Capítulo 20

Aquella noche tuve sueños muy extraños. Por la mañana, me levanté con un dolor de cabeza espantoso. La sensación era la de una resaca horrible, pero me había acostado pronto y tan solo había tomado un sorbo de vino. Apenas recordaba la visita de Devlin, y no lograba recordar bien el incidente del jardín. Los dos acontecimientos se habían mezclado con la procesión de visiones surrealistas que había desfilado por mis sueños.

Tal y como el doctor Shaw había propuesto, había concertado una reunión con Temple en el cementerio de Oak Grove esa misma mañana, a las nueve en punto. Llegué un poco antes de la hora acordada, y decidí quedarme en el coche. No me atrevía a entrar en aquel cementerio abandonado a solas. Lo ocurrido en Oak Grove todavía era muy reciente.

Era mi primera incursión desde que la policía acordonó y cerró el cementerio a finales de la primavera pasada. Tras varios meses de excavaciones tediosas y metódicas, se recuperaron todos los cadáveres y por fin se cerró la investigación. Pero mis pesadillas tardarían años en desaparecer. No estaba segura de poder lidiar con la restauración, pero ya era demasiado tarde para echarme atrás. Le había dado mi palabra al doctor Shaw.

Me tomé mi tiempo en atarme los cordones de las botas de trabajo, abotonar la chaqueta y comprobar que la cámara funcionaba bien. Temple seguía sin aparecer. Así pues, me apeé del coche y comprobé los alrededores. Estaba inquieta, a pesar de que el sol brillaba con toda su fuerza. El silencio de la necrópolis me hacía sentir sola. Sola… y aislada. Había olvidado ese silencio, la profunda quietud que solía instalarse en parajes frondosos y descuidados.

Oak Grove siempre había sido un cementerio desconcertante. Rodeado por varias hectáreas de bosque impenetrable y accesible únicamente a pie, el camposanto era propiedad de la prestigiosa Universidad de Emerson. La institución había permitido que se pudriera con el pretexto de que había dejado de interesar a los ciudadanos del condado. Los únicos que merodeaban por el lugar eran estudiantes con ganas de fiesta y un asesino enfermo que enterraba allí los cuerpos de sus víctimas.

Puesto que estaba familiarizada con aquellos crímenes, decidí actuar con cautela al abrirme camino entre las malas hierbas que cubrían la verja. Se me enredaron varias zarzas en los vaqueros y, a pesar de que el verano había quedado atrás, aplasté un par de mosquitos molestos que zumbaban a mi alrededor.

Era un consuelo, al menos, saber que no tenía que angustiarme por los fantasmas. Se podían contar con los dedos de una mano los cementerios en los que los muertos no osaban entrar, y Oak Grove era uno de ellos. Sin embargo, mientras me ocupaba de la restauración, un día, a última hora de la tarde, vislumbré en el lindero del bosque una entidad aún más perturbadora que un espíritu inquieto. Basándose en mi descripción, el doctor Shaw sugirió que podía tratarse de un ser de sombras, y estuvo a un tris de convencerme de que esas experiencias extrañas no eran más que un producto de mi imaginación, o trucos de luces y sombras. Ya no era tan ingenua. Los seres de sombras eran reales, pero, a diferencia de los fantasmas, que esperaban ansiosos el ocaso para deslizarse por el velo, estos preferían la luz tenue y cálida que precedía al crepúsculo.

Arrinconé ese recuerdo y me giré hacia el sol. Hacía un día de otoño estupendo, soleado pero fresco, el clima idóneo para empezar una restauración. La idea de implicarme de nuevo en un proyecto, de sumergirme en mi pequeño mundo, me tenía entusiasmada, aunque eso significara regresar a Oak Grove.

Aunque la emoción se marchitó en cuanto empujé la puerta de entrada. El oscuro pasado del cementerio se distinguía en cada esquina, sobre las lápidas ennegrecidas y las estatuas cubiertas de musgo. Contemplé espeluznada la necrópolis.

Antaño, Oak Grove había albergado una gigantesca plantación con habitaciones subterráneas para esclavos en las que todavía retumbaba la tristeza. Encima de aquel laberinto de pasadizos y cuartos individuales se había diseñado un parque típico del Movimiento de Cementerios Rurales que habían fundado los colonos ingleses en el país durante la era victoriana. El simbolismo que adornaba las piedras sepulcrales era, sin duda, el más elaborado que jamás había visto: sauces llorones y urnas funerarias que representaban la pena y la mortalidad del alma, relojes de arena que aludían al inevitable paso del tiempo, rosas en distintos estados de floración que denotaban la edad del fallecido.

Una paloma decoraba una minúscula lápida situada cerca de la valla; era habitual encontrar el símbolo de la paz esculpido en las tumbas de los niños. Me incliné para arrancar un puñado de malas hierbas y pensé en el sepulcro de Shani, situado en el cementerio de Chedathy. Consistía en una lápida muy sencilla y en varias caracolas colocadas en forma de corazón. Su visita de la última noche también se confundía con un sueño olvidado.

El espíritu de la pequeña se había quedado a mi lado hasta que Devlin desapareció tras el horizonte. Luego, ella también se desvaneció, dejando tras de sí nada más que su presencia. Nada de corazones trazados sobre la escarcha de un cristal. Ni una estela con aroma a jazmín. Tan solo el recuerdo de su mano fantasmagórica sujetando la mía. Intuí que el detalle de abandonar a Devlin para estar conmigo era importante. De hecho, era trascendental. Por mucho que procurara distraerme, no podía dejar de pensar en su propósito. Su persistencia me desarmaba. Era obvio que estaba decidida a conseguir su objetivo: no me dejaría en paz hasta encontrar el modo de ayudarla a seguir con su vida.

Sin alejarme demasiado de las piedras que marcaban el camino, me dirigí hacia la parte trasera del cementerio. La mayoría de las sepulturas de la sección frontal se remontaban a la mitad del siglo XIX, principios del XX. Allí predominaban ángeles con los ojos llenos de lágrimas y santos afligidos. La zona más antigua se había construido a principios del año 1700. Las lápidas esculpidas en aquella época lucían imágenes más morbosas: diversas personificaciones de la muerte, calaveras aladas o esqueletos que asomaban de ataúdes abiertos.

Cuanto más me adentraba en el cementerio, más espesa era la vegetación. Tan solo lograban filtrarse unos pocos rayos de sol, y la temperatura descendió en picado. Advertí los chapiteles del mausoleo Bedford tras un zarzal de kudzu y, allá donde mirara, solo veía hiedra. La enredadera ubicua se enroscaba por las estatuas y los monumentos y serpenteaba entre las ramas de los robles, arrebatando así la vida de aquellos árboles centenarios.

En cuanto me aproximé a la primera tumba excavada, percibí un ligero sonido y ladeé la cabeza para afinar el oído. Me pareció oír el crujir de las hojas, y deduje que Temple había llegado. Quería avisarla de que estaba allí, pero me callé. El protocolo que se debe seguir en un cementerio me impedía gritar, y me había vuelto muy recelosa. No consideré necesario esconderme, pero tampoco me atreví a revelar mi ubicación. Llevaba ropa oscura, de modo que, a menos que alguien supiera que merodeaba por esa zona, pasaría desapercibida entre las sombras de las diversas esculturas.

Pasados unos segundos, un tipo salió de entre una cortina de parras y observó a su alrededor. Era de estatura media y tenía una constitución atlética que, con el paso de los años, había descuidado. Le caía la barriga sobre el cinturón y, a pesar de los metros que nos separaban, distinguí la línea de su mandíbula. O quizá me había inventado ese detalle, porque no pude apreciar ningún otro rasgo. El ala del sombrero le tapaba la mirada.

De inmediato, pensé en el desconocido de la calle King. Me repetí varias veces que era imposible que fuera la misma persona, pero el instinto me indicaba justo lo contrario. Era él. Y dado que me seguía el rastro desde antes de comentar con el doctor Shaw una sola palabra acerca de Darius Goodwine o el polvo gris, deduje que estaba ahí por Devlin. Alguien pretendía utilizarme para llegar a él.

Mi primer impulso fue buscar el teléfono móvil y el gas lacrimógeno que siempre llevaba en el bolsillo. Pero no me atreví a realizar movimiento alguno por miedo a que me descubriera. Así que me quedé allí, inmóvil y conteniendo la respiración mientras el corazón me martilleaba el pecho. Recé para que se largara de una vez y por fin pudiera pedir ayuda.

Sin embargo, el tipo se resistía a irse. Aquellos segundos se me hicieron eternos. De repente, oí que alguien gritaba mi nombre desde la entrada del cementerio. Temple había llegado y, por suerte, no tenía reparos en alzar la voz. El desconocido se dio media vuelta y se marchó por donde había venido. Sin embargo, mi tranquilidad duró bien poco. Me asaltó el pánico y salí disparada de mi guarida cuando me percaté de que, si seguía el sendero, se toparía cara a cara con Temple.

Tomé un atajo con la esperanza de adelantarle. Tropecé varias veces con raíces y lápidas derruidas, pero al final logré salir de la sección antigua. Me quedé de piedra cuando vi a Temple charlando con aquel hombre. Al oírme llegar, él se giró con indiferencia y me dedicó una mirada sórdida.

—Ahí está —murmuró, y me guiñó el ojo—. La tristemente célebre Reina del cementerio.