Clementine tomó la curva y aparcó frente a la casa de su hermana. De inmediato, desvié la mirada hacia el otro lado de la calle, donde se alzaba el Instituto de Estudios Parapsicológicos de Charleston. Las luces todavía estaban encendidas, y me pregunté si el doctor Shaw estaría ahí solo, o acompañado por Layla.
La verdad era que no había pensado mucho en ella desde mi conversación con Temple, pero verla merodeando por la casa azul de la calle America tenía que significar algo. No me fiaba de ella, y el hecho de que el instituto la hubiera contratado precisamente a ella me hacía desconfiar, sobre todo si mantenía una estrecha relación con Goodwine. La primera vez que el doctor Shaw había sufrido aquel extraño mareo pasó justo después de que Layla le ofreciera un té.
Clementine apagó el motor.
—¿Ocurre algo?
—No, lo siento. Me he distraído, eso es todo.
Entramos por el jardín y subimos los escalones de la terraza juntas. Clementine abrió la puerta y me guio por un pasadizo con una iluminación pésima hasta el otro extremo de la casa. La puerta del cuarto de baño estaba abierta, y por el rabillo del ojo vi a Isabel lavándose las manos. Alzó la vista al oírnos pasar, y el corazón me dio un brinco cuando cruzamos nuestras miradas en el espejo. Luego se apresuró a cerrar la puerta. El contacto visual no duró más que una fracción de segundo, pero bastó para desconcertarme.
Cuando llegamos al final del pasillo, Clementine abrió una puerta tras la que brillaba una luz muy tenue. Las persianas estaban bajadas, y las contraventanas, cerradas a cal y canto. El resplandor provenía de una lámpara situada en una de las esquinas de la habitación y de varias velas, lo cual me extrañó bastante, dada la situación.
Clementine se hizo a un lado para dejarme pasar. Fue entonces cuando vi a Devlin, esperándome. Se giró al oír la puerta, y contuve la respiración. Se había quitado la camisa, y el juego de la luz de las velas sobre su piel desnuda encendió un impulso imprudente en mi interior. No podía apartar la mirada de él.
Alcanzó la camisa y me fijé en el vendaje que le cubría el brazo izquierdo. Se lo habría hecho Isabel, supuse, y me asaltó la duda de si la sangre que Fremont había visto en las manos de aquella mujer era, en realidad, la del detective. No quería albergar resentimientos hacia ella. Según la propia Clementine, le había curado las heridas y, aunque sabía que debía sentirme agradecida, era otro momento más de intimidad entre ellos.
Clementine desapareció y cerró la puerta al salir. No me anduve con contemplaciones y fui directa hacia él.
—¿Estás bien?
—Ha sido solo un corte. Nada grave.
Vi aparecer una mancha de sangre en el vendaje.
—¿Estás seguro de que no necesitas un médico?
—Isabel estudió Medicina. Sabe lo que hace.
—Y ahora se dedica a la lectura de manos.
Encogió los hombros, restándole importancia al asunto.
—Eso no significa nada.
—No, desde luego que no.
Me pregunté si esa camaradería vendría por la decisión que Isabel había tomado. Él había estudiado Derecho en la universidad, pero, en lugar de trabajar en el prestigioso bufete de su familia, había optado por matricularse en la academia de policía. En ese aspecto, tenía mucho más en común con Isabel que conmigo.
No era una competición, me reprendí. No sabía qué historia tenía con Isabel, pero se había encargado de enviar a alguien a buscarme. Me quería ahí, con él, y eso era lo único que debía importarme.
Con cierta torpeza, logró ponerse la camisa. Cuando se dispuso a abrocharse los botones, tomé una determinación. Posé una mano sobre su pecho y dije:
—No, déjala así.
Le ardía la mirada y, sin más miramiento, me atrajo hacia él con un gesto salvaje y me besó con pasión. Me dejé llevar y disfruté del momento. Sentí escalofríos, pero me dio lo mismo. Deslizó una mano hacia mi pecho y me rozó el lóbulo de la oreja con los labios. Noté el tacto húmedo de su lengua seguida por un susurro oscuro. Dejé caer la cabeza y saboreé esa seducción lenta, perfecta.
Al final nos separamos y me cogió la cara con ambas manos, fulminándome con esa mirada en llamas.
—¿Te haces idea de lo mucho que te deseo? —murmuró con voz rasgada—. No puedo dejar de pensar en aquella noche en mi casa. No puedo dejar de pensar en ti.
Su confesión me excitó y me aterrorizó al mismo tiempo. Todavía no se había librado de sus fantasmas, y cabía la posibilidad de que nunca lo consiguiera. ¿Qué tipo de vida nos esperaba? ¿Una vida en la que solo podríamos ser felices durante el día?
Suspiré.
—Yo también pienso en ti.
Él retrocedió.
—¿También pensabas en mí cuando estabas en Asher Falls?
—Sobre todo cuando estaba en Asher Falls —recalqué.
—Bien —musitó, y volvió a besarme.
Esta vez fui yo la que se apartó, preocupada por sus fantasmas. ¿Las velas los ahuyentaban? ¿O quizá fuera ese aroma a salvia e incienso? ¿Dónde estaban? Su ausencia me mosqueaba.
—¿Qué estás buscando? —preguntó.
Seguía sosteniéndome estrechamente entre sus brazos mientras yo miraba hacia el infinito.
—Nada. Estaba pensando en todas estas velas.
—Isabel las ha encendido.
No me gustó el modo en que pronunció su nombre, porque me recordó a cómo pronunciaba el mío, y quería creer que reservaba ese acento aristocrático solo para mí.
—Es una suerte que estuviera aquí para cuidarte, ¿no crees? —dije con frialdad, aunque no estaba en absoluto orgullosa de mis celos.
—Sabe manejar las crisis muy bien.
—Ya me imagino.
—Y, en eso, me recuerda a ti.
Fruncí el ceño, molesta.
—Creo que no nos parecemos en nada.
—Pero si solo la has visto una vez —respondió con una sonrisa, como si mi evidente fastidio le divirtiera—. No sabes nada sobre ella.
—Sé que es una mujer hermosa —rebatí—. Y, por lo visto, es muy buena con las manos.
—Un atributo repugnante —bromeó.
Me alegré de que encontrara algo de humor en esa situación, porque yo no lo veía por ningún lado.
—¿Cómo te has cortado el brazo?
Recobró la seriedad que tanto le caracterizaba.
—Fue un descuido.
Me miraba con detenimiento y, a pesar de mi enfado momentáneo, sabía que esos ojos serían mi perdición.
Un segundo después, volví a sumergirme en esas aguas peligrosas, codiciando lo que jamás podría ser mío.
—¿Un descuido? ¿Como romper el cristal de una ventana del segundo piso? —pregunté.
Arqueó una ceja, asombrado.
—¿Cómo lo sabes?
Saqué el medallón y lo coloqué sobre la palma de su mano.
Cerró el puño y, con tono incrédulo, preguntó:
—¿Lo has tenido tú todo este tiempo?
—Lo encontré en el despacho de Gerrity. ¿Por eso estabas en el edificio? ¿Volviste a buscar el collar?
Percibí una emoción tras su mirada.
—Sí.
—De modo que no escuchaste mi mensaje —refunfuñé, y aparté la mirada, decepcionada por su confesión—. ¿Por qué irrumpiste en el despacho de Gerrity?
—Tenía algo que me pertenecía, y no estaba dispuesto a que se saliera con la suya.
—Intuyo que no te refieres al medallón.
—No. A algo mucho más peligroso.
Se me disparó el pulso cuando advertí un brillo extraño en su mirada. Devlin era un hombre tranquilo, estoico, pero ahora asomaba un carácter osado e insensato que, a decir verdad, me atraía.
—Así que entraste por la fuerza. Ni más ni menos.
—No tenía otra opción. Ya había puesto su casa patas arriba.
Meneé la cabeza. Un acto temerario, sin duda.
—Ahora me toca a mí preguntar —dijo—. ¿Por qué no me dijiste antes que habías encontrado mi medallón?
—Tenía miedo.
—¿Creíste que había matado a Gerrity?
—Se me pasó por la cabeza —admití—, aunque enseguida descarté esa hipótesis. Es comprensible. Todas esas advertencias confusas sobre mantener una distancia entre nosotros, sobre no poner el grito en el cielo si desaparecías de golpe y porrazo, y ahora esta reunión clandestina en casa de Isabel… —murmuré, y extendí las manos—. Ponte en mi lugar.
Se volvió y empezó a pasearse impaciente por toda la habitación.
—No quería involucrarte. Pretendía ponerte a salvo.
—Creo que ya es demasiado tarde para eso. Me cargué ese puente de seguridad al no informar a la policía del asesinato de Gerrity.
—Pero sí informaste. Me lo contaste a mí, así que tus manos están limpias.
—La verdad es que eso no me importa —dije—. Solo quiero saber que estás bien. Por favor, dime que no tengo de qué preocuparme.
Pareció considerar las ventajas e inconvenientes de desvelarme esa información.
—Deberíamos sentarnos —dijo con cierta tensión.
Nos trasladamos a un pequeño sofá que había frente a la ventana. Me cogió de la mano para que me sentara a su lado, me rodeó los hombros con el brazo, y luego me acurruqué junto a él. Incluso después de todo lo que había pasado esa noche, Devlin olía de maravilla. Cerré los ojos y respiré hondo, grabando ese perfume en mi memoria para poder saborearlo más tarde, en mis sueños.
—Me preguntaste si había acudido a Darius después del accidente —empezó.
—Y, si no me falla la memoria, aseguraste que no recordabas nada de aquella noche. Solo tenías imágenes muy difusas que carecían de sentido lógico.
—Eso fue lo que dije —reconoció—, pero la verdad es que sí fui a verle.
Me aparté unos centímetros para estudiar su rostro.
—¿Para que te proporcionara polvo gris?
—Sí.
—Debías de estar desesperado.
Me maldije mentalmente. Menuda observación más estúpida. Había perdido a su mujer y a su hija horas antes. Por supuesto que estaba desesperado. Lo suficiente como para pedirle al doctor Shaw que le ayudara a contactar con sus espíritus, como para tomarse una droga que paralizaba el corazón con la esperanza de sumergirse en el mundo de los muertos y encontrarlas. Era una parte de Devlin que jamás había conocido, pero, por otro lado, me hizo pensar que quizá tuviéramos más en común de lo que creía.
—¿Qué ocurrió?
—Me desperté horas más tarde en el cementerio de Chedathy —contestó, con la mirada fija en el parpadeo de las velas.
Tenía un millón de preguntas acerca del viaje alucinógeno que le había proporcionado el polvo gris, pero en lugar de eso dije:
—¿Y qué hay de Robert Fremont? ¿También le viste esa noche?
—No con vida. Cuando recuperé la consciencia, ya estaba muerto. Le habían disparado por la espalda.
—Pero no lo denunciaste. Los documentos afirman que no se halló el cadáver hasta el día siguiente.
—Es verdad, no lo denuncié —aceptó, y me miró por el rabillo del ojo—. No pretendo justificar mis acciones. Por aquel entonces, hice muchas cosas de las que no me siento orgulloso. Pero seguía bajo los efectos de esa sustancia, y no actuaba por voluntad propia. Nada de lo que vi o hice parecía real.
—¿Viste… fantasmas?
Se frotó la frente con la mano.
—No estoy seguro de lo que vi. Todo era tan incoherente, tan surrealista. Sin embargo, debí de conservar algo de lucidez, porque, después de mi discusión pública con Robert Fremont, sabía que no podían encontrarme en el cementerio, junto a su cadáver.
—¿Así que te marchaste?
—No lo recuerdo. Ni siquiera me acuerdo de haber cogido el coche y conducir hasta casa. Pero cuando volví a abrir los ojos, estaba en mi propia cama, y el coche aparcado en la acera. Perdí la noción del tiempo, y todavía no he averiguado qué ocurrió durante todas esas horas. Ethan me contó que una patrulla de policía pasó por casa esa tarde. Mi discusión con Robert había corrido como la pólvora y, por lo visto, alguien me escuchó amenazarle.
—¿Le amenazaste?
Seguía observando la llama de la vela.
—Un día, Mariama insinuó que quizá se marcharía de casa. Puesto que estaba al corriente de su aventura amorosa, no me costó atar cabos. Lo soltó para provocarme, pero perdí los papeles. Esa había sido su intención desde el principio. Les dije, primero a ella y luego a Robert, que me importaba una mierda lo que hicieran, pero que si intentaban quitarme a Shani, los mataría.
—Oh, John.
No se inventó ninguna excusa, tan solo se limitó a encoger los hombros.
—Supongo que ahora entenderás por qué los detectives del condado de Beaufort estaban tan interesados en interrogarme.
Era una anécdota sórdida y, a decir verdad, no quería escuchar más. Era como asomarme por el ojo de la cerradura al pasado de Devlin, y no me sentía cómoda escarbando en sus recuerdos más privados y dolorosos. No obstante, no podría ayudarle si no conocía toda la verdad.
—No tenían pruebas contra ti. Y Ethan te dio una coartada.
—De hecho, sí había una prueba. Irrefutable y decisiva —dijo Devlin—. Pero no fueron capaces de encontrarla.
—¿A qué te refieres?
—El informe de balística reveló que Robert había recibido un balazo de un revólver 38. Mi arma de servicio era una Glock de 9 milímetros. Pero también tenía un 38 registrado a nombre de mi padre. Guardaba el revólver en un cajón del despacho de casa. Tras leer el informe, comprobé el cajón. El revólver no estaba en la funda.
—¿Crees que el asesino usó esa pistola?
—Estoy casi seguro.
—¿Quién pudo cogerla? ¿Quién sabía que la tenías ahí?
—Mi abuelo. Y Mariama.
—Pero ella falleció antes de que asesinaran a Robert —señalé—. Además, si pretendía fugarse con él, ¿por qué matarle?
—Pero pudo decírselo a alguien.
—¿A quién?
—A Darius, por ejemplo.
Sentí un escalofrío por toda la espalda.
—¿Y por qué iba a contarle dónde guardabas ese revólver?
—Darius y Mariama estaban muy unidos. Eran como hermanos. Él me despreciaba por haberla alejado de lo que él consideraba su lugar legítimo. Quería que le acompañara a África, pero Mariama optó por quedarse en Charleston, conmigo. Fue la única vez que se opuso a él. Era la mujer más testaruda que jamás he conocido, pero Darius tenía la asombrosa capacidad de influenciarla. Si hubiera querido el revólver, habría encontrado la forma de convencerla para dárselo.
—¿Aunque supiera que su intención fuera asesinar a un hombre inocente?
—Sí.
Aquella respuesta tan franca me dejó pasmada. ¿Cómo podía haber estado casado con una mujer así tantos años? ¿Por qué lo había aguantado todo ese tiempo?
—Robert y yo sabíamos que Darius estaba traficando con polvo gris —prosiguió Devlin—. Era imposible darle caza, no solo porque nadie quería admitir que esa droga existiera, sino porque tenía, y sigue teniendo, muchos contactos. Pero muchos de sus clientes fallecieron, y los dos estábamos resueltos a meterlo entre rejas.
—Y, sin embargo, aun sabiendo que era una droga potencialmente letal, la tomaste.
—Sí.
Me llevé una mano a la frente y traté de procesar la historia.
—Te lo advertí —susurró—. No me conoces. No sabes nada de mi pasado.
Aunque me partía el corazón reconocerlo, tenía razón.
—¿Continúo? —preguntó.
Asentí con la cabeza.
—Era cuestión de tiempo que reuniéramos las pruebas necesarias para proceder a un arresto. Darius debió de sospechar algo, y por eso tramó un plan para matar a Robert y señalarme como culpable. Era una cabeza de turco perfecta. Tenía motivos, los recursos suficientes y una oportunidad. Y esa noche, caí de pleno en la trampa.
—Pero hay algo que no entiendo. ¿Cómo supo que irías a verle? ¿O que Robert estaría en el cementerio de Chedathy en ese preciso instante? Demasiadas casualidades.
—No si Darius quedó en verse con Robert en el cementerio después de que me marchara.
—¿Darius se había enterado del accidente de Shani y Mariama?
—Sí. De lo contrario, habría sospechado que era una trampa. Jamás me habría vendido el polvo gris.
—Entonces, según esa hipótesis, la policía te encontraría en el cementerio, junto al cuerpo sin vida de Robert, tras tomar una buena dosis de una sustancia ilegal que tenía los mismos efectos, o puede que no, que un alucinógeno muy fuerte.
—Sí, esa es mi teoría.
—Pero no encontraron el revólver en el cementerio. Si Darius hubiera querido entregarte a la policía, ¿por qué no dejó el arma en la escena del crimen?
—Esa es la cuestión. Estoy convencido de que la dejó allí. Alguien debió de acercarse al cementerio y cogerla.
—¿Quién?
—No puedo asegurarlo, pero siempre he sospechado de Tom Gerrity.
Abrí los ojos como platos.
—¿Gerrity?
—Vino a verme después del tiroteo. Juró que tenía pruebas que demostraban que había estado en el cementerio esa noche, y me aseguró que me complicaría la vida si no saldaba esa deuda.
—¿Tenía la pistola?
—No lo dijo directamente, pero, en los dos años que han pasado desde entonces, nadie se ha puesto en contacto conmigo.
—¿Le pagaste?
—Le seguí el rollo. Gerrity había pasado toda su carrera sobornando a la gente, así que no me habría costado mucho escarbar en su pasado y sacar todos sus trapos sucios para complicarle la vida a él también. Él era muy consciente de eso. Así que nos quedamos en un punto muerto, hasta que Darius regresó a la ciudad.
—Y decidiste ir tras él.
Devlin seguía con la mirada clavada en la llama de esa vela.
—Me contaste que seguiste a Gerrity hasta una casa de la calle America. Eso me hizo pensar que su intención era ofrecerle un trato a Darius.
—Ahora entiendo por qué tenías tanta prisa por encontrar ese revólver. Eso es lo que andabas buscando en su oficina, ¿verdad?
—Sí. Pero llegué demasiado tarde.
—Y bien, ¿quién crees que mató a Gerrity?
—Darius, por supuesto. Seguramente con la pistola que Gerrity le vendió. Ahí tienes otra ironía.
—Pero no viste el cadáver. ¿Cómo sabes que murió de un balazo?
—Una conjetura lógica.
Le miré con miedo.
—Si ese revólver aparece, la policía lo rastreará y averiguará que fue el arma con la que dispararon a Robert. Si descubren que estuviste en el cementerio el día en que lo asesinaron y que irrumpiste en el despacho de Gerrity la misma noche en que murió…
—Motivos, los recursos suficientes y una oportunidad —repitió Devlin.
—¿Qué piensas hacer?
—Tengo que dar con ese revólver antes de que encuentren el cadáver.
—Eso no será fácil si Darius lo tiene en su poder. Ethan me comentó que tiene admiradores por todo Charleston.
—Yo también tengo mis contactos en esta ciudad —dijo, y acarició el medallón de plata con el pulgar.
—Por eso no has querido ir al hospital —murmuré.
—Hay una ventana rota en el despacho de un tipo muerto. No es el momento más apropiado para acudir a urgencias a que me curen un corte —explicó.
—Y por eso me dijiste que mantuviéramos las distancias —añadí.
—No quería que Darius te utilizara para llegar hasta mí —confesó, y posó una mano sobre mi rodilla.
—Ya sabe quién soy. Y no hay modo de detenerle, porque puede meterse en mis sueños.
—Eso es una ridiculez —espetó Devlin—. El único poder que ejerce es el que tú le das. No le permitas que juegue contigo.
—Creo que es demasiado tarde —musité, y una brisa repentina apagó todas las velas que alumbraban la habitación.