Capítulo 23

Fremont apareció junto al coche como por arte de magia unos minutos después de que Regina y yo dejáramos Oak Grove a nuestras espaldas. Tenía el mismo aspecto de siempre. Gafas oscuras tras las que ocultaba su mirada sin vida. Piernas y brazos cruzados, una pose que daba a entender que tenía todo el tiempo del mundo. Eso, en cierto sentido, era verdad, aunque sabía a ciencia cierta que le urgía resolver la investigación que nos ocupaba.

Desvié la mirada del fantasma. De pequeña aprendí a no dar demasiadas vueltas al cómo, al dónde y al porqué de las manifestaciones, y a andarme con mucho cuidado cuando llegaba el atardecer.

A mi padre no le gustaba hablar de fantasmas, y yo había seguido sus normas con tal obediencia y disciplina que ni siquiera me surgieron dudas o preguntas al respecto. Siempre me las había arreglado para mantener la mente ocupada y evitar atraerlos hacia mí. Tenía el presentimiento de que, si pensaba en ellos, los estaría invitando a mi mundo. Sin embargo, era obvio que el fantasma de Robert Fremont había logrado establecer una conexión conmigo. Una especie de telepatía, quizá. Jamás me acostumbraría a su apariencia humana, por no decir a sus apariciones anteriores al ocaso, y tuve que hacer acopio de autocontrol para no delatarme cuando lo vi apoyado en el vehículo.

Me despedí de Regina y me quedé holgazaneando junto al coche, haciendo ver que ordenaba las herramientas y la cámara de fotos. Después saqué el teléfono y fingí comprobar los mensajes. En otras palabras, me dediqué a hacer tiempo hasta que Regina se subió a su todoterreno y arrancó el motor. Le dije adiós con la mano y continué entreteniéndome con tonterías hasta perderla de vista. Justo entonces rodeé el coche para toparme frente a frente con Fremont, que seguía con el culo apoyado sobre el capó.

—¿Cómo lo haces? —pregunté.

—¿Hacer el qué?

Encogí los hombros.

—¿Cómo sabes dónde estoy en cada momento? ¿Cómo es posible que aparezcas así, sin avisar? Sin tan siquiera un resplandor o una brisa de aire frío… Es como si estuvieras… siempre aquí.

—Ya te dije que me exige mucha concentración.

—Qué coincidencia, precisamente estaba pensando en ti —dije con tono acusatorio—. ¿Te he invocado con mis pensamientos?

La mirada que me lanzó tras aquellos cristales oscuros me produjo escalofríos.

—¿Qué más da?

—Es que es la primera vez que puedo formular este tipo de preguntas. No te imaginas qué supone todo esto para mí. Desde que era niña, he estado rodeada de fantasmas, pero mi padre me enseñó a disimular mi don para que no se dieran cuenta de que podía verlos. Al igual que tú, él los consideraba unas sanguijuelas. Parásitos del inframundo que debía temer y respetar. Y luego te conocí a ti. Pero a ti no te mueve el ansia de calor humano ni el deseo de continuar existiendo en el mundo de los vivos. Tu motivación es bien distinta. Necesitas pasar página. Y todavía eres capaz de sentir emociones. Tienes conciencia y puedes entablar una conversación conmigo. ¿Y todavía te preguntas por qué me provocas tanta curiosidad?

Pensó varios segundos la respuesta.

—Tu mente no me ha invocado —dijo—. Es más bien un cambio de energía lo que me atrae hacia ti.

—¿Alguien más te ha visto?

—Creo que no.

—¿Cómo descubriste que podía verte?

—Un día, en el puerto, tuvimos contacto visual. Dije hola, y me oíste.

—¿Y luego qué? ¿Empezaste a seguirme?

—Algo así.

Me quedé en silencio unos momentos.

—Me he martirizado tratando de averiguar cómo me delaté. En general, soy muy precavida con los fantasmas.

—Tal y como has dicho antes, no soy como los demás fantasmas.

—No, la verdad es que no. Y ahora no paro de preguntarme si hay otros como tú. ¿Cuántas veces me habrían engañado? ¿Cuántos otros pululan por este mundo disfrazados de humanos?

—¿Disfrazados?

—Ya sabes a qué me refiero.

Sentía su mirada clavada en mis ojos.

—Si hubiera otros como yo merodeando por aquí, lo sabrías.

—¿Cómo?

—Porque no te dejarían en paz hasta que les dieras lo que ansían.

—¿Estás insinuando que me acecharían?

—Nuestros recursos son limitados —dijo—. Utilizamos lo que tenemos.

Visualicé de nuevo aquel mensaje trazado sobre la escarcha de mi ventana. Pensé en el ruego de Shani, y en su empeño en que la siguiera. La pequeña, Robert Fremont y ese espectro desconocido necesitaban mi ayuda porque era la única persona que podía verlos. La única que podía oírlos.

Cargaba con una cruz demasiado pesada. ¿Ese era el verdadero significado de las advertencias de mi padre? ¿A eso se refería cuando juraba que reconocer su presencia era invitarlos a morar en mi mundo para siempre?

Pero el problema no se ceñía únicamente al acecho, ni a que esos fantasmas se nutrieran de mi energía y calor vital. Según el propio Fremont, esos espíritus atormentados me perseguirían incansables hasta que accediera a ayudarlos, y otras entidades desesperadas me acosarían como sabuesos hasta que respondiera a sus ruegos. Si prestaba mi ayuda a Fremont y Shani…, ¿qué ocurriría? ¿Cuántos fantasmas estarían vagando por este mundo en busca de alguien como yo?

Le di la espalda a Fremont y miré al cielo. Había coqueteado con la idea de alcanzar una profesión noble, quizá desde el día en que vi mi primer fantasma. Quería creer que mi don, o maldición, tenía un propósito real y, con esa idea, podía justificar mi soledad. No era más que una excusa para aceptar mi verdadera naturaleza. Una parte de mí había empezado a creer que era una liberación. Se acabó fingir lo que no era. Ya no tenía que esconderme en mi santuario. Estaba dispuesta a admitir que veía muertos y a ayudarlos a seguir adelante. Pero, si lo hacía, la que no podría seguir adelante con su vida sería yo. Las cadenas que me ataban a los fantasmas cada vez eran más indestructibles.

Observé el horizonte e inspiré hondo. El crepúsculo se estaba difuminando, y lo único que quedaba era un resplandor rosado que brillaba tras los árboles. Se avecinaba ese momento trémulo que precedía al ocaso, anterior a ese instante intermedio, momento en que las sombras se extendían y se enroscaban para dar refugio a las siluetas negras que se arrastraban por el corazón del bosque. ¿Acaso ellas también querían algo de mí?

—He dicho algo que te ha ofendido, ¿verdad? —dijo Fremont.

—No, no es eso. Acabo de enterarme de ciertas cosas, y no sé por dónde empezar. ¿Has reconocido a la mujer que acaba de marcharse?

—Me suena.

—Se llama Regina Sparks. Es la forense del condado de Charleston. Supuse que la conocerías de tu época como agente. En fin, quizá nos ayude a conseguir una copia de tu informe de autopsia. No me preguntes por qué, pero tengo una corazonada y necesito echarle un vistazo. Apenas he encontrado información sobre el tiroteo. La investigación parece un secreto de Estado, así que espero encontrar algo en esos documentos que pueda arrojar algo de luz a todo este asunto. Soy consciente de que es un disparo a ciegas, pero al menos es un comienzo.

—No, de hecho, me parece buena idea —murmuró, claramente impresionado—. A mí también me interesa saber qué hay en esos registros.

—¿No podrías materializarte en el despacho del forense de Beaufort y ver el informe de la autopsia con tus propios ojos?

—Me temo que eso será imposible.

—¿Por qué?

—No lo sé. Por ese motivo necesito tu ayuda. Por lo visto, tengo ciertas limitaciones.

—¿Además de amnesia?

Esquivó la pregunta.

—¿Qué más has averiguado?

—Ayer estuve en el despacho de Rupert Shaw. Quería hacerle unas preguntas acerca del polvo gris.

—¿No fui lo bastante claro cuando te dije que tuvieras cuidado?

—Lo fuiste, pero confío en el doctor Shaw. Me dijo que la sustancia provenía de África. Según sus propias palabras, es un elemento fundamental para varios rituales religiosos, tan poderoso que incluso los chamanes lo utilizan con moderación. Pero lo más interesante de la visita no fue lo que me desveló sobre el polvo gris o las hierbas medicinales. Escuché una conversación muy inquietante entre él y Tom Gerrity. Y sé de buena tinta que reconoces ese nombre, porque te hiciste pasar por Gerrity la primera vez que contactaste conmigo, la primavera pasada.

—Sí, conozco a Tom Gerrity.

—Una vez estuve en su despacho, y vi una fotografía en la que aparecíais los tres, Devlin, Gerrity y tú. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que te habías hecho pasar por un detective privado y de que, en realidad, estabas muerto. Aunque eso no es lo importante ahora.

—¿Y qué es lo importante? —preguntó con cierta impaciencia.

—Es evidente que Gerrity está chantajeando al doctor Shaw. ¿Tienes idea de qué información podría utilizar contra él?

—Quizás algo relacionado con su esposa —murmuró.

—Pero falleció hace muchos años.

—En nuestra comunidad, corrió el rumor de que Shaw visitó a un experto en hierbas medicinales, un tipo famoso por vender polvos y elixires con objetivos perversos. Shaw estaba interesado en hacerse con un extracto de una planta conocida como ojos de muñeca. Cada parte de esa planta es venenosa, pero las bayas son letales. Contienen una toxina cancerígena que seda los músculos cardiacos. Es excelente como veneno, porque no produce náuseas o vómitos, efectos que podrían levantar sospechas, y el sabor de las bayas es más bien dulce. Provoca una muerte rápida, sobre todo si quien toma el extracto padece problemas de corazón. Poco después de que se extendiera el rumor, la esposa de Shaw falleció.

Me quedé estupefacta. No podía dar crédito a lo que aquel fantasma acababa de revelarme.

—No me digas que crees que él la envenenó. Estuvo enferma muchísimo tiempo. Nadie puede catalogar su muerte de inesperada o repentina.

—Nunca lo sabremos. Ningún forense realiza una autopsia a un paciente terminal con episodios de infarto —dijo—. Además, como la incineraron, es inviable pedir una exhumación del cadáver.

—Sigo sin creérmelo. Según lo que me han contado, el doctor Shaw sentía devoción por su esposa y estuvo a su lado hasta su último aliento.

—Quizá creyera que matarla sería un acto de bondad.

—Estás hablando de eutanasia. De matar por piedad —añadí.

—Sí, pero a ojos de la ley, se consideraría asesinato.

Aquellas palabras tan directas y francas me estremecieron. El crepúsculo se nos estaba echando encima. Recapitulé y recordé la expresión del doctor Shaw tras su discusión con Gerrity. Pareció ver un fantasma en el despacho, y luego pronunció el nombre de una mujer: Sylvia.

¿Acaso su sentimiento de culpa estaba conjurando visiones extrañas de su difunta esposa?

«Al menos nadie puede acusarme de asesinato». Esas habían sido las palabras exactas de Gerrity.

Las piezas incriminatorias por fin encajaron, y de inmediato se me aceleró el pulso. Me negaba a creerlo, desde luego. Sentía un gran aprecio por Rupert Shaw. Admiraba y respetaba su trabajo, pero no podía ignorar lo que tenía ante mis ojos.

¿De veras iba a ser tan sencillo desenmascarar al asesino de Fremont? Algo me decía que no.

—Imaginemos que Gerrity tiene pruebas que demuestran que Shaw adquirió ese extracto. En ese caso, contaría con munición suficiente para coaccionarle —opinó Fremont.

—Sí, pero ¿cómo has llegado a esa conclusión? Eso es lo importante. Aunque el doctor Shaw envenenara a su mujer, ¿qué motivos tendría para querer asesinarte? Es evidente que has investigado sobre esa planta. ¿Le informaste de tus sospechas?

—No recuerdo haberme reunido con él.

—Haz memoria. Tienes recuerdos demasiado vagos del doctor Shaw, de Gerrity, incluso de Regina Sparks. Tú tienes la respuesta, tan solo debes conseguir acceder a ella. ¿Es posible que el doctor Shaw te siguiera hasta el cementerio esa noche?

—Todo es posible. Y, si no, mírame ahora: estoy aquí, charlando contigo.

—Buena apreciación. —Eché un vistazo al teléfono para comprobar la hora en la pantalla—. Es solo que me cuesta creer que el doctor Shaw intoxicara sin compasión a su mujer enferma, y menos aún que disparara a un agente por la espalda.

—A lo mejor es que no quieres creerlo. Después de todo, es amigo tuyo.

—Sí, quizá sea por eso —admití.

—Te sorprendería saber de lo que es capaz un hombre cuando se siente acorralado.

—Y bien, ¿cómo destapamos la verdad? A juzgar por lo que vi ayer, el estado de salud del doctor Shaw es frágil e inestable, tanto mental como físicamente. No querría llevarle al límite y agobiarle demasiado, sobre todo porque todavía no estoy convencida de que sea culpable de algo más serio que una excentricidad.

—Habla con Gerrity. Si le pillas por sorpresa, es probable que se ponga nervioso y te cuente algo.

—La última vez que pillé por sorpresa al detective, me apuntó con una pistola —contesté—. Estoy dispuesta a ayudarte, pero no me reuniré con él a solas.

—Debes hablar con Gerrity —insistió—. Tengo un presentimiento.

—¿Estarás conmigo?

—Solo si es necesario.

Qué gran consuelo, pensé.

—Hay un último asunto que quería comentarte —dije—. Es algo más descabellado que el informe de tu autopsia, pero no dejo de darle vueltas. Me contaste que una de las últimas cosas que recuerdas es conocer a una mujer. Una mujer cuyo perfume era embriagador. Aseguraste que todavía lo hueles en tu ropa.

Puede que fueran invenciones mías, pero percibí una tensión repentina en el fantasma.

—¿Qué quieres saber?

—¿Podrías describir esa esencia? ¿Es floral? ¿Almizclada? ¿Silvestre?

—Huele a oscuridad.

Ese tipo de respuestas eran inútiles.

—¿El nombre de Isabel Perilloux te suena de algo?

Me figuré que Fremont descartaría ese nombre de inmediato, porque, para qué engañarnos, el único vínculo entre la amante de Devlin y el asesinato de Fremont eran mis celos. Y por eso me quedé pasmada al verle tan pensativo. De hecho, habría jurado sentir un aliento gélido en la nuca.

—¿La conoces? —insistí.

—No logro visualizar su cara, pero sí sus manos.

Estaba al borde de un ataque de nervios, y contuve la respiración.

—¿Ves sus manos? ¿Es una especie de premonición? ¿Una visión? Quizá no sea más que un recuerdo. Se dedica a la quiromancia. Tal vez fueras a su consultorio para que te leyera la palma de la mano.

Permaneció en silencio durante unos minutos.

—Tiene las manos ensangrentadas.

El corazón me latía con tanta fuerza que por un momento creí que el pecho me estallaría.

—¿En sentido literal o figurado?

—Aléjate de esa mujer —advirtió el Profeta.

Alzó la cabeza y me lanzó la más agresiva de las miradas.

—Ha asesinado a alguien, o lo hará en un futuro no muy lejano.