CINCO DÍAS MÁS TARDE

HABÍA PASADO MUCHO tiempo desde la última vez que hubo tantos chavales llenando la plaza. No estaban todos, pero sí la mayoría. Desde lo alto de los escalones, Sam veía algunos rostros temerosos, otros felices, y, por supuesto, como ocurre siempre que se reúne un grupo de chavales, estaban también los que se limitaban a jugar.

Sam pensó que era positivo que hubieran mantenido intacta la capacidad de encontrar alguna pequeña alegría a la que aferrarse.

El cementerio había crecido terriblemente. Pero por fin la gripe se había extinguido. Hacía cuarenta y ocho horas que no había ningún caso.

Nadie lo celebraba, nadie se relajaba, pero por fin parecía que la gripe mortal había seguido su curso.

Sam lanzó una mirada furtiva a su hermano. Caine parecía seguro de sí mismo, desde luego más seguro de lo que él se sentía. Tristemente, también pensó que lo de autoproclamarse rey le había sentado bien. Iba impecablemente vestido, con pantalones grises, camisa azul celeste y un blazer azul marino. ¿Cómo lo había conseguido?

El resto de su «corte» no iba ni de lejos tan bien arreglada, pero, a pesar de ello, tenía mejor aspecto que Sam o su gente.

Diana, Penny, Turk y Taylor se habían situado de pie detrás de Caine.

Sam estaba con Dekka, que tenía muy poco de la intrépida e intimidante Dekka de siempre. Su cuerpo estaba muy débil —aún no se había recuperado— y su espíritu todavía más.

Incapaz de quedarse totalmente quieta, Brianna aguardaba ahí de pie sin parar de vibrar. Parecía alterada y enfadada, y desde luego se negaba a mirar a Dekka a los ojos.

Jack fue una sorpresa para Sam: le sorprendió que se molestara en vestirse bien y se acordara de presentarse. Jack estaba creciendo, había crecido, como persona.

Edilio estaba sentado en una silla plegable. Aún era como si estuviera a las puertas de la muerte, pero la tos había desaparecido, le había bajado la fiebre, y se le veía decidido.

La ausencia más notable era la de Astrid. Tendría que haber estado allí. Sam la buscó con la mirada entre la multitud, pero nadie la había visto. Los cotillas decían que se había mudado a un apartamento pequeño, en el límite de la ciudad. Otros aseguraban que la habían visto cruzando la carretera hacia Stefano Rey.

Sam esperaba que apareciera para la Gran Ruptura, que era como Howard había bautizado a aquella ceremonia extraña. Pero no se la veía por ninguna parte. Y ahora los amigos de Sam procuraban no mencionar su nombre.

Toto estaba ahí de pie, torpe, incómodo, agitado, entre los dos campos separados.

—Creo que todos están aquí —anunció Caine.

—No se lo cree —dijo Toto.

Caine sonrió, indulgente.

—Me parece que han venido todos los que probablemente vendrán.

—Es verdad —repuso Toto.

—Sí —dijo Sam.

Tenía la boca seca. Estaba nervioso. No debería importarle. La verdad era que nunca había querido ser líder, y aún menos un líder popular.

Caine alzó una mano para indicar que había llegado la hora y pedir silencio.

—Todos sabéis por qué estamos aquí —dijo con una voz fina y contundente—. Tanto Sam como yo queremos la paz…

—No es verdad —dijo Toto.

Los ojos de Caine brillaron con furia, pero se obligó a sonreír.

—Toto, para quienes no lo conozcáis, es un raro con el poder de distinguir la verdad de la mentira.

—Es verdad —dijo Toto.

—Así que… vale… dejadme empezar otra vez —pidió Caine—. Sam y yo no nos gustamos. A mi gente no le gusta su gente, y su gente piensa lo mismo de nosotros.

Hizo una pausa para mirar a Toto.

El chico asintió y dijo:

—Él cree que es así.

—Sí que lo creo —afirmó Caine muy seco—. Tenemos visiones distintas del futuro. Sam quiere que todos se muden a su lago. Yo quiero quedarme aquí en Perdido Beach.

La multitud estaba muy silenciosa, Sam estaba tan irritado como aliviado de que fuera Caine el único que hablara.

—Sam y yo también tenemos ideas distintas sobre el liderazgo. Sam cree que es una carga. ¿Y yo? Creo que es una oportunidad.

—Él… él cree que es así —dijo Toto, pero fruncía el ceño, puede que porque percibiera en las palabras de Caine algo que no era ni verdad ni mentira.

—Hoy, cada uno de vosotros tomará una decisión —continuó Caine—. Irse con Sam o quedarse aquí. No intentaré detener a nadie, y tampoco se lo tendré en cuenta a nadie. —Se llevó la mano al corazón—. Dejadme que sea muy claro con los que decidan quedarse: yo estaré al mando. No como alcalde, sino como rey. Mi palabra será la ley. Mis decisiones serán definitivas.

Los últimos comentarios provocaron algunos murmullos, la mayoría de descontento.

—Pero también haré todo lo que pueda para dejar que todos viváis en paz. Quinn, si decide quedarse, podrá seguir pescando. Albert, si decide quedarse, podrá seguir administrando su negocio. Los raros y los normales serán tratados como iguales.

Parecía que iba a añadir algo más, pero se detuvo tras echar una mirada de refilón a Toto.

El silencio se alargó y Sam supo que le había llegado la hora de hablar. Antes siempre tenía a Astrid a su lado para cosas así. Eso de hablar en público no era lo suyo. Y, en cualquier caso, no tenía mucho que decir.

—Quien se venga conmigo podrá votar cómo vamos a hacer las cosas. Supongo que estaré más o menos al mando, pero probablemente elegiremos a otras personas, crearemos un Consejo como… Bueno, esperemos que mejor que antes. Y, esto… —Tenía ganas de reírse por lo mal que lo estaba haciendo—. Mirad, gente, si queréis a alguien, si queréis un… rey, madre mía, para deciros qué hacer, quedaos aquí. Si queréis más bien decidir vosotros, pues venid conmigo.

No había dicho suficientes cosas para que Toto pudiera siquiera comentarlo.

—¡Ya sabéis de parte de quién estoy, gente! —gritó Brianna—. Sam ha llevado todo el peso desde el primer día.

—¡Fue Caine quien nos salvó! —gritó una voz—. ¿Dónde estaba Sam?

La multitud parecía indecisa. Caine irradiaba confianza en sí mismo, pero Sam se dio cuenta de que tenía la mandíbula apretada, que su sonrisa era forzada, y que estaba preocupado.

—¿Qué va a hacer Albert? —preguntó un chico llamado Jim—. ¿Qué va a hacer Albert?

Albert salió del lugar donde había pasado desapercibido hasta entonces, en un lateral, y subió los escalones, moviéndose aún con cautela: todavía no estaba bien del todo.

Y eligió cuidadosamente una posición equidistante entre Caine y Sam.

—¿Qué deberíamos hacer, Albert? —preguntó una voz lastimera.

Albert echó un vistazo rápido a la multitud, como si se limitara a asegurarse de que se orientaba en la dirección correcta, y habló en un tono bajo, moderado. Los chavales se acercaron para oírlo.

—Soy un hombre de negocios.

—Eso es verdad —dijo Toto.

—Mi trabajo consiste en organizar a los chavales para que trabajen, recojan lo que cosechan, cazan o pescan, y lo redistribuyan a través de un mercado.

—¡Y quedarte con lo mejor! —gritó alguien, lo que provocó una risa general.

—Sí —reconoció Albert—. Me recompenso por el trabajo que hago.

Su admisión sincera desconcertó a la multitud.

—Caine ha prometido que si me quedo aquí no interferirá en mis asuntos. Pero no me fío de Caine.

—No, no se fía. —Toto estaba de acuerdo.

—Me fío de Sam, pero…

El silencio que reinaba era tal que se podría haber oído caer un alfiler.

—Pero… Sam es un líder débil. —Albert mantenía la mirada baja—. Sam es el mejor luchador que existe. Nos ha defendido muchas veces. Y a nadie se le da mejor lo de resolver cómo sobrevivir. Pero Sam… —Entonces Albert se volvió a hacia él—. Eres demasiado humilde. Estás demasiado dispuesto a hacerte a un lado. Cuando Astrid y el Consejo te marginaron, lo aguantaste. Yo también participé en eso. Pero dejaste que te margináramos, y el Consejo acabó resultando inútil.

Sam estaba inmóvil, inexpresivo.

—Reconozcámoslo: si las cosas van mejor, no es por ti sino por mí —sentenció Albert—. Eres mucho más valiente que yo, Sam. Y si hay una batalla, tú mandas. Pero no sabes organizar ni planear, y no te plantas para que pasen las cosas.

Sam asintió levemente. Era duro oír todo aquello, pero aún lo era más ver cómo la multitud asentía, cómo daba la razón a Albert. Era la verdad. El hecho es que dejó que el Consejo se encargara de las cosas, se hizo a un lado y se quedó sin hacer nada, compadeciéndose de sí mismo. Se apuntó corriendo a una aventura y no estaba en la ciudad para salvarla cuando lo necesitaron.

—Así que —concluyó Albert—, yo me quedo con mis cosas aquí, en Perdido Beach. Pero habrá libre intercambio entre Perdido Beach y el lago. Y Lana tiene que poder desplazarse libremente.

Caine se erizó al oír todo aquello. No le gustaba que Albert estableciera las condiciones. Pero Albert no se dejaba intimidar.

—Yo alimento a estos chavales —dijo a Caine—. Lo hago a mi manera.

Caine dudó, pero a continuación inclinó levemente la cabeza.

—Quiero que lo digas —dijo Albert apuntando con la cabeza hacia Toto.

Sam distinguió el brillo del pánico en los ojos de Caine. Si mentía se le acabaría el rollo. Toto lo delataría, Albert apoyaría a Sam, y los chavales harían lo que dijera Albert.

Sam se preguntaba si Caine había empezado a darse cuenta de algo que él hacía tiempo que sabía: si allí había algún rey, ese no era Sam ni Caine, sino Albert.

Caine tardó en contestar. Su sonrisa se desvaneció al entenderlo. Solo podía decir la verdad, lo que implicaba creérsela. Aceptarla.

Con una voz humilde que poco tenía que ver con su fanfarronería y arrogancia anterior, afirmó:

—Sí. Albert decidirá lo que crea conveniente sobre dinero, trabajo o comercio entre Perdido Beach y el lago. Y la curandera irá donde tenga que ir.

Sam tuvo que resistir el impulso de reírse en voz alta. Después de todo lo ocurrido entre Caine y él, después de cómo se había exhibido durante todo aquel día, no era el gran Caine, el guapo, el encantador y el tremendamente poderoso Caine, quien mandaba en la ERA, ni tampoco Sam. Era un chico negro flaco y reservado, cuyo único poder era la capacidad de trabajar duro sin perder la concentración.

El gran momento de Caine, su gran retorno triunfal, se había visto empañado.

—Vale —dijo Sam—. Me voy a Ralph’s. Quien quiera venir conmigo, que vaya para allá. Esperaré dos horas. Traed agua embotellada y la comida que tengáis. Hay que caminar mucho hasta el lago.

Bajó los escalones, dio media vuelta sin volver la vista atrás y se dirigió hacia la carretera. Tenía la sensación extrañísima de que caminaba solo.

Al llegar a la carretera se detuvo. Brianna estaba allí, claro. Dekka, también, y Jack llevaba a Edilio como un bebé, un bebé muy grande.

Además, había cuarenta o cincuenta chavales que habían cogido sus cosas y abandonado sus casas para seguirlo.

Quinn se acercó y se llevó a Sam aparte. Su viejo amigo parecía atormentado y triste.

—¿Qué pasa, tío? —preguntó Sam.

Quinn no podía hablar. La emoción lo embargaba.

—Tío…

—Te quieres quedar en la ciudad.

—Mi gente…, mis barcas y todo…

Sam le puso una mano en el hombro.

—Quinn, me alegro de que hayas encontrado algo tan importante para hacer. Algo que realmente te gusta.

—Sí, pero…

Sam lo abrazó brevemente.

—Tú y yo seguimos siendo amigos, colega. Pero tienes responsabilidades.

Quinn asintió, abatido.

Sam volvió a examinar a la multitud en busca de Astrid. No estaba allí.

No quedaba mucho para el aparcamiento de Ralph’s. Sam se apoyó en uno de los coches que había allí aparcado. Algunos chavales se acercaron para mostrarle su apoyo o para darle ánimos, pero la mayoría solo querían preguntarle cosas como:

—¿De verdad tienes Nutella?

O:

—¿Puedo vivir en un barco? Eso molaría tanto…

Iban al lago por la Nutella y los fideos, no por él…

Sam estaba entumecido. Como si todo lo que estaba ocurriendo le estuviera ocurriendo a otra persona. Se imaginaba en el lago, en una casa flotante. Dekka estaría allí, y Brianna, y Jack. Tendría amigos. No estaría solo.

Pero no podía evitar buscarla.

Ya no tenía que preocuparse del pequeño Pete. Podrían estar juntos sin todo eso. Pero claro, conocía a Astrid, y sabía que en aquellos momentos, donde fuera que estuviera, el sentimiento de culpa la estaba devorando.

—No viene, ¿verdad? —dijo Sam a Dekka.

Pero Dekka no contestó. Tenía la mente en otro sitio. Sam la vio mirar y apartar la vista mientras Brianna posaba la mano sobre el hombro de Jack.

Dahra se iba a quedar en el hospital, pero llegaron algunos chavales más. En grupos de tres o cuatro cada vez. La Sirena y los chavales que vivían con ella. John Terrafino. Ellen. Sam esperaba. Esperaría dos horas enteras. No por ella, se decía, sino para mantener su palabra.

Y entonces llegó Orc, con Howard.

Sam gruñó para sus adentros.

—Tiene que ser una broma —dijo Brianna.

—El trato es que los chavales eligen —dijo Sam—. Creo que Howard acaba de darse cuenta de lo peligrosa que puede resultar la vida para un delincuente en un sitio donde el «rey» puede decidir la vida o la muerte.

Para alivio de Sam, Howard no se acercó a hablar con él. Orc y él se sentaron en la parte trasera de una camioneta. Otros chavales los rehuían.

—Ha llegado la hora —indicó Jack.

—¿Brisa? Cuenta a los chavales —pidió Sam.

Brianna volvió al cabo de veinte segundos.

—Ochenta y dos, jefe.

—Un tercio —observó Jack—. Un tercio de lo que queda.

—Espera. Cuenta ochenta y ocho —corrigió Brianna—. Y un perro.

Lana, que, como era habitual en ella, tenía una expresión irritada en el rostro, y Sanjit, que, como era habitual en él, parecía feliz, se acercaban al trote junto con los hermanos de Sanjit.

—No sé si nos quedaremos allí arriba o no —dijo Lana sin más preámbulos—. Pero quiero ver cómo es. Y mi habitación huele a mierda.

Justo antes de que se acabara el tiempo, Sam oyó un revuelo. Los chavales dejaban paso a alguien, murmurando. A Sam le dio un vuelco el corazón.

—Hola, Sam.

El chico tragó saliva.

—¿Diana?

—No me esperabas, ¿eh? —Diana puso mala cara—. ¿Dónde está la rubita? No la he visto en el gran mitin para levantar la moral.

—¿Vienes con nosotros? —preguntó Brianna.

Era evidente que no le hacía ninguna gracia.

—¿A Caine le parece bien esto? —preguntó Sam a Diana—. Tú decides, pero necesito saber si no vendrá detrás de nosotros para recuperarte.

—Caine tiene lo que quiere —afirmó Diana.

—Igual debería llamar a Toto —dijo Sam. El atrapatrolas estaba conversando con Spidey—. Te podría preguntar si vienes para espiar para Caine, y ver lo que dice Toto.

Diana suspiró.

—Sam, tengo problemas más importantes que Caine. Y creo que tú también. Porque la ERA va a hacer algo que nunca había hecho antes: va a generar a un miembro nuevo.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Que vas a ser tío.

Sam la miró sin comprender. Brianna soltó un taco. E incluso Dekka alzó la vista.

—¿Vas a tener un bebé? —preguntó Dekka.

—Esperemos que sí —dijo Diana—. Esperemos que solo sea eso.