Esa noche cociné una cena ligera para uno y, tras lavar los platos y secarlos, me preparé una taza de té y me puse a trabajar. Mi despacho, ubicado en la parte trasera de la casa, era una galería reconvertida, que en lugar de paredes lucía grandes ventanales. Durante el día, la luz que se filtraba por los cristales desde el jardín era cálida y relajante, pero, cuando caía la noche, la oscuridad que se extendía tras los ventanales estimulaba mi imaginación, en especial en momentos como aquel, cuando percibía la presencia de un espíritu inquieto.
No estaba dispuesta a que aquel hormigueo en la nuca truncara los planes que me había propuesto. No miraría a mi alrededor. No peinaría el paisaje en busca de una manifestación. Así que encendí el portátil y abrí un nuevo documento de texto. El blog llevaba varias semanas abandonado y, puesto que no tenía pendiente ningún encargo de restauración, el dinero que generaba la publicidad que se anunciaba en Cavando tumbas se había convertido en mi principal fuente de ingresos. Ya se me había ocurrido un nuevo tema: «El voyeur de criptas: comulgar con los muertos». Iba a ser un artículo sobre la popularidad de los cementerios en la época victoriana. Sin embargo, aquel tema se presumía profético, ya que últimamente había pasado demasiado tiempo charlando con fantasmas.
Me concentré en la tarea y redacté un primer borrador del artículo. Guardé el archivo y entré en Internet para investigar un poco más. Si decidía ayudar a Robert Fremont para encontrar a su asesino, tendría que estudiar toda la información a la que pudiera acceder. No me sentía cómoda en aquel papel de detective, pero siempre me habían fascinado los misterios, y la investigación era la pieza clave de cualquier restauración. Había aprendido a desenterrar hasta los detalles más escabrosos, pero, por desgracia, apenas encontré información útil sobre el asesinato. Según tenía entendido, Fremont estaba trabajando en un caso como agente encubierto, así que supuse que, incluso después de su muerte, ciertos informantes y datos no salieron a la luz. Encontré una página web dedicada a archivar casos antiguos en los que el Departamento de Policía de Charleston estuviera implicado donde le mencionaban. Rastreando la Red me topé con una crónica del tiroteo y un obituario.
Fremont tenía treinta años cuando falleció. Había asumido que rondaba la misma edad que Devlin porque los dos habían asistido a la academia de policía juntos. De hecho, había visto una fotografía de ambos el día de su graduación, junto a un tercer tipo llamado Tom Gerrity, que ahora trabajaba como detective privado en la ciudad. Devlin y él no ocultaban el desprecio que sentían el uno por el otro. Ese resentimiento guardaba alguna relación con la muerte de Fremont, pero no conocía los detalles, y el artículo que leí no mencionaba a ninguno de los dos.
Los testigos del tiroteo jamás se presentaron en la comisaría, y se decidió no revelar información sobre el caso y los sospechosos a la prensa. Por lo visto, tanto la Oficina del Sheriff del condado de Beaufort como el Departamento de Policía de Charleston archivaron el caso bajo llave.
Tras leer con detenimiento el artículo y la necrológica, hubo dos detalles que llamaron mi atención. Primero, Fremont se había criado cerca de Hammond, en un pueblecito situado en la costa de Carolina del Sur, el mismo lugar donde Mariama había crecido. Y segundo, el tiroteo se había producido el día después del accidente. El departamento había calculado que Fremont había muerto entre las dos y las cuatro de la madrugada, varias horas después de que el coche de Mariama se estrellara contra la valla de contención, y de que tanto madre como hija quedaran atrapadas.
Había visto la lápida de Robert Fremont la primavera anterior, durante la restauración del cementerio de Coffeeville, pero, como por aquel entonces no sabía quién era, no me quedó grabada la fecha de su muerte. Ahora, tras descubrir la relación del agente con Devlin y muy posiblemente con Mariama, la proximidad de sus defunciones me intrigaba.
Cogí un bloc de notas y un bolígrafo, y dibujé un pequeño diagrama de nombres y flechas:
Devlin > Shani > Mariama > Fremont
Y luego añadí:
Clementine > Isabel > Devlin
Mientras observaba aquella serie de nombres, me convencí de una vez por todas de que lo que me había sucedido en las últimas horas no era fruto de la casualidad. Ni el asalto de Mariama ni el ruego lastimoso de Shani ni, por supuesto, el acecho de Fremont. Los tres fantasmas deseaban inmiscuirse en mi vida por una razón. Todo estaba relacionado, y las piezas del rompecabezas empezaban a encajar.
«Por fin los astros se han alineado. Los jugadores están donde les corresponde», había dicho Fremont.
Reanudé mi búsqueda hasta que las palabras de la pantalla se tornaron borrosas y empecé a sentir un dolor agudo en las cervicales. Me levanté y estiré las piernas. Una vocecita en mi cabeza me repetía que debería acostarme pronto e intentar descansar. Estaba agotada y apenas me quedaban fuerzas. No sabía lo que me tenía reservado el destino, ni qué ocurriría en los próximos días, por no hablar de las noches. No me atrevía ni a pensarlo.
Pero después de todo lo que había pasado sería imposible conciliar el sueño. Me había implicado en un asunto que no auguraba nada bueno, y estaba convencida de que me perseguía algo oscuro y maligno. Y Devlin también estaba involucrado. Lo presentía. Por eso me había estado buscando, por eso sentía aquel irresistible imán hacia él.
Las paredes de mi santuario empezaban a caérseme encima. No era la primera vez que renegaba del legado que había heredado. Estaba harta de no poder alejarme de suelo sacro. Durante toda mi vida había seguido las normas de mi padre a rajatabla y me había enclaustrado en mi propia soledad sin protestar, pero ahora sentía una rebeldía hirviendo en mi interior. Una explosión de impulso imprudente que poco tenía que ver con un propósito noble y honesto.
Deseaba ver a Devlin.
No de lejos, como la noche anterior, ni con otra mujer. Le quería aquí, a mi lado, en mi refugio, donde los fantasmas no pudieran atormentarnos. Anhelaba el roce de su piel, su calor, el sonido de mi nombre en sus labios. De pronto, me puse en pie, me dirigí hacia la ventana y apoyé la frente en el frío cristal. «¿Por qué no vas a buscarle? —me pregunté—. ¿Por qué no coges toda tu precaución y la mandas a tomar viento?». Ya había quebrantado las normas. La puerta ya se había entreabierto. Había sido testigo de cosas terribles. ¿Qué más podía ocurrir?
Maldito mensaje.
Miré a Angus. Ya estaba acostado en su cama. A juzgar por los párpados caídos, no tardaría en dormirse, señal de que, a pesar de mis miedos, todo andaba bien dentro y fuera de casa. Se le movían los bultos de las orejas, y me pregunté si estaría soñando con su terrible pasado, con la época que pasó como perro de pelea. Tenía la esperanza de que, con el tiempo, los dos pudiéramos dejar nuestras pesadillas atrás.
De pronto, entreabrió un ojo y me lanzó una mirada apenada.
—Lo siento —murmuré—. A mí tampoco me gusta que me observen mientras duermo.
Se acomodó, se lamió las pezuñas y volvió a quedarse roque. Me giré hacia los ventanales para contemplar el jardín de nuevo, con la luz de las estrellas como única iluminación. Se había levantado un viento suave. El musgo que colgaba del viejo roble se balanceaba como una cortina de telaraña y los carillones de viento tintineaban de forma discordante.
Se avecinaba una tormenta, lo cual me sorprendió, porque hacía tan solo una hora el cielo estaba despejado. No sé por qué, pero, de repente, pensé en la ira de Mariama. ¿Lo estaba provocando ella? ¿Qué poder ejercía desde su tumba?
Me llevé una mano al pecho, justo en el punto donde su cólera me había azotado. Desde muy pequeña había notado el roce de un fantasma, que básicamente se reducía a un aliento gélido en la nuca y a unos dedos de hielo peinándome el cabello. Pero con Mariama era distinto. Me sentía físicamente amenazada. Me aterrorizaba más que cualquier otro fantasma.
Quería que me alejara de su marido. Eso era obvio. Por los rumores que me habían llegado, en vida había sido una mujer inestable. Apasionada y tempestuosa. Y temía que la muerte hubiera intensificado aún más su furia iracunda.
Al girarme, capté el destello de mi reflejo en el cristal. Vislumbré una criatura pálida y demacrada con las mejillas hundidas y ojos cadavéricos. No me parecía en nada al recuerdo que debía de guardar Devlin de su esposa, una mujer exótica y exuberante. Ni a la misteriosa Isabel Perilloux.
Me acerqué un poco más a la ventana y aprecié las cicatrices que me había dejado mi estancia en las montañas; unas líneas delgadas y blancas que tenía esparcidas por la cara y los brazos. Eran el testigo de docenas de heridas y cortes profundos. Estuve a punto de perecer en Asher Falls, pero ahora estaba en Charleston y, al igual que esas marcas, el devastador recuerdo de aquel pueblo se estaba desdibujando.
El tiempo que pasé junto a Thane Asher quedó grabado como un sueño lejano y borroso. Había días en que, de golpe y porrazo, me acordaba de él y sentía un pinchazo de arrepentimiento. Lo añoraba, pero no tanto como a Devlin. No lo deseaba en mi cama, ni me despertaba en mitad de la noche creyéndole a mi lado, sintiendo sus caricias por todo mi cuerpo. El recuerdo de Devlin me atormentaba, como a él sus fantasmas.
Estaba obsesionada con ponerme a trabajar, pero no era capaz de concentrarme. Estaba dispersa, y mi refugio se había transformado en un lugar claustrofóbico. Era evidente que salir después del atardecer sería una mala idea, y más teniendo en cuenta que, por ahora, estaba a salvo.
Pero… quizás un poco de aire fresco me vendría bien, me dije. Un paseo corto por la orilla del río Ashley podría tranquilizarme y ayudarme a conciliar el sueño.
Minutos más tarde, me tragué mi propia mentira, me subí al coche y me dirigí hacia la calle donde vivía Devlin.