Capítulo 19

Decidí hacer una breve parada en casa de mi tía Lynrose, para ver a mi madre. Estaba echándose una siesta, así que prometí a mi tía que volvería al cabo de un par de días a visitarlas. Ahora que estaba de vuelta en Charleston, procuraba cenar con ellas al menos dos veces por semana; en ocasiones, nos íbamos las tres de compras o al cine, si mi madre se sentía en condiciones para hacerlo.

De vez en cuando, mi padre también iba a verla cuando yo estaba allí, pero, como siempre, se mostraba reservado. Cuando ella estaba en la ciudad, él prefería matar el tiempo en su casita de Trinity y se entretenía cuidando el cementerio. Aunque se había jubilado hacía varios años, de vez en cuando echaba una mano al guarda actual. Además, la tarea de restaurar los ángeles de Rosehill era interminable.

Mi madre estaba a punto de terminar la quimioterapia y parecía haber recuperado la chispa que tanto la caracterizaba. Apenas sabía nada de lo ocurrido en Asher Falls, puesto que mi padre y yo le habíamos ocultado la mayor parte de los detalles. Sin embargo, al igual que Devlin, con solo una mirada podía entrever el calvario por el que había pasado.

A decir verdad, prefería no pensar en mi estancia en las montañas. Lo último que necesitaba era obsesionarme con un legado que me atormentaría para siempre. Las cosas ya eran muy complicadas aquí, en Charleston. Sin comerlo ni beberlo, había sido testigo de lo que a primera vista parecía un chantaje en toda regla, además de escuchar una conversación privada entre Devlin y Ethan de la que concluí que los dos estaban de algún modo relacionados con el asesinato de Fremont. Devlin había desaparecido la noche que su mujer y su hija perdieron la vida en un trágico accidente, quizá para conseguir el polvo gris de Darius Goodwine, y Ethan se había sacado de la manga una coartada falsa. Además, era muy probable que Ethan se hubiera enamorado de la esposa del detective, aunque no estaba del todo segura. Todos estos tejemanejes y sospechas rondaban sin cesar por mi cabeza, pero no lograba encontrar un motivo, y mucho menos al asesino. Seguía considerando a Darius Goodwine como sospechoso, pero quería evitar a toda costa enfrentarme con él. No sabía si tenía un poder supernatural o si, sencillamente, poseía gran capacidad de persuasión, pero su presencia me resultaba aterradora.

Me dolía la cabeza de tanto pensar, de tanto té y del perfume embriagador que todavía despedía mi chaqueta. Lo primero que hice al llegar a casa fue meterla en la lavadora; luego salí con Angus a dar un paseo por el vecindario. Después de eso, cogí el libro del doctor Shaw y me senté a leer en la terraza, mientras hubiera luz. No me habría sorprendido encontrarme a Robert Fremont o a Shani deslizándose entre las sombras, pero el jardín estaba desierto y tranquilo.

Me quedé allí sentada un buen rato, atrapada por las páginas de ese libro. Desde pequeña había oído hablar de las propiedades de plantas y raíces. Era una práctica muy habitual en las Sea Islands y en la costa de Georgia y Carolina, pero incluso en una zona tan interior como Trinity, había una mujer que esparcía polvos junto a los umbrales de las puertas y presumía de hacer desaparecer por arte de magia las verrugas con un hechizo especial. Algunos niños del pueblo juraban haberla visto matar una gallina y enterrarla en el jardín, pero yo jamás había presenciado nada tan siniestro, aunque recordaba verla colgar fardos de pimientos de las vigas del porche. Sin embargo, una vez mi padre y yo descubrimos un altar muy extraño cerca de una tumba en el cementerio de Rosehill, decorado con decenas de velas y retratos de santos y con trozos de papel alrededor donde se leían notas para los difuntos.

Ahora ese episodio parecía una niñería, comparado con las prácticas que había descrito el doctor Shaw. Autopsias ceremoniales. Sustancias alucinógenas. Adentrarse en el mundo de los espíritus para hablar con ancestros. Atacar a enemigos en el reino del ensueño.

De pronto me vino a la cabeza la imagen de Darius Goodwine, mirándome desde el balcón de aquella casa. Eso suponiendo que aquel tipo fuera Darius, por supuesto. Fue de los pocos que, estando fuera de la secta, tuvo acceso al polvo gris, una sustancia tan poderosa que podía detener el corazón y permitir la entrada al mundo de los espíritus sin padecer alucinaciones. Un polvo tan sagrado que incluso los chamanes y hechiceros más destacados utilizaban con cuentagotas.

Me costaba imaginarme que alguien quisiera deslizarse por el velo. No sentía ninguna curiosidad por saber qué había más allá, ni por asomo deseaba arrastrar a un espíritu hasta aquí. Ya había demasiados pululando por el mundo de los vivos.

—¿Amelia?

Y hablando de fantasmas…

Vislumbré una sombra que se cernía sobre el césped. Un espejismo, me dije. Una ilusión creada por los recuerdos, la soledad y el delicioso aroma de las trompetas de ángel.

Angus gruñó.

—Tienes un perro —dijo Devlin.

Me levanté de la mecedora y me di cuenta de que el ocaso estaba a punto de llamar a mi puerta. El jardín estaba sumido en penumbras, pero tras Devlin vi el inconfundible resplandor que anunciaba la llegada de sus fantasmas.

Noté un nudo en la garganta que me impedía respirar y cierto mareo, como si hubiera hecho una caminata de varios kilómetros en plena naturaleza. ¿Cuántas veces había soñado con encontrarle frente a mi casa? ¿Cuántas noches había pasado en vela pensando en qué le diría? Y, ahora que lo tenía delante, me había quedado sin palabras.

En mi cabeza revoloteaban miles de ideas, pero no me atrevía a compartir ninguna con él. ¿Cómo hacerlo sin que mi armadura se desmoronara?

Deslizó el pestillo y Angus volvió a gruñir.

—¿Corro peligro si entro? —preguntó.

Sí, claro que sí. Era arriesgado para él… y para mí. Su presencia en mi vida nos ponía en una situación peligrosa a ambos. Mariama lo había dejado bien claro. Haría todo lo que estuviera en su mano para distanciarnos. Me resultaba imposible saber el poder que ejercía desde el otro lado, pero lo último que quería era provocarla.

Al hablar procuré sonar tranquila.

—Perdona a Angus. Se comporta de forma muy protectora conmigo.

—Ya lo veo —dijo Devlin, arrastrando cada una de las palabras.

Ese acento me excitó. Sentía sus ojos sobre mí, oscuros e inquisitivos. De pronto, me sacudió un calambre eléctrico que me erizó el vello de la nuca.

—¿Me quedo aquí fuera entonces? —pidió.

—No, pero entra poco a poco. Dale un poco de tiempo, deja que se acostumbre a ti.

Devlin lo hizo y echó el cerrojo. Se quedó inmóvil y luego Angus correteó hacia él. Tras unos segundos, el detective se arrodilló y extendió la mano. Angus dibujó varios círculos a su alrededor para inspeccionarle. Lo olisqueó durante un rato y después se pegó a él para que le acariciara el lomo.

—¿Crees que me he ganado entrar?

—Eso parece.

Todavía no me creía que estuviera allí, y no comprendía por qué me asombraba tanto, si yo misma había ido a verle la noche anterior. ¿Qué le impedía pasar a visitarme sin avisar? ¿Qué me hacía pensar que no querría pedirme explicaciones una vez más por haber salido huyendo de su casa?

Cualquier chica lista lo hubiera despachado antes de que sus fantasmas se manifestaran. A Mariama no le gustaría verme, y ya había demostrado que era capaz de hacerme daño. Tentarla era una locura.

Sin embargo, me quedé callada. Asumí que venía directamente de comisaría porque llevaba su atuendo de trabajo habitual, que consistía en un abrigo y pantalones negros, y una camisa gris desabotonada en el cuello. Todo le quedaba como un guante. Suspiré.

—¿Lo han utilizado como perro de pelea? —preguntó Devlin, que en ese momento estaba rascándole los muñones que tenía como orejas.

—Sí. Debió de pasar un infierno.

—Pobre animal. ¿Dónde lo encontraste?

—En Asher Falls. Lo abandonaron en el bosque para que muriera de hambre. Un día lo vi agazapado entre los árboles, y desde entonces no nos hemos separado.

—Asher Falls —repitió Devlin—. Un lugar interesante, ¿cierto?

—¿Has estado allí? —pregunté algo sorprendida.

—No, pero ayer, cuando lo mencionaste, me resultó familiar. En cuanto te marchaste, lo busqué en Internet, por curiosidad. El pueblo es histórico, desde luego, pero no me sonaba por eso. Salió hace poco en las noticias porque sufrió varios desprendimientos de barro.

—¿Por qué te molestaste en buscarlo cuando podías haberme preguntado?

—Porque teníamos otras cosas de que hablar. O eso creía. —Se puso en pie con suma lentitud, sin apartar de mí la mirada—. Algo te ocurrió en ese pueblo, ¿verdad?

—No sé a qué te refieres.

—He leído los artículos publicados en los periódicos. Hubo quien murió atrapado entre el lodo, y sospecho que la tragedia, u otra cosa, te afectó bastante.

Me coloqué un mechón del cabello tras la oreja. Se había levantado una brisa fresca que se filtraba por mi camiseta, pero esa no era la razón por la que estaba tiritando.

—No importa. Eso se acabó. Ahora ya estoy en casa.

—Quizá no haya acabado —rebatió con tono algo imperativo—. Lo que sucedió allí te cambió. Lo sé con solo mirarte.

Intenté restarle importancia al asunto.

—Ya te dije que me quedé atrapada en un zarzal.

—No estoy hablando de las cicatrices. Las marcas se han difuminado, pero hay algo en tu interior que ha cambiado. Estás diferente. Dime por qué, Amelia.

Que Dios me amparara. Me derretí al oírle pronunciar mi nombre. Deseaba ser fuerte y pragmática, ser lo bastante lista para no olvidar que los espíritus de su familia siempre se interpondrían entre nosotros. Pero al decir mi nombre mientras me miraba como si fuera la única mujer en el mundo… ¿Cómo no fundirme por dentro?

Por suerte, sus fantasmas todavía no habían aparecido, aunque Angus ya presentía sus auras. Se apartó de Devlin y se dirigió a la valla que cercaba el jardín. Estaban justo detrás, ávidos y ansiosos, esperando el ocaso.

—Quizá deberíamos entrar —propuse, y me froté los brazos—. Está empezando a refrescar.

—No me quedaré mucho tiempo.

¿Acaso tenía otros planes?

No quería pensar en eso. Una especulación infundada me enloquecería. Me negaba a recordar la imagen de sus brazos alrededor de la cintura de Isabel Perilloux, o aquella invitación entre murmullos por teléfono: «Ven cuando quieras. Te estaré esperando…».

Recogí el libro y la chaqueta de la terraza. Todavía no había logrado ahogar esas voces burlonas de mi cabeza, ni borrar las imágenes desagradables que evocaban, pero al menos mi santuario me protegería de las iras de Mariama, aunque no había lugar en el mundo que pudiera protegerme de Devlin.

Entramos por la puerta lateral y le guie hasta el despacho, donde podría vigilar a Angus y a los fantasmas al mismo tiempo. Devlin caminaba incansable por la sala, con las manos en los bolsillos, estudiando los libros que ocupaban las estanterías y las fotografías colgadas de la pared. Parecía inquieto y sin rumbo, como una pantera acechando a su presa.

—¿Te apetece tomar algo? ¿Un té o un café? ¿Una copa de vino quizá? —invité.

—Estoy bien. He quedado para cenar. He visto tu coche aparcado en la acera y he pensado que estarías en casa.

Asentí, reprimiendo las ganas de abalanzarme sobre él. Estaba tan cerca, y me sentía tan sola sin él. Pero a esas alturas Mariama ya estaría pululando entre las sombras. Espiándonos. Mofándose de mí.

—Esas imágenes siempre me han intrigado —comentó señalando las fotografías de doble exposición que había tomado. Eran instantáneas de cementerios antiguos superpuestas sobre paisajes metropolitanos.

—La primera vez que las vi imaginé que eran una percepción propia del mundo. Me parecieron solitarias e inquietantes, pero me llamaron la atención de inmediato.

El pulso se me disparó.

—Ya te dije que no eran más que fotografías.

—Fotografías muy reveladoras —puntualizó con mirada taciturna—. Esto te molesta, ¿verdad? Te incomoda que alguien entre en tu mundo.

—Podría decir lo mismo sobre ti.

—A veces mi mundo es un agujero inhóspito —murmuró, y revisó las diversas estanterías hasta llegar al ventanal.

Observé su reflejo en el cristal, y me quedé mirándole como una boba, con una opresión en el pecho cada vez más intensa. No se imaginaba lo que, de forma inconsciente, me había hecho. No tenía la menor idea de que ahí mismo, en mi santuario, alejado de sus fantasmas, había recuperado su mermada energía absorbiendo la mía.

—Esta habitación me trae muchos recuerdos —dijo.

A mí también. Fue precisamente allí donde trabajamos juntos en una investigación, donde nos besamos por primera vez. En esa habitación, me enamoré de él. Bueno, eso no era del todo cierto. Me conquistó en el momento en que le vi emergiendo de la bruma. Pero me negué a admitirlo hasta aquella noche que pasamos juntos trabajando en un caso.

Se dio la vuelta.

—Te he echado de menos —susurró.

Cerré los ojos.

—Y yo a ti —respondí con voz temblorosa.

—¿Entonces por qué te marchaste a toda prisa anoche?

—Estaba asustada.

—¿De qué?

Al darse cuenta de que no respondía a su pregunta, apretó los puños.

—No te imaginas cuánto me he estrujado los sesos para intentar comprenderte. Cuando viniste a casa la primavera pasada… Habría jurado que me deseabas tanto como yo a ti. ¿O acaso lo interpreté mal?

—No te equivocaste.

—¿Pues qué pasó?

—Tus fantasmas, eso fue lo que pasó.

Se quedó mirándome con detenimiento durante una eternidad. Vislumbré un brillo en su mirada. ¿Duda? ¿Miedo? ¿Incredulidad?

—¿Mis fantasmas?

—Tus recuerdos. Tu culpa. Siguen presentes, ¿no es así?

—Sí —reconoció, y suspiró—. Siguen presentes.

Clavó la mirada en la oscuridad que invadía el jardín y aproveché para estudiar su reflejo en el cristal. Durante los últimos meses, muchas habían sido las ocasiones en que me había preguntado si idealizaba sus rasgos; esos ojos insondables, la nariz perfecta, la minúscula cicatriz bajo el labio. Todavía soñaba con ese rostro y pasaba noches en vela fantaseando con aquella boca sensual y lo que podría hacerme.

Hubo una época en la que de veras creí que podía seguir adelante con mi vida sin él, pero de eso hacía ya mucho tiempo. Lo único que Devlin tenía que hacer era mirarme, pronunciar mi nombre con ese acento sureño tan arrollador. Eso bastaba para saber que mi amor por él no se había apagado. Estaría atrapada en ese limbo para siempre. Suspendida en ese espacio intermedio que separaba lo seguro de lo que deseaba desesperadamente.

Al fin se apartó del ventanal.

—Esta conversación no está yendo tal y como había planeado —dijo con cierta ironía.

Alcé una ceja.

—¿Y cómo la habías planeado, si puede saberse?

—No pretendía venir a tu casa a importunarte con preguntas ni a desenterrar viejos rencores. El momento para eso ya pasó. En realidad, he venido porque anoche me dio la impresión de que huiste de mí.

Observó cada centímetro de mi rostro hasta llegar a mis labios, y sentí un revoloteo de mariposas en el estómago.

—¿Cuándo has llegado a esa conclusión? —pregunté con frialdad, aunque sabía que era una ridiculez por mi parte sentirme herida y rechazada cuando, de hecho, fui yo la que salió disparada como una bala de su casa. Por una buena razón, desde luego, pero él no lo sabía.

—Ha surgido algo. Estoy metido en un asunto que podría ponerse feo. No querría que acabara por salpicarte a ti también.

De modo que… su rechazo no era personal. Quizá sus fantasmas le estaban ahuyentando, o incluso otra mujer. Sentí una oleada de alivio seguida de un temor que me obligó a volver a la realidad. Recordé la charla que oí a escondidas en su porche y entonces comprendí por qué estaba tan inquieto. Por fin adiviné a qué se debía aquel nerviosismo. Estaba tras la pista de Darius Goodwine.

Me acerqué a la ventana poco a poco, conteniendo el impulso de acariciarle el brazo para consolarle.

—Ese asunto… ¿tiene que ver con una investigación policial?

—Es extraoficial.

—¿Qué significa eso?

Encogió los hombros.

—Estoy indagando algo sin seguir el manual al pie de la letra. Eso es todo lo que puedo decirte. Cuanto menos sepas, mejor.

—¿Y qué pinto yo en todo eso? —pregunté, confundida.

—Nada, salvo que sospecho que alguien podría utilizarte para detenerme.

—¿Cómo? —exclamé alarmada. No podía quitarme el nombre de Darius Goodwine de la cabeza.

—Da lo mismo, porque no pienso dejar que ocurra.

Le observé con detenimiento durante unos segundos, tratando de entrever las emociones que afloraban tras aquel porte estoico.

—Sea lo que sea, parece peligroso.

—No si haces lo que te digo.

—No me refería a mí.

Por un instante, bajó la guardia y vislumbré el rastro de una sonrisa que me deshizo por dentro.

—Por favor, no te preocupes por mí. Sé lo que hago.

Y no lo dudaba. Si algo le caracterizaba era su profesionalidad. Nunca había conocido a alguien tan competente en su trabajo, capaz de concentrarse en las circunstancias más adversas. Pero ese destello de emoción que percibí en su mirada me perturbó. Aquella tensión contenida me preocupaba todavía más. No estaba en absoluto asustado. La idea de perseguir a Darius, un hombre que, según el propio Ethan, tenía fieles admiradores por toda la ciudad, parecía divertirle. Fremont había asegurado que en África había pasado de ser chamán a ser hechicero.

—¿Cómo no voy a preocuparme? —rebatí—. Después de lo que me has dicho, es imposible.

—Lo siento. No era mi intención. Solo quería hacerte entender por qué tenemos que mantener cierta distancia.

—Ya he pillado el mensaje. Alto y claro.

Aquella contestación le tomó por sorpresa.

—Cuando pueda darte más detalles, lo haré —prometió.

—Vaya consuelo.

Todavía seguía pasmado por mi reacción, pero no parecía intrigado.

—Es todo lo que puedo hacer por ahora, aunque necesito pedirte una cosa más. Es muy importante.

—¿De qué se trata?

Colocó ambas manos sobre mis hombros y me miró a los ojos.

—Si desaparezco, no vengas a buscarme.

—¿Qué? —balbuceé. La rabia e impotencia que sentía se transformaron en pánico—. ¿Qué quieres decir con si desapareces?

Me apretó los hombros.

—Si no tienes noticias mías, por favor, no me llames, no pases por mi casa, no hagas preguntas. Y, por el amor de Dios, no informes a la policía.

Tuve que hacer un tremendo esfuerzo para disimular el miedo de mi voz.

—¿Cómo pretendes que me quede de brazos cruzados? Me estás pidiendo demasiado.

—Debes hacerlo —sentenció, fulminándome con la mirada—. Prométemelo.

—Me estás asustando.

Me rozó la cara con el pulgar.

—No tengas miedo —susurró.

Su acento del sur invocó imágenes prohibidas. Cuando deslizó sus manos por mi pelo, no pude evitar estremecerme. Acercó sus labios a los míos, con cierta cautela al principio. Me aferré a sus brazos por miedo a desfallecer, y en su boca observé una pasión desaforada. Cerré los ojos y me dejé llevar. Llevaba meses deseando ese beso y, a pesar de Isabel Perilloux, a pesar de sus fantasmas, parecía que él también.

Después alzó la cabeza y pronunció mi nombre en un susurro rasgado. Nos fundimos en un profundo abrazo y permanecimos así, en silencio, durante varios segundos. Pegué la mejilla a su pecho para oír el latido de su corazón y saborear su perfume mientras pudiera.

Y antes de lo que me habría gustado, dejó caer los brazos. Tenía que marcharse. Aquella escena parecía el final de una película, pero me negaba a aceptarlo. Daba lo mismo lo que el destino tenía preparado para nosotros. Confiaba en que nuestra historia de amor no acabara ahí. Le acompañé hasta el porche y le vi partir sin mirar atrás. Ni una sola vez se volvió para darme un último adiós. Atravesó el jardín y, en cuanto puso un pie en la acera, sus fantasmas se reunieron con él. Mariama flotaba a su lado, acariciándole el brazo, arruinando el atisbo de esperanza que había brotado de nuestro beso.

Shani seguía a sus padres rezagada. Una brisa inexistente agitaba la falda del vestidito azul de la pequeña. Ladeó la cabeza hacia mí y, antes de desvanecerse, me indicó que me quedara callada.

Unos segundos más tarde, noté una presencia tan fría como un témpano de hielo y me quedé paralizada. Era Shani. Me cogió de la mano y nos quedamos en el porche, observando a Devlin encaminarse hacia el ocaso.

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Esperé a que la hija del detective se esfumara para entrar en casa. Cada vez eran más frecuentes las visitas de Shani, cuyas manifestaciones eran audaces y valientes. Por fin había descifrado el porqué de su insistencia, y sabía que no dejaría de acecharme hasta que hallara un modo de ayudarla a pasar página. Por otro lado, estaba segura de que Mariama haría todo lo que estuviera en su poder para impedirlo, ya que Shani era el lazo que le permitía seguir anclada a Devlin.

En la casa reinaba el silencio más absoluto, aunque tenía los nervios a flor de piel. Me dirigí hacia la puerta trasera y llamé a Angus, que vino enseguida. Por lo visto, ansiaba mi compañía tanto como yo la suya. No percibí nada extraño en el crepúsculo de ese día, pero el instinto me decía que varios espíritus estaban al acecho. Sospechaba que tenían mi santuario rodeado, aunque no sabía si porque Shani los había guiado hasta mi casa o porque mi propia transformación los había atraído hasta allí. Pero estaban ahí fuera, procurando llegar a mí mientras yo rastreaba las sombras.

Me quedé en el umbral hasta ver caer la noche, momento en que el polemonio desprendía su aroma a vainilla. Una luna menguante se asomaba sobre las copas de los árboles, bañando la oreja de liebre y la salvia con un resplandor plateado. El jardín se transformó en un paisaje propio de un cuento de hadas, delicado y etéreo. El canto del ruiseñor que vagaba entre las hojas habría encajado a la perfección con aquel mundo de ensueño si no hubiera sido porque en Charleston no había ruiseñores. «Lo que oíste fue un sinsonte».

Y entonces lo vi, agazapado tras el columpio, oculto entre las sombras más oscuras del jardín. No era un fantasma, sino un hombre de carne y hueso, excepcionalmente alto e hipnótico, incluso en la penumbra. Alzó una mano y, acto seguido, se levantó una suave brisa que arrastraba la esencia del azufre. Aquel hedor se mezcló con el estramonio de floración nocturna y me envolvió con una telaraña invisible. Me tenía apresada, y no podía moverme, ni siquiera respirar. Pese a que la sensación debería haber sido aterradora, no sentí ni una pizca de miedo. Tan solo una extraña fascinación.

Y, de repente, como si alguien hubiera chasqueado los dedos, todo volvió a la normalidad. La esencia se evaporó con aquel tipo. Traté de convencerme de que debía de haber sido un fantasma, o un conjuro de mi propia imaginación. Ningún ser humano podía mimetizarse con las sombras. Ni siquiera un tagati.

Sin embargo, a pesar de mis intentos de dar sentido a lo que acababa de presenciar, en el fondo seguía pensando que quien había venido a hacerme una visita era el infame Darius Goodwine.