Capítulo 39

Oí a Devlin gritando mi nombre. Me volví algo adormecida y parpadeé varias veces porque tenía la vista nublada, borrosa. Me miraba fijamente y, tras unos segundos, caí en la cuenta de que me estaba sacudiendo para despertarme.

—¡Amelia! ¿Puedes oírme?

—Sí, puedo oírte. ¿Cómo has sabido dónde encontrarme?

—Essie me ha enviado a buscarte. Estaba preocupada por ti.

—¿Has venido en coche desde Charleston para buscarme?

—Ya estaba aquí —dijo—. No nos hemos visto en casa de Essie por pura casualidad.

—Ah.

Entonces me percaté de que el son de los tambores había enmudecido. El bosque estaba en completo silencio. Estaba tumbada sobre el suelo, y solo podía ver su rostro y las copas de los árboles.

—¿Lo has oído? —pregunté.

—¿Oído el qué?

—El ruiseñor. Siempre canta cuando Darius está presente.

Su voz se tornó más severa.

—¿Has visto a Darius?

—Sopló un puñado de polvos y luego se me apareció en sueños. ¿Crees que los pudo traer desde África?

—Es uno de sus trucos, nada más. Ven —murmuró, y me cogió del brazo—. ¿Puedes sentarte?

Lo intenté, pero todo a mi alrededor empezó a dar vueltas, así que decidí tumbarme de nuevo.

—Necesito un minuto.

—¿Puedes decirme al menos por qué has venido hasta aquí?

—Quiero averiguar quién mató a Robert Fremont.

—¿Por qué?

—Yo… no quiero que te culpen de su asesinato.

—No te preocupes por eso.

—Pero puedo ayudarte —repliqué—. He encontrado tu revólver.

—¿Qué?

—Es cierto. Vi a Rhapsody coger una caja metálica del agujero de un árbol. Dentro había una pistola y, aunque no entiendo de armas, estoy convencida de que era la tuya.

—Quizá todavía estabas soñando —contestó con tono incrédulo.

—No, eso fue antes de que Darius viniera. Lo recuerdo perfectamente.

—¿Y dónde está ese árbol?

—En el cementerio. Puedo llevarte hasta allí, si quieres.

Me ayudó a incorporarme.

—¿Tienes fuerzas para caminar?

Me tambaleé, pero él enseguida me cogió entre sus brazos.

—No pasa nada. Te llevaré.

Enterré la cara en su hombro sin protestar.

—Eres fuerte. Más de lo que aparentas.

—Y tú muy ligera —rebatió—. Has perdido peso desde la primavera pasada.

—Eso es porque me acechan.

—¿Quién te acecha? —susurró.

—Tú.

Contuvo la respiración, pero no musitó nada más hasta que llegamos a la carretera donde yo tenía el coche aparcado. Luego me dejó en el suelo con sumo cuidado.

—¿Hacia dónde?

Señalé el laberinto de lápidas que había en la parte trasera del cementerio.

—Por ahí.

Avanzamos en silencio por el sendero, escuchando el sonajero de hojas. Los fantasmas también se estaban agitando. Percibí una presencia fría a nuestra espalda, pero preferí no mirar atrás. Con Devlin a mi lado me sentía más segura.

Cuando alcanzamos el árbol, metí el brazo en el agujero y palpé el interior en busca de la cajita. Pero no hallé nada.

—Estaba aquí hace poco. Rhapsody ha debido de llevársela.

—No me explico cómo ha conseguido el revólver —dijo Devlin—, si es que es el mío.

—También he pensado en eso. Sospecho que estaba en el cementerio esa noche. Debió de toparse con el cadáver. Quizá pensó que Darius era el responsable y se llevó la pistola para protegerle.

—¿Estás segura de que no sabía que la estabas siguiendo?

—Lo dudo mucho, la verdad.

—Tengo que hablar con ella —resolvió Devlin—. Pero antes quiero llevarte a casa para que no corras ningún riesgo.

—¿Y si se deshace del arma en tu ausencia? ¿O se la entrega a Darius?

—Probablemente, ya lo haya hecho —comentó él.

—Además, estoy de acuerdo en que deberías tener una charla con ella. No tienes por qué llevarme a casa. No tengo miedo. No cuando estoy contigo.

—Da lo mismo —dijo—. Ya tengo miedo yo por los dos.

Pero Devlin no parecía en absoluto asustado.

Atravesamos de nuevo el cementerio para llegar al coche. Abrió la puerta y la sujetó para que entrara. A pesar de todo lo acontecido, me moría por besarle. Quería reivindicar mi derecho, en caso de que Mariama estuviera espiándonos entre las sombras, lo cual era una estupidez, porque todavía no sabía qué era capaz de hacerme. De hacernos.

—¿Y tu coche? —pregunté.

—Volveré más tarde. No puedes conducir hasta casa en este estado. Además, no pienso dejarte sola hasta que averigüemos qué se trae Darius entre manos.

Rodeó el vehículo y subió. Apoyé la cabeza en el asiento y estudié su perfil.

—Hace frío aquí —observé—. ¿Lo notas?

—Encenderé la calefacción.

—No servirá de nada.

Frunció el ceño sin apartar la vista de la carretera.

—¿Por qué dices eso?

«Porque ella emana este frío».

Miré de reojo el asiento trasero. La mirada oscura de Shani se cruzó con la mía y la pequeña se llevó un dedo a los labios.

Seguía tiritando cuando llegamos a casa, aunque el espíritu de Shani se había esfumado hacía varios minutos. Devlin me llenó la bañera con agua bien caliente. Cuando se dispuso a marcharse del cuarto de baño, le cogí de la mano para impedirle que me dejara sola. Con aquella mirada oscura y de párpados caídos, me desvistió y me metió en el agua. Quizá fuera por todo lo que habíamos pasado juntos, o porque seguía bajo los efectos de la droga de Darius, pero no me avergonzaba desnudarme ante él. Ni siquiera me ruboricé cuando él se arrodilló junto a la bañera para frotarme con la esponja.

Después, nos tumbamos en la cama y me acurruqué entre sus brazos.

—¿Mejor? —preguntó.

—Sí.

—Pero estás temblando.

—No es del frío.

Me estrechó para ofrecerme su calor.

—¿Vas a huir esta vez?

—No quiero, pero es posible que no me quede otra opción —admití, y le miré—. Hará todo lo que esté en su poder para separarnos.

—¿Quién?

—Mariama.

Devlin no se movió, pero enseguida noté que se abría un abismo entre nosotros.

—Mariama está muerta.

—Pero sigue aquí. Y tú lo sabes muy bien. Sentiste aquella ráfaga de viento en tu casa. Sentiste su presencia. No ha pasado página, y Shani tampoco.

Al pronunciar el nombre de su hija, tensó todo el cuerpo.

—¿De qué estás hablando? Están muertas. No pueden volver. Lo sé mejor que nadie.

—Pero siguen aquí. Las he visto.

—Has debido de soñarlo… o alucinarlo —espetó—. Y punto.

—John…

—Para —interrumpió, y apartó la mirada.

Me tumbé y clavé la mirada en el techo de mi habitación. Quería de todo corazón ayudar a Shani, pero él aún no estaba preparado para escuchar la verdad. No quería dejarla marchar. Y quizás ese día jamás llegaría.

La habitación estaba completamente a oscuras cuando me desperté. Devlin seguía tumbado sobre el edredón, y yo enroscada junto a él. Habría deseado quedarme así para siempre, pero todavía notaba el amargor de la droga de Darius en la lengua, así que me levanté y fui al cuarto de baño para cepillarme los dientes y quitarme ese sabor. Cuando volví a la habitación, sentí el frío de inmediato. La luz de la luna se colaba por las ventanas y su resplandor pálido me permitía ver a Devlin con perfecta claridad.

Una luz espectral se cernía sobre él. Al igual que Shani, Mariama había encontrado el modo de irrumpir en mi santuario, aunque no había podido adentrarse del todo.

Debí de hacer algún ruido porque, de repente, me fulminó con la mirada. La rabia que sintió al verme allí le otorgó la energía que necesitaba para manifestarse. En un abrir y cerrar de ojos, se abalanzó sobre el detective y le besó con sus labios de hielo.

El terror me paralizó de pies a cabeza. Me quedé de pie, observando cómo Mariama absorbía su fuerza vital. Presentía que también se estaba alimentando de mi miedo, así que respiré hondo y utilicé hasta la última gota de mi fuerza de voluntad para ocultar mis emociones.

Para mi sorpresa, el espíritu se esfumó al instante. ¿De veras era tan fácil deshacerse de ella? ¿O su presencia había sido fruto de mi imaginación?

Me acerqué a Devlin y posé una mano sobre su pecho para notar el latido de su corazón. De repente, se levantó de la cama y me sacudió con brusquedad. Me miraba con los ojos ciegos, y pensé que quizá seguía dormido. O que tenía a Mariama metida en la cabeza.

—No pasa nada. Soy yo. Amelia.

Me cogió de la mano, y por un instante pensé que iba a apartarme.

—¿John?

Tenía la mirada encendida e imperturbable. Poco a poco, entrelazó sus dedos con los míos y me rodeó la espalda con un brazo. Después deslizó la otra mano por mi pecho, acariciándome el estómago, rozándome el interior de los muslos, y solté un suspiro rasgado. Apenas me apretaba contra él, de modo que me habría sido muy fácil rechazarle, pero no quería. Si Mariama todavía andaba a mi acecho, mi yo más perverso ansiaba que fuera testigo de cuánto me deseaba su marido.

Se puso en pie para despojarme de toda la ropa e hice lo mismo, le quité la camisa por la cabeza y le desaté el cinturón. Llegados a ese punto, solía sentirme insegura de mí misma, pero ese día me sentía envalentonada, y de pronto me vino a la memoria algo que Darius había dicho en mi sueño: «Cuentas con un poder inmenso que no explotas porque no sabes cómo utilizarlo».

Los dos estábamos desnudos, mirándonos a los ojos con el reflejo de la luna como única luz. Me pasó una mano por el pelo, y varios mechones resbalaron entre sus dedos. Me cogió por la nuca y me regaló un beso que duró varios segundos. Sentía que una bomba estaba a punto de estallar. Me temblaba todo el cuerpo y, sin embargo, jamás había sentido tanto control de la situación. Fui bajando la mano hasta encontrarle, y él gruñó en mi boca.

—No pares —murmuró.

No tenía intención alguna de detenerme. De hecho, acababa de empezar. No era una novata en la cama, aunque tampoco una experta. Pero sabía perfectamente cómo complacerle. Un roce con la lengua, un susurro y ya era mío.

Habría jurado notar el aliento gélido de Mariama en el cuello cuando me arrodillé ante él. Incluso percibí el tacto frígido de su mano sobre la mía, tratando de guiarme. Pero cuando miré por encima del hombro no aprecié su rostro espectral en el espejo, sino el mío. Me brillaban los ojos y había torcido los labios en una sonrisa secreta.

—Sí, mírate —farfulló Devlin cuando cruzamos nuestras miradas en el cristal—. Mira lo que haces.

Me levanté con suma lentitud, frotándome contra su cuerpo, y le abracé antes de fundirnos en un apasionado beso. De pronto, me apartó y me estudió el rostro.

—Esta noche te veo distinta.

—¿Ah, sí?

—Estás radiante. Es como si hubieras despertado algo que invernaba en tu interior.

—O quizá sea que esté…

—¿Qué?

Enamorada.

Pero no tuve el valor para pronunciar aquella palabra en voz alta.

—Quizás es que te desee —respondí.

Se le encendió la mirada.

—Ven aquí, entonces.

Las ventanas se habían empañado, arropándonos con una luz brumosa. Si algún fantasma asomó la nariz para vernos, no me di cuenta. Había puesto toda mi atención en Devlin y en ese calor vibrante que manaba de mi interior.

Nos dejamos caer sobre la cama y me deslicé encima de él. Me sujetó por las caderas y empezamos a movernos lentamente, hasta encontrar nuestro ritmo.

Nos movíamos como la marea de un océano, y me incliné para besarle. De inmediato, sentí su húmeda lengua en la boca. Se incorporó y lo envolví con mis piernas. Aquel cambio creó una nueva fricción, una presión distinta y resollé cuando me penetró, pues no me esperaba esa sensación.

Nos compenetrábamos como dos amantes expertos. Cuando oí a Devlin decir mi nombre con su acento sureño, cerré los ojos y me entregué por completo a él.

Me desperté en una cama vacía en mitad de la noche. Lo encontré sentado en la terraza, con la mirada fija en el columpio que se balanceaba hacia delante y atrás. Parecía que el vaivén le había hipnotizado. Observé la estampa y no pude evitar contemplar a Shani disfrutando en ese columpio, estirando las piernas para tomar impulso, luciendo su vestido azul.

Devlin ni se molestó en mirarme cuando me senté a su lado. Era como si no pudiera apartar la vista del jardín.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —pregunté.

No hubo respuesta.

—¿Estás bien?

—No sopla el viento —dijo, y luego se giró. Al ver su expresión, se me aceleró el corazón—. No sopla el viento.

—Lo sé.

—Explícame entonces cómo es posible —murmuró.

Le acaricié el brazo y, aunque una parte de mí esperaba que se retrajera, me cogió de la mano. Tenía la piel helada, así que intuí que debía de llevar a la intemperie un buen rato.

—Ya lo sabes —susurré—. Tú también presenciaste esas ráfagas de viento tan extrañas en tu casa.

Arrugó la frente.

—Es una casa vieja.

—Estoy convencida de que en tu casa has sentido frío. Seguramente, también hayas visto fluctuaciones eléctricas. Sonidos inexplicables y perfumes conocidos.

—¡Es imposible! —gritó.

Comprendía su enfado. Le estaba forzando a afrontar algo que durante años se había empeñado en mantener enterrado.

—Siguen aquí, John.

Cerró los ojos y se estremeció.

—Shani está en el columpio. Pero eso ya lo sabes, ¿verdad? Lleva un vestido azul y una cinta en el pelo.

Devlin me miró horrorizado.

—La enterramos con un vestido azul. ¿Cómo diablos lo has sabido?

—Porque la estoy viendo. Veo fantasmas. Heredé esa habilidad de mi padre. Desde la noche en que te conocí, Shani no se ha separado de ti. Lleva mucho tiempo tratando de decirte algo, pero no puedes escucharla. No puedes verla.

—Dios mío —musitó, y se llevó las manos a la cabeza.

Se me había formado un nudo en la garganta, pero me lo tragué y proseguí:

—Tu sentimiento de culpa y tu dolor la mantienen anclada a este mundo, pero ha llegado el momento de que siga adelante. Debes dejarla marchar.

Atisbé el destello del anillo de la pequeña en el jardín, el mismo anillo que había dejado sobre su tumba esa misma tarde. Suponía que lo había dejado allí para que lo encontrara, porque sabía que su padre necesitaría una prueba fehaciente para creerme. Lo recogí y se lo entregué.

—¿Acaso no es este su anillo?

Devlin miró incrédulo el anillo y cerró el puño.

—¿De dónde lo has sacado?

—Me lo dio ella. Es su forma de comunicarse conmigo.

Inspiró hondo.

—Le regalé este anillo por su cumpleaños. Lo llevaba cuando…

—Lo sé. Pero ¿cómo, si no, lo habría conseguido? Se lo he llevado dos veces a la tumba, y dos veces me lo ha devuelto.

—Imposible —repitió.

De pronto, el columpio dejó de balancearse y Shani apareció a su lado. Acarició la mejilla de su padre con sumo cariño.

—Puedes sentirla, ¿no es así? Concéntrate.

Cerró los ojos de nuevo y acercó una mano a la cara.

—Estás tocando su mano con los dedos.

Y así se despojó de su armadura estoica.

—Shani…

—Está aquí, John. Siempre lo ha estado.

Sollozaba y, entre lágrimas, suspiró.

—Huelo a jazmín.

—Sí. Es ella.

La niña se agachó y apoyó la cabeza sobre la rodilla de John. Él, de forma automática, se llevó la mano a la pierna.

—Lo que ocurrió no fue culpa tuya —continué—. Quiere que lo sepas.

Ese no era el mejor momento para contarle todo lo que Mariama había hecho. Esos segundos con su hija eran demasiado valiosos como para estropearlos.

—Debería haberla protegido. —Su voz sonaba atormentada, y eso me partió el corazón—. Debería haber estado ahí para salvarla.

—Ya es hora de que te liberes de tu culpa. Debes hacerlo para que tu hija pueda pasar página de una vez por todas. Pero una parte de ella siempre estará aquí, contigo. Ocupará un lugar muy especial en tu corazón. Necesita saber que estarás bien sin ella, que aceptas que se marche.

Extendió los dedos y Shani cogió el anillo. La gema granate relucía bajo las estrellas, y la pequeña se lo puso. Devlin no salía de su asombro. No podía ver a su hija, por supuesto, pero presenció cómo el anillo flotaba de su palma.

—Shani —murmuró.

Cogió la mano de su padre y después la mía. Sentí un escalofrío.

—Tengo miedo —dijo la niña.

—¿De qué tienes miedo? —pregunté.

—El hombre malo no deja que me vaya. No me dejará salir de ese lugar tan oscuro. ¿Me ayudarás? —suplicó.

—Sí.

—¿Lo prometes?

—Sí, lo prometo.

Dejé a Devlin en la terraza. Se merecía un momento a solas, y a mí me urgía resolver el misterio de encontrar a Shani. Darius había dicho que, si quería ayudarla, no tendría más remedio que cruzar al otro lado. Pero ¿cómo saber a ciencia cierta que no era otra de sus tretas?

Me encerré en el cuarto de baño y vacié todos los bolsillos de mis vaqueros desgastados hasta dar con el vial de polvo gris. Había sido un sueño, pero Darius se las debía de haber ingeniado para encontrar el momento perfecto y deslizar la ampolla en mi bolsillo. En realidad, no me sorprendió encontrarlo ahí, ya que, después de todo, me lo había dado por una razón. Y cuando cruzara la frontera que separaba ambos mundos, él estaría esperándome al otro lado.

Salí del baño y fui a la cocina. Observé ese polvo reluciente durante un buen rato, con la advertencia de Devlin rondándome por la cabeza: «Paraliza el corazón y provoca la muerte».

Pero ¿cómo, si no, iba a colarme por el velo? Albergaba la esperanza de que pudiera regresar. Por mucho que cavilé, no se me ocurrió otro modo de llegar a Shani.

Espolvoreé la sustancia sobre la palma de mi mano y acerqué la nariz. Percibí una esencia suave, pero no me resultó desagradable. Antes de que pudiera cambiar de opinión, inhalé el polvo. Al principio, no noté ningún cambio aparente. Mis constantes vitales se mantuvieron y no me invadió una sensación de letargo. Por suerte, tuve la claridad mental de sentarme en el suelo, porque, un segundo más tarde, una luz blanca cegadora explotó en mi cerebro.

Oía un molesto zumbido en los oídos y el pecho me vibraba. Después, abrí los ojos poco a poco, como si estuviera despertándome de un sueño muy profundo. Al principio, no adiviné dónde estaba, pero en cuanto miré a mi alrededor percibí una extraña familiaridad. El cielo estaba teñido del color del crepúsculo, y advertí una espiral de neblina en la distancia.

Ante mí se abría el pórtico de un majestuoso cementerio. Distinguí hileras infinitas de estatuas y monumentos, pero enseguida caí en la cuenta de que no eran esculturas, sino siluetas de muertos. Estaba en el Gris, ese espacio nebuloso entre la Luz y la Oscuridad.

Darius Goodwine apareció a mi lado y extendió un brazo hacia el cementerio.

—Para cruzar el umbral y entrar en el reino de los muertos, debes tener un guía —dijo.

No confiaba en él. De hecho, de haber tenido la oportunidad de escoger, habría preferido a cualquier otro guía. Estaba segura de que quería algo de mí, pero, en ese instante, mi única preocupación era encontrar a Shani.

—Ya sabes por qué estoy aquí —murmuré—. ¿Dónde está?

Darius se encaminó hacia el cementerio.

—Ahí —respondió, y desapareció tras el pórtico.

Le seguí sin inmutarme y me adentré en un mundo aún más gris, donde legiones de espíritus me observaban con su mirada opaca. Reconocí a muchos de mis antepasados, tanto lejanos como recientes. No me pasó desapercibido el linaje de los Asher. Ahí estaba mi madre biológica, Freya. Y también toda la familia de mi padre. Me habría encantado charlar con todos mis ancestros, pero las palabras de Essie sonaban como una alarma en mi cabeza: «Vigila el tiempo».

Nos estábamos acercando a la parte trasera del cementerio. Allí, la atmósfera grisácea se tornó más oscura que la propia noche. Ante mí se alzaba un bosque de árboles inmensos y sombras espeluznantes.

—La encontrarás ahí —dijo Darius.

—¿Cómo lo sabes?

—Escucha.

Ambos nos quedamos en silencio, y por fin oí las notas de una canción de cuna. Shani me estaba mostrando el camino hasta ella.

Me volví hacia Darius.

—¿Me vas a acompañar?

—Aquí acaba nuestro viaje juntos —contestó—. Deberás hacer el resto del camino tú sola.

—¿Por qué?

Sin embargo, en lugar de darme una respuesta, sonrió y desapareció entre la niebla. Seguí el sendero que serpenteaba entre los árboles. Una mujer apareció en mitad del camino, justo delante de mí. Me resultó familiar y deduje que era otro de mis ancestros. No parecía mayor, pero lucía una cabellera tan blanca como el algodón, y no tenía ojos.

Me quedé mirando aquellas cuencas vacías y me entraron escalofríos.

—¿Quién eres?

—Me llamo Amelia Gray —dijo.

Ahogué un grito.

—Eso es imposible. Yo soy Amelia Gray.

—Antaño fui lo que tú eres —susurró—. Y algún día te convertirás en lo que yo soy ahora.

Aquella profecía me aterrorizó.

—Necesito encontrar a una niña. Se llama Shani. ¿La has visto? Creo que está escondida entre los árboles.

—No penetres en la Oscuridad —me avisó—. Jamás lograrás encontrar la salida a tiempo. Eso es lo que él pretende.

—¿Él? ¿Quién?

—El hombre alto —dijo—. Quiere hacerte daño. Él y esa mujer. Ella desea permanecer en el mundo de los vivos, y tú eres justo lo que necesita para conseguirlo.

De pronto, recordé la descripción que hizo el doctor Shaw del polvo gris: «Pasado cierto tiempo, el cuerpo físico no puede resucitar. La carcasa se pudre, muere y, en algunos casos, es ocupada por otro espíritu».

¿Por eso me habían tentado a cruzar el velo? ¿Para que el fantasma de Mariama invadiera mi cuerpo?

—Retrocede —insistió aquella mujer.

—No puedo. No hasta que ayude a esa niña a…

—Chis —interrumpió, y ladeó la cabeza—. ¿Lo oyes?

Escuché con atención. No capté ningún sonido, salvo un suave zumbido que parecía un enjambre de abejas.

—Están pululando por aquí —dijo.

—¿Las abejas?

—No, los fantasmas —musitó, y se esfumó.

Pero, aun así, abandoné el Gris y me adentré en el bosque. En el Oscuro. Observé a mi alrededor y vislumbré varias sombras correteando entre los árboles. Una criatura etérea y sobrenatural se arrastraba entre la maleza. Sin embargo, eso no me impidió continuar avanzando hasta el mismo corazón del bosque. Y entonces me percaté de que quizás aquella vidente tuviera razón. Era más que probable que no hallara la salida a tiempo. Mi cuerpo físico tiraba de mí, pero ignoré su llamada y seguí adelante. Ya no oía la melodía y, por un segundo temí haberme alejado de Shani.

Grité su nombre y, de repente, capté el atisbo de la pequeña entre los matorrales.

—¡Ven a buscarme, Amelia!

—¡Lo estoy intentando! ¿Dónde estás?

—Aquí.

Corrí hacia su voz infantil y angelical. Shani me estaba esperando en un claro, pero no estaba sola. Una silueta se cernía sobre ella. Aquella criatura llevaba una capa oscura que le tapaba el rostro. La mano que se retorcía alrededor de la muñeca de la niña tenía las uñas curvadas de una zarpa.

—Suéltala —ordené.

—Demasiado tarde —se burló—. Se te acaba el tiempo.

Arrastró a Shani hacia las profundidades del bosque. Sin pensármelo dos veces, les seguí los pasos, a pesar del miedo y del apremio de mi yo terrenal. Llegamos a otro claro iluminado con antorchas. Por algún motivo, sospechaba que ese lugar no era el Cielo ni el Infierno. No estábamos en la Luz, pero tampoco en la Oscuridad, sino en un reino ideado por mí. Por tanto, si yo había creado ese mundo, podía controlarlo.

—Ven conmigo, Shani —rogué.

La criatura le apretó la muñeca, y la pobre niña empezó a lloriquear.

Me arrodillé y le ofrecí mi mano.

—Sé que has intentado comunicarte con tu padre. Sé lo que, en realidad, ocurrió aquel día, lo que tu madre te hizo, pero ya no puede hacerte daño. No voy a permitírselo. Por favor, ven conmigo.

Alargó la mano y, cuando nuestros dedos se rozaron, el monstruo se disolvió en una bruma oscura.

La cogí en brazos y la abracé durante unos segundos.

—Voy a llevarte a un lugar seguro —murmuré.

—Y bonito —añadió.

Salí del bosque y de inmediato me embriagó un aroma a jazmín. El perfume nos llevó hasta un jardín donde Robert Fremont nos estaba esperando.

—¿Qué haces aquí? —pregunté—. Estás atrapado en el mundo de los vivos. Todavía no hemos encontrado a tu asesino.

Él desvió la mirada hacia Shani.

—No importa. En realidad, nunca importó.

Y por fin até cabos.

—Ese no era el motivo que te mantenía anclado en mi reino, ¿no? Estabas esperándola.

—No lo sabía —admitió maravillado—. Hasta ahora.

Recordé los informes de las autopsias que todavía guardaba en el coche. El grupo sanguíneo me habría revelado la verdad, pero no había estado atenta a las señales. Shani era la hija de Robert Fremont.

Pensé en Devlin. Mi pobre Devlin. Decidí que jamás se enteraría de la verdad por mí. Mariama le había arrebatado a Shani una vez. Y me negaba en rotundo a hacerle pasar de nuevo por ese calvario.

El sol empezaba a desperezarse. Los primeros rayos de luz que se colaban por la valla del jardín eran demasiado brillantes. Tuve que apartar la mirada. Shani y Robert caminaron con paso firme hacia la valla. La niña titubeó durante un segundo y miró hacia atrás. Robert ya había desaparecido, pero ella se quedó en el umbral de la puerta y se llevó un dedo a los labios.

Percibí una presencia y me giré.

Devlin estaba detrás de mí.

—Es imposible que estés aquí. A menos que hayas…

Me miró con tristeza, con nostalgia.

—No, no puedes estar… —murmuré—. No estoy dispuesta a dejar que eso ocurra.

—Tienes que regresar —dijo él—. No te queda tiempo.

—No quiero regresar. No sin ti. Por favor, ven conmigo.

—No puedo.

Desvió la mirada hacia la valla, donde Shani seguía esperando.