—Es solo una corriente de aire —dijo Devlin—. Seguramente, alguien ha abierto la puerta principal.
Me quedé sentada en el sofá, temblando en aquella sala alumbrada únicamente por una lámpara. No había sido solo una corriente de aire. El frío me había calado hasta los huesos. Darius estaba en camino. ¿O era Mariama?
—¿Lo notas? —murmuré.
—¿Notar el qué?
—El frío. Como un aliento gélido.
—No noto nada.
Estaba mintiendo. Lo podía ver en sus ojos. Devlin sabía que había algo más en la habitación, que no estábamos solos. Pero se negaba a admitirlo.
Vi un escarabajo gigantesco trepando por la pared antes de escurrirse por una grieta del yeso.
—Hay ciertas cosas de este mundo que no pueden explicarse —dije—. Y tú lo sabes muy bien. ¿Por qué, si no, habrías comprado polvo gris?
Esquivó la mirada.
—Ya te lo he dicho. Esa noche me sentía desesperado. Estaba al borde de la locura.
—En mi opinión, llevas mucho tiempo tratando de convencerte de eso. Pero, cuando perdiste a Shani, dejaste a un lado tus prejuicios sobre lo sobrenatural. Jamás habrías acudido al doctor Shaw o a Darius, a menos que una parte de ti creyera que podías contactar con ellas.
Parecía destrozado, pero enseguida volvió a colocarse su máscara habitual.
—¿Por qué haces esto?
—Para abrirte los ojos.
—¿Y ver el qué?
Le arrebaté el medallón de la mano.
—No puedes enfrentarte a Darius con esto. La orden no puede ayudarte. Tienes que aceptar de una vez por todas de lo que ese hombre es capaz. Solo así podrás encontrar el modo de protegerte.
—Y solo por curiosidad, ¿de qué es capaz, según tú?
—No tengo la menor idea —reconocí—, pero intuyo que estamos a punto de descubrirlo.
Isabel me llevó a casa un poco más tarde. Clementine ya se había ido, y Devlin seguía empecinado en que lo mejor era que no nos vieran juntos. Era más terco que una mula, y no hubo modo de hacerle cambiar de opinión. Darius ya me había conocido. De hecho, se me había aparecido en sueños, había atrapado aquel escarabajo en el despacho de Gerrity con la intención de que yo lo encontrara, y había estado en casa de Isabel esa misma noche. No me cabía la menor duda de que volvería a verle, aunque no podía determinar ni cuándo ni cómo. Ni qué quería de mí.
Acepté el ofrecimiento de Isabel porque me parecía más fácil dar mi brazo a torcer que inventarme una excusa creíble.
Condujo en silencio varios minutos, hasta que hice acopio de valor y abordé sin miramientos el tema de Devlin.
—¿Cuándo conociste a John?
Me lanzó una mirada enigmática.
—Hace mucho mucho tiempo.
—¿De veras?
Albergaba la esperanza de que su compañía me relajara un poco, pero era mucho más reservada que Clementine. Me pregunté si su fachada de cordialidad ocultaba cierto resentimiento hacia mí, aunque seguramente sería mejor persona que yo.
—Qué suerte que le hayas podido ayudar esta noche.
—La verdad es que me alegra que tantos años de Medicina hayan servido para algo.
—¿Por qué dejaste la universidad?
Encogió los hombros.
—Me gustaba ayudar a la gente, pero el trabajo de médica no está hecho para mí. Lo creas o no, me pareció una labor muy restrictiva, así que decidí seguir los pasos de mi abuela y formarme en quiromancia.
—Menudo cambio.
—Fue la decisión más acertada. Si me hubiera dedicado a la medicina tradicional, jamás habría sido feliz. Además, mi trabajo se me da bien.
Estaba concentrada en la carretera, así que aproveché la oportunidad para estudiar su perfil. Era una mujer hermosa, aunque su belleza era fría, remota. Nada que ver con el atractivo de Mariama, feroz y exótico. Me sentía como el patito feo. Siempre me había considerado una chica guapa. Una rubia de ojos azules con una complexión atlética y una sonrisa encantadora. Presumía de una figura esbelta tras tantos años trabajando en cementerios, pero lo cierto era que no tenía nada de extraordinaria. Salvo que veía fantasmas.
—¿Cómo os conocisteis? —pregunté.
Se tomó unos segundos para contestar.
—Maté a alguien. John estaba a cargo del caso.
Me quedé mirándola, estupefacta, mientras mi mente conjuraba una imagen. Sus manos manchadas de sangre, sujetando un cuchillo con el filo teñido de carmesí. Me aferré al reposabrazos.
—Pues… vaya forma de conocer a alguien.
—Todo lo contrario a un cuento de hadas —dijo—. Fue una época muy difícil para mi familia. John se portó como un santo. No quiero ni imaginarme qué habría ocurrido si se hubiera presentado otro detective en nuestra casa esa noche.
—¿Qué pasó? ¿O prefieres no hablar del tema?
—No me importa explicártelo. En tu lugar, a mí también me picaría la curiosidad.
¿En mi lugar?
—La víctima, si es que se le puede llamar así, era el marido de Clementine. Era cuestión de tiempo. O me lo cargaba, o acabaría por matar a mi hermana.
—¿Era violento?
—Clementine nos lo ocultó durante mucho tiempo. Aprendió a mentir. Se casó muy joven, en contra de nuestra voluntad, y cuando las cosas se pusieron feas no tuvo el valor de acudir a nosotros por vergüenza. Todo fue a peor cuando mi hermana decidió romper la relación, porque él no estaba dispuesto a dejarla marchar. Siempre hacen lo mismo. Al principio, eran solo llamadas telefónicas, correos electrónicos. Luego empezó a presentarse por sorpresa en el trabajo, en casa, y dejaba notas por todas partes, impregnadas con su perfume.
—Por eso Clementine no utiliza perfume —adiviné.
—Pese a todas las precauciones que tomamos, el tío se las ingenió para entrar en casa y meterse en su habitación. Habría sido inútil avisar a la policía, porque él era muy cuidadoso y jamás dejaba huella. Conocía nuestras rutinas, nuestros horarios, el código para desconectar la alarma de seguridad. Las notas de amor se convirtieron en amenazas. A todos nos aterrorizaba que la historia acabara fatal. Y, desde luego, así fue.
De repente, me vino a la memoria algo que Clementine había mencionado. Le asustaba pensar que los muertos pudieran volver a caminar por este mundo. Ahora por fin comprendía su temor por los fantasmas.
—En aquella época, las dos vivíamos con la abuela —prosiguió Isabel—. Una noche, al llegar del trabajo, le pillé en casa. Había arrinconado a mi hermana con un cuchillo, y seguía insistiendo en que la quería, que haría cualquier cosa por reconquistarla. Lo único que quería era una segunda oportunidad. No paraba de decir bobadas de ese estilo. Cuando la vi tan vulnerable, se me encendió una bombilla. Podría haber marcado el 911, o pedir ayuda a un vecino. Pero sabía que, aunque consiguiéramos pararle los pies, volvería a por ella. No la dejaría en paz hasta que uno, o los dos, acabara en un ataúd. Así que cogí la pistola de mi abuelo y le disparé.
—Apuesto a que cualquier juez lo consideraría un homicidio justificado —opiné.
—No fui la única que le disparó.
—¿Qué quieres decir?
—Clementine me quitó la pistola de las manos y apretó el gatillo hasta vaciar el cargador. Creo que el término apropiado es «rematar» —murmuró Isabel.
Me costaba conciliar esa descripción con la gentileza tan encantadora de Clementine Perilloux.
—Pero has dicho que tú lo mataste.
—Supongo que eso depende de si murió a causa del primer balazo… o no —contestó.
Todavía tenía los dedos clavados en el reposabrazos.
—¿Por qué me lo has contado?
—Porque mi familia está muy unida a John… y yo también. Y es un vínculo que jamás desaparecerá.
—De… acuerdo.
Me miró desafiante.
—Cuidó de nosotras. Se encargó de todo. Y, gracias a él, mi hermana pudo recibir la ayuda que tanto necesitaba. Le costó varios años de terapia y aislamiento, pero ahora por fin puede seguir adelante con su vida.
—¿Aislamiento?
—En un hospital psiquiátrico.
—Entiendo.
Recordé el desayuno con Clementine, sus manos temblorosas, aquellas vacilaciones tan extrañas. Ahora todo encajaba.
—¿Cómo consiguió John que no os detuvieran?
—El fiscal del distrito no presentó cargos, aunque sé de buena tinta que lo presionaron para que lo hiciera. De todo eso se ocupó John.
Estaba temblando de miedo. No me gustaba el rumbo que había tomado esa conversación, y me temía lo peor.
—Es fundamental que entiendas lo unidos que estamos —dijo, y por un momento capté un matiz de locura en su mirada—. Haría cualquier cosa por él. Si alguien intentara hacerle daño… Prefiero no pensar en ello.
No quería meter la pata, así que no dije nada. Me lanzó otra mirada adusta y, de repente, suavizó la expresión.
—Pero es solo amistad. Nada más. Quería que lo supieras.
Aunque dudaba de la veracidad de esa afirmación tan contundente, pensé que lo mejor sería dejar el tema.
—¿Conociste a Mariama?
Tomó aire.
—Era una mujer arrebatadoramente hermosa, pero también malvada.
—Es una expresión muy fuerte.
—Y no la utilizo a la ligera. Podía ser la persona más encantadora del mundo cuando le venía en gana, o cuando lo necesitaba, pero también era capaz de utilizar la fragilidad mental de una muchacha para su propio bien.
—¿A qué te refieres?
—Persuadió a Clementine y le hizo creer en sus jueguecitos mentales. Mi hermana era una chica vulnerable, como puedes imaginar, y adoraba a Shani. No sabía que Mariama la estaba utilizando. No quiero entrar en detalles, pero, para que quede claro, Mariama convirtió la vida de John en un verdadero infierno.
—¿Lo dices por su aventura con Robert Fremont?
Se giró sorprendida.
—¿Cómo sabes eso?
—John me lo contó.
Isabel encogió los hombros.
—Para entonces creo que a John le importaba bien poco qué hiciera o dejara de hacer su esposa. Debía de estar harto de ella. Quien de veras le preocupaba era su hija. Temía que Mariama se fugara a África con Shani y desapareciera para siempre. Lo que podía ser una bendición, o todo lo contrario.
—¿Todo lo contrario?
—¿Por qué piensas que no la dejó? —preguntó mientras apretaba las manos alrededor del volante—. Tenía miedo de que usara a Shani para vengarse de él.
La miré con incredulidad.
—¿A su propia hija?
—Nadie era sagrado para Mariama.
Pero su propia hija… Me costaba creerlo. Recordé aquella noche, en casa de Devlin, cuando Shani apareció a mi lado. En cuanto Mariama le puso las manos encima, la pequeña se desvaneció, como si el espíritu de su madre la asustara.
—John se preocupa por ti —prosiguió Isabel—. Creo que se está enamorando. Si Mariama siguiera viva, hasta yo temería por tu seguridad. Así que me alegro de que esté bajo tierra, de que no pueda hacerte daño, ni a ti ni a nadie.
Ojalá eso fuera cierto. Tenía la terrible sensación de que Mariama era mucho más peligrosa muerta que viva.
En cuanto entré en casa, me invadió un frío polar. El frescor glacial que anunciaba una visita del otro mundo.
Avancé poco a poco por el pasillo y llamé a Angus varias veces. Vino enseguida y, cuando me agaché para acariciarle la espalda, me fijé en que tenía el pelaje erizado y frío como el hielo.
Había dejado la luz de la cocina encendida. El resplandor iluminaba el estudio, donde, al parecer, se concentraba esa espeluznante frigidez. Me deslicé hasta la puerta y me quedé merodeando en el umbral hasta reunir el valor para entrar.
Shani estaba sentada de piernas cruzadas en el suelo del estudio, de mi santuario. A su alrededor brillaba un aura titilante que emitía una luz muy pálida.
Puse un pie dentro y la pequeña alzó la mirada.
—¿Me ayudarás?
En esta ocasión habló en voz alta. Habría puesto la mano en el fuego, y no me habría quemado. O quizá ya no era capaz de distinguir la realidad del mundo que había creado en mi mente.
Los dientes me castañeteaban por el frío. Me abrigué con la chaqueta y la miré con detenimiento.
—Sí, te ayudaré.
Extendió la mano y advertí el destello de un diminuto anillo granate. Era el mismo anillo que una vez había dejado en mi jardín. Lo había llevado hasta su tumba porque mi padre me había aconsejado que me deshiciera de él. Solo así podría librarme de ella.
Pero era evidente que se había equivocado.
Me arrodillé frente a la niña.
—¿Qué tengo que hacer?
Y así, sin más, el espectro empezó a desdibujarse.
—Ven a buscarme —murmuró, y las palabras retumbaron como si las hubiera gritado desde lo más profundo de un pozo—. Ven a buscarme, Amelia.
Extendí la mano para despedirme. La pequeña se quitó el anillo y lo dejó sobre mi palma. Y luego desapareció.