito como yo. Si pudieras darte cuenta de que nunca serás lo bastante bueno para tenerme, para tener a la maravillosa Astrid, la genio rubia.

—Sam, ¿puedo dispararle ahora? —preguntó Dekka—. ¿O es demasiado pronto?

—Espérate hasta que hayamos pasado al otro lado de la cadena —contestó Sam—. Amortiguará el ruido.

—Lo siento, Dekka —dijo Taylor—. Sé que no te gusta hablar de cosas de chicos y chicas.

—Taylor… —le advirtió Sam.

—¿Sí, Sam?

—Igual deberías plantearte lo difícil que te resultaría caminar si alguien fuera eliminando la gravedad bajo tus pies cada dos por tres.

—Me pregunto quién haría eso… —dijo Dekka.

De repente Taylor se cayó de bruces.

—¡Me has hecho caer! —exclamó Taylor, más sorprendida que enfadada.

—¿Yo? —Dekka abrió las manos con un gesto de inocencia nada convincente—. Oye, yo ya estoy aquí.

—Lo único que digo es que ya puedes imaginarte que eso alargaría bastante una caminata ya de por sí muy larga —explicó Sam.

—Chicos, no sois nada divertidos —gruñó Taylor.

Y al instante saltó, se plantó detrás de Sam y le agarró el trasero.

Él gritó: «¡Oye!», y la chica se fue de un salto como si no hubiera hecho nada.

—En respuesta a tu pregunta, Jack —continuó Sam—, salimos a escondidas para que la gente no sepa ni que nos hemos ido, ni tampoco el motivo. No tardarán en averiguarlo, pero Edilio tendrá que poner a más chavales en las calles si no estoy allí para hacer de gran lobo malvado. Será más estrés para todos.

—Ah —dijo Jack.

—El gran lobo malvado —repitió Taylor, y se rio—. Oye, cuando te imaginas esa fantasía, ¿Astrid es Caperucita Roja o uno de los tres cerditos?

—Dekka —dijo Sam.

—¡Ah, demasiado lenta!

De repente, Taylor se colocó más de seis metros por detrás de Dekka.

Habían alcanzado la cima de la montaña. Los árboles comenzaban en el valle posterior y se extendían hasta la siguiente colina. El valle pequeño tendía a retener las brisas húmedas que soplaban junto al océano… cuando había brisas, y lo atravesaba un riachuelo, que al verse separado de los picos nevados que se elevaban al otro lado de la barrera casi se había secado.

—Procurad no hacer demasiado ruido, ¿vale, chicos? Puede que Hunter esté cazando. Si nos acercamos pisando fuerte asustaremos a su presa.

—Así que no te caigas más, Jack —se burló Taylor.

Se oyó un ruido, un gemido, procedente de los árboles que quedaban cuesta abajo.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Jack.

Volvieron a oírlo. Era un grito de desesperación absoluta.

Jack esperaba que Sam echara a correr. Pero Sam respiró hondo y dijo en voz baja:

—Chicos, no creo que tengáis que ver esto.

—¿Ver el qué?

Sam salió disparado cuesta abajo. No les pidió que lo acompañaran. Pero tampoco les ordenó que no lo hicieran. Así que lo siguieron.

En cuanto se encontró sumergido en la oscuridad absoluta que reinaba bajo los árboles, Sam recurrió a sus poderes para convertir una de sus manos en un haz de luz verde pálido. Así resultaba más fácil ver los árboles, pero todo lo que veía parecía salido de una pesadilla.

—¿Hunter? —gritó Sam.

—¡No te acerques!

La voz de Hunter estaba traspasada por la tristeza y se oía mucho más cerca de lo que Jack se esperaba.

Siguieron el sonido de su voz. Se acercaron más, y lo oyeron llorar. No era el lloro de un chico mayor, sino de un niño pequeño. Sollozos intensos y convulsivos.

Sam volvió a decir:

—Chicos, quedaos atrás. No tenéis por qué ver esto.

Pero volvieron a ignorarlo. Jack no, al menos al principio, pero Dekka sí. Ella avanzaba porque era valiente y quería ayudar, incluso pensaba que sabía lo que se encontraría. Taylor se acercaba porque era curiosa y quería verlo, y Jack no tenía intención de quedarse solo en la oscuridad absoluta.

Hunter estaba incorporándose en mitad de un campamento muy cuidado: las brasas de un fuego que se apagaba aún brillaban y tenía una tienda pequeña, una estantería improvisada de palitos y enredaderas de las que colgaban una sartén, un cazo y un plato.

El cuerpo de Hunter se retorcía de arriba abajo.

Le faltaba una parte de la cabeza. Una criatura, una mezcla monstruosa de insecto y anguila, le sobresalía del hombro. Y mientras los demás permanecían inmóviles, horrorizados, mordía ferozmente la carne de Hunter.

Taylor desapareció de repente.

Dekka adoptó una expresión muy seria, y se le humedecieron los ojos.

—He intentado… —empezó Hunter. Levantó las manos, e hizo como si las presionara contra su cabeza—. No ha funcionado.

—Yo puedo hacerlo —dijo Sam en voz baja.

—Lo sé.

—Es porque maté a Harry. Dios tiene que castigarme. He intentado ser bueno, pero soy malo.

—No, Hunter —dijo Sam delicadamente—. Ya pagaste por lo que pasó. Alimentabas a los chavales. Eres un buen tipo.

—Soy un buen cazador.

—El mejor.

—No sé qué esta pasando. ¿Qué está pasando, Sam?

—No es más que esta ERA, Hunter —le explicó Sam.

—¿Podrán encontrarme aquí los ángeles para que pueda ir al cielo?

Sam no respondió. Fue Dekka quien habló:

—¿Recuerdas alguna oración, Hunter?

La criatura parecida a un insecto había salido casi completamente del hombro de Hunter. Las patas empezaban a resultar visibles. Tenía las alas dobladas, pegadas al cuerpo. Parecía una hormiga gigante, o una avispa, pero de plata y latón, y estaba cubierta por una capa de baba.

Salía como un pollo de un cascarón. Nacía. Y al nacer, se alimentaba del cuerpo entumecido del chico.

Las sacudidas bajo la camiseta de Hunter indicaban que aún salían más larvas.

—¿Recuerdas: «Y ahora me pongo a dormir»? —preguntó Dekka.

—Ahora me pongo a dormir —dijo Hunter—. Ruego a Dios guarde mi alma.

Sam alzó las manos, con las palmas hacia fuera.

—Si muriera…

Dos rayos de luz alcanzaron a Hunter en el pecho y la cara. Se le incendió la camiseta. Se le fundió la carne. Murió antes de poder sentir nada.

Sam le recorrió el cuerpo con la luz. El olor era nauseabundo. Jack quería apartar la vista, pero ¿cómo podría?

La oscuridad se impuso de repente cuando Sam puso fin a la luz y dejó caer las manos a los lados.

Todos se quedaron allí de pie, en la oscuridad. Jack respiraba por la boca, intentando no oler la carne quemada.

Y oyeron un ruido. Muchos ruidos.

Sam alzó las manos y una luz pálida brilló.

Hunter había desaparecido del todo.

Pero las cosas que estaban en su interior seguían allí.

Llamó tan suavemente a la puerta que Diana casi no lo oyó.

La chica respiró entrecortadamente. Había acudido. Imaginaba que lo haría.

—¿Quién es? —preguntó Diana.

—Sam —dijo Caine.

Ella abrió la puerta. Estaba apoyado contra el marco. Su lenguaje corporal y la expresión de su rostro no eran los de alguien feliz.

—Qué gracioso —dijo Diana.

Caine la empujó para entrar.

—Cierra la puerta —ordenó—. Bug: si estás aquí dentro y te pillo, te mataré. Antes de que cuente hasta diez te quiero fuera.

Caine y Diana esperaron y observaron la puerta. No se abrió.

—No creo que esté aquí —opinó Diana—. Normalmente puedo olerlo.

Se quedaron separados, algo incómodos. Como extraños. Diana se dio cuenta de que Caine se había bañado y peinado. Normalmente iba tan arreglado como las circunstancias lo permitían. Pero había hecho un esfuerzo especial.

Ella había decidido no ponerse nada en especial. No se trataba de ir con lencería o algo así. Llevaba tejanos y una blusa. Iba descalza. Y sin maquillar.

—Quieres que sea Sam —afirmó Caine—. Pero no soy Sam. Soy yo.

—No quiero que seas Sam…

—No quieres que yo sea yo…

Diana lo examinó. Era guapo, sin duda. Cruel. Inteligente.

—Hay más de un tú, Caine —acabó diciendo Diana.

Él parpadeó.

—¿Qué quieres decir?

—Que no eres Drake.

Caine desdeñó su comentario y su rostro mostró asco.

—Drake es un chungo enfermo. Yo solo hago lo que tengo que hacer. No me pone. Él es un psicópata. Yo soy… —Buscó la palabra adecuada—. Ambicioso.

Diana se rio. No se burlaba: era una risa de auténtica sorpresa.

—¿Qué? ¡Soy ambicioso! —replicó Caine.

—Esa es una manera de llamarlo. Sediento de poder. Dominante. Un matón.

—No se me da bien recibir órdenes.

Diana sonrió.

—No, en absoluto.

Ambos se quedaron callados. Diana lo miró y él bajó la vista.

—Pero aceptaste recibir órdenes. De la Oscuridad, Caine.

Caine se puso rojo de furia y se dispuso a marcharse. Caminó rápidamente hacia la puerta, pero se detuvo antes de alcanzar el pomo.

—No hay luz en Perdido Beach porque recibiste órdenes —le recordó Diana.

—¿Quién fue quien enterró esa cosa en el pozo de la mina? —rugió Caine.

—Tú.

—Sí. Y salvé a Sam.

—Sí. Y al cabo de poco nos volvimos caníbales.

—Ahora tenemos comida. Mucha.

Caine se volvió hacia Diana, dispuesto a tocarla, pero esta vez se apartó ella. Se dirigió hacia la ventana. La luna falsa se estaba poniendo. Pintaba manchitas plateadas en las colinas lejanas.

—Fue demasiado —dijo Diana, casi para sí—. Todo lo demás lo acepté. La violencia. Las batallas. Lo que hicimos a Andrew y lo que tú hiciste a Chunk. Y todo lo demás. Quiero decir, como que me marcó, ¿sabes?

Caine no respondió.

—Dentro. En el corazón. En el alma. —Se rio de sí misma—. El alma de Diana Ladris. Ya.

—Estábamos en un momento bajo.

—¿Te parece? —replicó Diana mirando a Caine por encima del hombro, recuperando parte de su actitud burlona habitual—. ¿Comer carne humana, eso fue un momento bajo?

—No tuvimos…

—Vamos, cállate.

Diana se apartó de la ventana. Tenía lágrimas en los ojos y no quería que Caine las viera. Lo último que deseaba era parecer débil.

Pero entonces las vio. La sorpresa que se adueñó del rostro del chico casi la hizo reír.

—Toda la vida he sido una chica dura —explicó Diana—. Y ya me parecía bien. La gente decía: «Diana es una perra. Diana es una buscona. Diana es mala». Todo eso lo asumía porque supongo que básicamente era cierto. Pero ahora me mirarán y dirán: «Diana es una caníbal». ¿Y cómo viviré con eso? —De repente estaba gritando.

—¿Quién es esa gente que te preocupa? ¿Penny? ¿Bug?

—¿Y si salimos? ¡La gente, la gente! —Diana dudó—. Y Dios. —Bajó la voz hasta susurrar—. Y mis hijos. Algún día.

—¿Hijos?

La mirada de confusión y consternación de Caine finalmente consiguió arrancarle una risa.

—Sí. Algún día. Podría pasar. Eso es: puede que llegue el día en que tenga un bebé. Puede que incluso más de uno.

—Esto… —murmuró Caine.

Hizo un gesto vago con las manos. Intentó decir algo varias veces. Pero no lo consiguió.

—¿Me quieres? —preguntó Diana.

Caine abrió mucho los ojos. Lo veía incluso parpadear. Como un animal sorprendido. Como un conejo que acabara de oír a un zorro.

—Se responde con un sí o con un no —dijo Diana, mordaz—. Pero aceptaré un gesto con la cabeza, o un gruñido incoherente.

—Yo… yo no sé qué quieres decir con eso —dijo Caine de manera poco convincente.

—Cuando salté del acantilado, me salvaste, aunque para ello tuviste que dejar escapar a Sanjit y a los demás.

—No me diste elección —afirmó, malhumorado.

—Sí la tenías. Querías destruirlos.

—Vale…

—¿Por qué elegiste eso?

Caine tragó saliva, y debió de notar que tenía las palmas sudadas, porque se las restregó a los lados.

Diana se dirigió hacia la puerta. La abrió y dijo:

—Vete. Vuelve cuando hayas decidido tu respuesta.

—Pero…

—Vamos: no va a pasar. Esta noche no.

Caine salió al pasillo.

Diana se desvistió y se metió bajo las sábanas. Entonces golpeó las almohadas con los puños hasta que salieron plumas volando.