Devlin no volvió a pronunciar mi nombre, y seguí adelante sin mirar atrás. Sin embargo, el calor del roce de su piel se me quedó pegado, al igual que el frío de sus fantasmas. Había pasado un sinfín de noches sin dormir tratando de convencerme de que, si lograba mantener las distancias, sus fantasmas no supondrían ninguna amenaza. Después de aquella noche, ya podía dejar de engañarme. Había seguido las normas a rajatabla, y no había hecho nada para atraerlos hacia mí, pero ahí estaban. Y ahora no tenía ni la más remota idea de cómo deshacerme de ellos.
Shani me había suplicado que la ayudara, y el mero recuerdo de su voz en mi cabeza me hacía dudar de mi decisión. No, tenía que alejarme de él y de sus fantasmas. No podía ofrecerle lo que necesitaba, ni podía ayudarla a conseguir su propósito. No era una médium. No me comunicaba con los muertos, al menos de forma intencionada, ni me dedicaba a guiar a las almas hacia la otra vida. Los fantasmas representaban un gran peligro para mí. Eran parásitos hambrientos. ¿Acaso Mariama no acababa de demostrarlo?
Si hubiera sido lista, habría ignorado los fantasmas del detective, del mismo modo que había desoído las docenas de manifestaciones que había visto a lo largo de mi vida. Me habría aferrado a las normas de mi padre como a un clavo ardiendo, ya que, sin ellas, estaba desprotegida de todos aquellos seres del inframundo que aprovechaban el atardecer para escurrirse por el velo.
Lo más acertado hubiera sido quitarme aquel episodio tan inquietante de la cabeza.
Pero…, aunque me las ingeniara para ignorar a los fantasmas, sabía que la imagen de Devlin junto a esa desconocida seguiría atormentándome. No tenía derecho alguno a sentirme traicionada, porque, de hecho, había sido yo quien había decidido romper la relación, y lo había hecho sin darle una explicación apropiada. Pero ¿cómo explicarle que nuestra pasión desenfrenada había abierto una puerta hacia un reino aterrador de espectros hambrientos y fríos, de seres más abominables que cualquiera de las entidades que había visto?
Tomé aire y procuré serenarme. Debería sentirme agradecida de que hubiera encontrado a alguien. Si me había olvidado, estaría más seguro. ¿Quién era yo para juzgarle? ¿No había intentado hacer lo mismo con Thane Asher?
Pero ningún razonamiento podía aliviar el dolor que me oprimía el pecho. Ni tan siquiera mi hogar me ofrecía consuelo, y eso que era mucho más que una simple casa. Era un santuario sagrado, el único rincón de la ciudad que me permitía esconderme de los fantasmas… y del resto del mundo.
Construida sobre los restos de un antiguo orfanato, aquella pequeña casa tenía balcones en ambos pisos, y los jardines que la rodeaban se mantenían fieles al estilo tradicional de Charleston. Vivía en la planta baja, lo que incluía acceso al jardín trasero y al sótano original. Un estudiante de Medicina, Macon Daws, había alquilado el piso de arriba. En aquel momento, estaba fuera de la ciudad, de modo que Angus, el perro maltratado que me había traído de las montañas, tuvo la oportunidad de aclimatarse a su nuevo hogar antes de conocer al otro inquilino.
Angus debió de percibir mi llegada, porque enseguida le oí ladrar desde la parte trasera para darme la bienvenida. Le llamé para tranquilizarle y me quedé quieta en mitad del jardín para disfrutar de la esencia fragante de los olivos. Lo que sucedería después era algo previsible; nos sentaríamos en el porche trasero y contemplaríamos cómo el jardín blanco cobraba vida bajo la luz de la luna. Se había convertido en un ritual nocturno. Era el único momento en que me sentía cómoda envuelta en la oscuridad. Siempre había admirado los jardines amurallados de la ciudad, pero debía reconocer que el mío presumía de un encanto especial. Bajo el resplandor plateado de la luna, se veía hermoso. A veces sentía que podía quedarme allí sentada para siempre, soñando con una vida distinta.
Los cementerios del sur del país que había restaurado también podían presumir de esa belleza. Eran adorables, recubiertos de musgo y hiedra en invierno y de lavanda y lilas en primavera. El verano siempre llegaba acompañado de rosas seductoras, y el invierno, de dafnes exquisitas. Un perfume para cada estación. Cada aroma era único e invocaba una emoción distinta o un recuerdo especial, pero todos esos olores me transportaban a mi pasado, lo que me hacía pensar en la naturaleza efímera de la vida.
No sé cuánto tiempo me quedé ahí parada, con los ojos cerrados, sumergiéndome en mi propia melancolía mientras las esencias vespertinas me embriagaban. Estaba triste, y quizá por eso no le vi. Ni percibí su presencia.
Cuando al fin avisté su silueta, apenas distinguí una sombra apoyada sobre la barandilla. Fue inexplicable, pero le reconocí enseguida. Sentí el irreprimible impulso de dar media vuelta y huir a toda prisa de allí, pero los músculos no me respondieron y me quedé petrificada.
Hacía años que veía fantasmas, pero jamás me había topado con uno como Robert Fremont. Era capaz de colarse por el velo antes del anochecer y después del alba, e incluso podía charlar conmigo. O al menos… se comunicaba de una forma que me hacía creer que estaba hablando. Su voz no retumbaba en mi cabeza, como la de Shani. Podía oírla. Veía cómo articulaba las palabras. Pero me era imposible comprender cómo lo hacía. Tampoco entendía por qué podía sentarse sobre los escalones de mi santuario, un lugar que, hasta entonces, ningún otro fantasma había penetrado.
Y eso era lo que más me aterrorizaba de aquel fantasma. Por lo visto, no le afectaba ninguna norma, así que estaba completamente a su merced, sin ningún arma con la que protegerme.
Que apareciera en ese preciso momento no podía ser mera coincidencia. Nada de lo sucedido aquella noche era fruto de la casualidad. Ni el ruiseñor, ni mi encontronazo con Devlin, ni la cancioncita macabra de Shani. Quizá, por separado, podían considerarse hechos fortuitos, pero juntos debían de tener un significado concreto. Existía un término para definir una secuencia de acontecimientos de esas características: sincronía.
Seguía paralizada, observando al agente asesinado, y de pronto noté que algo oscuro y místico me atraía hacia él. Un rompecabezas de otro mundo para el que, quizá, no existiera solución terrenal.
Con suma cautela empecé a caminar, acompañada de la fragancia de las trompetas de ángel que perfumaban el ocaso con una pizca de temor. Me detuve frente a la escalinata y le miré a los ojos.
Tenía el mismo aspecto que la primera vez que le vi, con aquel atuendo anodino y zarrapastroso que cualquier agente encubierto se pondría para infiltrarse en una banda criminal. Como siempre, ocultaba la mirada tras unas gafas oscuras, pero, aun así, sentía sus ojos muertos clavados en mí. La sensación era escalofriante.
—Amelia Gray.
Cuando pronunció mi nombre, sentí que una serie de agujas congeladas se me clavaban en la espalda.
—¿Por qué estás aquí? —pregunté.
—Ya sabes por qué. Ha llegado la hora.
Se me puso la piel de gallina.
—¿La hora de qué?
—De arreglar ciertos asuntos.
Su voz sonó profunda y hueca, como un pozo, y volví a estremecerme. Él seguía observándome tras aquellos cristales tintados. Procuré apartar la mirada, pero me tenía cautivada.
Había olvidado lo atractivo que era, el carisma perverso que destilaba, a pesar de ser un fantasma. Dejando a un lado su tez oscura, y el hecho de que estaba muerto, siempre me había recordado a Devlin. Ambos tenían ese encanto irresistible, esa misma fascinación peligrosa. Antaño habían sido amigos, y tenía la corazonada de que mi relación con Devlin había permitido la entrada de Robert Fremont a mi mundo.
—Tenemos mucho de que hablar —añadió.
—¿De veras?
—Sí. Quizá deberías sentarte. Te veo temblorosa.
¿Cómo no estarlo?
Pero me negaba a sentarme. Lo único que deseaba era que se desvaneciera, que regresara al reino de los muertos, junto con Shani y Mariama. Consideré la opción de pasar como un rayo y meterme en casa, en mi santuario, pero no estaba del todo segura de que aquellas paredes me protegieran de ese fantasma. Nada me aseguraba que no pudiera cruzar el umbral de mi hogar, y no quería perder la tranquilidad que me proporcionaba aquella casa, por muy ilusoria que ahora fuera.
Notaba las piernas pesadas y me costó gran esfuerzo subir los peldaños. El peso de la petición todavía tácita se me hacía insoportable. Al verme, ni se dignó a levantarse, pero luego recapacité. ¿Qué motivo empujaría a un fantasma a seguir las ceremonias y los buenos modales terrenales? En especial, porque la entidad que tenía frente a mí pertenecía a un hombre cuya vida había acabado en asesinato.
Me senté en el suelo, a una distancia prudente, y dejé la bolsa de la compra delante de mí. Aquel espíritu emanaba un frío muy ligero, tan suave que incluso pensé que eran imaginaciones mías.
—Ya te dije una vez que te necesitaba como conducto para comunicarme con el departamento de policía —dijo.
—Lo recuerdo.
—Me temo que ahora necesito algo más que eso.
Estaba muerta de miedo.
—Necesito que seas mis ojos y oídos en este mundo. En el mundo de los vivos.
—¿Por qué?
—Porque puedes acceder a lugares prohibidos para mí, puedes hablar con personas que no pueden verme.
—No, me refiero a… ¿con qué objetivo?
—Por muy cliché que pueda sonar, te necesito para que me ayudes a encontrar a mi asesino.
Observé con detenimiento aquel espíritu.
—Antes debes responderme a algo. Dime cómo diablos es posible que puedas hacer todo esto, hablar conmigo, invadir mi santuario o incluso aparecer ante mí como si siguieras vivo, y no saber quién te ha asesinado. ¿No deberías saberlo? Aquel día me confesaste que tenías un don. Y que por eso te habías ganado tu apodo: el Profeta.
—Jamás aseguré ser omnisciente —rebatió en su defensa. No fui capaz de averiguar qué fue lo que le fastidió tanto, si mi interrogatorio o sus limitaciones—. Nunca pude controlar las visiones.
Me vi reflejada en él, pues tampoco yo controlaba mi habilidad.
—¿No has leído nada acerca de mi muerte? —preguntó.
—No mucho.
—Qué decepción. Después de nuestro último encuentro, asumí que te interesarías por saber algo más de mí. Me pareció que eras una chica curiosa. ¿Me equivoqué?
Y eso encendió una chispa.
—Reconozco que, desde aquella noche, ando un poco angustiada. Estuve al borde de la muerte, ¿o no lo recuerdas? Y me queda mucha vida por vivir, un negocio que atender. Aunque… —hice una pausa para tomar aire— sí es cierto que una vez te busqué. En Internet no había mucha información acerca de ti, y no mantengo relación con Devlin. ¿A quién más podía acudir para averiguar más cosas de ti?
Soltó un suspiro.
—Albergaba la esperanza de que fueras un poco más hábil —espetó.
A decir verdad, nunca lo consideré un personaje lo suficientemente misterioso como para encerrarme en una biblioteca a investigar. Solo quería… que se esfumara.
—En ese caso, te aconsejo que busques a otra persona que pueda ayudarte.
—Nadie más puede ayudarme. De hecho, tardé una eternidad en encontrarte.
Aquella revelación me dejó perpleja.
—¿Cómo me encontraste?
—Eso no te incumbe.
—¡Que no me incumbe! —exclamé—. ¿En algún momento te has planteado que quizá no indagué sobre ti porque prefería no saber nada?
«Cuidado», me advirtió una vocecita. Ya había sido víctima de la ira de un fantasma esa noche. Provocar a otro no era la decisión más sabia.
Tardó unos segundos en contestar.
—Tienes agallas, eso ya es algo. Me puede ser muy útil.
—Gracias. Supongo.
—Creo que te juzgué demasiado rápido. Debes saber que tengo mucho que perder en esta relación.
¿Manteníamos una relación? Esa idea me produjo un escalofrío.
Una vecina pasó por delante de casa. Echó un vistazo y, de golpe y porrazo, salió disparada. Mientras corría por la acera, me fijé en que miró por encima del hombro. Debió de pensar que me había vuelto loca, al verme allí sentada discutiendo sola en mitad de la noche. No podía culparla. Si no hubiera sido porque mi padre también veía fantasmas, habría puesto en duda mi sano juicio hace mucho tiempo.
—¿Qué te ocurrió? —pregunté a regañadientes—. Sé que te asesinaron mientras estabas de servicio… —empecé, pero luego paré—. ¿Te importa que hablemos sin rodeos sobre…?
—Es el único modo de hacerlo.
Perfecto. Prefería andar con pies de plomo.
Aquel comentario me hizo reflexionar. Mi propio diálogo interno estaba empezando a asustarme. ¿Cómo se las había apañado Robert Fremont para inmiscuirse en mi vida tan fácilmente? ¿Cómo había sido capaz de aceptarlo sin reparos?
Es un fantasma. Es un fantasma. Es un fantasma.
Entoné el mantra para mis adentros mientras él seguía parloteando.
—Me dispararon por la espalda —dijo—. Nunca vi al asesino. Mi cadáver apareció al día siguiente en el cementerio de Chedathy, en el condado de Beaufort.
Hasta entonces, tenía la mirada perdida en la calle, pero, al oír ese nombre, me volví, sorprendida. Mariama y Shani estaban enterradas en ese cementerio.
—Eras un agente de Charleston —murmuré—. ¿Qué estabas haciendo en el condado de Beaufort? Está muy lejos de la ciudad.
—No… No estoy seguro.
—¿Qué quieres decir con que no estás seguro?
Pero él no contestó.
Aquel silencio no presagiaba nada bueno.
—Todavía no me queda claro qué esperas que haga.
—Ya te he dicho lo que necesito.
—Lo sé, pero…
—Presta atención. Tenemos que actuar con rapidez. ¿Lo entiendes? Debe ser ahora.
Su apremio me pilló desprevenida.
—¿A qué viene tanta prisa? Te dispararon hace más de dos años.
El fantasma observó el cielo.
—Por fin los astros se han alineado. Los jugadores están donde les corresponde.
¿Podía ser más críptico?
—¿Eso me incluye a mí?
—Sí.
Me giré hacia el jardín y escudriñé las sombras de los árboles.
—¿Y si me niego a formar parte de esto?
Aunque ni por asomo imaginaba qué era en realidad.
—¿Te has mirado en el espejo últimamente? —preguntó.
Esta vez fui yo quien se quedó muda.
—¿No te has dado cuenta de que se te han oscurecido las ojeras? ¿De que tienes los pómulos más hundidos? ¿De que has perdido peso? No comes ni duermes. Ahora mismo, mientras hablamos, tu energía vital está menguando.
Lo miré horrorizada.
—¿Me estás acechando?