Me giré y me encontré a Layla detrás de mí. Me pregunté cuánto tiempo llevaba ahí y si, al igual que yo, habría oído la discusión entre el doctor Shaw y Gerrity.
—¿Puedo ayudarla? —preguntó con frialdad.
—Solo he pasado a buscar un libro que el doctor Shaw me ha prestado —balbuceé, y le mostré el volumen, pero la secretaria no se molestó ni en mirar la cubierta—. ¿Le importaría decirle que he venido?
—Quizá debería decírselo usted misma —espetó, y levantó la barbilla hacia el jardín.
El doctor Shaw estaba tras el ventanal, observando su despacho como si acabara de ver un fantasma. Advertí una palidez poco habitual en su rostro y una mirada vidriosa clavada a mis espaldas. Me costó Dios y ayuda no mirar atrás.
—Sylvia… —murmuró, y levantó una mano.
No pude contenerme y peiné todo el despacho, pero no había ningún fantasma. Ni siquiera noté el frío de una presencia invisible. Lo que debió de haber visto sin duda tuvo que ser producto de su imaginación.
—Doctor Shaw, ¿se encuentra bien?
—¿No la han visto?
—¿Ver a quién? —pregunté, preocupada.
Desvió la mirada hacia su secretaria, y habría jurado ver un destello de miedo. De repente, le empezaron a temblar las rodillas y las dos nos apresuramos a sujetarlo para evitar que se desplomara.
—Era ella… Lo juro…
—Aquí no hay nadie —sentenció Layla—. Está delirando otra vez. Trabaja demasiado. Necesita un descanso, doctor, ya hace tiempo que se lo vengo diciendo.
La severidad de aquella mujer lo enfureció.
—No me trate como a un niño. Era ella, lo sé.
Lo ayudamos a sentarse tras su escritorio.
—Tranquilícese —murmuró Layla—. Le prepararé un té.
—Creo que deberíamos llamar a un médico —propuse.
—No, nada de médicos —protestó. Posó una mano frágil y débil sobre mi brazo—. Gracias por preocuparse, pero no es nada.
—Al menos déjeme llamar a Ethan —repliqué.
—No, por favor… —dijo, y me apretó el brazo—. No querría preocuparle.
—Pero a su hijo le gustaría estar al corriente.
—No hay nada que un sueño reparador no cure —resolvió Layla.
—Sí, tiene toda la razón —susurró el doctor Shaw—. Si no le importa, querría tomarme ese té.
—Por supuesto —aceptó—. ¿La acompaño hasta la salida, señorita Gray? —sugirió.
Miré al doctor Shaw, que seguía cogiéndome del brazo.
—¿Está seguro de que no puedo hacer nada por usted?
Le temblaban las manos, pero parecía haber recuperado la lucidez.
—Tan solo recuerde lo que le he dicho antes. No comente nada de lo que se ha hablado hoy en este despacho. No se lo cuente a nadie.
Cuando tomé la avenida Rutledge, me percaté de que el Buick azul estaba delante de mí.
No pretendía seguir a Tom Gerrity. Minutos antes había decidido abandonar mi obsesión por indagar asuntos en los que no estaba involucrada y llegar a conclusiones precipitadas. Y, sin querer, había vuelto a escuchar una conversación ajena. Así que ahí estaba otra vez, atrapada en un rompecabezas.
No hacía falta ser un genio para deducir que Gerrity había chantajeado al doctor Shaw. Pero ¿por qué? ¿De veras había insinuado que el doctor Shaw había participado en un asesinato? ¿O le había malinterpretado y no había sido más que un comentario sarcástico?
Estaba claro que la relación entre ambos hombres venía de lejos. Me estrujé los sesos en un intento de recordar todo lo que Devlin y Temple me habían explicado de Rupert Shaw antes de conocerlo en persona. Solía trabajar como profesor en la Universidad de Emerson, pero lo habían despedido cuando empezaron a circular rumores infundados sobre su estado mental. Se decía que reclutaba a estudiantes para participar en sesiones de espiritismo a medianoche, y muchos eran los que afirmaban que estaba obsesionado con la muerte. Algunos alumnos abrieron la caja de Pandora y los altos cargos de la institución decidieron prescindir de sus servicios. Fue entonces cuando abrió el Instituto de Estudios Parapsicológicos de Charleston.
Siempre había creído que el doctor Shaw estaba en sus cabales, aunque a veces pudiera despistarse un poco. Pero hoy ese algo, o alguien, que había visto en su despacho le había confundido. Aunque, por otro lado, sospechaba que se lo había imaginado. Si hubiera sido un fantasma, me habría dado cuenta enseguida, pero las alucinaciones eran un tema muy distinto.
El Buick giró hacia Canon y, en lugar de continuar mi camino, seguí a Gerrity hacia la zona este de la ciudad. Tras atravesar la calle King hacia Mary, tomamos un pequeño atajo por America, antaño considerada como una de las calles más peligrosas de Charleston. El aburguesamiento de los vecinos había reducido los índices de criminalidad, al menos durante el día, porque cuando caía la noche el barrio cobraba un halo sórdido.
Todavía no había anochecido y el vecindario era un hormiguero de gente. Frente al colmado advertí a varios ancianos sentados en sillas de jardín. Se ponían al día de los últimos chismorreos mientras las madres vigilaban a sus hijos desde los porches de sus casas. En las calles se apreciaba el habitual ruido del tráfico; el rugir de motores, la música a todo trapo y el ocasional chirrido de un frenazo. A pesar del estruendo, se respiraba una camaradería sana entre los vecinos, algo que contrastaba con los recientes tiroteos a altas horas de la madrugada.
Me aseguré de que tenía el seguro echado y aparqué a varios metros de Gerrity. Vi que se apeaba del coche y cruzaba la calle, donde se alzaba una casa de tres pisos de estilo victoriano aparentemente abandonada. Era evidente que en su época había sido gloriosa, pero la pintura azul estaba descolorida y desconchada, y casi toda la madera estaba podrida. Sobre los escalones del porche vislumbré a dos muchachos ataviados con vaqueros holgados y sudaderas del equipo de fútbol de los Panthers que le increparon al verle. El detective privado ninguneó las mofas con tan solo una mirada. A pesar de tener las ventanillas subidas, les oí reírse a carcajadas cuando Gerrity entró en la casa.
Habían pasado alrededor de diez minutos cuando decidí que no había sido buena idea ir hasta allí. No podía esperar a que saliera porque llamaría la atención. Lo mínimo que podía hacer era dar un par de vueltas a la manzana, así que encendí el motor y, justo cuando estaba a punto de tomar la curva, eché un vistazo al último balcón de la casa. Un tipo me estaba observando. Estaba apoyado sobre la barandilla, pero, aun así, capté algunos rasgos. Era un hombre muy alto con la tez de color caoba. Llevaba una camisa de lino blanco muy holgada y un collar. Me estaba vigilando, de eso no me cabía la menor duda. Pese a los metros que nos separaban, noté la fuerza de su mirada y de su voluntad. De pronto, sentí un escalofrío por todo el cuerpo. El tipo estaba sonriéndome. De eso, también estaba convencida.
Sabía que estaba mirando los ojos de Darius Goodwine.
Habría puesto la mano en el fuego, y no me habría quemado. No sé por qué adiviné la identidad de aquel hombre. Quizá fuera por su altura, por su mirada. O quizá porque Ethan había dejado caer que había visto a Darius en esta zona de la ciudad, donde se habían desenterrado huesos humanos.
Quizá fuera porque lo sentía dentro de mi cabeza, hurgando entre mis recuerdos.
De pronto, algo se estrelló contra la ventanilla del copiloto, rompiendo el hechizo de aquella mirada desafiante. Me di la vuelta y vi a uno de aquellos muchachos mirándome con lascivia desde el porche. El otro había rodeado el coche y apareció junto a mi ventanilla. Le escuché dedicarme unas palabras obscenas a través del cristal. Pisé el acelerador y salí disparada como una bala. No quise mirar por el retrovisor, pero sabía que se estarían desternillando de la risa.
Igual que Darius Goodwine.