Capítulo 9

Se acerca una tormenta —escuché decir a Devlin.

Estaba hecha un ovillo entre los matorrales, como una acosadora de manual.

—Eso parece —respondió otra voz masculina—. El mal tiempo nunca es pájaro de buen agüero.

—Si crees en ese tipo de cosas, claro.

—Ah, claro. ¿Cómo he podido olvidarme? No hay nada más allá de los cinco sentidos, ¿verdad, John?

—He aprendido a confiar en mis instintos. ¿Eso cuenta para algo?

La voz del detective siempre surtía el mismo efecto en mí. Me encogí un poco más entre los arbustos que crecían junto al porche. Sin embargo, no pude resistir la tentación de asomarme entre las hojas para intentar verle.

No le había vuelto a ver desde que nos despedimos en el cementerio de Chedathy, varios meses atrás, aparte de cuando me había pillado espiándole. No había contestado ninguna de sus llamadas telefónicas ni correos electrónicos porque sabía que el único modo de pasar página era cortar de raíz mi relación con él. Durante mi breve estancia en Asher Falls, traté de convencerme de que ya había superado lo nuestro. Había conocido a un chico que me gustaba, me atraía y con quien podría ser feliz.

Por fin se me había caído la venda de los ojos. No podía pensar en otro hombre que no fuera Devlin, pero mientras esa puerta siguiera abierta, hasta que sus fantasmas no le dejaran libre, no había esperanza.

Entonces, ¿por qué no podía aceptar mi destino y olvidarme de él? Si me las había ingeniado para estar lejos de él durante todos estos meses, ¿por qué me estaba costando tanto mantener esa distancia?

Porque lo había visto con otra mujer. Porque me asustaba que él ya me hubiera olvidado.

Quizá fuera eso. Y entonces se me ocurrió otra explicación: a lo mejor Mariama me había guiado hasta allí a propósito. Me resultaba mucho más fácil culpar a un fantasma que aceptar la responsabilidad de un comportamiento tan cuestionable como el que estaba adoptando.

Fuera cual fuera el motivo, estaba atrapada allí, al menos hasta que el invitado de Devlin se marchara y él volviera a casa. Me moriría de vergüenza si alguno de los dos me pillaba escondida entre los matorrales.

Con sumo cuidado, cambié de postura para ver lo que ocurría en el porche. El detective estaba apoyado en la barandilla del porche, alumbrado únicamente por la luz de la lámpara chandelier que se colaba por la puerta. No alcanzaba a verle la cara, pero no me hizo falta. Cada uno de sus rasgos, aquella mirada oscura, aquella boca tan sensual, estaba grabado en mi memoria. Visualicé la cicatriz dentada que tenía debajo de los labios, esa diminuta imperfección que siempre me había fascinado.

La voz de su acompañante me era familiar, pero estaba de espaldas a mí, así que no le reconocí hasta que se giró para escudriñar el jardín. La luz del recibidor le alumbró el rostro, y ahogué un grito.

Era Ethan Shaw, un antropólogo forense con quien había colaborado hacía varios meses. Lo conocí a través de su padre, el doctor Rupert Shaw, que dirigía el Instituto de Estudios Parapsicológicos de Charleston. El doctor Shaw fue uno de los primeros amigos que hice cuando me mudé a la ciudad. Le había intrigado un vídeo «fantasma» que había colgado en mi blog, y me escribió un correo electrónico para concertar una reunión. Un becario que trabajaba con él decidió trasladarse a Europa de repente, y fue el doctor Shaw quien me ofreció quedarme allí, en la casa que se convertiría en mi santuario particular.

Me quedé helada al ver a Ethan en aquel porche. Tras unos segundos, se volvió hacia Devlin.

—Me ha parecido oír algo.

—Lo más seguro es que fuera el viento.

—O mi imaginación.

—También es posible. Toma —dijo, y le ofreció una cerveza.

Los dos abrieron las botellas y distinguí el suave burbujeo de la cerveza.

Devlin estaba con los pies ligeramente separados y los hombros bien cuadrados, como si estuviera preparándose para defenderse de algo desagradable. Era un hombre alto y fuerte, pero, tras tantos años de tormento, se había quedado demasiado delgado, demacrado. Sin embargo, aun así, seguía ostentando algo poderoso, casi amenazador. Estaba contemplando la penumbra con el ceño fruncido cuando Ethan rompió el silencio:

—No me importa admitir que soy un hombre asustadizo —dijo Ethan, y dejó escapar una risita incómoda. Se sentó sobre la barandilla y Devlin apoyó un hombro en la pared del porche—. Ni en un millón de años habría esperado encontrarme a Darius Goodwine en plena calle. Me miraba fijamente. Te lo juro, John, fue una sensación espeluznante. Una coincidencia muy extraña.

—No creerás que es mera coincidencia, ¿verdad?

—Para ser sincero, no le veo otra explicación. Nunca paseo por ese vecindario. De hecho, jamás paso por allí en coche. Y justo hoy me llaman para que acuda a una casa antigua de Nassau, para que examine unos huesos que han descubierto debajo del porche. Lo encontré de camino. Ahí estaba. Llevaba gafas de sol y un sombrero, así que puede ser que lo haya confundido…

—No lo has confundido —corrigió Devlin—. Era él.

—¿Cómo estás tan seguro?

—Algo está sucediendo en esta ciudad.

—¿A qué te refieres?

Devlin se quedó callado, observando las copas de los árboles. Por alguna razón pensé en el canto del ruiseñor y en lo mucho que él había insistido en que el pájaro que había oído era un sinsonte.

—Hace unos días se halló el cadáver de una mujer al este de la ciudad. El análisis toxicológico desveló algunas sustancias químicas bastante peculiares. Una gran cantidad de psicodélicos botánicos, según el forense, junto a otra sustancia que nadie ha sido capaz de identificar.

—¿Y qué tiene que ver eso con Darius?

—Todo apunta a que esa sustancia desconocida es polvo gris.

—¿Polvo gris? Jesús —murmuró Ethan, y volvió a otear la oscuridad. Bajo el suave resplandor de la luz que se colaba por la puerta, parecía pálido y tenso. Habría jurado distinguir una nota de miedo en su voz—. Pensé que eso había desaparecido hace años.

—Pues, por lo visto, ha vuelto a salir a la luz. Justo cuando Darius Goodwine regresa de su año sabático en África —respondió Devlin con tono serio—. Solo existe una fuente de polvo gris y tan solo un puñado de forasteros tienen acceso a ella. Él es uno de ellos.

—Sí, pero no el único.

—Venga ya —espetó Devlin, impaciente—. El encontronazo de hoy no ha sido casual. Quería que le vieras, y punto. Ya se ha encargado de que esos rumores del polvo gris llegaran a mis oídos. Y estoy convencido de que él ha sido el responsable de que esas sustancias químicas aparecieran en la sangre de aquella mujer. Todos sus movimientos tienen un propósito. —Una vez más, Devlin alzó la cabeza, como si quisiera detectar algún sonido lejano. Yo también miré hacia los árboles, pero todo estaba en silencio.

—¿Qué pasa? —preguntó Ethan, que sonaba ansioso.

—Nada. Supongo que también oigo cosas extrañas.

—Darius provoca ese efecto —farfulló Ethan, y se rascó la nuca—. Me cuesta creer que un hombre de su posición esté dispuesto a asumir ese riesgo. No nos engañemos, le sale el dinero por las orejas.

—El dinero nunca ha sido su motivación. El polvo gris le otorga el poder de jugar a ser Dios.

—Quien maneja la vida y la muerte —susurró—. ¿No era eso lo que solía decir?

Devlin se deslizó hasta los peldaños sin apartar la mirada del jardín. Si agachaba la cabeza en el ángulo apropiado, me vería, sin duda. Deseaba pasar desapercibida entre las sombras, pero temía que cualquier sonido llamara su atención. Si me descubría ahí acuclillada, la humillación sería terrible, pero, a decir verdad, la conversación que estaba presenciando me tenía embrujada. El apellido de soltera de Mariama era Goodwine, así que sospeché que la esposa de Devlin tenía algún tipo de conexión con el misterioso Darius.

Lo que no logré explicarme fue por qué la mera mención del nombre de ese desconocido pareció invocar el terror. Sentí un temblor en el aire que de inmediato me aceleró el pulso.

—Siempre pensé que el polvo gris no era más que un mito —dijo Ethan—. Cuando mi padre y Mariama hablaban sobre ello con tanto respeto y veneración, recuerdo que me burlaba. Sigo diciendo que es un alucinógeno muy potente, ya está.

—Es más que eso —añadió Devlin—. Se sufre un paro cardiaco, y la mayoría de las víctimas muere. Los que logran sobrevivir…

Bajó los escalones y se volvió, de modo que la voz quedó amortiguada y no pude entender el resto del comentario.

—¿Los has visto? —preguntó Ethan.

—Siguen ahí fuera. Solo debes saber dónde buscar. Date una vuelta algún día por la zona este, paséate por la calle América. Suelen esconderse entre los adictos al crac y los heroinómanos, aunque son inconfundibles; tienen la mirada perdida y blanquecina, como la de un cadáver, y se mueven arrastrando los pies, como si cargaran con algo sacado del mismísimo Infierno.

Ethan se quedó mudo.

—Mi padre solía llamarlos muertos vivientes.

—No son zombis —protestó Devlin—, sino hombres ingenuos que confiaron en Darius Goodwine.

Ethan se puso en pie y avanzó hacia la escalera. A pesar de que no podía verles la cara, desde mi escondite los oía alto y claro.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó al detective.

—Alguien tendrá que pararle los pies.

—Espero que no seas tú. Es un hombre poderoso, John. Por lo que he oído, tiene discípulos repartidos por toda la ciudad. Y muchos en las altas esferas.

—No me da ningún miedo.

Hubo algo en la voz de Devlin, una chispa de emoción, que me estremeció.

—Pues debería —replicó Ethan.

—¿Y por qué, si puede saberse?

—Ya sabes por qué.

—No, no lo sé, pero deduzco que tú me lo vas a explicar.

Hubo unos momentos de silencio tenso e incómodo, en los que temí que el latido de mi corazón me traicionara y me descubriera. No tenía la menor idea de lo que hablaban. Jamás había oído hablar del polvo gris, pero el término me recordó las palabras que Fremont empleó para describir el lugar que separa la Luz de la Oscuridad: «Se llama el Gris».

—Me refiero a la noche del accidente…, después de que te enteraras de que tu hija y tu esposa habían fallecido —respondió Ethan—. Fuiste a ver a mi padre al instituto, ¿recuerdas?

—¿Y? —espetó Devlin. Su voz sonó brusca y recelosa. Con una pizca de sospecha.

—Le pediste que te ayudara a contactar con el otro lado para poder verlas por última vez. Para poder despedirte. Mi padre no pudo hacerlo, y te pusiste hecho una furia. Violento, me atrevería a decir.

—Todavía estaba muy afectado por la noticia —se disculpó Devlin, exasperado—. El dolor me estaba volviendo loco. Por ese motivo acudí a él. Ya sabes que no me trago ni una palabra del discurso de tu padre.

—Pero los dos sabemos que hubo un tiempo en que sí. Llegaste a ser el protegido de mi padre. Le he oído decir un millón de veces que eres el mejor investigador que jamás ha tenido.

¿Eran celos lo que percibí en la voz de Ethan?

—Eso fue hace mucho tiempo —murmuró Devlin—. En aquella época, quería encontrar una forma de fastidiar a mi abuelo, y la pantomima de Rupert era la novedad del momento.

—Fue algo mucho más que eso. Incluso después de tu dimisión… La verdad, no creo que te importara un comino. Después de todo, te casaste con Mariama.

—¿Adónde quieres llegar? —preguntó Devlin con frialdad.

—La experiencia con mi padre debió de dejar ciertas secuelas. De lo contrario, por mucha pena y dolor que sintieras, jamás hubieras acudido al instituto aquella madrugada.

—Piensa lo que quieras. No sé por qué estás sacando esto ahora.

—Después de que te marcharas hecho una furia, padre me envió a buscarte, pero fue como si te hubieras esfumado de la faz de la Tierra. ¿Dónde estuviste esa noche?

Devlin no musitó palabra.

—Fuiste a ver a Darius, ¿me equivoco? Le pediste polvo gris.

El detective seguía sin soltar prenda.

—Estuve horas aquí, en este mismo porche, esperándote. Quería comprobar que estabas bien. Al día siguiente, cuando regresaste a casa, parecías un cadáver. Como si…

—Acababa de perder a mi esposa y a mi hija —interrumpió Devlin—. ¿Qué esperabas?

—No esperaba ver lo que vi, eso desde luego. Estabas apenado, pero también aterrorizado. No podías dejar de temblar. Jamás te había visto así. Por eso me inventé una coartada para ti cuando la policía se presentó para hacerte unas preguntas acerca del asesinato de Robert Fremont.

—Nunca te pedí que mintieras por mí.

—¿Qué otra opción tenía? —contestó Ethan—. Apenas eras capaz de subir los peldaños de tu casa, y temía que no soportaras un interrogatorio policial.

—¿Interrogatorio? Lo dices como si hubiera sido sospechoso.

—Ten por seguro que tu nombre habría estado en la lista si hubieran averiguado dónde estuviste esa noche. Todo el departamento estaba al corriente de tus diferencias con Robert. Alguien os oyó discutiendo el día antes de que le dispararan.

Devlin volvió a quedarse callado unos segundos.

—No sé adónde quieres llegar, Ethan, pero ten cuidado con lo que dices.

—Solo quiero llegar a una conclusión lógica. Imaginemos que Robert se hubiera enterado de que Darius te había proporcionado polvo gris. Te habría puesto las cosas muy difíciles. Un agente de policía comprando ese tipo de sustancias…

—Entonces piensas que yo lo maté. —No fue una pregunta, sino una afirmación.

—No, desde luego que no. Pero reconoce que tenías un motivo.

—¿Y tú? —replicó Devlin, sin perder la compostura.

—¿Qué?

—En tu declaración, afirmaste que estuviste toda la noche conmigo. No te inventaste una coartada solo para mí, sino también para ti.

—¿Qué? —exclamó Ethan. Era evidente que la acusación del detective lo pilló desprevenido—. ¿Y por qué iba a necesitar una coartada?

—Eso es lo que siempre me he preguntado.

Un perro ladró desde algún jardín vecino, e incluso advertí el rugido del tráfico de Beaufain, pero ahí, en el porche de Devlin, todo estaba en silencio. La tensión se respiraba en el ambiente y apenas me atrevía a pestañear.

—¿De veras piensas que tuve algo que ver con la muerte de Robert Fremont? —preguntó Ethan, que parecía más dolido que enfadado—. ¿Qué me habría impulsado a hacerlo?

—Olvídalo —respondió Devlin—. No nos distraigamos con otras cosas.

Oí a Ethan soltar un suspiro.

—Tienes razón. Estamos juntos en esto. Han pasado años, pero todavía podrían surgir preguntas sobre aquella noche.

—De las preguntas ya me ocuparé yo. Llámame si vuelves a ver a Darius —ordenó Devlin—. Sea la hora que sea.

Las voces se fueron apagando. El detective acompañó a Ethan hasta la acera, donde tenía el coche aparcado y, unos instantes más tarde, oí que cerraba la puerta y arrancaba el motor. Cuando Devlin entrara en casa, aprovecharía para salir de mi escondite y marcharme pasando inadvertida. Sin embargo, él se sentó en los peldaños para acabarse la cerveza. Me dio la sensación de que buscaba algo entre la oscuridad.

Lo miré de reojo y observé que tenía los hombros caídos y los antebrazos apoyados en las rodillas, como si el peso del mundo descansara sobre su espalda. Deseaba acercarme a él, pero ¿cómo le explicaría mi presencia repentina en su jardín? ¿Qué excusa podría inventarme para justificar que estaba espiándole agazapada entre los arbustos? Sin duda sería una conversación muy incómoda. Seguía dando vueltas a las insinuaciones que acababa de escuchar. Por lo visto, Robert Fremont era la clave del misterio. «Por fin los astros se han alineado».

Tenía el presentimiento de que, en cuanto abandonara mi escondite, Mariama se materializaría.

El mero hecho de pensar en ella enfrió el aire. Estaba helada y tiritando, así que me abracé la cintura para entrar en calor. Debí de hacer un movimiento involuntario, porque Devlin se giró de repente y deslizó la mano hacia el interior de la gabardina, donde sospechaba que guardaba su pistola.

Un gato salió disparado de un montón de malas hierbas que crecían junto a la acera y atravesó el jardín. Devlin bajó la mano. Poco a poco, se levantó y peinó el jardín con la mirada antes de entrar en casa.

Esperé a que cerrara la puerta para huir de allí, pero aquel frío tan terrible me tenía paralizada. Apenas reaccioné cuando el fantasma de Shani se manifestó a mi lado. Me cogió de la mano, y el frío de su existencia me caló hasta los huesos. La pequeña contemplaba el jardín sin soltarme. El contacto me horrorizó. Mi primer instinto fue apartar la mano. Además, me estaba absorbiendo fuerza vital, pero, fantasma o no, seguía siendo la hija de Devlin, y era incapaz de darle la espalda.

Alzó la mirada y, tras cerciorarse de que tenía toda mi atención, señaló con un dedo minúsculo los matorrales desde donde había salido escopeteado el gato. Me habría esperado encontrarme el espíritu de Mariama suspendido delante de mí.

Sin embargo, en vez de eso, observé el brillo de unos ojos humanos entre la oscuridad.