Capítulo 31

Después de que el asesino se fuera con el cadáver, llamé a Devlin desde el hueco del escritorio de Gerrity. Hice caso omiso a su consejo y traté de contactar con él. Ni siquiera me importó haber hallado su medallón entre los dedos de un hombre muerto. Era la única persona a la que me apetecía ver, la única capaz de calmar la histeria que bullía en mi interior. La idea de sentir sus brazos robustos a mi alrededor me parecía irresistible.

Pero no respondió la llamada, así que le dejé un mensaje incoherente en el contestador automático y colgué. Sabía que era una cobardía por mi parte, pero me negaba a salir de mi madriguera. Al final, aquella parálisis resultó ser positiva, porque el asesino, u otra persona, volvió al despacho de Gerrity. Y no una, sino dos veces.

Me acurruqué bajo la mesa, temblando de terror al ver otro escarabajo trepando por mi brazo, acercándose peligrosamente a mi mejilla. No fui capaz de soportarlo más, así que lo aparté de un capirotazo. Agazapada en un ovillo, oí el chasquido de la carcasa negra al golpear el suelo y aquellas diminutas patitas correteando vete a saber dónde.

El intruso se movía por el despacho a sus anchas. Presté mucha atención a todos los sonidos. Revolvió varios papeles. Advertí el sonido metálico de los cajones repletos de archivos y documentos. Un rugido impaciente. Y, por último, el eco de pasos que anunciaba su retirada.

Sin embargo, me quedé esperando. No calculé el tiempo, pero tras varios minutos hice acopio de valor y salí de mi escondite. El cuerpo había desaparecido, los escarabajos habían huido y la vela estaba apagada. Ni un mínimo rastro de la violencia que se había desatado en ese cuarto y, por un momento, me pregunté si todo habría sido un sueño. Pero los calambres que sentía en las piernas y en la espalda eran reales.

Respiré hondo para calmar los nervios y me acerqué con cautela al umbral. Afiné el oído para no pasar por alto cualquier sonido que pudiera suponer un peligro. No sabía qué me aterrorizaba más, si la idea de quedarme escondida en aquel despacho o aventurarme al pasillo, donde estaría desprotegida.

No tenía ni idea de si Devlin había escuchado mi mensaje de voz, y ahora la opción de llamar al 911 no me pareció tan descabellada. Pero ese pequeño asunto del medallón me fastidiaba. El colgante de Devlin no era único y exclusivo. Alguien perteneciente a la Orden del Ataúd y la Zarpa tendría un talismán similar. Y, sin embargo…, mi instinto más primitivo me decía que el que tenía en la mano pertenecía a John Devlin. No lograba explicarme, y me asustaba especular al respecto, cómo había llegado a las manos frías y sin vida de Tom Gerrity. Se lo habría arrebatado antes de morir, supuse.

Rechacé esa hipótesis de plano. Ahora conocía bastante bien el carácter de Devlin. Escondía secretos y un pasado muy oscuro, pero no era un asesino. Mi vida no corría peligro si estaba a su lado. Salí al pasillo y me dirigí hacia las escaleras, deteniéndome cada dos por tres para escuchar el silencio. ¿Era una pisada? ¿El golpe seco de una puerta al cerrarse?

Uno de los tablones de madera del edificio crujió. No supe de dónde provenía el sonido, pero tampoco me quedé a comprobarlo. Bajé las escaleras a toda prisa, presa del pánico e impulsada por una inyección de adrenalina. Me paré de sopetón al ver una silueta emergiendo de la negrura del vestíbulo. Me quedé titubeando en las escaleras, sin saber qué hacer, si subir y buscar otro escondrijo o bajar y tratar de huir por la puerta. A medida que la sombra se fue acercando, adiviné quién era. Devlin estaba a los pies de la escalera, con su atuendo habitual, mirándome con perplejidad.

—¿Amelia?

Me abalancé sobre él. Devlin me sostuvo con un brazo, todavía estupefacto, y aproveché esa fracción de segundo para saborear su calor, su perfume. Luego me apartó con suavidad. No quería separarme de él, así que me aferré a la solapa de su chaqueta. Ansiaba apoyar la cabeza sobre ese pecho fuerte y musculoso para siempre, embriagarme de su perfume, esa mezcla oscura entre misterio y magnetismo que solo él poseía.

Con gran esfuerzo recobré la compostura.

—Gracias a Dios que has recibido mi mensaje —dije con un suspiro.

El detective tenía la mirada fija en las escaleras y, pese al suave resplandor que lograba filtrarse por las ventanas cubiertas de suciedad, advertí un desconcierto en su mirada.

Me giré y miré los peldaños.

—Deberíamos irnos.

Mi apremio no sirvió de nada. Devlin se dedicó a escudriñar cada rincón de la escalinata antes de mirarme a los ojos y empujarme a una esquina del vestíbulo, inmersa en una negrura absoluta. Me agarró con firmeza, lo que me resultó reconfortante, pero deseaba que me estrechara de nuevo entre sus brazos, pegar mi pecho al suyo y que nuestros corazones latieran al mismo tiempo. Su presencia jamás me había afectado hasta ese punto. Nunca había sentido que lo necesitaba tanto como ahora, pero algo no andaba bien. Aquella conducta no era propia de él; parecía controlarlo todo, tan estoico y elegante como siempre, pero notaba cierta tensión, una agitación contenida que me hizo pensar en el medallón de plata que había guardado en el bolsillo. No sé por qué no lo saqué y se lo enseñé.

Devlin bajó la voz, que, aun así, retumbó en todo el edificio.

—¿Estás bien?

—Sí, pero… tenemos que irnos de aquí —murmuré.

Deslizó las manos hasta mis antebrazos.

—Cuéntame qué ha pasado. Rápido.

—Pero podría estar aquí —farfullé con cierta histeria—. Tenemos que irnos ya.

Me sacudió.

—Cálmate y dime qué ha pasado.

—Tom Gerrity está muerto —espeté.

Me clavó los dedos, pero, al ver mi mueca de dolor, enseguida aflojó.

—¿Cómo lo sabes?

—Vi su cadáver hace un rato, en su despacho. Al menos… creo que era Tom Gerrity. Tenía la cara cubierta de escarabajos.

—¿Escarabajos? ¿De qué diablos estás hablando?

—Insectos. Sé que suena raro, pero los vi.

Entornó los ojos.

—¿Estás segura de que no era un sueño o una alucinación?

—Estaba muy despierta y perfectamente lúcida. Y créeme cuando te digo que había un montón de escarabajos. —Sentí un escalofrío—. Uno estaba atrapado en un vaso de cristal. Creo que era un mensaje o una advertencia. Y sospecho que Darius lo preparó todo para que viera el cadáver.

—¿Darius? ¿Estaba ahí? —preguntó. La emoción que aprecié en la mirada del detective me heló la sangre.

—No lo he visto —contesté con vacilación—, pero soñé con escarabajos anoche, y hoy he espantado a uno de mi zapato. Y ahora esto… —murmuré, y observé temerosa el vestíbulo, como si Darius pudiera estar acechándome desde las sombras—. Tiene que ser una señal, ¿no crees?

—¿Una señal de qué?

—No lo sé. Quizá de mi propia muerte.

Devlin volvió a zarandearme.

—Para. Estás dejando que te afecte.

—Lo sé, pero es tan espantoso.

Aunque seguía sosteniéndome, era evidente que tenía la mente en otro sitio. Estaba mirando hacia las escaleras, como si tratara de visualizar la escena que acababa de describirle. Subió el primer peldaño y le agarré por el brazo.

—¿Adónde vas?

—A echar un vistazo.

—No encontrarás a Gerrity. Alguien movió el cadáver, lo envolvió en un plástico y se lo llevó a rastras.

—¿Cuánto tiempo has estado ahí arriba? —preguntó con un tono que no logré descifrar.

—Quince, veinte minutos. Puede que un poco más. Perdí la noción del tiempo, la verdad.

Cuando llegué todavía brillaba la luz del sol, que a estas alturas ya se había ocultado tras el horizonte. Estábamos en la cúspide del crepúsculo y, en cualquier momento, aparecerían los fantasmas de Devlin. Busqué tras él ese resplandor tan espeluznante que anunciaba su llegada.

Por primera vez, su armadura se resquebrajó.

—¿Por qué has venido a esta casa? —preguntó sin rodeos.

Parpadeé al oír ese tono tan severo.

—¿Acaso importa ahora? Insisto, deberíamos irnos de aquí.

—Pues sí, importa. Según tu versión de los hechos, un hombre ha perdido la vida. La policía querrá saber qué estabas haciendo en este edificio.

—Pero tú eres la policía.

—De momento —musitó.

—¿Qué significa eso?

—Dime por qué estabas aquí. Quiero la verdad. Es importante.

—Vine a hablar con Gerrity.

—¿Acerca de qué?

Solté un suspiro.

—Es una historia muy larga. Tiene que ver con un chantaje…

Devlin no se molestó en disimular su incredulidad.

—¿Qué demonios sabes tú sobre el chantaje?

Retrocedí varios pasos, sorprendida por su reacción.

—Presencié una discusión entre Gerrity y el doctor Shaw. Te explicaré todo lo que sé, pero… ¿podemos marcharnos de una vez? —insistí, mientras miraba a mi alrededor, nerviosa—. Podría regresar en cualquier momento.

—¿Estás segura de que el asesino era un hombre?

—No, pero, fuera quien fuera, no le costó mover el cuerpo.

El detective hundió los dedos en mis brazos.

—¿Viste algo? ¿Los zapatos del asesino? ¿Su ropa? ¿Algo?

—No pude ver nada. Estaba escondida debajo del escritorio.

—Gracias a Dios —dijo en ese tono tan extraño—. ¿Dónde has aparcado?

Hice un gesto vago con la mano.

—A una manzana.

—Vete —ordenó—. Métete en el coche, cierra las puertas y vete directa a casa. No le cuentes a nadie lo que ha pasado.

—¿Qué piensas hacer?

Desvió la mirada hacia la escalera.

—Tengo asuntos de los que ocuparme.

—¿No piensas pedir refuerzos? —pregunté con inocencia.

Él vaciló.

—Solo si es necesario.

Hacía un minuto le estaba suplicando que nos marcháramos de ahí. Ahora, en cambio, le rogué utilizando voz lastimera:

—¿Por qué no puedo quedarme contigo?

—Tú misma lo has dicho. No es seguro.

—Pero soy una testigo. Hace un momento, me has asegurado que la policía querrá interrogarme.

—No si puedo evitarlo.

Sonó tan desafiante que me alarmó, y noté una pluma de hielo acariciándome la espalda, destapando el temor que llevaba persiguiéndome desde que vi a Devlin plantado en el pie de la escalera.

—¿Sabías que Gerrity había muerto?

Me repasó con el ceño fruncido.

—¿Por qué me preguntas eso ahora?

Nerviosa, me mordí el labio para reprimir una sospecha que no quería desvelar.

—Te has presentado aquí en un santiamén, y encontrarme en este edificio te ha pillado por sorpresa. Y ahora me presionas para que me marche —contesté, y luego le agarré más fuerte del brazo—. No has oído mi mensaje, ¿me equivoco? No has venido aquí por eso.

—Vete a casa, Amelia.

—Me ocultas algo, ¿verdad? —susurré.

—Márchate, y espérame en casa. Llegaré lo antes que pueda.

Dio un paso atrás y dejé caer la mano.

—Si eso es lo que quieres.

—Sí —confirmó—. Quiero que te alejes de este sitio. Necesito que estés a salvo.

Ese habría sido el momento idóneo para mostrarle el medallón que le había arrebatado a Gerrity, pero no dije nada. Mis propias sospechas me asustaban demasiado.

Lo vi desaparecer en lo alto de la escalera y, pese a que ansiaba seguirle y estar a su lado, lo último que quería era provocarle más problemas, así que, por ahora, seguiría sus instrucciones sin protestar. Me iría a casa y esperaría con el alma en vilo sus noticias.

De camino al coche, me percaté de que tenía una mano manchada de sangre. La misma con que había agarrado el brazo de Devlin.

Me subí al todoterreno con la mirada todavía clavada en esas manchas carmesí.

¿Era sangre de Devlin? Tenía que serlo. No había visto ni una gota de sangre en el despacho de Gerrity, y no estaba herida. Aunque era más que probable que la hubiera tocado sin darme apenas cuenta.

Pero ¿y el extraño comportamiento de Devlin? ¿Cómo era posible que se hubiera presentado en el despacho de Gerrity tan rápido? Si mi petición desesperada de ayuda no le había traído aquí, ¿entonces qué lo había hecho?

Demasiadas preguntas. Me sentía abrumada, ahogada por mis propias sospechas. Me repetí una y mil veces que lo único que podía hacer era irme a casa y esperar. Debía confiar en que llegaría el momento apropiado para responder todas esas preguntas. Atrincherada en el coche, me incliné y abrí la guantera para coger el paquete de toallitas húmedas que solía guardar ahí. Retiré la sangre de la palma de mi mano y entonces detecté un movimiento furtivo a mi alrededor. En circunstancias normales, hubiera permanecido indiferente.

Tantos años de convivencia con fantasmas habían servido para afianzar mis nervios. Pero toparme con un cadáver envuelto en un manto de escarabajos no era algo que sucediera cada día, y por eso estaba con la guardia baja y me volví con un sobresalto.

Una mujer con el pelo rubio y apelmazado reptó por el coche, y de forma automática pulsé el botón que bloqueaba todas las puertas, aunque el mecanismo se había activado cuando cerré mi puerta. No advertí ningún arma y, a juzgar por la ropa andrajosa que llevaba, pensé que sería una de las mendigas de la plaza Marion. Seguramente, se había acercado a pedir limosna, pero, cuando se asomó a la ventana, desconfié.

Me observaba fijamente, sin pestañear, y eso me inquietó. Tenía el iris transparente, como si tuviera cataratas, pero no era más que una muchacha. Lucía una piel tersa, sin arrugas, y una complexión pálida y translúcida. Me ablandó el corazón. Estaba en los huesos, y me pregunté cuánto tiempo llevaría malviviendo en la calle.

Entonces recordé algo que había comentado Devlin sobre las almas desafortunadas que conseguían regresar del viaje emprendido gracias al polvo gris. Su descripción encajaba a la perfección con esa mujer: ojos vidriosos y andares perezosos, como si estuvieran arrastrando algo propio del Infierno.

No era un fantasma, de eso estaba casi segura, a menos que tuviera la misma habilidad que Robert Fremont y pudiera manifestarse como un ser humano.

—¿Me ayudarás?

Tras el cristal, su voz sonó monótona y derrotada, y sentí el impulso imprudente de invitarla a casa y ofrecerle una cena decente.

Rebusqué en el bolso. Encontré varias monedas tiradas y bajé la ventanilla lo justo para dárselas.

—Por favor, coge el dinero —dije—. Es todo lo que tengo.

Las monedas cayeron al suelo sin pena ni gloria.

—¿Me ayudarás? —repitió de nuevo con el mismo tono.

Su voz, sus ojos…, todo en aquella mujer me perturbaba. Si no era dinero, ¿qué quería? Rastreé la calle con ansiedad y cogí el teléfono.

—¿Estás herida? —pregunté—. ¿Quieres que llame a alguien?

—¿Me ayudarás?

—Voy a llamar al 911…

—¿Me ayudarás? —repitió y, aunque el cambio en la entonación apenas fue perceptible, me quedé inmóvil.

Apreté el teléfono que tenía en la mano.

—¿Qué quieres que haga?

—Haz que se vaya.

Tragué saliva.

—No sé a qué te refieres.

La jovencita siguió parloteando, aunque no comprendí ni una sola palabra. Se marchó arrastrando los pies, con la espalda encorvada de una anciana.

Y entonces, justo cuando alcanzó la sombra de un edificio cercano, advertí la frágil silueta de un fantasma pegada a ella.