A mis espaldas, escuché el chirrido de neumáticos y el rugir de un motor. Seguía con la mirada perdida entre las copas de los árboles, buscando el ruiseñor que, de repente, había silenciado la melodía. Sin embargo, no fue hasta que noté una mano sobre mi hombro cuando desperté de ese extraño hechizo.
—¿Amelia?
Me giré al reconocer la voz de Devlin. Al verlo plantado delante de mí, me quedé casi sin aliento. Iba vestido de negro, como siempre, y la tenue luz de las farolas iluminaba su mirada. El detective parecía una criatura nocturna y, de hecho, me costaba imaginarlo a plena luz del día. Deseaba palparle el pecho, sentir el latido de su corazón bajo la palma para cerciorarme de que era real, pero no tenía fuerzas. Estaba al borde de la extenuación por culpa de aquella ave cantora fantasma.
—¿Qué estás haciendo aquí? —pregunté sin rodeos. Me fijé en que llevaba el pelo alborotado, probablemente por la brisa que soplaba.
—Me has llamado.
—¿De veras? —murmuré, y eché un vistazo al teléfono—. ¿Cuándo?
—Hace apenas unos minutos. He venido lo más rápido que he podido. —Registró la calle, en busca de algún movimiento sospechoso—. ¿Estás bien? ¿Qué ha pasado?
—No lo sé —respondí con voz distante y etérea—. Ni siquiera recuerdo haberte llamado.
Me agarró por los hombros y me giró para poderme observar bajo la luz de la farola. Contemplé su mirada con detenimiento y, de inmediato, se me aceleró el corazón. Devlin destilaba misticismo. Lo veía como a un personaje oscuro y brumoso, como si estuviera en un sueño.
—Estás temblando —dijo—. Te llevaré a casa.
Me cogió del brazo e intentó guiarme hasta su coche, pero fui incapaz de andar el puñado de pasos que había hasta la curva. Seguía atrapada en el mismo estupor que me había aprisionado en la casa azul de estilo victoriano.
Por cierto, ¿cómo había llegado hasta allí?
—¿Qué ocurre? —preguntó Devlin.
—Es una sensación muy extraña, y las piernas no me responden.
Sin pensárselo dos veces, me alzó en brazos y cargó conmigo hasta el coche. Me acomodó en el asiento del copiloto como si pesara igual que un fardo de pelucas. Un conjunto de visiones románticas bailaba en mi cabeza. Me aferré a su chaqueta, emborrachándome del perfume del detective. Su cercanía tenía el mismo efecto que una droga en mí, aunque era posible que siguiera hipnotizada por aquellas partículas centelleantes de color azul. Me puso el cinturón de seguridad y luego se deslizó tras el volante.
El interior de aquel vehículo olía a cuero, aunque logré percibir un suave rastro de su colonia. Inspiré hondo y me estremecí, pero esta vez no fue por el frío. Apoyé la cabeza en el respaldo y me giré hacia él con un suspiro lánguido.
—La temperatura es muy agradable aquí dentro.
—Bien —balbuceó, y ajustó las salidas de ventilación para que recibiera más aire caliente.
No podía dejar de mirarle. A pesar de estar envuelto en la penumbra nocturna, pude distinguir los rasgos masculinos de su perfil. Ansiaba tocarle la mano, que me acariciara la mejilla. Me había puesto sensiblera, pero no sabía si Devlin respondería con el cariño que esperaba. Preferí evitar cualquier situación que pudiera dejarme en evidencia, sobre todo después de ese pequeño percance en mitad de la calle.
—¿Y mi coche? —pregunté—. He aparcado cerca del embarcadero.
—Dame las llaves. Enviaré a alguien a buscarlo.
Rebusqué en el bolso y se las entregué.
—Necesito la llave de casa, aunque tengo una copia escondida bajo una baldosa del jardín.
—Me lo apunto, por si alguna vez tengo que entrar sin tu permiso.
—No encontrarás la llave, a menos que caves agujeros en todo el jardín.
Miré por la ventanilla. Ahora que por fin ese letargo que me había invadido empezaba a disiparse, me sentía indispuesta y con el estómago un poco revuelto. La forma de conducir de Devlin tampoco ayudaba mucho.
—¿Puedes explicarme qué ha pasado? —preguntó tras tomar la calle Queen—. Pareces desorientada.
—No lo sé. Sé que parece una locura, pero fue como si me teletransportara. En cuestión de segundos, viajé a otro lugar, y luego apareciste tú. Estoy confundida.
—¿Estás segura de que estás bien? —insistió, preocupado.
—Eso creo. Aunque… estoy un poco mareada. Tienes el coche impoluto, y no me gustaría manchártelo.
—¿Náuseas?
Tragué saliva.
—Me temo que sí.
—¿Quieres que pare?
—¿Podrías bajar un poco la ventanilla? Un poco de aire fresco me sentará bien.
Pulsó el mando para bajar la ventanilla, y agradecí el azote de brisa fresca. Gracias a ella, sentí resucitar. Sin embargo, aunque creía que se me había asentado el estómago, en cuanto aminoró la velocidad para aparcar delante de mi casa, volví a sentir náuseas. Entre traspiés y resbalones me apeé del vehículo y subí los peldaños del porche. Estaba empapada de un sudor frío que me helaba hasta los huesos, y esperé a que Devlin abriera la puerta principal de casa. Angus nos recibió en el vestíbulo, pero, en lugar de acariciarle, como de costumbre, pasé de largo y corrí hacia el cuarto de baño, seguida por el perro y el detective. Me las ingenié para aguantar las arcadas mientras hacía aspavientos para que me dejaran sola.
—¿Qué puedo hacer? —se ofreció Devlin—. ¿Quieres que te traiga un paño húmedo?
—No, ¡vete! Por favor —añadí con voz débil.
Respiré hondo y recé porque se me asentara el estómago. Logré llegar hasta el lavamanos y abrir el grifo de agua fría para así ahogar el sonido del vómito. A pesar de haber vaciado las tripas, la punzada que sentía en la barriga seguía siendo insoportable. Recordé haber leído en Internet que ciertas plantas utilizadas en ceremonias de iniciación africanas causaban náuseas prolongadas. De este modo, se purgaba de negatividad todo el cuerpo para que asimilara las alucinaciones sin problemas.
¿Me habían drogado? ¿Cómo, si no, explicar ese malestar? ¿Cómo, si no, explicar mi pequeño encuentro con Darius Goodwine?
Cuando por fin se me pasó, me cepillé los dientes para deshacerme de ese hedor pestilente. Luego tomé una ducha rápida y me ajusté el albornoz afelpado, que, a pesar de no tener ni un ápice de atractivo, era calentito y cómodo. Justo lo que necesitaba en ese momento. Y de esa guisa salí al pasillo en busca de Devlin.
Lo encontré en mi despacho, leyendo el libro que el doctor Shaw me había prestado. Angus estaba tumbado a sus pies y, pese a todo lo que había ocurrido, pese a los fantasmas que me acechaban desde el jardín, aquella escena me resultó hogareña y acogedora. Devlin con mi perro. Yo envuelta en mi albornoz más confortable. Pero me negaba a dejarme llevar por esas fantasías románticas. Aquellos horripilantes retortijones me habían devuelto a la cruda realidad, como si alguien me hubiera soltado una tremenda bofetada.
Él dejó el libro a un lado y se puso de pie en cuanto me vio.
—¿Te encuentras mejor?
—Sí, mucho mejor. Gracias.
—He hecho té —dijo—. Pensé que te sentaría bien.
Avanzó a zancadas hasta la cocina, donde se movía como pez en el agua. Cuando me ofreció la taza, la sujeté con ambas manos y tomé varios sorbos con la esperanza de que el calor se extendiera por todo mi cuerpo. Me senté frente a mi escritorio, y él se recostó en el diván. Cogió el volumen y lo hojeó con cierta pereza antes de dejarlo de nuevo sobre la mesa.
—Todavía estoy un poco desconcertado por lo que ha ocurrido esta noche —murmuró—. Y sigo preocupado por ti.
—Ya estoy bien. El té me ha sentado de maravilla.
—En cuanto me llamaste supe que algo no andaba bien —agregó—. Ni siquiera parecías tú.
—Pero has venido, a pesar de haberme hecho prometer que no me pondría en contacto contigo. ¿No estás enfadado?
—No, no estoy enfadado —contestó, y me miró fijamente a los ojos—. Y por supuesto que he venido.
Tomé otro trago de té para ganar algo de tiempo y recuperar el aliento.
—¿Qué dije?
—Me pediste que viniera a recogerte y me diste la dirección donde estabas. —Estudió mi expresión sin pestañear, y dejé la taza sobre la mesa con un ligero repiqueteo. Había olvidado por completo cuán irresistible podía ser su mirada y hasta qué punto podía exasperarme—. Por favor, no me digas que no fuiste tú quien marcó mi número de teléfono —rogó.
—Tenía el teléfono en la mano, pero no recuerdo haber hablado contigo.
—¿Bebiste más de la cuenta durante la cena?
—¿Acaso parecía que estuviera borracha?
—Dado que nunca te he visto ebria, no puedo afirmarlo con autoridad —bromeó—. Pero no, no parecías borracha, ni siquiera achispada. Habría jurado que estabas drogada.
—Eso creo. Pero no sé en qué momento pudo suceder. Me reuní con Temple y Ethan para cenar y, de camino al coche desde el restaurante, vi a dos tipos paseando por la acera. Estoy convencida de que uno de esos hombres me había seguido antes. De hecho, me topé con él esta misma mañana, en el cementerio. Quiso venderme la moto de que era un reportero. Y el tío que le acompañaba creo que era Darius Goodwine.
De pronto, el estudio quedó sumido en un silencio sepulcral. La expresión de Devlin, divertida hasta hacía un segundo, se había tornado fría como una piedra.
—¿Cómo has conocido a Darius Goodwine?
—No lo conozco, pero he oído su nombre. El doctor Shaw debió de mencionarlo.
Devlin me observaba con el ceño fruncido mientras yo hablaba. Se mantuvo inmóvil y no osó interrumpirme en ningún momento. Me escuchaba con atención y, pasados unos minutos, se inclinó hacia delante, como una pantera agazapándose entre la hierba antes de saltar sobre su presa. No era la primera vez que lo veía así, pero aquella elegancia y atracción me pilló totalmente por sorpresa. Presentí que se me iba a acelerar el corazón, así que respiré profundamente para tranquilizarme.
—Sopló unos polvos en el aire —proseguí—. Una especie de partículas, diría. Quizá mi piel las absorbió y por eso perdí el conocimiento. Lo siguiente que recuerdo es despertarme en una sala muy extraña. A pesar de no haber estado nunca allí, adiviné que estaba en una habitación de una casa de la calle America. Una casa antigua de color azul y estilo victoriano. Había un montón de gente pululando por allí, incluida la secretaria del doctor Shaw, Layla, y Tom Gerrity.
Devlin contemplaba el ventanal del estudio, pero al oír el nombre del detective privado, se giró de forma súbita.
—¿Gerrity? ¿Qué hacía ahí?
—No lo sé, pero ayer mismo, tras salir del instituto, le seguí hasta esa casa.
—¿Por qué demonios seguiste a Tom Gerrity?
Teniendo en cuenta mi acuerdo con el fantasma de Robert Fremont, la explicación era más que complicada.
—Es una larga historia, la verdad. Por pura casualidad, vi a Gerrity abandonando el instituto y, no sé cómo, acabé conduciendo detrás de él. Así que le seguí. Fue un impulso.
Devlin me miraba con detenimiento, como si estuviera ante una criatura de dos cabezas. Mi comportamiento le había dejado pasmado.
—¿Sueles tener ese tipo de impulsos?
—Últimamente sí. En fin, Gerrity aparcó y entró a toda prisa en esa casa. Mientras esperaba a que saliera, vi a un tipo que me vigilaba desde el balcón de la tercera planta. Era un hombre muy alto y delgado. Jamás lo había visto, pero adiviné enseguida quién era: Darius Goodwine. No pude distinguir sus rasgos hasta esta noche, cuando me desperté en esa casa. Fue el único que habló conmigo. El resto de la gente que caminaba por la casa ni siquiera se percató de que estaba allí.
Percibí una nota distinta en su voz, algo que fui incapaz de interpretar.
—¿Qué te dijo?
—Me preguntó qué sabía acerca del polvo gris.
—¿Y qué sabes acerca del polvo gris?
¿Fue sospecha lo que intuí esta vez?
—Solo lo que el doctor Shaw me había explicado.
Otro destello de duda.
—Continúa.
—Estuvimos charlando unos minutos más, y lo siguiente que recuerdo es aparecer de nuevo en mitad de la calle, con la mirada clavada en los árboles. Y luego viniste tú.
—Debes de haberlo soñado… o tal vez se trate de una alucinación —concluyó Devlin—. No pudiste estar en esa casa de la calle America.
—¿Y por qué no? Si alguien me hubiera drogado, me podría haber llevado hasta allí sin problemas.
—Imposible. No había suficiente tiempo. En cuanto colgué el teléfono, salí de casa y no tardé ni cinco minutos en llegar.
Pues conduciría a la velocidad de la luz, pensé. La idea de que a mi captor le urgiera traerme de vuelta me resultaba estimulante.
—Pero, si se trató de un sueño o fue una alucinación, ¿cómo explicas que recuerde detalles como la bombilla que se balanceaba desde el techo, o el caftán púrpura que llevaba Layla, o el olor a alcanfor y eucalipto, o el resplandor de todas aquellas velas? ¿Cómo sabría que Darius Goodwine tiene una cicatriz en la garganta y otra en el dorso de la mano? Además, lleva un amuleto colgado del cuello y su mirada es del mismo color que el topacio.
Sin previo aviso, se levantó y se dirigió hacia el ventanal, con la cabeza agachada y perdido en sus pensamientos.
—Has dicho que lo viste el día que seguiste a Tom Gerrity.
—De lejos. No crucé una sola palabra con él. No hasta esta noche.
—Estaba en la calle, a tu lado. Te hizo creer que estabas en otro lugar, pero no fue más que una ilusión. Ya le he visto hacer ese truco antes.
—¿Estás hablando de hipnosis?
—Drogas, hipnosis. No sé cómo lo hace, la verdad. Pero en una ocasión le vi convencer a una mujer de que un nido de serpientes se deslizaba por dentro de su cuerpo. Creí que se arrancaría la piel a tiras. Todos los presentes tratamos de impedírselo, pero Darius se quedó allí, desternillándose de la risa. Según él, no fue más que un truco de pacotilla.
—¿Por qué haría algo así?
—Disfruta cuando controla a la gente.
—¿Y el polvo gris le permite hacerlo?
—Eso parece. —Devlin se giró hacia mí—. ¿Qué más te dijo?
—Que se entrometería en mis sueños, y que ningún amuleto, hechizo o bolsa mágica podría detenerlo. Ni tampoco tú.
—Eso está por ver —farfulló con los puños apretados.
Me levanté y me acerqué a él.
—¿Qué piensas hacer?
—Algo que debería haber hecho hace muchos años.
Una vez más, detecté esa tensión inquieta que tanto me asustaba.
—¿Qué significa eso? —susurré y, al ver que no contestaba, dejé caer una mano sobre su brazo—. ¿Por qué sientes ese desprecio por Darius Goodwine? No es solo por el polvo gris, ¿verdad? Tu odio hacia él es algo personal. ¿Tiene algo que ver con Mariama?
Se volvió y me cogió por los brazos.
—Mariama me da absolutamente igual.