Un poco más tarde, abrí la puerta del porche y dejé que Angus saliera a corretear por el jardín trasero, pero esa noche no me quedé vigilándole desde el umbral. Grave error. Mi enfrentamiento con Darius Goodwine, ya fuera imaginaria o real, y mi reconciliación con Devlin me habían afectado mucho, y lo último que me apetecía era tener un cara a cara con el fantasma de Mariama. El poder que blandía desde su sepulcro me resultaba inconcebible, pero presentía que hasta el momento solo había mostrado la punta del iceberg.
Vagué como alma en pena por toda la casa, con la mosca detrás de la oreja. Me acechaba una terrible premonición. Tras cada paso sentía que una fatalidad inminente iba a caer sobre mí. Que me rondaran esas ideas por la cabeza me extrañó mucho, ya que, de los fantasmas, lo único que me asustaba era su naturaleza parasitaria, su hambre insaciable por el calor humano que tanto necesitaban para mantenerse en el mundo de los vivos. Ahora sabía que los fantasmas podían infligir daños físicos, o incluso provocar la muerte. A veces me daba por pensar en Mariama y en lo lejos que estaría dispuesta a llegar para separarnos a Devlin y a mí. Ni siquiera las normas de mi padre podrían protegerme de la ira de un espectro vengativo.
En el cuarto de baño, me lavé la cara con agua fría y luego contemplé con estupefacción a la mujer pálida y demacrada que me miraba desde el espejo. Mostraba unas ojeras mucho más pronunciadas, y las pupilas parecían demasiado dilatadas. Me pregunté si sería uno de los efectos secundarios de aquella purpurina azulada. ¿O uno de los esbirros de Darius Goodwine se las había arreglado para echarme algo en la copa de vino durante la cena?
Sin embargo, no conseguía entender por qué ordenaría algo así. Quizá quisiera utilizarme para llegar hasta Devlin, pero, después de nuestra reunión de esa noche, intuía que su motivación había dado un giro radical. Había mostrado mucho interés en mi comunicación con Robert Fremont y en mi legado. «Eso te convierte en alguien muy especial. En una persona muy poderosa», había dicho. Aunque en ese momento no me sentía en absoluto poderosa, sino confundida y desbordada por la situación.
Y todo eso asumiendo que la charla que habíamos tenido había sido real. Devlin estaba convencido de que había sido víctima de un truco de magia, de una ilusión, y, a decir verdad, prefería creer eso. Darius Goodwine había sido claro. Me había amenazado con inmiscuirse en mis sueños, y para eso no tenía la red de seguridad que me proporcionaba el suelo sagrado. En sueños no habría fronteras ni refugios seguros. Mi única defensa sería el insomnio.
Cabía la posibilidad de que no fuera más que un hipnotizador, o un ilusionista hábil que se aprovechaba de los más débiles y susceptibles. Pero yo era una muchacha que veía fantasmas, a quien el mismísimo mal había perseguido. Sabía de primera mano que el razonamiento humano no podía explicarlo todo, así que, a diferencia de Devlin, no descartaba la idea de que existiera un hombre capaz de emplear el poder del mundo de los espíritus. Un hombre capaz de cruzar a ambos lados del velo y visitarme en mis sueños.
Dejé todo eso a un lado y procuré centrarme en algo más productivo, como resolver el asesinato de Robert Fremont. Aunque ese asunto tampoco era muy reconfortante. La hipótesis de que un hombre al que respetaba y admiraba pudiera ser culpable de envenenar a su esposa me perturbaba. Devlin me había dejado de piedra cuando me había revelado el motivo que tenía para cometer el crimen. El más viejo del manual.
¿Por qué Fremont no me había dicho nada acerca de su aventura amorosa? Su amnesia selectiva empezaba a parecer un poco extraña.
¿Por qué, de repente, tenía la impresión de que me había convertido en la pieza de un juego, y no solo de Robert Fremont y Darius Goodwine, sino de otras fuerzas del universo?
El mensaje de texto de Devlin, o de quien fuera, tenía un propósito bien claro: que abandonara Asher Falls y regresara a la ciudad. El ruiseñor que oí la primera noche pretendía guiarme hasta el jardín de Clementine, para que viera con mis propios ojos el coqueteo entre el detective e Isabel Perilloux, y así volver a su órbita. Todo estaba conectado, pero los vínculos eran aleatorios, casuales incluso. Las pistas estaban ahí, de eso no me cabía la menor duda, pero no lograba visualizar el panorama en su conjunto.
¿Acaso Mariama era la mujer que había estado con Fremont antes de morir? Jamás se me había ocurrido asociar una fragancia con ella, pero quizás el perfume que todavía impregnaba toda su ropa era el de la esposa del detective. En cierta medida, había considerado esas sospechas desde el principio, pero estaba tan celosa de Isabel Perilloux que me cegué y la apunté directamente con el dedo sin meditarlo. Al fin y al cabo, Mariama siempre estaba ahí.
Su traición debió de ser un golpe muy duro para Devlin. Aunque la llama de su amor ya se hubiera extinguido por aquel entonces, las cenizas habían permanecido. El sentimiento que había empujado a Mariama a abandonar el reino de los muertos para merodear por el de los vivos mientras mermaba el calor y la energía de Devlin debía de ser, sin duda, muy fuerte e intenso. Tenía la terrible sensación de que seguiría anclada a su lado a pesar de mi ausencia. Tras caminar de un lado a otro de la casa, al fin me dirigí al estudio. Quise darle a Angus unos minutos más para explorar el jardín, y me dispuse a hojear el libro del doctor Shaw. Luego le llamé desde la puerta de atrás. Como no acudió de inmediato, salí al porche. No me había molestado en calzarme las pantuflas, de modo que me detuve en el último peldaño de la terraza. Le llamé de nuevo y empecé a inquietarme. De pronto, le vi brincar entre las sombras, con el pelaje erizado.
De inmediato, escudriñé el jardín, comprobando cada rincón oscuro. Se había levantado una suave brisa, y el tintineo de los carillones de viento me puso los pelos de punta. En el jardín no se movía nada, excepto las hojas de las diminutas palmeras que lo bordeaban. Había algo en aquella brisa que no cuadraba. No provenía de ningún frente meteorológico, sino del otro lado.
Para confirmar mis sospechas, una ráfaga de aire me azotó el cabello y los bajos del camisón. Me estremecí, pero no me dejé intimidar, a pesar de que Angus no dejaba de gruñir a mi lado. Alargué la mano y le acaricié el lomo sin dejar de vigilar el jardín, donde el columpio se balanceaba al compás del viento. Una nube se deslizó por el cielo nocturno hasta eclipsar la luz de la luna, cubriendo así el jardín con un manto de penumbra. Reparé en un frío pervertido que se arrastraba entre las sombras, hacia mí. No era Shani ni Mariama, sino un espíritu desconocido que me estaba buscando. Un espectro inquieto que quería mi energía vital y mi ayuda.
Sumida en aquella negrura, no veía nada. No observé ojos brillantes ni el resplandor de un aura. Ninguna forma humana flotando entre los matorrales. Pero percibía una presencia.
Aquella mirada moribunda me produjo la misma sensación que una araña subiéndome por la espalda. ¿Era una prueba? ¿Una tentativa para comprobar si poseía la entereza y el temple necesarios para una mayor vocación?
¿Debería extender una mano? ¿Tratar de establecer contacto? Me surgieron infinidad de preguntas en cuestión de segundos. La indecisión me paralizó de tal manera que ni siquiera me percaté de que la brisa había amainado. El jardín se había quedado inmóvil, como si la propia noche esperara con gran expectativa mi respuesta.
Opté por no moverme, por no decir nada. Aunque tampoco fingí indiferencia. Las piernas me temblaban y estaba al borde del infarto, pero permanecí sobre el escalón, desafiando al fantasma a manifestarse. Justo antes de que la luna emergiera de nuevo tras el nubarrón, habría jurado advertir un centelleo revelador. Un hedor rancio empapó el jardín, mezclándose con el estramonio, y me pareció escuchar el susurro de la voz de mi padre en el oído: «Vete, Amelia. ¡Date prisa! No tientes al destino, cariño. No admitas que ves la presencia de un fantasma. Estás hasta el cuello, más de lo que imaginas».
Las baldosas se sentían frías como un témpano, y el mordisco de una hormiga me escocía la planta del pie, así que me metí en casa. Cerré la puerta con llave y deslicé la cortina para contemplar el exterior, manteniendo así mi vigilia durante unos minutos más, hasta que Angus se puso a lloriquear para llamar mi atención. Me arrodillé y le dediqué varios mimos antes de ocuparme de la cocina, lavando y aclarando las tazas y retirando las distintas cajas metálicas donde guardaba el té.
Me agaché a coger el cuenco de Angus para llenarlo de agua antes de ir a la cama y me fijé en unas gotas que, a primera vista, parecían sangre. Había manchas por todo el suelo, como si Angus se hubiera arañado una pata con algo afilado. Le examiné cada una de las patas, pero no hallé ninguna herida, ni tampoco rastro de sangre. Empapé una bayeta para limpiar el suelo y, al darme la vuelta, advertí más puntos carmesí. La sangre provenía de mí, no de Angus.
Me puse a danzar por la cocina, comprobando ambos pies. Después de limpiar la sangre, me fijé en una especie de purpurina que tenía pegada en la planta del pie. En realidad, eran cristales diminutos que se me habían clavado en la piel. Las partículas eran muy finas y delicadas, pero me habían irritado la piel. Fue bastante raro, ya que, hasta donde sabía, no se había roto nada en el jardín.
Cojeé hasta el baño y me lavé los pies con jabón desinfectante. Con una pinza fui extrayendo cada esquirla de cristal, y luego empapé todas las abrasiones con peróxido y antiséptico. Salí triunfante del baño; ningún germen sobreviviría con todas esas precauciones.
Aquello me había obligado a centrarme en algo concreto. En ese momento, por extraño que pareciera, me sentía mucho más tranquila y serena. Me metí en la cama, preparándome para sobrevivir a otra noche eterna. Clavé la mirada en el techo y deseé que Devlin se hubiera quedado.
Me quedé dormida casi al instante, aunque me desperté un poco más tarde muerta de sed. Me levanté y corrí a la cocina a por un vaso de agua. Angus se percató y enseguida salió del estudio para comprobar su cuenco de comida.
—Lo siento. Todavía no es hora de desayunar.
Aquella mirada límpida logró tocar el corazón de la pusilánime que vivía dentro de mí, así que abrí el armario y le di un premio. Al volverme, capté algo en los ventanales de mi estudio. Alguien me estaba observando.
No reaccioné, pero a partir de entonces me moví sin perder de vista la silueta. Aquella cara tenía la misma palidez traslúcida de un espíritu, pero quizá no había sido más que una ilusión causada por la luz de la luna. Me pregunté por qué Angus no había gruñido. Fuera humano o fantasma, debería de haber percibido su presencia. Pero el perro se dedicó a saborear su premio con un deleite descarado. En ningún momento alzó la cabeza, ni siquiera cuando apareció otra sombra detrás de la puerta trasera, ni cuando el intruso intentó forzar la cerradura.
Busqué un teléfono, pero no lo encontré. Busqué un arma, pero no encontré ninguna. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que debía de estar atrapada en un sueño. ¿Cómo, si no, explicar la apatía de Angus? ¿Qué otra explicación podía justificar aquella extraña parálisis?
Y justo cuando estaba ahí, en mitad de la cocina, mirando a mi alrededor con impotencia, oí el chasquido del cerrojo. La puerta se abrió de golpe, y una ráfaga de aire del otro lado se coló por la abertura. Se me revolvió el pelo. Mientras apartaba los mechones que me tapaban los ojos, vislumbré la silueta de Darius Goodwine en el umbral. Tenía el mismo aspecto que unas horas antes, con la diferencia de que ahora lucía varios collares, incluido uno que parecía un cordel repleto de dientes humanos. En su mano derecha llevaba un cuenco de madera; en la izquierda, una vieja faltriquera de cuero que sacudía para imitar el sonido de un sonajero.
Vertió el contenido de la bolsita en el cuenco. Había huesos, caracolas, guijarros, nueces y un puñado de monedas. Después se agachó y arrojó todos los artículos sobre el suelo. Formaron un dibujo que, al parecer, le divirtió muchísimo.
Levantó la mirada y me fulminó con aquellos ojos dorados.
—Prepárate —ordenó.
—¿Para qué?
—Para un largo viaje.
—¿Adónde voy?
Se dio media vuelta y contempló la oscuridad que reinaba en el jardín. Hice lo mismo y reparé en las decenas de muertos que se habían agolpado junto a mi terraza. Tenían la cara pintada de blanco riguroso y la tripa abierta en canal. Atraídos por la luz, multitud de escarabajos negros con pinzas afiladas se escurrían por las cicatrices de autopsia y se colaban en mi casa. Vi a uno de los insectos escapándose hacia el armario donde almacenaba los premios de Angus, y a otro metiéndose por debajo del horno.
En un abrir y cerrar de ojos, el cuenco de comida se había convertido en un hervidero de bichos, y el pobre Angus empezó a lloriquear, apenado. Los escarabajos le subían por las piernas y correteaban entre su pelaje para hurgar bajo su piel. Aulló de dolor y eso pudo conmigo. Me dejé caer a su lado y le quité uno a uno todos los insectos para después lanzarlos hacia la puerta.
Sin embargo, los escarabajos se multiplicaban sin cesar. El suelo podía confundirse con una moqueta negra, y los sentía por todo mi cuerpo. Se deslizaban por mis brazos, por mi cabello, por el cuello del pijama. Todavía agitaba las piernas cuando me desperté. Con el corazón palpitándome a mil por hora, descorrí las sábanas y me levanté de un brinco para encender la luz. La cama estaba vacía. Me palpé el pelo y no noté nada distinto. Solo había sido una pesadilla.
O una visita de Darius Goodwine.
Decidí quedarme despierta el resto de la noche. Incluso fui al estudio a buscar el libro del doctor Shaw.
Sin embargo, los párpados me pesaban y, a pesar de mis esfuerzos, no paraba de cabecear. Lo último que recuerdo haber oído fue el roce de una rama contra la pared de casa. Pero, en mi estado soñoliento, me parecieron más bien las pisadas de un intruso que correteara por el tejado.