—Amelia, te presento a… —anunció Temple, y miró a nuestro acompañante con los ojos entornados—. Lo siento, ¿cómo me ha dicho que se llamaba?
—Ivers. Jimmy Ivers —contestó. Luego rebuscó en el bolsillo y me entregó una tarjeta de visita.
—El señor Ivers es reportero del Lowcountry Chronicle. Está escribiendo un artículo sobre el cementerio de Oak Grove.
El periodista observó los alrededores con cierta admiración.
—Este lugar es siniestro. Señoritas, permítanme una pregunta: ¿no les asusta trabajar aquí sin compañía alguna?
El modo en que nos miraba me puso la piel de gallina. Traté de grabar sus rasgos en mi memoria por si algún día tuviera que reconocerle en una rueda de identificación. Aparte de una mirada pálida y ese cuello flácido, su aspecto era de lo más anodino.
—Perdone, pero… ¿cómo sabe quién soy? ¿Y cómo se ha enterado de que estaríamos aquí esta mañana?
—Sabe lo que significa tener fuentes, ¿verdad? Con suficientes incentivos, todo el mundo está dispuesto a hablar. Se sorprendería —dijo, y pensé que, si volvía a guiñarme el ojo una vez más, no me haría responsable de mis actos—. En cuanto a su primera pregunta, la conozco porque he hecho mis deberes.
—Entonces sabrá que, sin una autorización por escrito de la universidad, está violando una propiedad privada —espeté—. Si no se marcha por voluntad propia, me veré obligada a avisar a la seguridad del campus para que le escolten hasta su coche.
Por lo visto, se tomó mi amenaza como un insulto.
—No será necesario que haga esa llamada. Tan solo intento hacer mi trabajo.
—Igual que nosotras. Y ahora, si no le importa… —dije señalando hacia la puerta.
—¿De veras no puede responderme a un par de preguntas? No le robaré más que un minuto —suplicó. Después se dirigió a Temple—: ¿Y usted?
—No —contestó, y le ofreció su tarjeta de visita—. Llame a mi despacho la próxima semana, entonces veremos.
—Supongo que eso es mejor que nada —refunfuñó—. Que tengan un buen día, señoritas.
El reportero se marchó tranquilamente, no sin antes tomar varias fotografías con el teléfono móvil.
—Eso ha sido surrealista —opiné.
—Fuera bromas. Ese tío tenía de reportero lo mismo que yo —dijo, y echó un vistazo a la tarjeta—. Apostaría a que ha impreso las tarjetas de camino hacia aquí.
—¿Qué crees que quería en realidad? —pregunté algo nerviosa.
Temple se encogió de hombros.
—No es la primera vez que me topo con gente así. Los llamo yonquis del gore. Lo más probable es que quisiera ver una tumba abierta, o restos de algún cadáver.
—Pero sabía quién soy.
—Bueno, tu nombre apareció en las noticias la primavera pasada, cuando salió a la luz todo lo ocurrido aquí. Por cierto, debo admitir que has manejado el asunto de una forma admirable —me felicitó, y se pasó un rizo rebelde tras la oreja. Iba vestida con un atuendo similar al mío: pantalones de estilo militar, chaqueta oscura y botas de trabajo, pero había preferido dejarse suelta la melena, que, en ese instante, ondeaba al compás de la brisa. Yo, en cambio, me había recogido el pelo en una coleta desgarbada—. Jamás te había visto tan agresiva.
—No me ha pillado en el mejor momento —me disculpé, y avisté la diminuta silueta de Ivers, o quien fuera, a lo lejos—. Voy a cerrar la puerta —propuse.
—Buena idea. Deja que te acompañe, no vaya a ser que al señor Bicho Raro se le ilumine la bombilla con algún plan descabellado.
—No hay excusa que justifique este abandono tan gratuito —dijo Temple un poco más tarde, mientras estudiábamos una hilera de lápidas derribadas—. Me avergüenza que haya pasado algo así cuando yo era la que estaba a cargo del proyecto.
—No te mortifiques. No podías estar aquí cada segundo del día —la animé—. Las excavaciones se alargaron varios meses.
—Lo sé, pero es una falta de respeto muy descarada. Es como si alguien me hubiera atizado una bofetada en la cara.
—Yo no lo llamaría falta de respeto. La policía trató de seguir el protocolo apropiado, pero, cuando abrió la caja de Pandora, las prioridades cambiaron.
El asesino había hecho gala de su astucia al esconder los cuerpos de sus víctimas en tumbas antiguas marcadas con inscripciones e imágenes. Una vez identificado el autor de los crímenes, la investigación se centró en recuperar los restos de los cadáveres. Exhumaron docenas de sepulcros, con lo que alteraron el sepelio original. Después de remover el terreno en busca de pruebas, colocaron los restos a toda prisa, sin prestar atención a qué ataúd les correspondía, para evitar así una exposición aún mayor. Como arqueóloga estatal, Temple tenía potestad sobre cualquier resto humano de más de cien años. Su tarea en Oak Grove consistía en garantizar que ese segundo entierro de cuerpos se llevara a cabo de la forma más apropiada posible, y que cualquier artefacto, por diminuto que fuera, como recuerdos personales, retales y huesos, volviera al sepulcro original.
Me arrodillé junto a una de las lápidas derruidas. Saqué el cepillo de cerda suave y limpié la mugre y el musgo seco de la piedra para revelar las decoraciones artísticas. Descubrí un rostro alado, símbolo del alma en vuelo.
—No veo ninguna grieta reciente. Es posible que, por miedo a hacerlas añicos, optaran por no moverlas. Lo que, por cierto, fue una buena jugada. Ya sabes lo frágiles que son estas lápidas.
Temple abrió los ojos como platos.
—Eres mucho más comprensiva y benévola que yo. Creo que, en su afán de protagonizar los titulares de los periódicos, se volvieron descuidados y negligentes. Aunque reconozco que mi desprecio por el departamento de la policía de Charleston puede tener algo que ver con la multa por exceso de velocidad que me han puesto de camino aquí. Por eso he llegado tarde.
La miré con incredulidad.
—¿Y no te has librado de la multa? Con la labia que tienes… No te reconozco, Temple.
—Lo sé. Me estoy haciendo mayor —dijo con una mueca.
—Ah, sí, estás decrépita.
—Y hablando de decrépitos… —murmuró. Al ponerme en pie inclinó la cabeza y me repasó de arriba abajo—. No he querido decir nada delante de ese tío, pero no tienes muy buen aspecto esta mañana.
—¿Por qué todo el mundo se empeña en decirme lo mismo? —pregunté con el ceño fruncido.
—Quizá sea por las ojeras. O por las mejillas hundidas. No te enfades, pero juraría que has perdido varios kilos desde la última vez que te vi. ¿Qué diablos te está pasando?
«La hija muerta de Devlin me acecha».
—No duermo bien.
—¿Tienes pesadillas con este lugar? —preguntó con tono compasivo—. Si quieres que sea sincera, cuando me enteré de que habías aceptado la propuesta de reanudar la restauración, me preocupé un poco.
—¿Por qué? No es más que otro cementerio.
—Tu estoicismo es admirable, pero a mí no me engañas. Tú y yo sabemos de sobra que Oak Grove no es como cualquier otro cementerio. Aquí sucedieron cosas horribles. Y algunas de ellas las sufriste tú misma.
—Te agradecería que no me recordaras ese episodio de mi vida.
—Pero lo recuerdas. ¿Cómo olvidarlo? La presencia de Ivers te ha alterado —acusó, y escudriñó el paisaje fangoso que nos rodeaba—. Aunque, comparado con otros cementerios contemporáneos, Oak Grove es pequeño, tienes mucho trabajo por delante. Tardarás semanas en arrancar malas hierbas y limpiar escombros. ¿Estás preparada para largas jornadas de trabajo aquí, sin compañía alguna?
La atravesé con la mirada.
—¿Por qué tengo la sensación de que intentas asustarme?
—Te equivocas, Amelia. Me alegra que un cementerio histórico esté en unas manos tan expertas como las tuyas. Podríamos decir que pasaste un vía crucis aquí, un calvario que sin duda debió afectarte muchísimo. No puedes actuar como si nada de aquello hubiera ocurrido. Una experiencia tan traumática te acompaña de por vida.
—Estoy bien —insistí—. O lo estaba, hasta que has removido todos esos recuerdos. ¿Podríamos cambiar de tema, por favor?
Me dedicó una sonrisa llena de ternura.
—Podríamos charlar sobre tu vida amorosa, aunque tengo el presentimiento de que será un tema de conversación todavía más deprimente.
—Ja, ja, muy graciosa. ¿Por qué no nos centramos en el trabajo?
—¿No quieres saber a quién me encontré anoche? Al mismísimo John Devlin.
Me miró por el rabillo del ojo y fingí estudiar el mapa del cementerio. Noté el aleteo de cientos de mariposas en el estómago, una sensación que se repetía cada vez que alguien mencionaba el nombre de aquel hombre.
—Estaba cenando con una morena despampanante —añadió.
—¿Dónde le viste? —pregunté con indiferencia.
—En un restaurante italiano que descubrí en la calle King. Me acerqué a saludarle y, como siempre, hizo como que no me reconocía. Le gustan este tipo de jueguecitos, ¿verdad?
Para Temple era inconcebible que Devlin, o cualquier otro hombre, se olvidara de ella, aunque fuera un despiste momentáneo.
—Qué bien —murmuré, y me volví para evaluar el resto de lápidas y esculturas—. La siguiente excavación está junto al mausoleo. Antes que nada deberíamos ponernos manos a la obra con el trabajo fotográfico. Luego ya me dirás cómo quieres que continúe.
—Espera un segundo. ¿No me preguntas sobre la morena que lo acompañaba?
—Deja que lo adivine. ¿Se llama Isabel?
Temple se quedó pasmada.
—¿Sabías que estaba saliendo con ella? Bueno, supongo que Ethan llevaba razón. Las cosas no acabaron de cuajar entre vosotros dos.
—¿Has hablado con Ethan sobre mi relación con Devlin?
—¿Acaso es un tema tabú? —preguntó de forma inocente.
—Me incomoda un poco —admití—, no me gusta ser el centro de los chismorreos.
—En fin, ya conoces a Ethan. Es peor que una maruja. Estaba deseando contarme los detalles más jugosos.
—¿Y qué diablos te contó?
Hizo una mueca.
—No mucho, por desgracia. Supongo que Devlin no es de los que presume de sus conquistas.
Encogí los hombros, pero seguía nerviosa.
—Tampoco tiene mucho que contar, la verdad. Aunque no sé por qué te sorprende tanto. Fuiste tú quien me advirtió sobre él, ¿recuerdas?
—¿Yo?
—Sí. Según tú, jamás podría estar a la altura de Mariama.
—Nadie puede estar a la altura de una esposa muerta —farfulló—. Pero Mariama era…
—Sí, ya lo sé.
Temple se estremeció al ver el mausoleo. Clavé los ojos en el suelo porque aquellos chapiteles góticos también me provocaban escalofríos, aunque de otra índole.
—Era una mujer de bandera. —Temple suspiró—. Nunca he conocido a nadie igual. Era rabiosamente hermosa y se permitía todos los excesos que le venía en gana.
Me giré, sorprendida.
—Hablas como si la hubieras conocido, pero solo la viste una vez, ¿cierto? En una escena del crimen, si no recuerdo mal.
El comentario sorprendió a Temple, que empezó a abanicarse con la mano.
—Bueno sí, pero bastó para impresionarme.
—¿Lo dices por la discusión que presenciaste?
Advertí cierta confusión en su mirada. Después, se apresuró a decir:
—Ah, sí. La discusión entre ella y Devlin. Acalorada y apasionada, sin duda. Fue un arrebato emocionante.
Me tragué el miedo y desvié los ojos hacia aquellos chapiteles.
—¿Alguna vez Ethan te ha explicado por qué su padre trajo a Mariama a Emerson?
—Estoy segura de que el viejo vio potencial en ella. Ya te he dicho que era una mujer extraordinaria, y Rupert solía ser un filántropo antes de interesarse por el ocultismo. Después, invirtió todo su tiempo y energía, y me atrevería a decir que también su dinero, en el instituto.
—¿Cuándo fue la última vez que lo viste? —pregunté.
—¿A Rupert? Hace un par de días. ¿Por qué lo preguntas?
—Ayer pasé por el instituto. Me pareció que actuaba de una forma muy extraña.
—¿Y eso te pareció raro? —contestó.
Doblé el mapa de Oak Grove y lo guardé en un bolsillo.
—Sé que siempre ha sido un tipo excéntrico, pero ayer le noté distinto. Y ha contratado a una nueva secretaria.
—¿Layla?
—Así que tú también la has conocido.
—Una chica preciosa —musitó Temple—. Me resultó muy agradable.
—¿De veras? No tuve esa impresión. Me dio la sensación de que actuaba como si estuviera a cargo del despacho del doctor Shaw. Muy territorial. Parece que esté protegiendo su territorio, es una sensación que me exaspera.
—Yo la verdad es que no percibí nada extraño en esa chica —opinó Temple.
—No, claro que no —gruñí—. Quizá territorial no es la palabra más adecuada. Es como si estuviera vigilando constantemente al doctor Shaw.
—Si me permites la indiscreción, Rupert necesita que alguien cuide de él —contestó—. Le tengo mucho cariño, pero siempre me ha preocupado su estabilidad emocional, sobre todo después de que falleciera su esposa. Fue entonces cuando su interés por el más allá se convirtió en una obsesión.
—Cuando llegué a su despacho, estaba perfectamente. Luego Layla le sirvió una taza de té y él le echó un puñado de hierbas. A partir de ese momento, empezó a adormilarse.
—¿A qué te refieres con adormilarse?
—Se quedaba dormido en mitad de la conversación. Después sufrió un vahído. Si no hubiera estado allí, se hubiera caído de bruces.
—Eso no suena bien —farfulló Temple—. A su edad podría ser víctima de un derrame cerebral o de un infarto. ¿Se lo has comentado a Ethan?
—No, pensaba explicárselo esta noche, durante la cena. El doctor Shaw me pidió que no dijera nada, pero estoy preocupada por él. Nunca lo había visto así.
—¿Qué pasó antes de que se mareara? ¿Ocurrió algo que pudiera alterarlo?
—La verdad es que no. Al menos no mientras charlábamos. Estuvimos un buen rato debatiendo sobre medicina alternativa.
—¿Medicina alternativa? —preguntó con expresión desdeñosa—. Por favor, no me digas que teme que alguien le haya podido echar un maleficio.
—¿Un maleficio? ¿Te refieres a un hechizo o un mal de ojo?
—¿Recuerdas haberte fijado en algo más fuera de lo normal? ¿Un aroma particular, por ejemplo?
—Ahora que lo dices, sí percibí un olor rancio antes de que Layla le trajera el té. También me llamó la atención una línea de sal junto a la puerta de la terraza. Deduje que habría esparcido la sal para evitar que las babosas del jardín se comieran sus plantas.
—¿Viste algún trozo de hierro o plata tirado por el suelo?
De repente, me vino a la mente el tornillo metálico que advertí bajo el escritorio y el abrecartas de plata.
—Sí, la verdad es que sí. ¿Por qué? ¿Qué significa todo esto?
—¿Las hierbas que vertió en el té? ¿La hilera de sal frente a una puerta? Está intentando protegerse.
—¿Protegerse de qué?
—Probablemente de su imaginación. Rupert puede parecer un hombre razonable, pero tiene ideas disparatadas.
—Supongamos, solo como hipótesis, que alguien te echa un maleficio. ¿Qué se debe hacer para librarse de él?
—Acudir a un experto en hierbas medicinales para que te haga un hechizo de protección. En esencia, estarías adquiriendo una mera ilusión, pero, en manos de un verdadero adepto, el poder de persuasión puede ser un arma muy peligrosa —dijo—. Una vez tuve una experiencia muy interesante con uno de esos chamanes.
—¿Qué pasó?
—El Gobierno contactó con nuestro departamento para trasladar un viejo cementerio por el que atravesaría una autopista. Había una mujer… Jamás me olvidaré de ella… Ona Pearl Handy. Vivía en la misma calle donde estaba situada la propiedad, y todos sus ancestros estaban enterrados en ese cementerio. Estaba convencida de que vendrían a atormentarla si permitía que exhumaran sus tumbas. En nuestro primer día de trabajo, ahí estaba, plantada con una silla de jardín en mitad de la entrada, con ese polvo blanco esparcido por todas partes. También lo había espolvoreado sobre los sepulcros. Lo llamó polvo para alejar a la ley —se burló Temple.
—¿Funcionó?
—Por supuesto que no. Pero consiguió jugar con nuestra mente. De la noche a la mañana, empezaron a suceder un montón de cosas raras, y aquello espantó a todo el equipo. Los teléfonos no funcionaban. Los coches se quedaban sin batería. Las herramientas fallaban. Sin embargo, eso no fue lo peor. Un día se nos cayó un ataúd. La tapa se deslizó, y mostró los restos del cadáver, y Ona Pearl se puso histérica. Le aterraba que, tras profanar los restos, su tatarabuela Bessie la visitara por la noche y la montara.
—Puaj.
—Suena pervertido, pero se refería a poseerla.
—¿Conseguisteis mover todo el cementerio?
—Al final, sí. Sus maleficios no eran lo bastante fuertes para impedirnos hacer nuestro trabajo, aunque reconozco que fue una chapuza. Pero logró hacernos dudar durante un tiempo.
—Menuda experiencia.
—Oh, lo fue —dijo Temple, que sacudió la cabeza y soltó una risita—. Pobre Ona Pearl. Me contaron que la trincaron por tráfico de drogas. Tomó demasiado polvo para alejar a la ley. Lo que demuestra mi teoría. Las hierbas medicinales se basan en humo y espejos. No me sorprendería que la aflicción de Rupert fuera el resultado del poder de sugestión.
—Ojalá estés en lo cierto.
Sin embargo, la escenita que había presenciado entre el doctor Shaw y Tom Gerrity no entendía de percepción. Aquello respondía a un chantaje puro y duro. Y tenía la corazonada de que esa era la verdadera causa de la aflicción del doctor.