Estaba sentada en el patio, esperando a que Clemen-tiin regresara. Salió con una jarra de zumo recién exprimido en una mano y una cafetera humeante en la otra. Noté un aroma delicioso que se colaba por debajo de la puerta de la cocina.
—¿Estás segura de que no quieres que te ayude? —pregunté de nuevo.
—Todo está casi listo. Relájate y disfruta del jardín.
A Angus no tuvo que decírselo dos veces. Había explorado, olisqueado y escarbado cada rincón de aquel paraíso, y ahora estaba rebuscando alguna cosa detrás de las azaleas que me habían servido de cobijo la noche anterior.
Al igual que la propia Clementine, el jardín no era como lo recordaba. Con el atardecer a mis espaldas, me había parecido un lugar encantado, peligroso y etéreo, pero ahora que lo contemplaba a plena luz del día me fijé en que la nueva inquilina se había tomado la molestia de restaurar los lechos de flores olvidados y había podado los arbustos. La edificación consistía en una encantadora casita de dos pisos con tejado de doble vertiente y buhardilla. Sin embargo, cuando me fijé en los detalles, me percaté de que la pintura se estaba desconchando y que a unos cuantos ventanales les faltaba la tela mosquitera. Todo a mi alrededor gritaba a descuido y abandono.
Los añicos del querubín todavía estaban desparramados sobre el caminito de piedra. Me pregunté si Clementine lo habría echado de menos. Todavía no le había comentado nada al respecto, y retrasar ese momento solo haría más difícil la confesión y la disculpa que le debía.
Sabía de sobra por qué estaba postergando ese momento y, para ser honesta, no me sentía orgullosa. Volvió con una cestita de bollitos recién horneados y un tarro de mermelada de color granate.
—Mi madre la hace cada año —dijo, y se sentó frente a mí—. Es una tradición familiar. Cuando era niña y llegaba el otoño, todos montábamos en el coche e íbamos a recoger las uvas. Aquella excursión con mi abuela era el día más esperado de todo el otoño.
—Entonces, ¿tu familia vive en Charleston? —pregunté, y cogí un pastelito.
—Sí —respondió. Cogió una tira de panceta de una bolsa y añadió—: ¿Puedo dársela a Angus?
Asentí.
Le llamó y él vino de inmediato. Se zampó aquella tira crujiente en cuestión de un segundo. Al principio, me dolió verle tan entusiasmado, pero, a decir verdad, Clementine también me tenía maravillada. Llegué a pensar si no era demasiado buena para ser real. Invitar a desconocidos a desayunar, colaborar de forma altruista con una perrera. Una parte de mí se negaba a creer que pudiera ser tan extraordinaria. Quería odiarla, pero su exuberancia infantil me encandilaba.
Desvié la mirada hacia el porche. Ahora que la había conocido en persona, me costaba imaginármela entre los brazos de Devlin. Y más me costaba no imaginármela. Le ofreció el último pedazo de panceta a Angus y luego se incorporó.
—¿Dónde estábamos?
—Me estabas hablando de tu familia.
—Ah, sí. Mi abuela tiene una casa antigua y preciosa en Legare, al norte de Broad, cerca de la catedral de San Juan Bautista —dijo—. Es una herencia familiar. Un caserón repleto de pasillos y recovecos, con plazoletas y jardines espléndidos. Crecí allí. Mi padre murió cuando apenas tenía diez años y nos dejó en la ruina más absoluta. La abuela fue como una bendición, y enseguida nos acogió en su casa.
Me pasó la mermelada.
—Gracias. —Me serví un poco sobre el bollo y di un mordisco. El panecillo todavía estaba caliente, y aquel bocado me supo a gloria. Así que también sabía hornear.
—Intentó convencerme de que volviera a mudarme allí después…, es decir, cuando decidí establecerme en Charleston —explicó con el ceño algo fruncido—. Supongo que habría sido lo más cómodo, pero necesitaba demostrar que podía arreglármelas sola. Tenía unos ahorros y, no te voy a engañar, siempre había querido reconstruir una casa antigua, así que…
—Aquí estás.
Inspiró profundamente y soltó el aire.
—Sí.
Cuando se llevó la taza de café a los labios, reparé en un ligero temblor en la mano. Alcé la vista y capté algo en su mirada que me hizo reflexionar. Quizá, tras esa fachada encantadora, se escondía una mujer totalmente distinta.
—Es una casa preciosa —comenté, tras ese breve momento de desasosiego.
Miró a su alrededor, pletórica.
—Me muero por empezar. Mi hermana se ha ofrecido a ayudarme, pero prefiero hacer todo lo que pueda sola. No me malinterpretes, no soy del todo autosuficiente. Acepté un trabajo que me ofreció mi abuela.
—¿A qué te dedicas? —quise saber.
—Trabajo en su librería, que tiene un pequeño salón de té. El local no es muy grande, pero a mí me parece acogedor. Está en la calle King, se llama El Jardín Secreto. ¿Lo conoces?
—Estuve allí no hace mucho —respondí, sorprendida—. Es una tienda muy bonita. Y la selección de té es alucinante.
—Ya decía yo que me resultabas familiar —murmuró, y estudió mis facciones—. Sabía que nos habíamos visto antes, pero no lograba ubicarte.
Sentí un soplo de aire fresco que me puso la piel de gallina. Clavé la mirada en el plato.
—Quién sabe. Quizá me viste en la tienda, o a lo mejor nos hemos cruzado por la calle en más de una ocasión.
«O anoche me pillaste espiándote entre los arbustos».
—Seguro.
—¿Hace cuánto que tu abuela tiene esa tienda?
—Oh, desde siempre. Se trasladó a Charleston desde Rumanía cuando no era más que una muchacha. Entonces tenía una salita en la trastienda donde leía las hojas de té. Debo decir que se ganó una reputación como quiromántica. Algunos de sus clientes pertenecían a las familias más ricas y poderosas de la ciudad. De hecho, así fue como conoció a mi abuelo.
—¿Le leyó el futuro?
Clementine esbozó una sonrisa.
—En beneficio propio, sin duda. La abuela no tiene un pelo de tonta.
—¿Todavía se dedica a leer las manos?
—De vez en cuando, pero nunca acepta dinero a cambio. Dejó el negocio después de casarse con mi abuelo porque su círculo de amigos lo consideraban como una práctica inapropiada, casi satánica, aunque muchos eran sus mejores clientes. Sin embargo, no dio su brazo a torcer con la tienda, y se la quedó. Según ella, solo una mujer estúpida confiaría en la discreción y generosidad de un hombre, y eso que mi abuelo estaba enamoradísimo de ella. Una opinión muy progresista teniendo en cuenta la época.
—Por lo que dices, parece una mujer muy interesante.
—Y lo es, desde luego. Pásate por la tienda algún día, y te la presentaré —dijo mientras me ofrecía un segundo panecillo, aunque todavía no me había terminado el primero—. Oh, come un poco más, por favor —me animó—. Todo lo que sobre irá directo a mis caderas.
No tuve más remedio que aceptar el ofrecimiento.
—Bueno, ya ves que me enrollo como una persiana —bromeó—. No sé lo que me pasa. —Una pausa—. Es muy fácil hablar contigo.
—¿Ah, sí?
Nunca lo habría dicho. Había pasado la mayor parte de mi vida sin compañía humana, así que no había desarrollado ninguna habilidad social.
—Eres una persona amable, apetece hablar contigo porque desprendes serenidad —dijo, y luego extendió la mano. Esta vez no le tembló ni un ápice—. ¿Puedo?
Me aparté de inmediato.
—Ah, no lo sé. No es algo que me llame la atención. De hecho, siempre he preferido no saber lo que me depara el futuro.
—No te preocupes. Solo sé lo básico. Las dos manos, por favor. La izquierda muestra el futuro, y la derecha, el pasado.
Posé ambas manos sobre la mesa, con las palmas hacia arriba. Las estudió sin tan siquiera tocarlas.
—¿A qué te dedicas, Amelia?
—A restaurar cementerios.
—¿De veras? Qué interesante. ¿Y en qué consiste exactamente?
Se inclinó y volvió a escudriñar mis manos.
—En resumen, recupero antiguos cementerios que están abandonados, o en estado de deterioro.
—¿Te refieres a sepulcros familiares?
—Y a cementerios públicos también. Después de un par de generaciones, las tumbas caen en el olvido y ya casi nadie las visita. El deterioro es muy rápido. El suelo se hunde, las lápidas se agrietan… Cementerios enteros se ven engullidos por vegetación salvaje que… —Me quedé callada—. Ahora soy yo la que está hablando por los codos.
—En absoluto. Me encantan los cementerios antiguos. Pero nunca me he parado a pensar en el cuidado que exigen. Imagino que el vandalismo supone un gran problema.
—Vandalismo, lluvia ácida, musgo, liquen… Los problemas cambian según el cementerio. El tiempo y la atención que requiere la restauración de un camposanto siempre es diferente. Cada piedra y cada lápida exigen un cuidado distinto. Mi lema es: no causes daños.
—Como el juramento hipocrático —dijo—. Es un lema que podríamos seguir todos.
—Toda la razón.
—Cuando era una niña, me fascinaba pasar las tardes de domingo explorando los cementerios de Charleston. Recuerdo que mi abuela siempre me acompañaba. El Unitarian siempre fue mi favorito. Adoraba las flores silvestres que crecían allí y la historia sobre Annabel Lee. Se supone que fue la inspiración del poema de Poe, ¿lo sabías? Cada vez que visitábamos el cementerio, le rogaba a mi abuela que volviera a explicarme la historia, aunque me aterrorizaba encontrarme con su fantasma. Por suerte, nunca sucedió tal cosa.
Tenía la mirada fija en mis palmas y, de golpe y porrazo, se estremeció.
—Hmm…, qué interesante.
—¿Interesante en el buen o en el mal sentido? —pregunté algo alterada.
—Tienes manos de agua —aclaró—. Di por hecho que serías más de tierra.
—¿Por mi profesión?
—Entre otras cosas.
Suficiente, pensé. Entrelacé los dedos y coloqué las manos sobre el regazo. Clementine no se opuso.
—Tienes unas líneas poco comunes —musitó tras sorber un poco de café—. Pero no soy lo bastante experta para darte una interpretación adecuada. Deberías dejar que mi abuela te leyera la mano. O mi hermana. Posee un gran talento. Me atrevería a decir que es la mejor de la familia.
—Gracias, pero, como ya te he dicho, prefiero no saber lo que me espera.
Se inclinó sobre la mesa.
—Te contaré un secreto. El arte de la quiromancia no se reduce únicamente a una habilidad psíquica. Es un arte, pero también una ciencia. Un buen adivino se parece más a un psicólogo que a un profeta. Basa sus predicciones en una serie de factores que deduce del cliente, y luego sugiere un resultado lógico y probable. Según mi hermana, a nadie le interesa esta metodología. La gente que acude a un vidente lo hace porque se siente atraída por lo místico. En otras palabras, quieren espectáculo, e Isabel se lo proporciona de una forma irreverente. Se hace llamar Madame Sabiduría.
—¿Es una quiromántica profesional?
Madame Sabiduría. Me sonaba de algo, pero ¿de qué?
—Regenta un local en el barrio histórico, cerca de Calhoun.
Empezaba a preocuparme.
—¿Por casualidad no estará enfrente del Instituto de Estudios Parapsicológicos de Charleston?
Clementine abrió los ojos de par en par.
—No me digas que has estado allí. Vaya, vaya, eso sí es una coincidencia.
Ojalá llevaras razón, pensé para mis adentros. Eso tenía un nombre: sincronía.
—El director del instituto es un buen amigo mío —dije—. Cada vez que voy a verle, me fijo en ese local. No tiene pérdida. Hay una mano de neón en la puerta.
—Sí, ese es. Pero que el nombre no te engañe. Isabel se toma su trabajo muy en serio.
La última vez que había estado allí, había pillado a Devlin apoyado en la barandilla de la terraza, junto a una morena de infarto que, entonces, deduje era la vidente. Ahora no me cabía la menor duda: era ella. Por fin las piezas empezaban a encajar; la desconocida con quien le había visto la última noche no era Clementine Perilloux, sino su hermana, Isabel.
Las dos nos quedamos en silencio. Me acabé la taza de café y, dado el nuevo giro de acontecimientos, creí oportuno salir de allí con educación y olvidarme del incidente de la estatua. Había esperado demasiado, por lo que confesar mi indiscreción sería demasiado incómodo para ambas. Pero Clementine me había tratado tan bien que creí que merecía saber la verdad.
Señalé el jardín con la barbilla y dije:
—Uno de los querubines se ha roto.
—¡Ah! Isabel me comentó que anoche John vio a alguien merodeando por el jardín.
El corazón me dio un vuelco.
—¿John?
—Es un detective de policía. Isabel y él… —me acerqué a la mesa—… son muy buenos amigos.
¿Amigos? Tenía la esperanza, y el temor, de que elaborara un poco más la respuesta, pero al ver que no añadía una palabra más, suspiré aliviada.
—¿No estás molesta por lo de la estatua?
Parpadeó.
—Había una muy parecida en el jardín de… donde vivía antes. Aquel lugar no me aportó nada bueno, así que me alegra haberme deshecho de lo único que me lo recordaba.
Por alguna extraña razón, me sentí fuera de lugar.
—Ha sido un desayuno fantástico, pero Angus y yo deberíamos irnos —me disculpé mientras notaba un suave cosquilleo en la espalda.
—Os acompañaré hasta la puerta —dijo ella—. Prométeme que vendrás a visitarme algún día. La próxima vez invitaré a Isabel. Me encantaría que la conocieras. Sé que no soy objetiva, pero es…, bueno, tendrás que comprobarlo por ti misma. Creo que os llevaríais la mar de bien. Tenéis mucho en común.