«Aléjate de esa mujer. Ha asesinado a alguien, o lo hará en un futuro no muy lejano».
De camino a casa, esas dos frases no dejaron de rondarme por la cabeza. Aunque ¿podía fiarme de la premonición de Fremont? Me resultaba difícil de creer que pudiera ver sangre en las manos de Isabel Perilloux y no el rostro de su asesino.
Recapacité. A lo mejor sí podía.
Quizás ella fuera la asesina que estábamos buscando, y era su perfume empalagoso el aroma que Robert percibía en su ropa.
Había estado fuera todo el día, así que Angus estaba como loco por salir a dar una vuelta. Pero, en lugar de esperarle en el jardín trasero, como solía hacer, dejé que se paseara a sus anchas y me encerré en el despacho. Encendí el ordenador y, tras diez minutos de búsqueda escrupulosa, descubrí algo más sobre esa baya blanca que había mencionado Fremont. La planta era muy común en la zona este del país, y las bayas guardaban cierto parecido con los ojos de muñecas de porcelana antiguas (de ahí su apodo vulgar). La raíz, en cambio, solía usarse para preparar infusiones. Había quien aprovechaba hasta las ramas para hacer bolsitas mágicas y hechizos de destierro.
Esa información me dio que pensar. Quizás el interés del doctor Shaw en ese extracto era puramente profesional y, en realidad, no había querido envenenar a su esposa, sino ahuyentar a los espíritus malignos.
Me pareció, cuando menos curioso, que ansiara aferrarme a una hipótesis con tan poco fundamento para exculpar al doctor Shaw, cuando las pruebas incriminatorias se acumulaban, pero estaba dispuesta a acusar a Isabel basándome en la corazonada de un fantasma. Y lo que es peor, en el olor de su perfume.
Miré el reloj y, a regañadientes, apagué el ordenador y salí al jardín. Sacudí el bol de comida y, tal y como había vaticinado, Angus mordió el anzuelo y vino corriendo. Mientras él disfrutaba de su cena, me duché, me sequé el pelo y me enfundé unos vaqueros ajustados y un jersey nuevo para mi cena con Ethan y Temple.
Media hora más tarde, aparqué el coche cerca del embarcadero y me puse la chaqueta. Avancé por la bahía hasta llegar a la calle Queen, donde estaba el restaurante. Ethan fue el primero en llegar y, por lo tanto, el encargado de escoger la mesa. Enseguida lo localicé, junto a la ventana, contemplando el tráfico, perdido en sus pensamientos.
—Hola.
Mi saludo lo sacó de su ensoñación.
—¡Amelia! Me alegro de que al final hayas podido venir.
Hizo un gesto a la camarera y luego se levantó para recibirme con un cálido abrazo. Pedí una copa de vino blanco y me puse cómoda.
—Y bien, ¿qué tal tu primer día en Oak Grove? —preguntó.
—¿Sabías que había aceptado la propuesta?
—Mi padre me comentó que quería volver a contratarte, y Temple me ha dicho que habéis pasado el día allí.
—Bueno, en respuesta a tu pregunta, todo ha ido bien. Tuvimos que espantar a un mirón a primera hora, pero, aparte de eso, no ha habido más incidentes.
Salvo mi pequeña conversación con un fantasma sobre la posibilidad de que la madre de Ethan hubiera sido asesinada, envenenada por su padre, pero preferí que aquella charla quedara entre Fremont y yo.
—No te engañaré, Amelia. Me alegro de haber visto el final de ese lugar.
—Regina Sparks dijo lo mismo.
—Regina y yo hemos pasado todo el verano en ese cementerio. Pero ahora que se han identificado todos los restos, ya podemos olvidarnos de ese capítulo. —De pronto, me lanzó una mirada compasiva—. Todos menos tú, claro está. ¿Cuánto crees que tardarás en restaurarlo?
—Varios meses, como mínimo. Queda mucho trabajo por hacer, la verdad. Apenas había empezado cuando la policía decidió cerrarlo al público.
—¿Contratarás a alguien para que te ayude?
—Solo si lo necesito. Me gusta encargarme de todas las tareas que implica una restauración. Soy muy meticulosa con mi trabajo.
—Sí, lo sé. Por eso mi padre está tan impresionado con tu trabajo. La clave está en los detalles, ya lo dicen. Espero que ayer pudiera hacerte un hueco en su apretada agenda.
—Tuvimos una charla larga y agradable. También conocí a su nueva secretaria.
—Layla.
—Es… —empecé, pero no encontré la palabra adecuada para describirla.
Ethan sonrió.
—¿Intensa?
—Has dado en el blanco. ¿Desde cuándo trabaja en el instituto?
—Desde hace un par de meses. La verdad es que nunca me da tiempo a conocerlas, cada dos por tres tiene una secretaria nueva.
Tomé un sorbo de vino y cavilé sobre el modo más discreto de traer a colación la salud de su padre. Decidí que lo mejor sería no andarme por las ramas y ser directa.
—Ethan…, hay algo que quería comentarte. Por favor, no te lo tomes como una intrusión en tu vida privada.
Dejó la copa sobre la mesa.
—Vaya, entonces es serio.
—Espero que no. De hecho, confío en que puedas tranquilizarme un poco. Ayer, en el instituto, tu padre sufrió un pequeño incidente. Se quedó dormido en mitad de nuestra conversación. Y luego, cuando se levantó a coger un libro, se mareó. Me pidió que no te dijera nada, pero me preocupa. Parecía muy frágil y creí que deberías estar al corriente.
Ethan arrugó la frente.
—Cuando ayer lo vi, estaba perfectamente. Pero, en cuanto llegue a casa, le llamaré para asegurarme de que todo anda bien. De hecho, concertaré una visita con el médico a ver si consigo que se haga una revisión, aunque no será fácil. No le gusta admitir que tiene una debilidad.
—A nadie le gusta —murmuré—. Hay otro asunto que necesito comentarte. Me olvidé el libro que me había prestado en su despacho, así que volví a buscarlo. Estaba en el jardín, con alguien. Creo que discutían. Cuando el doctor Shaw regresó al despacho, estaba pálido, conmocionado. No recuerdo haberle visto tan consternado.
—¿Con quién estaba? ¿Con Layla?
—No, con el tipo del Buick azul. El coche estaba aparcado delante del instituto cuando llegué. Tú también lo viste.
Aprecié el destello de algo desagradable en sus ojos.
—Sí, lo vi.
—Si la memoria no me falla, me dijiste que no conocías al propietario de ese coche.
—Me temo que mentí. El Buick azul es de Tom Gerrity, un detective privado que mi padre contrató en una ocasión. Viene de vez en cuando, cada vez que tiene una mala racha. —Ethan se inclinó sobre la mesa, con expresión tensa—. Por favor, no le cuentes nada de esto a nadie. Las visitas de Gerrity afectan mucho a mi padre, y tú puedes dar fe de ello. Te agradecería que me dejaras encargarme de este asunto.
—Desde luego.
Ambos nos quedamos en silencio. Aquella conversación lo había alterado. Me pregunté si había hecho lo correcto. Aunque estaba muy preocupada por el estado de salud del doctor Shaw, quizá lo mejor habría sido respetar sus deseos. Me revolví en el asiento, incómoda, y miré a mi alrededor con la esperanza de que Temple llegara en cualquier momento. Era un día entre semana, así que el restaurante estaba bastante tranquilo, lo que hacía que el silencio de nuestra mesa resultara agobiante. Una vela titilaba entre nosotros, y no pude evitar fijarme en el reflejo de la llama en los ojos de Ethan. Era un hombre atractivo, y siempre había disfrutado de su compañía. Pero en mi cabecita no paraba de dar vueltas a la revelación de Fremont. Ethan Shaw también se había enamorado de Mariama.
—¿Qué ocurre? —preguntó de repente—. Te has quedado mirándome fijamente.
—¿Ah, sí? Perdona. Estaba pensando en otra conversación que mantuvimos hace unos meses. Fue cuando se inició la investigación en Oak Grove. Me explicaste las circunstancias del accidente de Mariama y Shani. ¿Te acuerdas?
—Sí, como si fuera ayer. Sospechaba que John y tú estabais coqueteando, y no quería que te hiciera daño. Pensé que tenías derecho a conocer su pasado. Todavía carga con la culpa de sus muertes.
—Me suena que comentaste que estuvisteis juntos el día del accidente. Y que presenciaste una terrible discusión entre John y Mariama.
—Jamás olvidaré las cosas que se dijeron. Estoy seguro de que John se ha arrepentido de esa pelea un millón de veces.
Ethan contempló la copa de vino durante un buen rato.
—Salió de casa hecho una furia —añadí—, y seguía enfadado cuando te reuniste con él más tarde.
—Enfadado, afligido. En fin, estaba contra las cuerdas. El matrimonio se tambaleaba. Los dos lo sabían, pero tenían a Shani.
—A pesar de que su relación pasaba por un momento delicado, Mariama le llamó para despedirse mientras el coche se hundía. Al menos eso fue lo que tú dijiste.
De pronto, Ethan se entristeció, y me reprendí por sacar un tema tan espinoso y doloroso. Pero necesitaba oír su versión de los hechos ahora que sabía que había estado enamorado de la esposa de Devlin.
—Supongo que Mariama sabía que el equipo de rescate no llegaría a tiempo, así que llamó a John para darle el último adiós. Pero él no respondió. —Ethan alzó la copa y llamó a la camarera—. Otra cosa con la que tiene que vivir. Todavía le debe asaltar la duda de qué habría pasado si hubiera respondido esa llamada.
—No habría cambiado nada. ¿Qué podría haber hecho? Era imposible llegar al lugar del accidente a tiempo para salvarlas.
—Y él lo sabe, pero… ponte en su lugar.
—Ya —susurré, y me fijé en su expresión—. ¿Cuándo te enteraste del accidente?
—Mi padre me llamó en mitad de la noche para decirme que John había estado en el instituto, y que debíamos buscarle. Ya te lo expliqué, ¿verdad?
—Sí, pero nunca mencionaste si lo encontrasteis o no.
—Al final sí.
—¿Dónde estaba?
La camarera se acercó a la mesa para servirle otra copa, esta vez de algo más fuerte. Ethan removió los hielos del licor antes de levantar la mirada.
—Lo siento, pero no entiendo a qué vienen todas estas preguntas. ¿Por qué te interesa tanto saber qué pasó? ¿Acaso John y tú volvéis a estar juntos?
—No, pero intento comprenderle.
—John jamás superará lo que ocurrió esa noche. —La tez de Ethan palidecía a la luz de las velas. Se le veía triste, abatido—. Quizá lo mejor sea asumirlo de una vez por todas y seguir con su vida. En cualquier caso, te he contado todo lo que sé.
—No del todo —rebatí—. Sé que te inventaste una coartada para la policía.
Se quedó de piedra. Luego, con suma lentitud, dejó la copa sobre la mesa y la deslizó hacia un lado.
—¿Te lo ha dicho él?
Esquivé la pregunta.
—No te sientas obligado a hablar de ello si no quieres.
—Lo cierto es que no hay mucho que decir. Esa noche, un agente murió asesinado. John y él habían tenido una discusión acalorada un par de días antes y, como era natural, la policía quería interrogarle. Pero John no estaba en condiciones de enfrentarse a un tercer grado, así que le cubrí las espaldas.
—Mentiste a la policía. Algunos dirían que ese gesto sobrepasa la amistad.
Frunció el ceño.
—Fue un momento difícil para todos. Debíamos mantenernos unidos. John no fue el único que lo pasó mal, no lo olvides.
—Perdona, había olvidado que Shani era tu ahijada. Supongo que la noticia te dejó destrozado.
—Y te quedas corta.
—Además, Mariama vivió contigo y con el doctor Shaw cuando se mudó a Charleston. Debíais de estar muy unidos.
Ethan agachó la mirada.
—Mariama era una mujer muy especial.
—Todo hombre que se cruzaba con ella se enamoraba perdidamente —murmuré.
Se volvió con brusquedad.
—¿Qué?
—Alguien me dijo eso una vez.
—¿John? —preguntó, con la mirada encendida—. La verdad, dudo mucho que dijera algo así. Me atrevería a asegurar que al final llegó a despreciarla.
—Te estás refiriendo a odio, una palabra muy fuerte.
—Mariama suscitaba emociones fuertes. No dejaba indiferente a nadie.
—Ese día, en Oak Grove, me contaste que John abandonó la ciudad después del accidente. Se tomó una excedencia laboral y desapareció, sin más.
—Circularon muchos rumores por Charleston. Se decía que había ingresado en un manicomio privado del país, pero vete a saber si es verdad. Jamás le pregunté sobre ello. Lo único que sé a ciencia cierta es que regresó muy cambiado. No quiero imaginarme el calvario que tuvo que soportar, pero siempre he pensado que tuvo que lidiar con algo más que con la pena y el dolor. De hecho… —De repente, se quedó mudo, con los ojos clavados en el tráfico que se agolpaba tras el cristal.
—¿Qué?
Se estremeció.
—No importa. Aquello pasó hace mucho tiempo, y desenterrar los viejos recuerdos es doloroso para todo el mundo.
—Ya te lo he dicho, solo intento comprenderle.
—Es imposible entender a John Devlin. Me sorprende que, a estas alturas, todavía no te hayas dado cuenta —respondió algo tenso. Después, puso la mano sobre la mía y me miró fijamente a los ojos. Su tacto era frío como el hielo, y tuve que reprimir un escalofrío.
La conversación tomó otro rumbo cuando llegó Temple, lo cual agradecí. Era evidente que mis preguntas habían entristecido a Ethan. Ni siquiera la anécdota de Temple sobre Ona Pearl Handy, la mujer que trató de frustrar la recolocación del cementerio, logró sacarle una sonrisa. Al final, Temple se rindió y pidió otra copa de vino.
—¿Se puede saber qué os pasa? —espetó en cuanto llegaron las ensaladas—. Os juro que me he divertido más en un funeral.
—Estoy cansada, eso es todo —me disculpé—. Volver a Oak Grove ha sido más duro de lo que me esperaba.
—Lo sabía. Has aburrido al pobre Ethan con esa actitud taciturna, ¿verdad?
—Ya me acostumbraré.
—Por favor, dime que mi padre no te coaccionó para que aceptaras el trabajo —dijo Ethan—. Cuando se le mete algo entre ceja y ceja, puede ser más terco que una mula.
—Él me lo pidió. La decisión fue solo mía.
—Hablando de Rupert —intercedió Temple; le lancé una mirada desafiante que, por supuesto, ignoró por completo—, ¿qué tal está?
—Justo antes hemos estado charlando de mi padre —dijo Ethan—. Por lo visto, sufrió un vahído ayer mismo, cuando Amelia estaba con él.
—No me digas. ¿Alguna idea de qué podría ser?
—Qué va —respondió él—. Pero es un hombre mayor. Supongo que debería estar más pendiente de él.
Por suerte, un tema nos llevó a otro y no volvimos a hablar del doctor Shaw. Durante toda la velada estuve con la cabeza en otro sitio, y reconozco que apenas seguí el hilo de la conversación. Aún me inquietaba la información que me había desvelado Fremont. Después de revelar que el doctor Shaw había podido envenenar a su esposa y de la premonición sobre Isabel, me sentía como en una especie de bucle infinito. No quería que la tertulia se alargara demasiado, porque estaba ansiosa por llegar a casa y cavilar sobre los nuevos acontecimientos. La sobremesa duró muy poco, lo que me hizo sospechar que ellos también tenían asuntos que atender. Temple y yo nos despedimos de Ethan en el restaurante y fuimos hasta el coche juntas. Había refrescado, y agradecí haber sido precavida. Me abotoné la chaqueta hasta el cuello mientras la brisa que soplaba desde el río me alborotaba el pelo.
—Brrr —tiritó Temple—. El invierno está a la vuelta de la esquina.
—Prefiero no pensarlo. El frío me deprime.
—Y hablando de depresión, ¿qué le pasa a Ethan? Estaba malhumorado, y eso que es un chico la mar de alegre.
—Lo siento, ha sido culpa mía. Antes de que llegaras hemos estado charlando sobre Mariama y Shani.
—Un tema deprimente, sin duda —dijo—. Ethan estaba muy unido a ellas.
Asentí.
—Gracias por no exponer tu teoría sobre los mareos del doctor Shaw.
—No soy tan desalmada —susurró—, pero me mantengo en mis trece. Hace mucho tiempo que conozco a Rupert, y, a juzgar por cómo has descrito su comportamiento, apuesto a que cree que es víctima de un mal de ojo.
—¿Conociste a su esposa?
—¿A Sylvia? Jamás la vi, pero toda la universidad sabía que estaba enferma, y que padecía esa enfermedad desde hacía años.
—Entonces, su muerte no fue repentina… o inesperada.
—No, pero fue un golpe demoledor. Sobre todo para el pobre Ethan. Le afectó muchísimo.
—Eso ocurrió antes de que Mariama se mudara a su casa, ¿verdad?
—Juraría que sí.
—¿Recuerdas aquella vez que quedamos para cenar y Ethan nos habló por primera vez de Mariama? Fue la primavera pasada. Cada vez que mencionaba su nombre, ponía cara de bobo. Siempre me he preguntado si sentía algo por ella. Algo más que amistad, quiero decir.
—Vivieron bajo el mismo techo durante un tiempo, así que no me sorprendería —respondió Temple—. Es inevitable, ¿no crees?
—¿Incluso después de que se casara con Devlin?
Temple se encogió de hombros.
—Los sentimientos no son como un interruptor que puedes encender y apagar. Conozco bastante bien a Ethan, y jamás se dejaría guiar por sus emociones. Además, no era el tipo de Mariama. Entre tú y yo, no habría podido manejar a una mujer como ella.
—Si no recuerdo mal, dijiste exactamente lo mismo sobre mí. Estabas convencida de que Devlin jugaba en otra liga.
Me examinó de reojo.
—Quizá me equivoqué. No sé qué es, pero te noto distinta. Como si hubieras vivido una experiencia que te hubiera cambiado. Si Mariama siguiera viva, apuesto a que le harías sudar tinta. Te vería como una rival difícil de batir. Pero supongo que nunca lo sabremos, ¿no?
La idea de pelearme con Mariama, viva o muerta, me produjo escalofríos.
Nos dimos las buenas noches en la esquina de East Bay con Queen y luego aligeré el paso. Andaba con la cabeza gacha, con las manos metidas en los bolsillos y con la mosca detrás de la oreja. Advertí la sombra de un hombre pisándome las talones. Por suerte, aún era pronto y había más gente paseando por la calle, así que no me alarmé cuando me percaté de que me estaba vigilando. Y entonces le reconocí. Era el tipo que esa misma mañana había estado merodeando por el cementerio, el mismo que había visto en la calle King. Era obvio que me estaba siguiendo.
Agarré el bote de gas lacrimógeno que llevaba en el bolsillo cuando vi que se acercaba. Avanzaba con una sonrisa socarrona, pero no percibí el aura sórdida que me había sobrecogido por la mañana. No obstante, intuí algo frío y calculador tras esa sonrisa, tras esos ojos.
—Buenas noches —saludó.
Asentí, con la esperanza de que pasara de largo. Por el rabillo del ojo procuré localizar a otros transeúntes. Me dio la sensación de que, de repente, las calles se habían quedado vacías. ¿Dónde estaba la pareja que, hasta hacía unos segundos, andaba cogida de la mano delante de mí? ¿Y la familia que caminaba detrás de mí desde la calle Queen?
Estaba lista para defenderme y apretar el aerosol. El tipo todavía estaba a varios metros de distancia, pero, después de explorar los alrededores una vez más, percibí otra silueta reclinada en el oscuro portal de un edificio. Por su porte, intuí que era un hombre alto y delgado. Notaba su mirada clavada en mí.
De golpe y porrazo, se llevó la mano a la boca y sopló unos polvos hacia la penumbra de la noche. Hipnotizada, observé cómo las partículas iridiscentes se quedaban suspendidas en el aire, hasta que la brisa las barrió hacia mí.
Desde la rama más alta de un árbol, empezó a canturrear un ruiseñor. Por muy extraño que parezca, fue aquel trino lírico lo que más me asustó. Porque no podía ser real. ¿Acaso estaba soñando?
Intenté sacar el gas lacrimógeno del bolsillo, pero mi cuerpo parecía no responder a las órdenes que le enviaba el cerebro. No podía moverme ni pedir ayuda. Así que me quedé ahí paralizada, mientras el ruiseñor cantaba su serenata y aquellas minúsculas estrellas azules caían sobre mí como una lluvia de purpurina.