Fui directa a casa, di un paseo rápido con Angus y luego me duché, me vestí y salí de nuevo. En cierto modo, era un consuelo saber que tenía una misión, porque así no me quedaba apenas tiempo para pensar en ese maldito escarabajo o, peor todavía, en cómo Devlin pretendía pararle los pies a Darius Goodwine.
Había sido muy claro, contundente: su disputa con el chamán no tenía nada que ver con Mariama, pero, aun así, me costaba creerlo. Darius y Mariama se habían criado juntos, como hermanos, y su abuela, Essie, se había hecho cargo de ellos. Eso indicaba que debían de haber estado muy unidos. Según Robert Fremont, habían sido muchas las voces de la comunidad que habían considerado a Devlin un tabú por su raza y legado familiar, y no me habría sorprendido que Darius hubiera sido uno de sus mayores detractores.
A pesar de su impresionante carrera en la academia, era indudable que se identificaba mucho más con la magia y el misticismo de su herencia, y por eso aprendió de las enseñanzas de Essie para formarse como experto en raíces y plantas medicinales, y luego se trasladó al continente africano para practicar junto a un chamán de Gabón. Al traer el polvo gris a Charleston, se había colocado en el lado equivocado de la ley. Y como esposa de un policía, era muy probable que Mariama sintiera que debía tomar una decisión.
Por supuesto, todas esas elucubraciones se basaban en meras conjeturas, en el cansancio acumulado y en una imaginación demasiado estimulada. Me recordé que invertiría mejor el tiempo si pensaba en cómo acercarme a Tom Gerrity. Mientras me peleaba con el tráfico de hora punta que embotellaba Calhoun, traté de decidir qué le diría en cuanto abriera la puerta. Necesitaba una excusa para esa reunión, algo más concreto que la corazonada del fantasma de Fremont.
Y hablando de Robert Fremont, ¿dónde estaba? Me había prometido que estaría ahí si le necesitaba, así que ¿por qué no se había materializado para ayudarme a concebir un plan? Era él el experto en la materia y, sin embargo, apenas me había ofrecido consejo o ayuda.
Nunca había intentado invocar un fantasma, Dios me librara de algo así, pero me concentré en Fremont con la esperanza de que ese cambio de energía lo atrajera hacia mí. Incluso pronuncié su nombre tres veces, pero no sirvió de nada. O bien algo le impedía cruzar el velo, o bien me estaba ignorando descaradamente, lo cual no tenía sentido, porque aquella investigación había sido idea suya. Era Fremont quien quería pasar página y seguir adelante. Al tomar la calle donde Gerrity tenía su despacho, me sentí defraudada y molesta, aunque parte de esa irritación era consecuencia de los nervios y la falta de sueño. Respiré hondo varias veces y busqué un hueco donde aparcar el coche.
El barrio, algo andrajoso y destartalado, antaño había sido un vecindario residencial muy pintoresco, pero muchos promotores habían demolido sin piedad muchas de las preciosas casas antiguas para construir monstruosidades achaparradas, que ahora se alzaban junto a las fachadas de estilo victoriano con balcones combados y jardines descuidados.
El despacho privado de Gerrity estaba en una casa vieja de dos plantas que no había recibido una capa de pintura desde hacía décadas. No logré encontrar un espacio para aparcar cerca del edificio, así que dejé el coche a varias manzanas y comprobé la hora. Había llegado casi media hora antes de lo acordado, y preferí esperar encerrada en el coche antes que quedarme esperando en el vestíbulo sórdido de su despacho.
Me acomodé en el asiento y disfruté de los rayos de sol que se colaban por el parabrisas, tan cálidos y agradables que me adormecían. Había traído el libro del doctor Shaw, y lo abrí por la página donde había dejado el punto de lectura. Me pesaban los párpados, y tuve que leer el mismo párrafo incontables veces, porque no conseguía concentrarme:
«Los primeros expertos en raíces y plantas que vivían en las Sea Islands y a lo largo de la costa de Georgia y Carolina consideraban la adivinación como un don muy valioso, junto con la interpretación de sueños y la capacidad de reconocer augurios en la naturaleza. Tras el asalto brutal de la construcción, la lectura de augurios pasó a ser un arte perdido, pero las profecías y los vaticinios no desaparecieron, y, entre los métodos más comunes, se encuentran la lectura de las hojas de té y de huesos esparcidos. Casi siempre se utilizaban velas en rituales de adivinación, y a veces un vaso de agua para mirar a través de él».
Debí de quedarme dormida varios minutos, porque me desperté sobresaltada. Se me había resbalado el libro de las manos. Al agacharme a recogerlo, miré el reloj. Solo habían pasado unos diez minutos, pero decidí que ya había llegado el momento de bajarme del coche. Aquella siesta me había sentado de maravilla, y ahora afrontaba la reunión con más tranquilidad.
El barrio era decadente y su deterioro resultaba evidente, pero, a pesar de los acontecimientos más recientes, no me preocupaba estar sola. Todavía brillaba la luz del sol, y el tráfico aún colapsaba las avenidas principales. Sin embargo, avanzaba con las manos en los bolsillos de la chaqueta, con el teléfono móvil en una mano y el gas lacrimógeno en la otra. Saludé a los pocos transeúntes que me crucé por la calle, pero ninguno pareció reparar en mí, lo cual era bueno, o eso pensé. Poder mezclarme con la muchedumbre y pasar desapercibida me hacía menos vulnerable.
Al tomar la calle donde estaba el despacho de Gerrity, me fijé en un coche aparcado en doble fila frente al edificio. Arrancó justo cuando me estaba acercando, pero la ventanilla trasera estaba bajada y, por un instante, habría jurado ver el destello de una mirada topacio en la penumbra. Perpleja, me giré para seguir el vehículo. Tomó la primera curva y desapareció.
Volví a sentir una pizca de mi miedo anterior. En realidad, no había visto nada, pero ese pánico momentáneo era una prueba que demostraba que estaba al borde de la histeria. Traté de deshacerme de ese temor infundado y entré en el edificio. El que una vez fuera un vestíbulo elegante seguía tal y como lo recordaba de mi última visita. Un par de sillas de plástico de jardín decoraban la estancia y, aunque pareciera inconcebible, la alfombra parecía más mugrienta, y las cortinas venecianas, más descoloridas. Hacía meses que aquel recibidor no veía una escoba, o un paño húmedo. Se respiraba el mismo hedor rancio y mohoso que en un desván y, al subir los peldaños, no pude evitar fijarme en lo extremadamente silenciosa que estaba la casa. Sospechaba que la mayoría de las oficinas diminutas se habían quedado vacías, y los pocos negocios que quedaban echaban el cerrojo a las cinco en punto.
Una vez en el segundo piso, avancé hasta el fondo del pasillo, donde Gerrity tenía su despacho. La puerta estaba cerrada, como las demás, pero, puesto que solo faltaban unos minutos para las seis, pensé que quizá ya habría llegado. Llamé a la puerta y esperé pacientemente. Me pareció oír a alguien dentro, así que volví a llamar, esta vez más fuerte, y esperé un par de minutos antes de girar el picaporte. Empujé la puerta y me quedé clavada en el umbral, registrando con tiento la oficina.
Una única vela colocada sobre el suelo iluminaba la sala. La llama parpadeaba con violencia debido a una brisa fresca que entraba por la ventana. Estaba abierta. Mentira. Enseguida caí en la cuenta de que no estaba abierta, sino rota. Advertí el resplandor de los fragmentos de cristal en el suelo y algo más…, algo que se movía entre las esquirlas, aunque quise creer que no era más que un reflejo de la luz de la vela.
Desvié la mirada hacia el escritorio, donde pilas de papeles bajo un vaso colocado al revés se agitaban como las alas de un pájaro. Algo no encajaba. Sabía que lo más sensato era dar marcha atrás y salir pitando del edificio. Las huellas de Darius Goodwine estaban por todo el despacho. ¿Cómo, si no, explicar la vela? ¿La ventana hecha añicos? ¿El olor a azufre que impregnaba el ambiente? ¿Cómo, si no, explicar el letargo que, de golpe y porrazo, se había adueñado de mí?
Recordé aquella mirada resplandeciente del asiento trasero del coche y, de pronto, supe que estaba ahí por un motivo. No por el espíritu de Robert Fremont, sino por un hombre capaz de invadir mis sueños. Desde el principio, Darius Goodwine se había encargado de prepararlo todo. Todavía no sabía con qué fin, pero intuía que tenía algo que ver con Devlin. Y, ahora, también conmigo.
Todos mis instintos me gritaban que huyera de aquel despacho, pero, en lugar de eso, di un paso hacia delante y entré. Incluso llamé a Gerrity, aunque el despacho era tan pequeño que dudaba que estuviera escondido en algún rincón.
Me deslicé con sumo cuidado hasta el escritorio. Un escarabajo se había quedado atrapado dentro del vaso. Como si notara mi presencia, el insecto empezó a moverse con frenesí, tratando de escalar por las paredes de cristal de su prisión para acabar de nuevo sobre los papeles. Cada vez que intentaba escapar, caía sobre su espalda y sacudía las patas sin parar. Algo me decía que, igual que pasaba con el escarabajo que correteaba sobre mi pie, su presencia era otra señal, quizás un aviso. Pero no sabía cómo interpretarlo.
Alcancé el vaso con la intención de liberar al insecto, y fue entonces cuando vi a Tom Gerrity tirado en el suelo, detrás del escritorio.
Al menos… creí que era él. La cara del hombre estaba cubierta por una negrura en movimiento.
No observé ni rastro de sangre, o heridas, pero los escarabajos se deslizaban por el suelo por un motivo. La muerte los había guiado hasta ahí. Contemplé horrorizada cómo la multitud de insectos entraba y salía por los ojos y la boca del cadáver, alimentándose de lo impensable. Un grito de pánico amenazaba con ensordecer a ese cúmulo de bichos, pero no fui capaz de articular sonido alguno. Ni siquiera pude mover los dedos para marcar el 911. Me quedé congelada. Algo intangible me había paralizado mientras examinaba aquella masa pululante. Y entonces me percaté de qué me mantenía inmóvil. Percibí una esencia en el aire, tan débil que podía haberla imaginado. No era el residuo sulfúrico de una cerilla, sino algo más oscuro y húmedo.
Traté de identificar aquel olor, pero la brisa se llevó la fragancia y me devolvió a la cruda realidad. Alguien había estado en ese mismo despacho tan solo unos minutos antes de que yo llegara, y eso me espantó.
Miré de reojo hacia el pasillo al oír el crujido de un tablón de madera bajo unos pasos furtivos. Me volví con la convicción de que en cualquier momento el asesino de Gerrity abriría la puerta y me encontraría junto al cuerpo sin vida del detective. Ni siquiera se me pasó por la cabeza que el homicida se hubiera dado a la fuga tras cometer el crimen. Me había sumergido en la madriguera del pánico y no podía pensar racionalmente. Tenía que esconderme, pero ¿dónde? No había armarios ni cuarto de baño. Tan solo una puerta, una única entrada y salida, a excepción de la ventana rota. Pisé las esquirlas y eché un vistazo. Una cornisa recorría toda la casa, pero tenía que dar un salto de varios metros para alcanzar la acera.
Me di la vuelta y observé la oficina. El único escondrijo estaba debajo del escritorio, y eso implicaba pasar junto al cadáver.
El intruso cada vez estaba más cerca. Escuché que se detenía frente a la puerta.
Así que, sin pensármelo dos veces, me dejé caer y gateé hasta la estrecha madriguera. Uno de los brazos de Gerrity estaba estirado, y tuve que ingeniármelas para apretujarme en un rincón y evitar tocarlo.
Me abracé las rodillas y traté de contener la respiración cuando oí el rechinar de la puerta al abrirse.
Luego siguió un silencio. Un momento más tarde, distinguí el sonido del plástico al arrugarse, seguido de pasos que rodeaban el escritorio. No vi al agresor, pero el cuerpo de Gerrity se movió o, mejor dicho, lo movieron. El brazo cayó sobre mí, y me puse a temblar de forma descontrolada.
A medida que la mano se iba alejando de mí, advertí el destello de una cadena plateada entre los dedos sin vida del detective. De inmediato, reconocí el medallón que colgaba de ese collar. Recordé la última vez que lo había visto sobre el pecho desnudo de Devlin.
Pestañeé y descarté esa imagen. Coloqué un dedo sobre el medallón, sujetándolo contra el suelo, mientras el asesino de Gerrity arrastraba el cuerpo sobre el plástico.