Salí del instituto y oí que alguien gritaba mi nombre desde la acera. Fue un saludo prudente de alguien que creía conocerme, pero tenía ciertas dudas. Me solía ocurrir bastante a menudo. Todavía había quien me reconocía como la Reina del cementerio, la chica que colgó un vídeo en Internet en el que aparecían fantasmas. Ahora que el vídeo había perdido fuelle, mi notoriedad también lo había hecho. Más habituales eran las miraditas desconcertadas de tafofílicos que me reconocían pero que no lograban ubicarme.
Clementine Perilloux se apresuró en aparcar el coche. Hizo varios gestos con los brazos para llamar mi atención y luego me indicó que me reuniera con ella. Y eso hice. Atravesé la entrada del instituto y crucé la calle para saludarla.
—¡Qué casualidad encontrarte por aquí! —exclamó. El viento soplaba con fuerza y despeinaba su hermosa cabellera. Se había vestido con unos vaqueros y una chaqueta color oliva que resaltaba su mirada y las puntas cobrizas de sus rizos—. Aunque, si la memoria no me falla, me comentaste que solías venir a este sitio de vez en cuando. —Admiró las elegantes columnas y balcones del edificio—. Esta casa siempre me ha fascinado. Parece sacada de las páginas de Lo que el viento se llevó, ¿cierto? ¿Qué tal es por dentro?
—La mayor parte está muy bien conservada. Muchos libros y antigüedades —dije, y contemplé la construcción.
Sí, la casa era preciosa. Pero mi preocupación por el estado de salud del doctor Shaw no me dejaba disfrutar de la belleza del edificio. En cuestión de minutos, el profesor distraído pero encantador al que tanto cariño profesaba, se había transformado en un anciano frágil y renqueante cuyos síntomas se exacerbaban cada vez que tomaba ese puñado de hierbas que había arrojado sobre el té.
¿Y Layla? No era una chica joven y apasionada, ni tampoco siniestra o sureña, como la mayoría de sus predecesoras; era refinada y sofisticada, y su comportamiento territorial me resultaba tan intrigante como perturbador.
—Aunque debo reconocer que solo he visitado la planta baja —añadí—. Los demás pisos son zonas privadas del doctor Shaw.
—¿Cómo es él?
—¿El doctor Shaw?
Lo había descrito tantas veces. Elegante. Refinado. Profesional. Pero ahora no podía dejar de pensar en su expresión cuando mencioné el polvo gris. Esa sombra malévola todavía me daba escalofríos.
—¿Qué ocurre ahí dentro? —preguntó Clementine con cierta desazón—. ¿Sesiones de espiritismo? ¿Experimentos? ¿Rituales secretos? —enumeró, y abrió los ojos de par en par antes de decir—: ¿Sacrificios?
Forcé una sonrisa.
—No, mujer. Al menos no que yo sepa. El doctor Shaw se centra en la investigación. Deja el trabajo de campo a su equipo, a menos que se tope con un caso especialmente jugoso.
—¿Y qué se considera un caso jugoso? —preguntó Clementine, y se abotonó la chaqueta hasta el cuello—. Aunque no sé si quiero saberlo.
—No estoy familiarizada con su criterio. Pero si te interesa el tema, te animo a que pases por su despacho y charles un buen rato con él. Estoy convencida de que le encantaría conocer la historia de una familia quiromántica.
—Quizá lo haga —murmuró, y lanzó una mirada sesgada hacia el instituto—. En fin, y hablando de quirománticos, he venido a llevarle a Isabel una cesta de magdalenas de parte de la abuela. Si no tienes mucha prisa, ¿por qué no me acompañas? Me muero de ganas de que la conozcas.
Se me ocurrieron decenas de excusas, pero quería conocer a Isabel Perilloux. Madame Sabiduría había despertado mi curiosidad antes de haberla visto junto a Devlin, incluso antes de conocerlo a él, y llevaba mucho tiempo siendo una fiel admiradora de la ironía e ingenio de tal apodo.
Pero… ¿y si Devlin estaba con ella en aquel instante? Con solo pensarlo, me horrorizaba. Esa situación tenía todos los elementos para crear un momento incómodo y extraño, un momento que deseaba evitar a toda costa. Nuestro último encuentro me había dejado sin fuerzas. Necesitaba un poco de tiempo para recuperarme antes de volver a enfrentarme a Devlin y a sus fantasmas.
Sentí el impulso de escudriñar la calle. No vi su coche, pero sí el Buick azul, que estaba aparcado en una esquina, a un par de manzanas. El conductor estaba apoyado sobre el capó, con las piernas cruzadas, como si estuviera esperando a alguien. Miraba hacia el otro lado de la calle, así que no fui capaz de distinguir sus rasgos. Pero había algo en aquel extraño que me fastidiaba. Le conocía. Aunque no conseguía ubicarlo, sabía que nuestros caminos se habían cruzado en algún momento. De eso no me cabía la menor duda.
¿Era el mismo tipo que había visto en la calle King esa misma mañana? ¿Me habría seguido hasta aquí?
Me rasqué la nuca para deshacerme de un cosquilleo que no presagiaba nada bueno.
—¿Qué ocurre? —preguntó Clementine.
—Es ese hombre de ahí, el del coche azul… ¿Le has visto alguna vez rondando por aquí?
Entrecerró los ojos para enfocar al extraño.
—No, nunca. ¿Por? ¿Lo conoces?
—Me resulta un poco familiar, pero no sé dónde lo he visto.
Clementine se encogió de hombros.
—Yo, en tu lugar, no le daría más importancia. Parece inofensivo. Aunque —añadió con entusiasmo— también decían eso de Ted Bundy. ¿O se llamaba Jeffrey Dahmer?
Al menos no había nombrado a un asesino del condado.
Aparté la mirada del enigmático Buick y observé el instituto. Layla estaba tras el cristal de uno de los gigantescos ventanales, vigilándome. La secretaria ni se inmutó cuando la pillé espiándome y me sostuvo la mirada hasta que al final me volví hacia Clementine.
—En fin —dijo—. ¿Tienes tiempo para que te presente a mi hermana?
—¿No le importará que aparezca así, por sorpresa?
—Desde luego que no. ¿Por qué iba a importarle? Está acostumbrada a que la gente pase por aquí sin avisar. Lleva toda la vida dándome la lata para que haga amigas. Vamos. Será toda una experiencia.
¿Una experiencia? Me daba un poco de miedo.
A regañadientes, seguí a Clementine no sin antes echar una última ojeada al instituto y al desconocido de gafas oscuras. ¿Por qué no podía acordarme de dónde lo había visto?
Procuré relajarme un poco, olvidar por unas horas mis recelos. Clementine no dejaba de parlotear como un loro. Aproveché el momento para fijarme en el local que regentaba su hermana, una casita blanca con persianas verdes y una terracita muy acogedora. Mientras subíamos los peldaños del porche, vi el gato pardo del doctor Shaw. Estaba tumbado sobre un balancín de mimbre, estudiándonos atentamente.
—Hola, Úrsula —saludó Clementine, que no dudó en acercarse al felino para acariciarle la cabeza.
—Es una gatita preciosa —susurré.
—Y lo sabe. Eres una princesa, ¿verdad, cariño?
Úrsula bostezó.
—¿Es polidáctil?
Antes no me había percatado de que tenía seis pulgares.
—Me recuerda a la ilustración de un cuento. Tiene una cara muy peculiar.
Clementine soltó una ruidosa carcajada.
—Parece que, en cualquier momento, se vaya a poner a hablar, ¿verdad? Aunque no quiero ni imaginarme lo que diría. Está tan por encima de todo. De hecho, Isabel mantiene largas conversaciones con ella, lo que ocurre es que nadie más puede entenderlas.
Luego se puso en pie y llamó a la puerta. Como nadie contestó, sacó la llave.
—Isabel ya me avisó de que quizá llegaría un poco tarde.
Abrió la puerta de tela metálica para que Úrsula y yo pasáramos. La gatita entró dando brincos, y yo la seguí dócilmente.
—Prepararé un poco de té —anunció mientras dejaba la bufanda y el bolso en el diminuto recibidor. Después me invitó a pasar al salón, que estaba a la izquierda—. Ponte cómoda. Vuelvo ahora mismo.
Asomé la cabeza para fisgonear un poco. Era una habitación algo pequeña, pero decorada con mucho estilo. Imperaba el color verde pastel y crema, con ligeras pinceladas negras, y me llamó la atención la cantidad de cojines que había esparcidos por todos los rincones. Distinguí una hilera de ventanas con vistas al porche, y me acerqué al cristal para comprobar si el Buick seguía allí aparcado. Enseguida pensé que estaba comportándome como una estúpida. Déjalo de una vez, me reprendí.
Al otro lado del recibidor, se advertía otra arcada que anunciaba lo que antaño habría sido el comedor. Sin embargo, Madame Sabiduría lo había reconvertido en el espacio donde realizaba sus lecturas de manos. No pude resistirme a inspeccionar la sala. La decoración era sin duda más dramática que la del salón, con pañuelos rojos colgados por aquí y por allá, cortinas engalanadas con cuentas y velas aromáticas estratégicamente colocadas para proporcionar una iluminación de ambiente. Me paseé por aquella habitación un buen rato y admiré las postales vintage que la quiromántica había enmarcado y colgado de la pared. En el centro había una mesita con cuatro sillas alrededor y, sobre la mesa, una baraja de cartas del tarot, otra de cartas Zener, usadas para estudiar la clarividencia, y una bola de cristal.
Un ojo más sofisticado se hubiera horrorizado al ver el resto de los elementos decorativos de la sala, pero yo apreciaba las rarezas.
Una sombra se cernió sobre mí y, de repente, distinguí el aroma de un perfume exquisito, una esencia deliciosa e hipnótica. Acechante, me atrevería a decir.
Me volví, con un desagradable hormigueo en las terminaciones nerviosas. Ahí estaba, apoyada en el marco de la puerta, observándome. La amiga de Devlin.
Fuera cual fuese el motivo, Robert Fremont escogió ese preciso momento para meterse en mi cabeza: «Solo me acuerdo de la esencia de su perfume. Cuando fallecí, toda mi ropa estaba impregnada de aquel olor».