Había aprendido a no alterarme en este tipo de situaciones, pero, en cuanto cruzamos las miradas, el pulso se me disparó. Procuré mirarla sin prejuicios, sin las palabras de Fremont rondándome por la cabeza y sin el espectro de los brazos de Devlin rodeándole la cintura, pero me fue imposible. Podía ver al detective deslizándose detrás de ella, murmurándole algo al oído.
Era una mujer espectacular. Su belleza me hizo sentir diminuta, y no pude evitar notar la punzada de los celos rasgándome el orgullo. Era esbelta y lucía una cabellera azabache que le caía ligera y sedosa sobre los hombros. Su mirada me resultaba hipnótica. Unas pestañas largas y espesas intensificaban el poder de sus ojos color avellana. Se había pintado los labios de un color pálido, pero intuía que el rubor de las mejillas era natural. Se parecía mucho a Clementine, aunque carecía de la efervescencia que tanto caracterizaba a su hermana. Isabel era mucho más sumisa, más reservada, pero lo bastante valiente como para sostenerme la mirada.
Antes de que una de las dos rompiera el silencio, caí en la cuenta de que debía de haber entrado por una puerta trasera, ya que no había oído la puerta principal, ni sus pasos. Apareció en el umbral de forma súbita. A pesar de que el clima era agradable y cálido, llevaba un abrigo de estilo militar que realzaba su silueta. Se lo desabrochó y entró en la salita.
—Espero que no te importe que eche un vistazo —dije—. Estaba esperando a Clementine.
—En absoluto. Debes de ser Amelia. He oído hablar mucho de ti.
«¿Quién te ha hablado de mí?», me pregunté.
Se acercó y extendió la mano.
—Isabel.
—Clementine también me ha hablado mucho de ti —contesté.
El apretón de manos fue breve pero firme. Me miró directamente a los ojos, y eso me gustó.
—Así que tú eres Amelia —murmuró de nuevo, y me repasó de arriba abajo durante varios segundos, un detalle que, a mi parecer, rozaba la mala educación.
Desconcertada ante tal escrutinio, me volví.
—Es una habitación muy interesante.
—Me alegro de que te guste. Está un poco abarrotada, pero cumple su función.
Se quitó el abrigo y lo acomodó en el respaldo de una silla. Rodeó la mesa y percibí su esencia una vez más, soñadora y exótica. Me recordó la fragancia que había olido justo antes de entrar en el jardín de Clementine. Si cualquier otra persona hubiera usado ese perfume, me habría resultado demasiado dulzón, incluso empalagoso, pero Isabel lo llevaba como si formara parte de ella.
Cogió la baraja de cartas del tarot y con ademán ocioso tiró un puñado sobre la mesa. Reconocí la Justicia, la Sota de Espadas, la Luna y otra en la que aparecían los amantes, pero ella las recogió enseguida. Me dio la sensación de que había montado ese numerito para leerme las cartas y, a juzgar por la rapidez con que las recogió y guardó de nuevo en la baraja, sospeché que no le había gustado lo que había visto.
Clementine apareció con una bandeja.
—Ya veo que os habéis conocido. Vayamos al salón a tomar el té. La abuela te envía tus macarons favoritos.
—Bendita sea —farfulló Isabel, y salimos de la habitación.
Eché un último vistazo a las cartas del tarot y seguí a las dos hermanas hacia la sala contigua. Me acomodé en el borde de un sillón de cuero negro, y ellas se sentaron juntas en el sofá de chenilla color crema. Úrsula también se puso cómoda sobre el regazo de Isabel mientras Clementine servía el té en las tazas.
—Es una mezcla completamente nueva —informó—. Es exquisita.
—Oh, sabe a melocotón —adiviné tras probar el té—. Tienes razón, es deliciosa.
—Su origen único es lo que marca la diferencia —dijo—. Hoy en día, cuesta mucho encontrarla, excepto en tiendas especializadas, como la nuestra.
—Compraré la próxima vez que vaya.
Isabel se estaba aburriendo como una ostra de Úrsula y de nuestra pequeña charla. Espantó al gato y tomó un sorbo del té.
—¿Cómo os conocisteis? Me pareció entender que erais vecinas, ¿verdad?
—No —la corrigió Clementine—. Una mañana vi a Amelia paseando con Angus y los invité a desayunar.
—¿Angus es…?
—Mi perro.
Clementine se giró hacia su hermana.
—Algún día tienes que conocerle, Isabel. Es un amor de perro, y tiene unos ojos adorables.
—No lo pongo en duda, pero ya me conoces, soy más de gatos.
¿Fue una nota de reproche lo que advertí en su tono?
—Sin ánimo de ofender —añadió.
—Faltaría más. Úrsula es un gato precioso.
—Es la abeja reina del vecindario —dijo Isabel—. Es un gato muy especial. —Tomó otro sorbo de té—. Mi hermana me ha comentado que eres restauradora de cementerios. Le causaste muy buena impresión, ¿verdad, Clem? A mi abuela y a ella les encanta husmear las tumbas de cementerios antiguos. ¿Cómo es que elegiste esa profesión?
¿Por qué tenía la sensación de que me conocía más de lo que daba a entender?
—Mi padre era guarda del cementerio que había junto a nuestra casa. De niña me fascinaba jugar allí. Siempre me han parecido lugares muy bonitos, donde se respira tranquilidad.
Clementine se inclinó hacia delante.
—¿Alguna vez has visto un fantasma?
—Pues, sí —admití—. En los cementerios antiguos habitan muchos fantasmas.
Parecía aterrorizada.
—¿De veras?
—Te está tomando el pelo, Clem —me regañó Isabel entre risas. Aquel sonido gutural y seductor me hizo pensar en Devlin—. Estoy segura de que si hicieras una incursión en un cementerio abandonado a medianoche, los criminales y drogadictos resultarían más peligrosos que un espíritu.
—Los crímenes en cementerios son más habituales de lo que nos pensamos —dije pensando en Oak Grove.
Era cuestión de tiempo que volviera allí, al lugar donde todo había empezado. Rememoré la noche en que conocí a Devlin; se movía entre las lápidas sin perder ese porte estoico y profesional, a pesar de la brutalidad del descubrimiento.
Sentí el peso de la mirada de Isabel y tomé un poco de té para sofocar un escalofrío.
—La idea de que alguien pueda levantarse y volver del mundo de los muertos me pone los pelos de punta —dijo Clementine.
—No te preocupes —murmuró Isabel, y colocó una mano sobre el brazo de su hermana—. Nadie vuelve del mundo de los muertos.
No supe por qué, pero sus palabras me inquietaron sobremanera, y por enésima vez me vinieron a la mente las palabras de Robert Fremont: «Todavía huelo su perfume en la ropa. Incluso ahora puedo distinguirlo».
Miré a las dos hermanas. Formaban una pareja muy peculiar ahí, sentadas en el sofá. Eran como dos gotas de agua; el mismo pelo oscuro, los mismos ojos color avellana. Las mismas sonrisas educadas.
Quizá fuera por mi desasosiego con las circunstancias, o quizá por el espectro de Devlin, que seguía presente, pero me dio la impresión de que había algo de las hermanas Perilloux que se me escapaba. Recordé el momento en que Clementine me contó que había comprado la casa para establecerse en la ciudad. Detecté un ligero titubeo, como si algo desagradable la hubiera empujado a tomar esa decisión. Y ahora había hecho referencia a los fantasmas…, dejando claro que temía que alguien pudiera regresar del mundo de los espíritus.
Me convencí de que todo era producto de mi imaginación. Aquel día se comportó como una excelente anfitriona conmigo y, de momento, nada había cambiado, a excepción de mi actitud. Traté de enterrar mi malestar, y me dirigí a Isabel.
—Espero que no te importe mi indiscreción, pero tu perfume… es tan evocador. Casi hipnótico.
Y lo era, sin duda. Entre el calor del té, mi desbocada imaginación y la fragancia de Isabel empezaba a sentirme algo embotada.
—Te agradezco el cumplido —contestó—. Un perfume debería evocar algo, ¿no crees? Un recuerdo escurridizo, por ejemplo.
Me pregunté si esa esencia evocaría alguna cosa en Devlin.
—Desde que nos hemos sentado, he tratado de identificar las notas más destacadas. ¿Nardo? ¿Fresia? ¿Azahar?
—Jamás revelará el secreto —intercedió Clementine—. Llevo años suplicándole que comparta la fórmula.
—Es una esencia poco apropiada para ti —replicó Isabel—. Y lo sabes. Nuestra madre es perfumista. Ideó una fragancia distintiva para cada una y nos la regaló el día de nuestro decimoctavo cumpleaños.
—Qué regalo tan acertado —dije.
—Sí, lo fue. Pero Clem nunca usa el suyo.
—Y bien sabes por qué.
Se fusilaron con la mirada. Era evidente que podían comunicarse con gestos casi imperceptibles. Mi madre y la tía Lynrose hacían exactamente lo mismo. Solían utilizar acertijos y hablaban en clave, de forma que, cuando era niña, no podía comprender la mayoría de sus conversaciones. Me gustaba escucharlas porque el murmullo de su voz me serenaba, y porque su acento sureño me resultaba cautivador. No fue hasta mucho más tarde cuando me percaté de que yo solía ser el tema principal de sus charlas en voz baja.
Estaba acalorada e incómoda. No había nada que me apeteciera más que abrir una ventana y respirar una bocanada de aire fresco que diluyera los efectos del perfume de Isabel. Si bien en un primer momento me había parecido exquisito y delicioso, ahora lo encontré sofocante.
¿Eran ilusiones mías o Fremont estaba intentando comunicarse conmigo?
No tenía motivos que me incitaran a pensar que alguna de las hermanas Perilloux había conocido a Robert Fremont, pero mi instinto me decía que me alejara de ellas lo antes posible. Era una sensación apremiante.
Dejé la taza en la mesa.
—Muchas gracias por el té, pero tengo que irme. Todavía me queda trabajo por hacer esta tarde —mentí. Y luego, dirigiéndome a Isabel, agregué—: Un placer haberte conocido.
—El placer ha sido mío, de veras. Como ya te he dicho, había oído hablar de ti. —De pronto, sonó el teléfono y se levantó para responder la llamada—. ¿Me perdonas?
—Desde luego.
Clementine también se puso en pie.
—Si esperas cinco minutos, te traeré un poco de ese té de melocotón.
—Oh, no gracias. Ya compraré en la tienda. Por favor, no te molestes.
—No es molestia. Siempre puedo traer a Isabel otra caja.
Ignoró mis protestas y desapareció por el estrecho pasillo que conducía hasta la cocina. Me quedé a solas en el salón, donde oía la voz amortiguada de Isabel en la habitación contigua. Hablaba en voz baja, pero, como la casa estaba en silencio, pude oír la conversación.
—No, no pasa nada. Está a punto de irse.
Una pausa.
—Por cierto, tenías razón.
Otra pausa, esta vez más larga.
—Ven cuando quieras. Te estaré esperando…