Capítulo 8

En todos los meses que llevábamos sin vernos, jamás había pasado por delante de su casa, ni me presenté por casualidad en un lugar donde intuía que Devlin podía estar, ni tampoco le llamé por teléfono, puesto que sabía que, en cuanto respondiera la llamada, yo colgaría. Tenía veintisiete años, la edad suficiente como para no recurrir a unas tácticas tan adolescentes, pero, para qué engañarme, nunca las había utilizado.

En mi etapa de juventud apenas hice amigos, por no hablar de novios. Me pasaba el tiempo libre ayudando a mi padre a barrer las tumbas y aprovechaba la menor oportunidad para escabullirme hacia el campo sagrado del cementerio de Rosehill, lejos de los fantasmas y a solas con mis novelas. Y allí, dejada de la mano de Dios, devoraba mis libros favoritos, en especial clásicos románticos: Jane Eyre, Orgullo y prejuicio, Rebeca.

Así pues, no es de extrañar que la noche en que le conocí, cuando Devlin apareció de entre la niebla, tan enigmático y melancólico, con un pasado tan trágico a sus espaldas, se hubiera encendido la mecha, por decirlo de alguna manera. No tenía ninguna posibilidad con él.

En la vida real, jamás había conocido a un héroe propio de Byron. En una ocasión, mi amiga Temple destacó que, salvo Devlin, siempre había sentido atracción por hombres que me proporcionaban seguridad. Eruditos e intelectuales. Pusilánimes, los había llamado, y me advirtió que me anduviera con mucho cuidado con hombres como John Devlin. Según ella, Mariama habría aprendido un sinfín de artimañas para controlar a su marido. Sin embargo, una chica como yo, solo podía acabar de una forma: con el corazón roto.

En eso había acertado de pleno, pero no era culpa de Devlin. Él no podía evitar que los fantasmas de su esposa e hija le atormentaran. Todavía no estaba preparado para dejarlas marchar.

Entonces, ¿por qué había venido a su casa? ¿Qué esperaba conseguir? No había cambiado nada. Los fantasmas de Devlin seguían aferrados a él, y la advertencia de Mariama no podía haber sido más clara: «Aléjate».

Una advertencia que debería haber tenido en cuenta.

La adrenalina fluía por mis venas y era incapaz de pensar con claridad. Tomé la primera curva y aparqué en la calle donde vivía el detective. Las nubes que se arrastraban desde el océano eclipsaban la luna, así que el vecindario estaba sumido en una negrura atroz.

Por suerte, no me crucé con ningún fantasma mientras correteaba por la acera. Apenas eran las diez de la noche, una hora temprana para los vivos. Advertí unos reflectores de bicicleta en la esquina. No tardé en averiguar que se trataba de una pareja joven que había salido a dar un paseo antes de acostarse. Me dieron las buenas noches al pasar. Todo parecía normal.

Sin embargo, nada de lo que estaba sucediendo podía catalogarse como normal. Mi comportamiento impulsivo desde luego que no lo era. Podía oír a mi madre si me hubiera pillado escabulléndome de casa en mitad de la noche: «Ninguna jovencita decente se presentaría sin avisar en casa de un hombre a estas horas de la noche. Recibiste una buena educación».

Y así era. Sin embargo, ahí estaba.

Mi madre tenía cosas más importantes de las que preocuparse, por supuesto. Su lucha contra el cáncer había dejado huella en ella y, aunque los médicos nos aseguraron que había pasado por la etapa más dura del tratamiento, todavía le quedaba mucho camino por recorrer.

En noches como esas, cuando me sentía sola, confundida y desbordada, lo que más deseaba era estar junto a ella, con la mejilla apoyada en su regazo, y poder desahogarme. Quería contarle mi historia con Devlin, y que ella me acariciara la espalda y murmurara palabras de consuelo, repitiéndome una vez tras otra que, al final, todo saldría bien.

Podía contar con los dedos de una mano las ocasiones en que mi madre me había ofrecido consuelo, incluso antes de que le diagnosticaran cáncer, cuando no era más que una niña. Adoraba a mi madre, pero, hasta donde me alcanzaba la memoria, ella siempre se había mostrado distante. Las circunstancias de mi adopción habían abierto un abismo entre las dos, y le aterrorizaba saltarlo. Y luego estaban los fantasmas. Mi madre no podía verlos. Ese oscuro don solo nos pertenecía a mi padre y a mí. Era la cruz que nos había tocado cargar, y el peso de nuestro secreto también había hecho que mi madre se alejara de nosotros.

El lío en el que me había metido ya era bastante alarmante como para preocuparme por ella. Varios fantasmas habían invadido mi mundo, oía pájaros cantores que me guiaban a lugares prohibidos y no podía quitarme de la cabeza el rompecabezas que me había explicado Robert Fremont. En mi mundo, antes ordenado y angosto, reinaba el caos.

A medida que avanzaba entre la penumbra, me ocurrió algo muy extraño. La noche se tornó más oscura, más fría. Pero algo me decía que la sensación no era real. Nada de aquello era real. Ni el ruiseñor, ni los fantasmas, ni siquiera mi pequeña escapada a la casa de Devlin. Estaba en casa, sana y salva, soñando en mi cama. ¿Cómo, si no, podía explicarse aquel repentino letargo? ¿La misma respiración agitada e idéntica pesadez en las piernas que sentía cuando tenía pesadillas? ¿Por qué, si no, la calle que se extendía ante mí parecía infinita, como un túnel creado de la nada, de la simple negrura?

El miedo me oprimía el pecho y empecé a aminorar el paso, casi arrastrando los pies. Notaba decenas de ojos clavados en mí, observándome y vigilándome mientras un sinfín de brazos trataban de agarrarme.

En un abrir y cerrar de ojos, la angustia desapareció. Los brazos recuperaron el aspecto de ramas y las miradas se desvanecieron. Dejé escapar un suspiro. ¿Qué había sucedido? ¿Acaso era una advertencia?

Sin dejar de temblar, continué caminando calle abajo. Percibí un ligero cambio en el ambiente, un frío que nada tenía que ver con la temperatura. Las dos primeras semanas de octubre habían sido más calurosas de lo habitual; durante las horas de sol, el día se sentía cálido y apacible. Por la noche refrescaba, pero, aun así, la sensación seguía siendo agradable. Aquella corriente glacial venía del más allá. De pronto, el mundo de los espíritus se había acercado. De hecho, jamás lo había percibido tan cercano.

Miré de reojo a ambos lados, inquieta. No advertí ningún movimiento extraño, ninguna sombra fuera de lo común, pero sabía que estaba rodeada de entidades que se deslizaban por las calles peatonales y callejones, que flotaban sobre jardines amurallados y edificaciones históricas.

Percibían mi energía, del mismo modo que yo sentía el frío que desprendían.

Una ráfaga de viento agitó las hojas secas que yacían sobre la alcantarilla, y aprecié un parpadeo de luz sobre las copas de los árboles. La casa de Devlin estaba justo ahí, una edificación al más puro estilo Reina Ana que había comprado para Mariama. Titubeé y, una vez más, tuve la impresión de que alguien había arrojado un hechizo sobre mí. Fue precisamente en esa casa donde sucumbí a los encantos de Devlin. Fue allí donde se abrió la puerta que permitió a los otros entrar en este mundo.

Lo más sensato hubiera sido dar media vuelta y marcharme de allí antes de que fuera demasiado tarde, pero no fui capaz. Empecé a revivir la noche que pasé con Devlin, a rememorar cada uno de sus abrazos. Recordé el deseo con que me había besado y el modo en que le había devuelto los besos, como si no pudiera saciarme. Volví a escuchar el ritmo primitivo de la música africana que sonaba en su habitación. El recuerdo era tan vívido, tan real… El calor de su piel mientras le acariciaba el pecho, mientras le besaba el torso…, y luego miré por encima del hombro y descubrí que Mariama me estaba observando desde el espejo.

Me deshice de aquella imagen tan perturbadora y crucé la calle. Unos cuantos truenos resonaron en el puerto. El aire se tornó más húmedo. Noté un escalofrío en la espalda y lo adiviné enseguida. Se avecinaba una tormenta. Las señales no habían podido ser más ominosas. A pesar del mal presagio, continué.

Nunca sabré si hubiera tenido agallas suficientes para subir los peldaños de su casa y tocar al timbre. Mientras andaba por la acera, con la piel de gallina por culpa de aquella brisa espeluznante, vi que se abría la puerta principal y escuché voces en el recibidor.

Actué por instinto y, por segunda vez en una semana, me escondí entre los arbustos.