Capítulo 35

Al día siguiente, cogí el coche y conduje hacia el sur, hasta el condado de Beaufort, con el anillo granate en el dedo meñique. A pesar de las pocas horas que había dormido y de que me había pasado toda una mañana limpiando maleza en el cementerio de Oak Grove, no podía quitarme de la cabeza a Shani. La pequeña había encontrado un modo de meterse en mi casa. El corazón dibujado en el espejo del baño había sido su primer intento, o eso sospechaba. Si había conseguido entrar, otros podrían hacer lo mismo.

Desde niña, el suelo sagrado había sido mi única protección infalible. Mi única vía de escape. Pero mi refugio se había desmoronado. Shani había penetrado en él y, al hacerlo, había acabado con mi ilusión de tener un paraíso en calma. Ahora, sin las normas de mi padre y sin un santuario, todos los muros que me separaban de los fantasmas se habían desmoronado.

Mi única esperanza era ayudarla a pasar página antes de que guiara a otros espíritus hasta mí. Y la única pista que tenía para encontrarla era el anillo que me había dejado. Lo había traído desde su tumba, así que la lógica me decía que debía empezar a buscar en el cementerio de Chedathy.

Sin embargo, tenía otros asuntos de los que ocuparme en el condado de Beaufort antes de ir al cementerio. Shani no era la única a quien había prometido ayudar. Robert Fremont seguía aquí, en algún lugar. Estaba manteniendo las distancias por alguna razón que desconocía, pero no me cabía la menor duda de que se materializaría en cualquier momento para pedirme respuestas, ya fuera una mañana frente al puerto o junto a mi coche, en Oak Grove.

Me pregunté si se habría enterado del asesinato de Tom Gerrity. ¿Por eso me había enviado al despacho del detective privado? Tenía una corazonada y casi me obligó a ir allí. Quizá fue una visión o una premonición. Al igual que su memoria, sus profecías parecían ir y venir. Pero, después de todo, estaba muerto, así que decidí ser un poco más tolerante con él.

Mi primera parada fue en la oficina del forense del condado de Beaufort. No había tenido tiempo de preparar una presentación sutil y elegante para caerle en gracia, pero tenía la tarjeta de Regina Sparks en el bolsillo. Estaba dispuesta a utilizarla si era necesario, junto con una perorata sobre la ley de transparencia de Carolina del Sur. Sin embargo, resultó que lo único que tuve que hacer fue presentarme.

—Amelia Gray —saludó la mujer que había tras el escritorio con tono burlón, mientras se rascaba la cabeza con un lápiz. Llevaba un cardado digno de admiración. Por un instante, pensé que sería un acto de rebeldía, pero me dio la sensación de que llevaba ese mismo peinado desde los sesenta—. Tengo una nota para ti por aquí —dijo, y se puso a rebuscar entre todo el papeleo que ocupaba el escritorio. Al final sacó un sobre de papel Manila con un post-it de color rosa—. Ah, aquí está. Vienes a recoger unos informes para Regina Sparks. Garland dejó bien claro que te diera todo lo que necesitaras.

—Muchas gracias —murmuré, contenta. Iba a ser mucho más sencillo de lo que creía.

La mujer me lanzó una mirada de reproche por encima de las gafas.

—No hacía falta que vinieras hasta aquí, ¿sabes? Podría haber enviado la documentación por correo electrónico a la oficina del forense del condado de Charleston.

—Tenía que pasar por la zona, así que he aprovechado el viaje.

—Bien, pues aquí tienes —dijo, y me entregó el sobre.

Lo acepté a regañadientes.

—¿Qué es?

Arqueó una ceja demasiado depilada.

—¿La documentación? ¿Es que no has venido hasta aquí para eso? Comprueba que estén todos los informes antes de irte. Sería una lástima que, después de tantas horas de viaje, te dejaras algo.

—¿Cómo sabías qué informes necesitaba?

—Garland me lo dijo —contestó, y me miró con curiosidad—. ¿Algo anda mal?

—No, es solo que… No.

Abrí la solapa y revisé las páginas. Me quedé de piedra cuando leí los nombres. Até cabos enseguida. Regina había supuesto que el amigo de quien le había hablado era Devlin. Los informes de autopsia que había solicitado eran los de Shani y Mariama.

—Por lo visto, falta uno —dije—. ¿Regina no pidió el informe de un tipo llamado Robert Fremont?

Contuve el aliento, rezando por no haber encendido ninguna alarma.

—Garland no lo mencionó, pero quizá se despistó. Ya no es un chaval, aunque se niega a reconocerlo. —Tamborileó los dedos sobre el teclado del ordenador—. ¿Has dicho Robert Fremont? ¿De qué me suena ese nombre?

—Fue policía en Charleston, y le abatieron aquí hace un par de años.

—No recuerdo los detalles, pero el nombre me resulta familiar. ¿Han aparecido nuevas pruebas sobre el caso?

—No lo sé. Regina no me lo ha comentado. Se supone que debo recoger los análisis de la autopsia y ya está.

Estudió la pantalla.

—Te aconsejo que te pongas cómoda. Hoy vamos a paso de tortuga. A ver, ¿se deletrea F-r-e-e-m-o-n-t?

—No, solo una e.

—De acuerdo, más despacio.

Temía que tuviera que comprobarlo con el forense antes de entregarme los informes o, peor todavía, verificarlo con Regina. Sin embargo, oí el zumbido de una impresora y, segundos más tarde, me dio una única hoja de papel.

—Este es el resumen —dijo—. Si Regina necesita el informe entero, tendrá que presentar una solicitud formal. Aunque ella ya lo sabe.

—Esto servirá —dije, y guardé el folio con los demás documentos—. Gracias otra vez por tu ayuda.

—Ningún problema. Cuídate.

Salí corriendo del edificio y me subí al todoterreno rápidamente, antes de que alguien pudiera detenerme. Saqué los informes y los ojeé. Luego, más serena, los releí con más atención. Algo me fastidiaba, pero no sabía el qué. Todo parecía estar en orden. No hubo nada que me llamara la atención, así que los guardé de nuevo en el sobre y los dejé a un lado.

El cementerio de Chedathy y el fantasma de Shani me estaban esperando.

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De camino a la necrópolis, decidí hacer una breve parada en el puente contra el que Mariama había estrellado el coche. Ya había estado ahí antes, cuando Shani apareció por primera vez en mi jardín. Pensé que, visitando el lugar del accidente, donde había perdido la vida, podría encontrar respuestas. Por aquel entonces, el corazón trazado en la ventana y el anillo en el jardín habían sido toda nuestra comunicación. Ahora, en cambio, sabía que la pequeña quería que fuera a buscarla, y me atemorizaba lo que eso podría implicar.

No tenía ni idea de por qué había vuelto a ese puente, pero el impulso era demasiado fuerte y no pude resistirme. Algo, o alguien, trataba de dirigir mis acciones. Quizá fuera mi instinto, el universo o mi guía espiritual. Esos impulsos no nacían de la nada y, según la propia Clementine, debía prestar atención especial a las coincidencias que se cruzaban en mi camino.

Aparqué al otro lado de la calle, me apeé del coche y caminé hacia la pendiente. Me apoyé sobre el pasamanos y observé el río que fluía bajo mis pies. Todavía era de día y la luz del sol resultaba cálida. Percibí el olor a salmuera que emergía de las diversas ciénagas. Las hojas de los árboles caducos ya habían empezado a desteñirse, pintando así el paisaje de tonalidades teja, carmesí y ocre.

Era un rincón muy tranquilo. Ya me había percatado de eso la primera vez que estuve allí. No me habría sorprendido detectar cierto alboroto tras la tragedia que se había vivido allí. Si una casa podía albergar las emociones de sus habitantes anteriores, no habría sido descabellado pensar que un lugar pudiera capturar un grito.

No se oía ni una mosca.

En aquel escenario tan silencioso, rememoré mi conversación con Isabel. Devlin no había roto con su esposa porque temía por Shani. Debió de ser una situación horrible, sin duda.

Con todo el dinero e influencia de su familia, podría haber llevado a Mariama ante el juez y exigirle la custodia completa de la pequeña. Y, en el caso de habérsela concedido, habría podido tomar todas las precauciones posibles, como instalar el mejor sistema de seguridad o contratar a un guarda a jornada completa. Aunque nada de eso habría servido para alejar a Mariama si ella hubiera deseado vengarse. De hecho, ahora no había forma de pararle los pies.

Saqué el teléfono para comprobar los mensajes. A lo mejor Devlin me había llamado, pero no tenía suficiente cobertura como para conectar con el buzón de voz. Mientas contemplaba el agua, un coche patrulla del sheriff del condado de Beaufort se acercó y aparcó justo delante de mí.

Las autopsias que hay sobre el asiento del coche, pensé de inmediato. La mujer que me había atendido en la oficina del forense se habría percatado de mi decepción. Pero luego recordé que, técnicamente, los informes de autopsia eran documentación pública. Así que no había hecho nada que mereciera un arresto.

—¿Todo bien por aquí? —preguntó tras bajar la ventanilla.

—Disfrutando del paisaje, eso es todo —respondí.

—Pensé que quizá se le habría averiado a usted el coche —dijo, y señaló con la barbilla el móvil que tenía en mi mano—. Aquí no hay cobertura. Si quiere llamar, tendrá que alejarse varios kilómetros por esa carretera.

Me giré y contemplé el puente.

—¿Y junto al río?

—Qué va. No hace mucho me quedé sin gasolina y tuve que esperar aquí toda la mañana hasta que un alma caritativa se acercó para remolcar el coche. No hay suficientes torres telefónicas en la zona —añadió—. Esto está en mitad de la nada.

—Bien, pues le agradezco que haya venido a ayudarme.

—Aunque yo que usted no me quedaría por aquí mucho tiempo —advirtió—. Estas ciénagas están llenas de drogadictos. Apalearían a su propia madre a cambio de un dólar.

Asentí.

—Lo tendré en cuenta.

Se marchó sin prisas y traté de conseguir cobertura en ambos lados del puente. No tuve suerte, tal y como me había dicho el agente, así que me subí al coche. Me quedé sentada unos instantes, con los ojos fijos en la barandilla protectora, recordando la versión de Ethan del accidente.

Según él, Mariama había llamado al 911 y luego a Devlin mientras el coche se hundía en el río. ¿Cómo se las había ingeniado para hacer no solo una llamada, sino dos, si no había cobertura?

Poco después, me dirigí hacia la parte trasera del cementerio de Chedathy, donde había aparcado el coche en mi última visita. Era primera hora de la tarde, pero el espeluznante trino de un somorgujo me puso los pelos de punta. Esquivé de un salto un charco de agua salobre y me colé en el cementerio.

Según la tradición gullah, las tumbas se decoraban con recuerdos personales, junto con caracolas marinas y trozos de cerámica rota. De vez en cuando, un rayo de sol lograba filtrarse por entre el espeso follaje de los árboles e iluminaba una lápida que, por un instante, parecía un espíritu volando. Me fascinaban esos cementerios antiguos repartidos a lo largo de la costa del país. Todo lo que dejaban sobre los montículos de tierra —lámparas, relojes, pedazos de porcelana y botellas de cristal—, representaba una de sus creencias: que la vida no acababa con la muerte.

Me arrodillé en el lugar donde descansaban los restos de Shani. Aparté todas las hojas marchitas y demás mugre que tapaban el corazón de conchas y caracolas. La vieja muñeca que Devlin había colocado sobre la tumba de su hija el mayo anterior había desaparecido, seguramente por las inclemencias del tiempo. Me quité el anillo del dedo y lo dejé en el interior del corazón, tal y como había hecho la última vez. Luego esparcí unas hojas por encima y esperé a Shani.

Eran las tres y media, demasiado temprano para el fantasma de la niña, así que decidí dar un paseo hasta la casa de Essie. No pretendía presentarme sin avisar, pero, si por casualidad estaba sentada en su porche, me pasaría a saludarla. Quizás incluso podría entablar una conversación y sacar el tema de Darius. Era su nieto, así que debería andarme con cuidado para no ofenderla con mis preguntas.

El sol me quemaba los hombros mientras avanzaba por aquella carretera de gravilla que conducía a la pequeña comunidad de casitas construidas con tablillas. Los pájaros cantaban desde las copas de los árboles, y a lo lejos se oía la inocente risa de niños. Todo parecía muy tranquilo, hasta que avisté a un grupo de hombres alrededor de un agujero en el revestimiento de una de las casas. Me paré a mirar qué había ocurrido y en ese preciso instante deslizaron una camilla por el agujero. Bajo la sábana yacía un cuerpo, de eso no me cabía la menor duda. Distinguí un coche fúnebre aparcado frente a la casa, y los gritos y lamentos se oían desde ahí fuera.

Mientras contemplaba aquella escena tan extraña, una chica de unos dieciséis años se acercó a mí. Llevaba un bebé entre los brazos y empujaba a un niño para que avanzara con el triciclo. Al igual que yo, se detuvo a contemplar el espectáculo. Era una joven alta y larguirucha, con los pómulos muy marcados y unos ojos luminosos y oscuros. Me resultaba familiar, pero no sabía de qué.

Apoyó al bebé sobre la cadera y me observó con descaro.

—¿Conocías al viejo señor Fremont?

Fremont. Se me erizó todo el vello del cuerpo. Todos mis instintos me gritaban que prestara atención a esa muchacha. Esa era otra de aquellas extrañas coincidencias.

—¿El señor Fremont?

Señaló hacia la casa.

—Murió esta mañana. Ahora lo llevarán al tanatorio, para prepararlo.

—No lo conocía —dije—. Pero conocí a otro Fremont de esta zona. Se llamaba Robert.

—¿El agente de policía? Era el nieto del señor Fremont —contestó. A pesar de la época del año en que estábamos y de que el tiempo ya había empezado a refrescar, llevaba unas chanclas y unos vaqueros. Me fijé en que, bajo el dobladillo deshilachado de los pantalones, asomaban unas uñas pintadas de rosa fucsia.

—¿Cómo conociste a Robert?

—Nos conocimos en Charleston.

—¿Era amigo tuyo?

—Sí, supongo que podría decirse que sí. Menuda tragedia lo que le ocurrió. Su muerte debió de ser un gran golpe para la comunidad.

—Mamá dice que el viejo nunca lo superó.

Nos quedamos en silencio un instante.

—¿Por qué no han sacado el cadáver por la puerta? —pregunté—. ¿Qué sentido tiene abrir un agujero en la pared?

—Por si regresa —dijo con la piel de gallina—. Cuando cierren el agujero, su espíritu no podrá volver a entrar en esa casa.

—Ya veo.

Se cambió de lado el bebé. Los tres me miraban con aquellos ojos negros y relucientes.

—¿Tienes amigos por aquí? —preguntó con evidente incredulidad.

—No. Tan solo estaba de visita en el cementerio de Chedathy. —Y justo entonces adiviné dónde la había visto antes—. Espera, te conozco —dije—. Te llamas Tay-Tay.

De repente, saltaron chispas.

—Ya nadie me llama así. Soy Tamira. Y ellos son mis hermanos —dijo, y acunó al bebé para calmarlo—. Este es James, y él es Marcus.

Los saludé a ambos.

—Soy Amelia.

—¿Cómo has sabido quién era? —preguntó.

—Pasé por delante de tu casa una vez, con Essie y Rhapsody Goodwine. Las tres te vimos en el porche.

Abrió los ojos como platos, y habría jurado haber visto un destello de miedo. Llamó a otra chica que estaba charlando con un grupo de amigas. Parecía tener un año o dos menos que Tamira.

—Timberly, mueve tu culo hasta aquí. ¡Ya!

La muchacha puso los ojos en blanco y cuchicheó algo a una de sus compañeras. Luego, se acercó corriendo hasta Tamira.

—¿Qué quieres? —preguntó con ademán huraño, y se agachó para rascarse detrás de la rodilla.

—Necesito que lleves al bebé a casa y le des un biberón. Llévate a Marcus también.

—¿Por qué no lo haces tú?

—Porque no puedo —espetó Tamira—. Hazme caso, o le diré a mamá que te has escabullido varias noches para encontrarte con el chaval del viejo Peazant.

—¡No te atreverás!

—Oh, sí, claro que sí. Y no me des más motivos para que desembuche.

Al final, cogió al bebé y lo colocó, con bastante brusquedad, sobre su esquelética cadera.

—No pienso tener hijos nunca. Lo arruinan todo.

Se marchó tirando de Marcus, y Tamira se volvió hacia mí.

—¿Has venido a ver a la señorita Essie?

—No, ya te lo he dicho. He venido al cementerio.

—¿Tienes algún familiar enterrado allí?

—Soy restauradora de cementerios. Me encargo de cuidarlos —musité—. Chedathy es uno de mis favoritos.

—¿Ese pedazo de tierra? —contestó, y se giró hacia la carretera que enlazaba la aldea con el cementerio—. Creo que allí plantarán al señor Fremont, aunque se negaron a enterrar a su nieto ahí.

—¿Por qué?

A pesar del temor que había percibido antes en ella, parecía estar pasándoselo en grande. En su mirada se distinguía el brillo de la prepotencia.

—Por el vudú.

—¿Vudú? ¿Te refieres a magia? —pregunté.

—Magia negra —recalcó, y se inclinó hacía mí—. Dicen que era muy poderosa, lo bastante como para volver del reino de los muertos. Muchos temían que no le dejara descansar en paz, y no querían que él iniciara el viaje de regreso, así que lo enterraron en otro lugar.

—¿Quién no le dejaría descansar?

—Mariama Goodwine.

Noté un aliento gélido en la nuca, aunque faltaban varias horas para el crepúsculo.

—¿La conocías?

—Solía verla en el cementerio. A veces iba allí para reunirse con él.

—¿Con Robert?

Asintió con la cabeza.

—¿Los viste juntos?

—Un montón de veces. ¿Quieres que te enseñe algo?

—Yo…, claro.

Me guio de nuevo hasta el cementerio. Antes de cruzar el umbral del pórtico, se detuvo y se dibujó una cruz sobre el pecho. Después nos adentramos en las profundidades de Chedathy, donde la espesa fronda bloqueaba la luz del sol.

—¿Ves esto? —dijo, y señaló el tronco de un árbol donde había una señal tallada—. Aquí es donde solían verse. Dibujaron estas iniciales en la corteza cuando eran niños.

—¿Qué significa ese símbolo?

—Amor eterno.

Pensé en la historia de amor de Robert y Mariama. Habían estado juntos en la adolescencia. Él la había amado y la había despreciado. Años después, se mudó a Charleston y descubrió que se había labrado un camino sin contar con él. Y, sin embargo, le había permitido volver a entrometerse en su vida.

—¿Cuándo los viste aquí por última vez?

—El día en que le dispararon. Me colé en el cementerio y me escondí justo aquí, detrás de ese árbol. Escuché cada una de las palabras que se dijeron.

Sabía que tenía que pararle los pies a esa muchacha, pero estaba embobada y fascinada con esa historia.

—¿Y qué se dijeron?

Tamira se puso en su papel de actriz. Sacudió los brazos con teatralidad y, por un momento, creí presenciar la escena yo misma.

—Ella le agarraba de la camisa, así —empezó, e imitó los gestos con su propia camiseta—. No le soltaba y le suplicaba que se fugara con ella. Le repetía una y otra vez que era el único hombre al que había querido de verdad, que no quería vivir sin él. Él soltó una carcajada, y le dijo que ella jamás había querido a nadie, salvo a sí misma, y que la única razón por la que había vuelto a buscarle era para burlarse de su marido. Reconoció que había sido un error retomar la relación una vez más y que, aunque hubiera estado enamorado de ella, su trabajo era demasiado peligroso como para formar una familia. No tenía espacio en su vida para una esposa, y mucho menos para una niña.

Terminó con un gesto sobreactuado. Fingía temblar, como si el recuerdo de aquellas emociones la hubiera abrumado.

—¿Te acuerdas de todo eso? —pregunté anonadada.

—Jamás me olvido de nada. Pregúntaselo a Timberly.

—Te creo.

—¿Quieres saber lo que da más miedo de todo? —murmuró, y se acercó como si quisiera revelarme un gran secreto—. Creo que Mariama me visita en sueños e intenta fastidiarme. Soy la única que sabe la verdad, y eso no le gusta.

—¿Qué verdad?

Tamira miró por encima del hombro para cerciorarse de que estábamos solas.

—Le juró a Robert que se arrepentiría si la abandonaba. Y, justo al día siguiente, vi su cadáver precisamente aquí, en el mismo sitio donde habían estado hablando. Fue como si le hubiera envenenado con una raíz… o algo así.

—¿Encontraste tú el cadáver? —pregunté, asombrada.

Asintió con orgullo.

—Pero a Robert le dispararon. Y Mariama no pudo haber sido, porque, cuando lo asesinaron, ella ya estaba muerta.

—Si regresó como bakulu, pudo convencer a alguien de que lo hiciera por ella. Eso es lo que hacen. Convierten a los vivos en esclavos.

—Tamira, escúchame: ¿estabas en el cementerio la noche en que asesinaron a Robert? ¿Viste lo que pasó?

De repente, los ojos se le salieron de las órbitas y se llevó las manos a la garganta. Abrió la boca, pero fue incapaz de producir sonido alguno. Al principio pensé que estaba actuando, como antes, pero me di cuenta de que tenía la mirada fija en algo. Me volví.

La figura de Rhapsody Goodwine se alzaba entre dos tumbas. El parecido con su padre, Darius, me resultó tan inesperado y asombroso que me estremecí. Levantó el brazo y señaló a Tamira con el dedo.

—¡Cierra el pico, Tay-Tay!

A mi espalda, la muchacha empezó a ahogarse.