Ahogué un grito, y de inmediato miré hacia el jardín trasero, donde Mariama debía de estar merodeando. El modo en que pronunció su nombre, con tanta frialdad y desdén, parecía una blasfemia. El fantasma de esa mujer había hecho añicos una de las ventanas de mi estudio de pura rabia. Me había empujado en el jardín de Clementine y había arrojado su propio retrato al suelo. Pensar en qué acto de venganza elegiría por ese sacrilegio a su recuerdo me espantaba.
Devlin seguía sosteniéndome por los brazos. Su rostro se había convertido en una máscara impasible y oscura en cuyo centro titilaban dos llamas ardientes. Poco a poco, me atrajo hacia él, y deslizó una mano entre mi cabello mientras sus labios se acercaban a los míos.
—Tú eres la única que me importa —murmuró rozándome la boca.
Por un instante, mi inseguridad me llevó a pensar que no solo quería convencerme a mí de esa afirmación, sino también a sí mismo. Pero me daba lo mismo. Ansiaba tenerle cerca, creerme a pies juntillas esa promesa que centelleaba en su mirada.
Me rozó la mejilla y, tras besarme el lóbulo de la oreja, me susurró:
—Eres tú a quien deseo.
Ese acento sureño era superior a mis fuerzas. Me perdía por completo, y quizá eso me convertía en una verdadera estúpida.
Fue entonces cuando caí en la cuenta de que Devlin también era un hechicero, pues, al abrir los ojos, me vi empotrada contra la pared, y no recordaba haberme movido. Estaba delante de mí, impidiéndome observar el jardín, como si pudiera percibir la presencia de Mariama y quisiera protegerme. Apenas podía ver algo tras los cristales, pero no tenía la menor duda de que estaba allí fuera, echando humo por las orejas. Si no hubiera sido por el estado precario en el que me encontraba, quizás hubiera reunido fuerzas para apartarle. Íbamos a meternos en un buen lío, y Mariama se aseguraría de que recibiéramos el castigo que merecíamos.
Los efectos de la droga todavía no se habían disipado. Estaba atrapada en el abotargamiento de aquel polvo azul y no actuaba por propia voluntad.
Se me había aflojado el cinturón del albornoz, y Devlin no dudó en quitármelo para besarme la piel del hombro. Le rodeé el cuello con los brazos y nos fundimos en un beso húmedo. Él deslizó las manos por dentro del albornoz sin apartar sus labios de los míos. No dejó de besarme ni cuando las rodillas empezaron a temblarme ni cuando me puse a tiritar de forma incontrolada.
En algún momento, nos trasladamos al diván. Me tumbé acurrucada en los brazos de Devlin, con la cabeza apoyada en su hombro y una mano sobre su pecho. Cerré los ojos y disfruté del placer de sus besos. Se le daba fenomenal. Sabía, por experiencia propia, que también era bueno en otras cosas, pero ahora no quería pensar en eso. Mejor no adelantar acontecimientos. Nuestra pasión ya había abierto una puerta terrible una vez, y no tenía la menor duda de que nuestra lujuria atraería de nuevo a los otros. En mi santuario estábamos a salvo, al menos por ahora, y me repetí varias veces que debería disfrutar del momento.
Sin embargo, el intercambio de energías era casi palpable. Devlin, sin darse cuenta, me había chupado el calor de forma furtiva, colmando su fuerza vital con la mía. Esa era una de las ironías de enamorarse de un hombre atormentado. Mi paraíso terrenal me había resguardado de las arremetidas de sus fantasmas, pero el suelo sacro no podía protegerme de él.
Permanecimos un buen rato en silencio, inmóviles, pero ahora le sentí revolverse, como si estuviera inquieto. Me besó el cabello, y sentí un escalofrío.
—Háblame de Asher Falls —rogó.
Noté su aliento cálido en la mejilla. Deseaba aferrarme más fuerte a él, pegar el oído a su corazón, pero en lugar de eso me aparté.
—No me gusta hablar de ese lugar. No pienso volver allí, así que… ¿qué más da?
Lo cierto es que la mera mención de ese pueblo de montaña me provocó una punzada de soledad, por toda la gente que había dejado atrás. No solo a Thane Asher, sino también a Tilly y a Sidra. Las dos mujeres, una anciana y una muchacha, me habían marcado de por vida. Pero, de todos modos, no tenía intención alguna de regresar a Asher Falls. Era demasiado peligroso.
—¿Conociste a alguien allí?
Era evidente que Devlin estaba midiendo cada una de sus palabras, además de controlar la voz.
—¿Por qué lo preguntas?
—Porque te noto más recelosa que antes. Intuyo una cautela desconocida para mí. Pareces más fuerte y, al mismo tiempo, más vulnerable.
—Hace unos minutos dudo mucho que notaras ese recelo.
—Ya sabes a qué me refiero. No quieres ni oír hablar de Asher Falls por un motivo. ¿Qué ocurrió allí?
Respiré profundo y, al final, cedí.
—Bueno, conocí a un hombre —farfullé de mala gana.
—¿Te enamoraste de él? ¿Sigues enamorada de él?
Me apresuré a responder a esas preguntas.
—No. Aunque si lo hubiera conocido antes, me habría conquistado a la primera. Ahora ya he perdido la esperanza de conocer a alguien especial.
Me estrechó entre sus brazos.
—Qué romántica —musitó.
—En realidad, soy pragmática. Me conozco muy bien.
Arrugó la frente.
—Pero no me conoces a mí.
—Eres todo un misterio —dije—. Hay algo que me ha estado rondando por la cabeza desde el día en que nos presentaron. Enseguida me advertiste sobre el doctor Shaw y el instituto. No te molestaste en ocultar el desprecio que sientes por su trabajo. Y, sin embargo, gracias a Ethan he averiguado que fuiste el pupilo del doctor Shaw, de un tipo que investiga fenómenos paranormales. La verdad, me cuesta creerlo.
—Eso fue hace muchísimo tiempo —rebatió mientras me peinaba el cabello—. Mi único objetivo entonces era fastidiar a mi abuelo, y sabía que trabajar codo con codo con Rupert le molestaría sobremanera.
—Una forma muy extraña de rebeldía. Beber, salir de fiesta… Eso lo entiendo. Pero ¿interesarse por el ocultismo?
—No olvides que Ethan era mi mejor amigo. Sabía muchas cosas sobre lo paranormal, gracias a su padre.
—¿Incluida Mariama?
Se quedó quieto como una estatua durante una fracción de segundo.
—Ella fue mi acto más extremo de rebelión.
—¿Por su raza? ¿Por su procedencia?
—Por todo. Era una mujer exótica y enigmática, y tenía la asombrosa capacidad de saber cuándo y cómo pulsar las teclas. Supuso un escándalo en el círculo social en el que se movía mi abuelo, así que disfruté de ello durante un tiempo.
No estaba segura de querer escuchar el resto de la historia, pero, por otro lado, me moría por conocerla. A pesar de lo que Devlin había dicho sobre mí, él era el precavido de los dos. No le gustaba compartir nada de su vida privada, y por eso me tomaba esas anécdotas de su pasado, de su relación con Mariama, como momentos muy preciados.
—¿Fue amor a primera vista? —pregunté con prudencia.
Se quedó pensativo.
—No sé siquiera si fue amor. Pero lo que tuvimos… fue muy intenso. Al principio fue una relación avasalladora, absorbente. Cuando nació Shani, todo cambió. Con mi hija sí sentí un flechazo —musitó.
Hubo unos momentos de silencio, y sospechaba que me había revelado más de lo que pretendía. De hecho, me había revelado varias confidencias, y ahora sentía una culpabilidad que me oprimía el pecho.
—Necesito contarte algo —dije tras unos instantes.
—No sé si me gusta ese tono de mal agüero.
—Es una confesión.
Hizo una pausa y me pareció que se estaba mentalizando.
—El doctor Shaw no me descubrió el polvo gris. Tuvimos una charla al respecto, es verdad, pero ya sabía en qué consistía. De hecho, acudí al instituto precisamente para hacerle algunas preguntas sobre esa sustancia.
—Ya me lo olía. ¿Cómo te enteraste de qué era el polvo gris?
—Hace varias noches, escuché una conversación que mantuviste con Ethan. Fue la misma noche en que fui a verte. Había aparcado al final de la calle, ¿recuerdas?
—Porque temías no atreverte a llamar a mi puerta.
—Llegué hasta los peldaños y luego oí voces. No quería que me encontraras allí, así que me escondí entre los arbustos que hay junto al porche. Otro de mis impulsos —añadí con cierta ironía—. Después me dio vergüenza salir de mi escondrijo así como así. Ni te imaginas cuánto me abochorna admitirlo.
—¿Qué parte de la conversación escuchaste?
—Toda.
Era evidente que estaba rememorando la charla.
—Lo siento. No debería haberme escondido para escucharos. Fue un error por mi parte, lo reconozco. Pero cuando el polvo gris y Darius Goodwine salieron a colación, los dos os pusisteis muy tensos, y eso suscitó mi curiosidad.
—Así que fuiste al despacho de Rupert Shaw.
—Sí, y debo decir que su reacción fue similar. Me hizo prometer que no explicaría nada de lo que se había dicho en aquel despacho.
—Al menos tuvo el detalle de advertirte —añadió Devlin.
—¿Por qué tenía que advertirme? ¿Qué es el polvo gris en realidad? Lo único que sé es que procede de una planta y que, presuntamente, paraliza el corazón y permite cruzar la frontera del mundo de los espíritus. Puedo comprender que alguien que ha perdido a un ser querido sienta la tentación de tomar la sustancia, pero… —farfullé—. Si Darius Goodwine no lo hace por dinero, ¿por qué otra razón iba a traerlo desde África?
—Todos los dioses tienen creyentes acérrimos —dijo Devlin.
—¿De veras tiene ese tipo de poder?
—Maneja trucos, ilusiones. Hay quien no los diferencia.
—¿Estás seguro de que eso es todo?
—No creerás que se las ingenió para trasladarte hasta esa casa de la calle America, ¿verdad?
—Es que parecía tan real.
—Por eso el polvo gris es una sustancia pérfida y traicionera, y por eso Darius es un ser tan peligroso. Si es capaz de engañar a alguien como tú, imagina la influencia que puede llegar a ejercer sobre personas más débiles e ingenuas.
Como tú, por ejemplo.
—Alguien debe detenerlo —balbuceó Devlin.
—¿Por qué tengo la sensación de que no hablas como un agente de la policía?
—Mi motivación es diferente. Cuando anda por la ciudad, siempre muere alguien. Ese ya es motivo suficiente.
—¿Fuiste a ver a Darius la noche en que Mariama y Shani fallecieron en el accidente?
—Así que también te has enterado de eso —murmuró, y miró hacia el techo. No pude descifrar su expresión—. No sé qué ocurrió esa noche. Cada vez que intento ordenar los hechos, me vienen a la memoria recuerdos que no tienen sentido alguno.
—¿Recuerdas ver a Robert Fremont?
Me miró de reojo con el ceño fruncido.
—¿Por qué lo preguntas?
—Porque cuando la policía quiso interrogarte, Ethan se inventó una coartada. Algo le hizo pensar que necesitabas una.
—Quizá deberías preguntarle a Ethan por qué se sintió obligado a mentir.
Se le encendió la mirada, pero siguió impasible.
—No asesiné a Fremont, si eso es lo que estás insinuando.
—En ningún momento he pensado eso.
—No lo maté —repitió Devlin—. Pero tenía motivos para hacerlo. Es de manual, la verdad. Estaba teniendo una aventura con mi esposa.