«Observa lah señaleh, chica. Y vigila el tiempo».
Medité sobre el mensaje críptico de Essie durante todo el camino de vuelta al cementerio. Las señales se podían traducir en las sincronías y coincidencias que me estaban persiguiendo desde la primera noche en que pisé el jardín de Clementine. Pero ¿se me habían pasado por alto otras señales? ¿Y cómo se suponía que iba a vigilar el tiempo?
«La raí pue se oscura o clara. Ten cuidao en quién confíah».
Quizá sí estaba al corriente de las últimas noticias y sabía que Darius había vuelto a la ciudad. Essie se había mostrado vagamente precavida y, por un instante, pensé que podría ser su forma de advertirme sobre él.
Ladeé la cabeza y de inmediato noté ese martilleo que anunciaba una migraña horrible. De pronto, todas esas advertencias oscuras, señales y pesadillas se arremolinaron en la parte delantera del cerebro. Anhelaba aquellos tiempos en que mi única preocupación era la de evitar a los fantasmas. Me temía que esa época no volvería a repetirse jamás. Había desobedecido cada una de las normas de mi padre y varios fantasmas habían invadido mi santuario, pero ahora no tenía tiempo para compadecerme de todo eso. Albergaba la esperanza de que, si encontraba al fantasma de Shani y le ayudaba a romper las cadenas que le ataban a este mundo, podría conservar mi tranquilidad.
Una vez más, atravesé el pórtico de acceso al camposanto y me abrí camino hacia su tumba. Me senté en el suelo y esperé a que anocheciera. Para ser franca, estaba muerta de miedo. No en todos los cementerios habitaban fantasmas, y prueba de ello era Oak Grove, donde no merodeaba ni un solo espíritu. Pero tenía la corazonada de que, a pesar de las precauciones tan minuciosas que esa pequeña comunidad llevaba a cabo antes y después del entierro, cuando llegara el ocaso Chedathy estaría plagado de entidades.
Aunque, a decir verdad, junto a la tumba de Shani apenas se oía una mosca. De hecho, el silencio era tan aplastante que reconocí un lejano murmullo de voces. En cuanto el sol se deslizó tras las copas de los árboles, un grupo de hombres cargados con palas abandonó el cementerio. Deduje que habían venido a cavar la tumba del señor Fremont, lo que me hizo pensar en el lugar de descanso de Robert, a casi setenta kilómetros de Charleston, en el cementerio de Coffeeville.
Según la propia Tamira, le habían enterrado allí para liberar su espíritu de Mariama. Pero, a pesar de los kilómetros que los separaban, el pobre Robert no había podido descansar. ¿Cómo se mediría la distancia y el tiempo detrás del velo? Sin embargo, quien perturbaba sus sueños no era Mariama. Robert no descansaría hasta encontrar a su asesino y llevarlo ante la justicia.
Anocheció y la temperatura descendió en picado. Tiritando, encogí las piernas y apoyé la barbilla sobre las rodillas, esperando ansiosa a que la paz del día se esfumara y la oscuridad nocturna se arrastrara desde las ciénagas. El resplandor que se apreciaba en el horizonte empezó a apagarse y, como era habitual, se levantó una suave brisa que agitó las hojas marchitas. Sonaban como un badajo, pero el ritmo me desconcertó. Transmitía una energía extraña y se me disparó el pulso. Justo entonces percibí otro sonido, el sonsonete de una canción de cuna. Incliné la cabeza y agucé el oído.
El pequeño Dicky Dilta tenía una mujer de plata. Cogió un bastón y le partió la espalda, para venderla a un molinero. El molinero no quiso quedársela, así que la arrojó al río.
Me levanté y seguí ese cántico a través del cementerio. Sin embargo, no era Shani quien me llamaba. La voz pertenecía a alguien mayor que ella, a alguien, sin duda, mucho más mundano, porque no percibía el eco metálico del otro lado. Pero oír aquella rima infantil en el cementerio de Chedathy debía significar algo. Sin duda era una de esas señales que tanto Clementine como Essie me habían aconsejado que vigilara.
A medida que me acercaba al claro del bosque donde Tamira me había llevado antes, me deslicé con suma cautela y me escondí tras el mismo árbol desde el que había espiado a Robert y Mariama. Escuché inquieta la canción unos segundos más, y luego me atreví a asomarme y a echar un vistazo.
Rhapsody estaba sentada en el suelo, revolviendo una caja de hojalata mientras canturreaba la canción. Alrededor de ella advertí un montón de raíces en bolsitas, y botes diminutos llenos de polvos y hierbas. Se guardó uno de los viales en el bolsillo de la chaqueta, y puso el resto en la cajita antes de cerrar la tapa. Después se levantó y escondió la caja en las profundidades de un agujero de un árbol.
Se apresuró a marcharse de allí, pero, en lugar de venir hacia mí, se escabulló hacia la parte de atrás del cementerio, donde tenía aparcado el coche. Me sentía atrapada entre la espada y la pared. Una parte de mí deseaba huir de allí lo antes posible; otra, hurgar en el interior de esa cajita metálica. No me enorgullecía haber acechado a una niña, pero el hecho de que hubiera tarareado la misma melodía que Shani había entonado para guiarme hasta el jardín de Clementine no podía ser fruto de la casualidad. Tenía que significar alguna cosa. Era una pista. O quizás un mensaje del fantasma de la pequeña.
Corrí a toda prisa hacia el árbol y metí el brazo en el agujero de la corteza. Enseguida noté el metal frío de la cajita. Después, caja en mano, me arrodillé en el suelo y abrí la tapa. Ahogué un grito al ver lo que escondía. No era ninguna experta en armas, pero me habría jugado el cuello a que aquel revólver era el 38 de Devlin. No lograba explicarme cómo había llegado a manos de Rhapsody. Era imposible que estuviera implicada en el asesinato. No era más que una niña. Asustada, cerré la cajita y volví a guardarla en el agujero. Luego salí en búsqueda de Rhapsody.
Había oscurecido, pero la luna todavía no había aparecido. De vez en cuando, vislumbraba su silueta menuda moviéndose entre los árboles. A lo lejos, se oía un cántico escalofriante acompañado del ritmo seductor de un tambor. Rhapsody saltó la valla, atravesó la calle y desapareció tras el lindero del bosque. Dudé por un instante, pero la seguí.
En el bosque reinaba una penumbra absoluta, y ni siquiera alcancé a ver hacia dónde se dirigía la pequeña. Me dejé guiar por esos redobles y crucé varias cortinas de hiedra y musgo negro. El suelo que pisaba se tornó más blando, señal de que me aproximaba a las ciénagas. La atmósfera olía a salmuera y humo mezclados con una esencia que no fui capaz de identificar.
Serpenteé entre los árboles que bordeaban un claro y atisbé una multitud que se había reunido allí. Todos golpeaban el suelo con bastones y varas para crear un tempo frenético. En el centro del claro, varios bailarines se movían en sentido contrario al de las agujas del reloj, alrededor del círculo, pisoteando y dando palmas al ritmo del compás, gritando cuando les venía en gana.
Era una celebración de júbilo. Aunque no había indicios para ello, me sentía amenazada. No por el ritual o el vapuleo de los bastones, o por los bailarines, sino por algo que merodeaba en ese bosque. Notaba el frío decadente de espíritus acechantes. No sabía si se acercaban atraídos por el ritual o por mí. Un poco de ambas cosas, sospechaba, porque la sinergia generada por aquella ceremonia era asombrosa.
Quizás aquel ritmo incesante me había hipnotizado, y por eso no me percaté de aquella gigantesca sombra hasta que la tuve encima.
Distinguí el trino de un ruiseñor un segundo antes de que me rociara unos polvos relucientes. Intenté contener la respiración, pero fue inútil, porque la sustancia se filtró por mi piel. Cuando por fin abrí la boca para coger aire, saboreé el amargor de un alcaloide en la lengua.
El corazón cada vez me latía más despacio. Mis movimientos se volvieron torpes. No noté ni una pizca de dolor ni de miedo. Me sentía arropada por un manto de paz y de ensueño, aunque oía un zumbido incesante en los oídos. Era una miríada de sonidos, pero, si prestaba atención, podía separarlos del repiqueteo y de los cánticos del ritual. En lo alto de un árbol, el gorjeo de un ruiseñor. A lo lejos, el sonido de una tremenda carcajada. Incluso oí a Essie llamando a Rhapsody.
Aquellos ruidos eran reales, no me los estaba imaginando. No eran fruto de un alucinógeno o cualquier otra sustancia química. Probablemente, había entrado en un estado de conciencia alterado, pues, de repente, miré hacia abajo y vi mi cuerpo yaciendo sobre el suelo.