Justo cuando Temple dio por finalizada su jornada laboral, Regina Sparks, la forense del condado de Charleston, pasó por el cementerio. No había coincidido con Regina desde la primavera pasada, cuando exhumamos las dos primeras tumbas, pero habría reconocido aquella melena pelirroja en cualquier lado. Al igual que yo, llevaba el pelo recogido en una coleta, pero se le habían soltado algunos tirabuzones de color bronce que resplandecían bajo la luz moteada.
Me quedé trabajando junto a la valla, quizá para demostrarle a mi jefa, y a mí misma, que no me asustaba pulular a solas por Oak Grove. Aunque el sol había iniciado su recorrido hacia poniente, todavía quedaban varias horas de luz. Sin embargo, el corazón me dio un brinco cuando advertí que alguien se estaba abriendo camino a hachazos entre la vegetación. Me sosegué al ver aquella cabellera flameante y el logotipo de la oficina forense cosido en su camisa azul marino.
Me saludó con efusividad al verme.
—Un pajarito me ha dicho que quizá rondarías hoy por aquí. Andaba por la zona, y he decidido venirte a hacer una visita y ver qué tal estaba todo.
Solté el gas lacrimógeno.
—¿Y cómo se llama ese pajarito? Hasta ayer por la tarde ni siquiera yo sabía que estaría aquí.
Encogió los hombros y se apartó los rizos de la cara. Parecía tensa, como si le costara un tremendo esfuerzo controlar su energía.
—Estamos en Charleston. De una cosa puedes estar segura: todo el mundo sabe qué te traes entre manos, incluso antes que tú. Es un fastidio, pero ¿qué se le va a hacer?
—Tan solo me sorprende que alguien se moleste en comentarlo —contesté.
—¿Me tomas el pelo? ¿Después de todo lo que sucedió aquí? Incluso en la edición virtual del periódico han publicado un artículo sobre ello.
—Qué rapidez.
—Han difundido decenas de fotografías, incluida una tuya, y un enlace a tu blog. Te alegrará saber que esta vez han escrito tu nombre sin ninguna falta de ortografía.
—Qué bien.
Sin duda, alguien del comité universitario había movido los hilos para conseguir filtrar la noticia. No podía culparlos por intentar dar un giro a la publicidad sensacionalista que acosaba al cementerio utilizando algo más positivo, como una restauración, sobre todo porque Emerson estaba celebrando su bicentenario.
—He reenviado la noticia a mi tía —añadió Regina—. Desde que se enteró de que colaboraríamos juntas, está que no cabe en sí de gozo. Ya sabes que eres toda una celebridad en Samara, Georgia. Piensan que ese vídeo fantasma ha dado popularidad al pueblo.
—¿Incluso después del descrédito que ha recibido?
—Les importa un comino. Creen lo que quieren creer.
Un equipo de noticias se interesó por mi trabajo como restauradora y les concedí una entrevista. Fue entonces cuando se grabó el vídeo en cuestión, que corrió como la pólvora. La grabación recorrió todas las páginas web relacionadas con la caza de fantasmas y los aficionados a lo paranormal creyeron que las luces que flotaban sobre el cementerio eran entidades del más allá. Pero quién mejor que yo para saberlo. En el cementerio de Samara no habitaban fantasmas. Un analista de imágenes digitales fue quien convenció a esos pesados de que aquellas luces eran, en realidad, el resplandor que reflejaba un cristal encastrado en una de las lápidas.
—Pensaba que ese vídeo había caído en el olvido —murmuré.
—No en Samara. Mi tía se puso como loca cuando mencioné tu nombre. De hecho, se reunió con todas sus queridas amigas y se plantearon la posibilidad de tomar un autobús para conocerte en persona. Pero no te preocupes, ya me he encargado de frustrar sus planes. Pobrecitas, tienen buena intención, pero solo soporto a la tía Bitty en pequeñas dosis, y Loretta es como una montaña rusa. Esas ancianas apestan a analgésicos y perfume dulzón. ¿Necesito decir más?
—Lo pillo.
—En fin, no pretendía entretenerte. Veo que estabas a punto de irte.
—Tranquila, todavía tengo que cerrar todos los candados.
Regina salió y asomó la cabeza por los barrotes de la verja.
—No tengo reparos en decir que me alegra haber podido ver el final de este lugar.
—Me lo imagino.
—Menuda forma de pasar el verano —murmuró.
—Al menos ya se ha terminado.
—¿Tú crees? —musitó—. No sé qué tiene Oak Grove, pero todavía me produce escalofríos.
—Hay un cementerio rural en Kansas conocido como una de las siete puertas del Infierno. He estado allí, y la atmósfera que rodea aquella necrópolis es idéntica a la que se respira en Oak Grove.
—Recuérdame que nunca vaya allí —dijo—. Un portal al Infierno es sinónimo de problemas.
Las dos nos quedamos calladas mientras contemplábamos el cementerio. El sol estaba suspendido sobre el horizonte, y la sombra de una escultura en forma de ángel caía sobre nuestras caras. De repente, la brisa cesó. No se percibía ningún movimiento entre los árboles ni entre las tumbas. No distinguí siluetas danzando por el sepulcro, ni el rastro de una niebla incipiente, pero aquella quietud tan absoluta me desconcertaba más que la manifestación de un espíritu.
Los días, las semanas y los meses de intenso trabajo que me esperaban en aquel cementerio se harían eternos, y por un segundo me abordó el pánico. No podía permitirme el lujo de obsesionarme con la sensación claustrofóbica que me provocaba Oak Grove, ni con la oscuridad que reinaba en el bosque que lo rodeaba. Tenía otros asuntos con los que ocupar la mente. Devlin, por ejemplo. Las visitas de Shani y, por supuesto, la investigación de Fremont.
Y, en ese preciso instante, mientras examinábamos la necrópolis a través de las barras de hierro forjado, se me ocurrió que quizá Regina podría ayudarme. Aunque el asesinato se había perpetrado en el condado de Beaufort, estaba segura de que la forense tendría acceso a los archivos de la autopsia. No tenía la menor idea de cómo persuadirla para permitirme el acceso a los documentos, pero cuantas más vueltas le daba, más me convencía de que contenían información importante.
—Qué casualidad que pasaras justo hoy por aquí —empecé a decir. Lo cierto era que ya no creía en las casualidades. Todo ocurría por una razón, incluso la visita aparentemente fortuita de la forense del condado de Charleston.
—¿Por qué lo dices? —preguntó.
—Confío en que puedas ayudarme con un problemilla que me ha surgido en otro proyecto.
—No sé mucho sobre restauración de cementerios, pero dispara.
—Se trata de un pequeño cementerio ubicado al sur del condado de Beaufort. Alguien sustrajo algunas lápidas, y eso ha conllevado una terrible disputa sobre los sepulcros. Todo el mundo con quien he hablado tiene una opinión distinta sobre quién está enterrado dónde, por no mencionar el desacuerdo entre las fechas de nacimiento y defunción. Y, hasta hoy, no he sido capaz de localizar un registro o un mapa del cementerio.
—¿Y los certificados de defunción?
—En algunos casos ni siquiera se archivaron. Muchos están incompletos o modificados, así que no me sirven. La verdad, es un caos.
—Parece algo más que un caos —apuntó—. Apostaría a que alguien se ha tomado muchas molestias para crear todo esa confusión. Si alguien ha alterado o ha destruido los registros oficiales, estoy segura de que tiene un objetivo, además de tener los contactos necesarios. ¿Has hablado con el sheriff de la zona?
—En realidad, el aspecto legal de este desastre es lo que menos me preocupa. Solo quiero ordenar las tumbas, y pensé que los informes de autopsia serían las pruebas irrefutables necesarias para certificar, al menos, la fecha de defunción. Me preguntaba si, como restauradora, puedo acceder a esas copias. ¿Acaso no es documentación pública?
—Eso depende de cada estado, y puede variar según los distintos condados. En Charleston, por ejemplo, seguimos las mismas directrices que rigen la privacidad de los informes médicos. Dicho esto, siempre hay modos de obtener copias. Si eres pariente directo, puedes presentar una solicitud a través de Internet. Si eres un paleto en busca de gloria, siempre puedes rellenar una declaración amparada por la Ley de Libertad de Información, aunque, permíteme que te diga, que tendemos a desaprobar ese tipo de exigencias. Puesto que no puedes acogerte a ninguno de estos supuestos, te aconsejo que presentes el caso ante el forense pertinente. Resulta que conozco a Garland Finch bastante bien. Es un buen tipo, aunque algo tiquismiquis.
—¿Crees que estará dispuesto a ayudarme?
Se encogió de hombros.
—No lo sabrás si no lo intentas. Si quieres, puedo llamarle por teléfono y allanarte un poco el camino.
—¿Harías eso? Me sería de gran ayuda.
—Con una condición.
—Tú dirás.
—Debes contarme algo —contestó. Se giró hacia mí y me miró con un brillo en los ojos que interpreté como de sospecha—. ¿Alguna vez te han dicho que mientes fatal?
—No…, no sé a qué te refieres.
Sacudió la cabeza.
—Venga ya. Esa historia tiene la misma credibilidad que el caimán de dos cabezas que devoró mi proyecto de ciencias cuando cursaba quinto de primaria.
Suspiré.
—¿Qué está pasando? —preguntó.
—Es un tema personal.
—Ese tema personal no está relacionado con ninguna investigación en curso por la que puedan denunciarte, ¿verdad?
—No, nada de eso. Tan solo intento echar una mano a un amigo. Hace dos años que perdió a un ser querido, pero todavía no lo ha superado. Pensé que una ojeada al registro de defunción respondería algunas de sus preguntas y acabaría aceptando lo evidente.
—¿Hay opiniones distintas sobre la causa de su muerte?
—En realidad, no. Pero si lo ve por escrito… —balbuceé—. Sé que parece que le estoy buscando tres patas al gato, pero no sé qué más hacer.
—Si tu amigo es familiar del fallecido, ¿por qué no envías la solicitud, tal y como he sugerido?
—¿Cuánto crees que tardará en recibir una respuesta?
—Semanas, o incluso meses.
—Eso me temía.
—¿Tu amigo no puede presentarse ante el forense él mismo?
—No. No sería una buena idea.
Su mirada era fija y directa.
—¿Es posible que conozca a este amigo tuyo?
Dado que Fremont había sido agente de la policía y Regina había sido forense del condado, no quise arriesgarme.
—No me sorprendería.
—Si voy a jugarme el cuello por ti, necesito que me prometas que este asunto jamás me salpicará.
—Es imposible que eso ocurra.
—No haría esto por cualquiera —añadió con severidad.
—Te lo agradezco muchísimo.
—Va en contra de mis principios.
—Entiendo.
—Toma. —Sacó una tarjeta y garabateó una nota en el dorso—. Si Garland te hace sudar tinta, muéstrale esto. Él sabrá lo que significa.
—No sé cómo darte las gracias.
Señaló el cementerio con la barbilla.
—Si no hubiera sido por ti, ese psicópata seguiría suelto. Considéralo como el cobro de una deuda pendiente con el condado de Charleston. Después de todo, aquel macabro asunto no perjudicó a las autoridades. Aunque hay una cosa que me gustaría saber.
—¿El qué?
—¿Cuánto has tardado en inventarte esa ridícula historia de lápidas robadas y certificados de defunción falseados?
Sonreí.
—No es tan ridícula. Me ocurrió en una restauración.
Me miró con escepticismo.
—No fue en Charleston, no conmigo como forense estatal.
—Tienes razón. Fue en Samara.
—Oh, de acuerdo, eso cuadra más —aceptó—. Ese pueblo es más corrupto que una dictadura con delirios de grandeza. Debería de haberlo sabido: mi ex es el sheriff de ese condado.