Capítulo 29

Polvo para zombis —resolvió Temple a la mañana siguiente mientras me ayudaba a descargar todas las herramientas del maletero de mi todoterreno.

Poco después de marcharse, Devlin hizo un par de llamadas para que pudiera disponer del coche al día siguiente, y luego me envió un mensaje de texto para decirme dónde había escondido la llave. Una parte de mí creía a pies juntillas que nuestra conversación había sido el origen de aquella pesadilla. A plena luz del día, me parecía imposible que Darius Goodwine hubiera podido invadir mis sueños.

—El vidrio esmerilado es un componente habitual, junto con la datura —continuó Temple—. El cristal irrita la piel, y así la sangre enseguida absorbe el veneno.

—¿Zombis en Charleston? —exclamé con tono burlón, y después cerré el coche y guardé la llave en el bolsillo—. ¿No sería más típico de Nueva Orleans, por ejemplo?

—Más bien de África y Haití. Según dicta la tradición, en esta zona del país, solo habitan brujas, trasgos y fantasmas de ojos viciosos —dijo, nombrando la santísima trinidad de las leyendas sureñas de Estados Unidos.

—Mi padre solía contarme historias de espíritus capaces de rizarte el pelo —apunté—. Y de hechiceras vampíricas. Con razón después me asustaba cerrar los ojos por la noche. Tenía miedo de que una se colara en mi habitación y me robara la piel mientras dormía.

Aunque me pasara noches en vela temblando bajo las sábanas, nunca llegué a creer en las criaturas míticas de ojos viciosos que, supuestamente, se zampaban a los niños obstinados y tozudos, ni en las brujas que se arrancaban la piel a tiras por la noche para apoderarse de una ajena. Sin embargo, los trasgos —término culto para referirse a fantasmas— eran otra cosa: no tardé mucho en averiguar que eran reales.

—Creo que te supero —desafió Temple mientras nos abríamos paso entre las malas hierbas que crecían alrededor de la verja del cementerio—. Una vez salí con un tío de Luisiana. Su abuela practicaba vudú y juraba y perjuraba que, cuando era jovencita, una sacerdotisa muy poderosa había convertido a su hermano en un zombi. El forense local lo declaró muerto y se celebró un funeral. Años más tarde, la anciana lo vio en Nueva Orleans acompañado de la misma sacerdotisa. Por lo visto, la bruja había exhumado el cuerpo y lo trataba como a un esclavo. Y toda su familia pensando que había muerto.

—¿Cómo acabó la historia?

—Lo último que supo la hermana es que seguía con la sacerdotisa.

—¿Por qué no avisó a la policía?

—Las autoridades no podían hacer nada. Y ella tampoco, porque la sibila era demasiado poderosa.

—Pero qué ven mis ojos. ¿La Señorita Escéptica se cree esa historia?

—Por supuesto que no, pero ella sí. Y todo apunta a que su hermano también. Si me preguntas, el vudú, las hierbas medicinales, los conjuros… son una misma estafa, pero con nombres distintos. La única virtud de quienes la practican es el misterio y la persuasión. La gente quiere creer que puede conseguir lo aparentemente inalcanzable, ya sea el amor, la riqueza o un escudo que los proteja de sus enemigos, gracias a un puñado de hechizos y encantamientos. Y por eso están dispuestos a gastarse hasta el último centavo en pociones de amor y en velas para ahuyentar el mal. —Hizo una pausa y abrí los candados de la puerta—. Por cierto, presiento que el tipo del que me hablaste, ese tal Darius Goodwine, está intentando volverte loca. Un timador perspicaz solo necesita un atisbo de duda para convencerte de lo que quiera.

—Pero si carece de un poder real, ¿cómo puede influenciarme?

—La mente domina la materia. Como todos los percances y contratiempos que sufrimos por culpa de Ona Pearl Handy. Creó una pequeña duda, y nosotros nos encargamos del resto. Llámalo poder de sugestión… o profecía autocumplida. La mente es capaz de intervenir en el cuerpo a un nivel subconsciente. Y tú mejor que nadie lo sabes.

—Pero el vidrio esmerilado no me lo imaginé. Vi la sangre con mis propios ojos.

—Sí, reconozco que es inquietante —admitió—. ¿Sueles salir al jardín descalza? ¿Te has acostumbrado a caminar sin pantuflas?

—No sé si podría llamarse una costumbre, pero suelo hacerlo.

—Ese hombre lo habría sabido si hubiera contratado a alguien para espiarte. Es obvio que te considera una amenaza. Y está buscando el modo de tomar la delantera.

—¿Qué debería hacer?

—Si es un devoto convencido, podrías visitar a un experto en plantas y comprar alguna sustancia que te proteja. La mente domina la materia es un lema que funciona en ambas direcciones. Pero si es un vendehúmos de pacotilla, lo único que puedes hacer es mantenerte en guardia. Ten los ojos y los oídos bien abiertos. Y, por el amor de Dios, no vayas por ahí descalza. Si se pasa de la raya, llama a la policía. O a Devlin. Tengo el presentimiento de que le encantaría ocuparse de ese tipo.

Sí, y ese quizá fuera mi mayor temor: lo que Devlin le tenía reservado a Darius Goodwine.

Me pasé el resto del día adecentando lápidas, una tarea tediosa que exigía horas y horas de trabajo minucioso acuclillada o arrodillada. Gracias a eso podía permitirme el lujo de lucir unas piernas atléticas. No era un trabajo para aficionados, porque incluso el más ligero arañazo podía provocar grandes daños, sobre todo en las tumbas más antiguas. Con cada limpieza se perdía una parte de la superficie, y por eso algunos proyectos debían enfocarse de una forma distinta, con la conservación como objetivo final. Incluso en cementerios que gozaban de suministro de agua, procuraba evitar los detergentes no iónicos y priorizaba el método menos tecnológico, basado en cepillos de cerda suave, esponjas, espátulas y mucha paciencia. Siempre empezaba por la parte inferior del reverso de la lápida, para evitar posibles fisuras y, en general, una vez absorta en la tarea, el tiempo se me pasaba volando. Hoy, en cambio, no paraba de comprobar la hora en la pantalla del teléfono. A primera hora de la mañana, había llamado al despacho de Tom Gerrity y le había dejado un mensaje en el contestador. Cuando me devolvió la llamada, minutos más tarde, me hice pasar por una cliente dispuesta a contratar sus servicios como detective. Sabía que, si reconocía mi nombre de nuestro último encuentro, no soltaría prenda. Había dicho que estaría fuera de la oficina la mayor parte del día, pero que regresaría por la tarde, así que me sugirió que pasara alrededor de las seis.

No tenía la menor idea de qué conseguiría con esa cita, ni siquiera de qué le diría cuando entrara por la puerta. No podía preguntarle de buenas a primeras con qué estaba chantajeando al doctor Shaw, ni podía hacerme pasar por una amiga de la familia Fremont que quería contratar a un detective privado. Gerrity me había pillado in fraganti en su despacho la primavera pasada, así que, aunque mi nombre no le fuera familiar, todo apuntaba a que me reconocería de inmediato. Me relacionaría con Devlin y, dada la hostilidad que había entre ellos, por no mencionar su posible vinculación con Darius Goodwine, me imaginaba que no se mostraría muy cooperativo.

Me moví unos centímetros y me coloqué frente a la cara de la lápida. Humedecí la piedra con un pulverizador y arranqué el liquen mientras imaginaba una docena de situaciones hipotéticas, aunque ninguna especialmente agradable. Decidí que debía confiar en el universo. Tener un poco de fe y creer que Fremont tenía un motivo para enviarme al despacho de Gerrity. Después de todo, muchos le conocían como el Profeta, y, por lo visto, había mantenido algunas de sus habilidades agoreras tras morir. De pronto, pensé en las manos manchadas de sangre de Isabel Perilloux, una imagen que el fantasma había vaticinado. Pero ahora debía centrarme en Tom Gerrity. ¿Qué era lo peor que podía pasar si iba a verlo? ¿Me echaría de su despacho? ¿Acaso no había hecho eso mismo la última vez que estuve allí?

Continué trabajando, pero mi mente no descansó ni un segundo. Al final del día me sentí recompensada, al ver destapadas varias inscripciones hermosas. Tras apartar la mugre de la última lápida, descubrí un áncora, un símbolo tan antiguo como las propias catacumbas. En su interpretación más sencilla, el áncora simbolizaba la esperanza y la constancia, y solía esculpirse en las tumbas de marineros, pero en una época más lejana se había utilizado como cruz disfrazada para guiar a los devotos y perseguidos a un lugar de reunión secreto. En los tiempos que corrían, intuía que el emblema tenía otros significados, puesto que algo tan inocuo como un áncora, o un ave cantora, podía contener una representación oculta.

A las cuatro en punto, recogí todas mis herramientas y cachivaches. Decidí dejar los cubos de agua en el cementerio porque pesaban demasiado, y así no tenía que cargar con ellos hasta el coche. Temple había dado por acabada la inspección de las tumbas exhumadas y se había marchado a media tarde. Su trabajo en Oak Grove había finalizado. A partir de ahora trabajaría en el cementerio sola. Quizá tener la mente tan ocupada en los últimos tiempos era una bendición, porque así no me quedaba tiempo para rumiar sobre mi pasado, ni para preocuparme por el halo sombrío que flotaba sobre ese inmenso sepulcro.

Cerré las puertas y, al girarme y dar la espalda al cementerio, noté un hálito frío por todo el cuerpo. No osé mirar por encima del hombro, pero peiné con la mirada el lindero del bosque en busca de algún movimiento entre las sombras más profundas de los árboles. El sol había perdido fuerza, pero todavía quedaban varias horas de luz por delante. No había razón lógica para estar asustada y, sin embargo…, lo estaba.

Respiré hondo y procuré sosegarme antes de empezar a caminar por el sendero repleto de maleza que conducía hasta la carretera pavimentada. La imaginación me estaba afectando porque tras unos segundos habría jurado oír pasos tras de mí. No había nada, desde luego. Era demasiado temprano para los fantasmas, incluso para los seres de sombras que se revolvían antes del atardecer.

Guardé las herramientas en el maletero del coche, me senté detrás del volante y encendí el motor. Pero no sucedió nada, salvo un chasquido que presagiaba lo peor. La batería se había agotado, lo cual no tenía sentido, porque era relativamente nueva. Levanté el capó y comprobé los cables. Utilicé una de mis rasquetas de madera par apartar la corrosión blanquecina que cubría los alambres. Luego me deslicé de nuevo en el asiento y traté de arrancar el motor una vez más. De inmediato, oí rugir aquella máquina y, después de soltar un suspiro de alivio, me apeé para bajar el capó. Al rodear la puerta, me fijé en un escarabajo que pululaba por mi zapato, y me agaché para examinarlo. A diferencia de los escarabajos del sueño, que eran redondos y gigantescos, ese bicho tenía el cuerpo plano y un revestimiento amarillento cerca de la cabeza.

Se me puso la piel de gallina y lo aparté de un manotazo. No me habría importado ver corretear a un escarabajo por mi pie si no hubiera sufrido antes esa pesadilla. Desde muy pequeña, padecía aracnofobia, pero los insectos jamás me habían molestado, ni siquiera las cucarachas gigantes, tan comunes en la costa sureste del país. Quizás el escarabajo fuera una advertencia o una señal. Un bicho con un significado oculto.

Me subí al coche y cerré las puertas antes de comprobar el interior. Me repetí varias veces que aquello era una ridiculez. Por culpa de una pesadilla, ¿ya no soportaba a los escarabajos?

Sin embargo, ninguna lógica podía convencerme de que el insecto que había caminado por mi zapato lo había hecho de un modo casual. Ya no creía en las casualidades del universo ni en el azar de los hechos cotidianos. Todo ocurría por una razón, y temía que esa sincronía acabara matándome.