PETE

FLOTABA POR ENCIMA del suelo en brazos de un monstruo, con la mejilla apoyada contra un hombro de piedra. Ya no llovía. Colores muy intensos (verde y amarillo, marrón y rojo, bordes irregulares de colores) lo rozaban, le lastimaban los oídos.

La hermana caminaba tras él. Tenía la cara de piedra, como el monstruo. Los labios demasiado rojos, los ojos demasiado azules, y respiraba demasiado fuerte.

A cada paso, la piel de piedra del monstruo se restregaba contra la carne viva de Pete como si fuera papel de lija, como si un millar de hojas dentadas se introdujeran lentamente en costras recientes.

Quería gritar, pero si lo hacía los colores fuertes aún se volverían más fuertes.

Peter ya no estaba sobre la placa de vidrio. Se había caído, se había precipitado en un mundo de ruido y luz resplandeciente. Ahora la Oscuridad solo era un eco distante. Ahora era ahora, completamente ahora y aquí, y sentía como agujas bajo su piel, como cuchillos en los oídos. Le dolían y latían los ojos.

Tosió, y fue como si un cañón disparara desde el interior de su pecho. La bala le atravesó la garganta, la boca, ardiéndole como lava abrasadora.

¿Por qué estaba ahí? ¿Por qué en los brazos de ese monstruo? ¿Qué le estaba ocurriendo? Tras una escapada larga y pacífica, el mundo excesivo de actividad febril e imágenes inconexas lo había vuelto a capturar.

Su cuerpo, eso era lo único que veía o sentía. El dolor, el sufrimiento y el temblor le hacían sentir que podía ir perdiendo partes del cuerpo. Su cuerpo lo obligaba a distraer su atención del precipicio de vidrio inmaculado. Lo obligaba a sentir cada escalofrío, a recular ante cada ataque de tos, a sentir, a sentir de verdad la enfermedad que estaba aplastando sus defensas.