Capítulo 14

Los tablones de madera crujían bajo mis pies. Me alejé del vestíbulo y entré en lo que antaño había sido el vestíbulo principal del edificio. Ahora alojaba la zona de recepción, donde trabajaba una nueva secretaria que se ocupaba de las llamadas telefónicas. Al entrar, me miró con una media sonrisa algo curiosa. Al percatarse de que llevaba una coleta y zapatillas deportivas, hizo una mueca de desdén. Tenía unos ojos color chocolate preciosos y vestía una camisa de seda azul de última moda que le sentaba de maravilla.

—¿En qué puedo ayudarla? —preguntó con un acento imposible de ubicar.

—Soy Amelia Gray. No tengo cita programada, pero me gustaría ver al doctor Shaw.

—Tiene un día muy ocupado.

—¿Podría decirle que estoy aquí? Si no puede atenderme ahora, puedo venir más tarde.

Titubeó, como si mi repentina aparición no le hubiera agradado.

—Somos amigos —añadí, pero no la convencí.

—Espere aquí —ordenó.

Se levantó del escritorio y desapareció pasillo abajo. Oí que abría una puerta, un murmullo de voces y, finalmente, el enérgico paso de sus tacones de aguja hasta el escritorio.

—Por aquí —espetó con expresión de disconformidad.

—Gracias.

Había estado en el instituto incontables veces y sabía dónde estaba el despacho del doctor Shaw, por supuesto, pero la seguí por el pasillo en silencio hasta una puerta corredera. No musitó palabra, tan solo se limitó a hacerse a un lado para que pasara y luego cerró la puerta.

Me quedé contemplando lo que, a primera vista, parecía un despacho vacío. Tardé unos segundos en encontrar al doctor Shaw, que se balanceaba peligrosamente sobre una escalera mientras cogía un volumen polvoriento de la repisa más alta de una estantería a rebosar de libros. No dije nada por miedo a sobresaltarlo, aunque sabía que la recepcionista me había anunciado y, sin duda, habría oído la puerta.

El despacho estaba tan abarrotado como siempre. Era como una cueva del tesoro, repleta de tomos antiguos que pedían a gritos que los exploraran. Apenas había muebles, pero la salita era acogedora y agradable. Tenía una chimenea de mármol perfecta para las tardes de invierno y varios ventanales que daban a un jardín muy cuidado. El suelo de roble estaba cubierto de alfombras descoloridas y pilas de libros. Respiré hondo para embriagarme del aroma que reinaba en esa habitación, una mezcla de cuero con una pizca de tabaco, aunque jamás había visto al doctor Shaw fumando. Sin embargo, no me costaba imaginarlo con una pipa curvada en la boca, mientras reflexionaba sobre las complejidades de este mundo y del más allá.

—Hola —dijo desde el último peldaño de la escalera—. Tome asiento. Estaré con usted dentro de un momento.

—Tómese su tiempo.

Dejé el bolso en el suelo, al lado de la silla, y me acerqué al cristal para admirar el jardín. Los ventanales estaban entreabiertos, y la suave brisa que se colaba arrastraba la esencia del heliotropo que crecía en las macetas de cemento que bordeaban el patio. Era una fragancia fresca que me recordaba a los polvos de talco. Un gato pardo bastante regordete que tomaba el sol sobre los adoquines de piedra me observaba con los ojos entornados. De pronto, algo llamó su atención, porque levantó las orejas y se volvió hacia la verja. No advertí nada sospechoso, aunque la hilera de sal que marcaba el umbral me pareció, cuando menos, curiosa.

El doctor Shaw descendió la escalera y vino a saludarme. Era algo más alto que su hijo, con una elegancia natural que sugería una vida de finura pudiente. Tenía una cabellera espesa del mismo color que la nieve y los ojos azules más asombrosos que jamás había visto. A pesar de su aspecto de hombre de dinero, llevaba su atuendo habitual: un pañuelo con estampado de cuadritos de franela, deshilachado y viejo, y unos pantalones y chaqueta dos tallas más grandes.

Al estrecharme la mano, me invadió un ligero olor a humedad y hierbas. Luego me dedicó la más amable de sus sonrisas.

—Ha pasado mucho tiempo.

—Sí, demasiado. ¿Cómo está, doctor Shaw?

—Muy bien, Amelia. ¿Y usted?

—Bien, gracias.

Ladeó la cabeza.

—¿Qué ha estado haciendo últimamente? Perdóneme la indiscreción, pero no tiene buen aspecto.

—No me encuentro demasiado bien —admití—, pero no es nada serio.

A menos que estar al borde de la muerte se considerara como algo serio. O a menos que el acecho de fantasmas se considerara como algo serio. Pero no pensaba mencionar nada de eso al doctor Shaw porque, pese a que valorara su conocimiento de lo paranormal, jamás le había confiado que veía fantasmas. Era un tema personal y privado que no me gustaba compartir con nadie. Además, hablar sobre ello sería otro modo de reconocer a los muertos que podía verlos.

—Sentémonos, ¿le parece? —ofreció mientras señalaba la silla frente a su escritorio—. ¿Le apetece un té? —preguntó.

—No, muchas gracias. No le robaré mucho tiempo. La cuestión es que me he topado con algo que me gustaría comentar con usted.

Me dio la impresión de que alzaba las orejas con la misma curiosidad que el gato que descansaba sobre la alfombra. Se inclinó hacia delante con la mirada encendida.

—Déjeme adivinar. Se ha encontrado con otro ser de sombras.

—No, no es eso.

—¿Un vampiro psíquico?

—Tampoco.

Entrelazó los dedos y, una vez más, me fijé en el anillo que llevaba en el meñique: una serpiente enroscada alrededor de una garra. El mismo emblema que el del medallón de Devlin, el talismán de la Orden del Ataúd y la Garra. Una sociedad secreta para la élite de Charleston.

Desvié la vista hacia aquellos ojos azules y me estremecí.

—¿Tiene frío? —preguntó, algo preocupado, mientras se ponía de pie para cerrar un poco los ventanales.

—No, no. Estoy bien. La razón por la que he venido a verle…

De pronto, hizo un gesto para silenciarme.

—Aunque reconozco que estoy ansioso por saber qué motivo la ha traído hasta mi despacho esta vez, preferiría, si me lo permite, abordar otro tema antes. De lo contrario, se me olvidará por completo. Me estoy volviendo un viejo despistado y olvidadizo —dijo, y una sombra le oscureció los rasgos. Esa sombra me inquietó. Quería creer que sus problemas de memoria no eran consecuencia de una enfermedad, pero, tras observarle, caí en la cuenta de que parecía más frágil de lo habitual.

—¿Y de qué tema se trata? —quise saber.

—Necesito pedirle algo, y me temo que mi petición le traerá recuerdos desagradables.

—¿Qué quiere saber? —pregunté nerviosa.

—¿Le ha llegado alguna noticia de Oak Grove?

Otro escalofrío, pero de una naturaleza distinta esta vez. La mención de ese antiguo cementerio invocó un sinfín de sentimientos oscuros.

—¿Qué ha pasado?

—La policía por fin ha terminado la investigación. El cementerio ha vuelto a manos de la Universidad de Emerson, y la junta directiva ha decidido continuar con la restauración. Me han pedido que le informe al respecto, pero, teniendo en cuenta su historia con el cementerio, nadie le reprochará que prefiera rescindir el contrato. No me malinterprete, usted sigue siendo nuestra primera opción.

¿Volver a Oak Grove? ¿Después de todo lo que había pasado allí? Inspiré hondo y procuré apartar la imagen de mujeres torturadas de mi cabeza.

—¿Cuándo querrían que empezara?

—Lo antes posible. Se acerca el bicentenario de Emerson, y nos gustaría que la restauración hubiera acabado antes de finales de año. Sería una buena forma de cerrar ese capítulo tan horrible de su vida. Hace mucho tiempo que trabaja con Temple Lee. Entiendo que se llevan bien, ¿verdad?

—Sí. Es amiga mía.

Asintió.

—Puesto que las tumbas más dañadas son ancestrales, debo suponer que entrarán en su jurisdicción. Pero dado que se conocen, espero que el acuerdo sea amigable y confío en que no se produzcan disputas territoriales. Eso siempre y cuando… usted decida retomar la tarea. Tómese un par de días para pensárselo y dígame qué ha decidido a finales de esta semana.

—No será necesario —dije—. Ya que empecé la restauración, me encantaría acabarla.

—¿Está segura? —preguntó con ojos bondadosos—. Como he dicho, nadie le reprochará que decline la oferta, y una negativa no afectaría a recomendaciones futuras.

—Se lo agradezco, pero preferiría acabar lo que empecé.

Era una cuestión de orgullo profesional, pero también pensé que me iría de perlas. Me serviría para ocupar la mente y dejar de pensar en Devlin y en sus fantasmas, y en Robert Fremont y en su asesinato. Sufría cierta inclinación a obsesionarme, así que mejor tener algo con que distraerme.

El doctor Shaw se recostó en su asiento.

—Asunto solucionado, entonces. Informaré a la junta de que Oak Grove vuelve a estar en sus manos.

—Gracias.

—Y ahora pasemos al asunto que la ha traído hasta aquí —comentó arqueando una ceja.

—Ah, no es nada importante —dije—, me ha surgido una duda, y tenía la esperanza de que usted pudiera contestarme algunas preguntas.

—No es un ser de sombras, ni un vampiro psíquico… Mmmm —musitó—. Me pica la curiosidad.

—¿Ha oído hablar de una sustancia denominada polvo gris?

En cuanto las palabras salieron de mi boca, habría jurado que la suave brisa que entraba por el ventanal se tornó huracanada. Vapuleó las páginas del libro que el doctor Shaw tenía abierto sobre su escritorio, pero seguí con la mirada fija en su expresión. Detecté un ligero cambio en sus rasgos que me heló la sangre. Sorpresa, sin duda, con una pizca de miedo. Pero lo que me puso la piel de gallina fue su mirada malévola, un gesto que jamás habría creído si no lo hubiera visto con mis propios ojos. Al menos no del refinado y elegante doctor Shaw.

Cerró el libro de golpe y recordé que Robert Fremont me había hablado esa misma mañana de la relación de Essie con el doctor Shaw. La anciana jamás le habría desvelado sus secretos a un hombre cuya intención era hacer el mal.

—¿Dónde ha oído ese término? —preguntó, como si nada. Utilizó un tono tan falto de malicia, y me miraba de un modo tan poco inquisitivo, que por un momento pensé que quizá me habría imaginado su nerviosismo.

—Entiendo, entonces, que sabe qué es —respondí con mi experta serenidad.

—He oído hablar de él, sí.

—¿Qué puede decirme sobre la sustancia?

Cogió un abrecartas de plata y acarició el filo con el pulgar.

—Para entender el polvo gris, antes debe saber de dónde procede.

—De África, ¿me equivoco?

—De Gabón, para ser más precisos. ¿Qué sabe de ese país?

—Solo sé que en el mapa se ve diminuto y que hace frontera con Camerún, el Congo y Guinea Ecuatorial. —Y que Darius Goodwine pasó gran parte de su vida allí, escribiendo, investigando y, por lo visto, estudiando junto a un chamán. Y que luego se transformó en un tagati.

El doctor Shaw se quedó pensativo.

—Se dice que Gabón es el Tíbet de África…, el epicentro espiritual de todo un continente.

Sentí el azote del viento otra vez. El doctor Shaw se levantó para cerrar los ventanales. Echó el cerrojo con suma lentitud, e intuí que estaba aprovechando para observar el jardín mientras decidía cómo continuar con la conversación. Verle titubear me inquietó.

Rodeó el escritorio y se acomodó con cierta rigidez en el sillón. Después de verle haciendo malabarismos sobre una escalera de biblioteca, esa súbita torpeza me extrañó.

—Gabón es una de las naciones más misteriosas del mundo —continuó—. Desde siempre, sus tierras han fascinado a investigadores y aventureros por igual. Gran parte del país está cubierto de bosques impenetrables, un disuasivo natural a influencias indeseadas. Durante generaciones se han preservado las creencias naturales que el mundo exterior no ha logrado corromper, incluida la integración de ciertas plantas en sus rituales y ceremonias.

Hizo una pausa cuando la secretaria deslizó las puertas y asomó la cabeza.

—Son las tres, doctor Shaw. Me pidió que se lo recordara.

—Así es. Gracias, Layla.

—Le he preparado un té —dijo, y entró en el despacho con una bandeja de plata que sostenía únicamente una taza de café y un platillo que enseguida colocó en la esquina del escritorio.

—¿Está segura de que no le apetece? —ofreció el doctor Shaw mientras alcanzaba su taza.

Layla me fulminó con la mirada, así que me apresuré a decir:

—No, gracias. Pero… ¿debería irme? ¿Tiene una reunión?

Hizo un gesto con la mano para indicarme que no era un asunto de vida o muerte.

—Es una pequeña cosa que exige mi atención. Gracias por recordármelo, Layla.

—De nada. Para eso estoy.

Y salió de la habitación sin mirar atrás.

De inmediato, el doctor Shaw abrió un cajón del escritorio y extrajo una diminuta bolsa de plástico. Deslizó el cierre y espolvoreó el contenido sobre el té. Olía a humedad y hierbas, el mismo aroma que había percibido al entrar en su despacho. Luego removió el líquido con la cuchara y tomó un sorbo.

No abrí la boca durante ese interludio, pero me moría por saber qué tipo de hierba utilizaba para modificar el té. Quería pensar que la fragilidad del doctor Shaw era consecuencia de demasiadas horas de trabajo, y no de una enfermedad.

Se acercó la taza a los labios, cerró los ojos y, tras unos segundos, empecé a pensar que se había quedado dormido. El silencio se prolongó hasta el punto de volverse incómodo. No sabía si decir algo o marcharme a hurtadillas. Y justo cuando creía que no tendría más remedio que avisar a Layla, pestañeó varias veces y regresó al mundo real.

—¿Dónde estábamos? —quiso saber.

—Gabón —contesté con indecisión—. ¿De veras no le estoy robando demasiado tiempo? Puedo pasar por aquí cualquier otro día.

No respondió, sino que retomó la conversación donde la habíamos dejado, como si la interrupción nunca hubiera sucedido.

—En la mayoría de las religiones africanas todavía sigue muy arraigada la creencia de que la vida no termina con la muerte, sino que continúa en otro reino. Incluso algunas culturas celebran un ritual de iniciación en el que los jóvenes deben adentrarse en el mundo espiritual y hablar con los ancestros antes de que la secta los acepte.

—¿Y cómo logran acceder al mundo de los muertos? ¿O hablar con sus ancestros?

¿Quién querría hacerlo? En el mundo en que me había tocado vivir, todo el mundo evitaba a los fantasmas.

—Son capaces de cruzar la frontera de los reinos si consumen plantas con propiedades mágicas. O, dicho en otras palabras, si ingieren un alucinógeno muy fuerte.

—¿Como el polvo gris?

Parpadeó. No pude evitar fijarme en que sus pupilas se habían dilatado tras beber unos sorbos de té.

—Como la raíz de Tabernanthe iboga, una planta que conforma los cimientos de la religión bwiti.

—¿Qué efectos produce?

—Una pequeña dosis puede provocar ansiedad e insomnio. En cambio, una dosis más elevada causa alucinaciones e induce a un estado de letargo que puede durar hasta cinco días.

—¿Cinco días? Qué barbaridad. ¿Es peligroso?

—Una sobredosis puede llegar a paralizar los músculos respiratorios y, por lo tanto, ocasionar la muerte.

—Entonces, esta planta, iboga… —balbuceé—. ¿El polvo gris se sustrae de ahí?

—No. El polvo gris es un derivado de una planta que nadie fuera de la secta ha sido capaz de identificar. El efecto nada tiene que ver con la ibogaína.

—¿Puede ser más específico?

Se revolvió en el asiento.

—Las alucinaciones, por ejemplo. Cuando el neófito mastica la raíz de la iboga, cae en un sueño profundo y no tiene conciencia real del mundo que le rodea. En su universo, se enfrenta a una serie de obstáculos que debe superar para entrar al mundo de los espíritus. Cuando por fin consigue pasar la frontera, un guía, en general un ancestro que falleció hace mucho tiempo, le acompaña en su viaje espiritual, donde atestiguará un sinfín de vivencias fantásticas. Verá legiones de cadáveres, casi siempre con las caras pintadas y los cuerpos abiertos en canal debido a las autopsias ceremoniales. Allí, será capaz de contemplar a los dioses y hablar con sus antepasados. Cuando los efectos de la iboga desaparecen, recobra la conciencia y relata su viaje a los más ancianos de la secta.

—¿Y el polvo gris?

—El polvo gris no tiene nada que ver con visiones alucinógenas —sentenció el doctor Shaw—. Tiene la propiedad de paralizar el corazón, en el sentido más literal de la palabra. El iniciado perece. Tras unos segundos o minutos, se le considera clínicamente muerto. Durante ese intervalo de tiempo, su espíritu puede abandonar el cuerpo y penetrar en el reino de los muertos, pero no a través de visiones, sino porque su vida en este mundo se ha detenido. Y puesto que ha fallecido, no hay obstáculos que superar ni fronteras que cruzar. Puede merodear por el mundo de los espíritus con la misma libertad que sus ancestros y, a través de visiones y alucinaciones, puede viajar a lugares inimaginables. El peligro, por supuesto, es alejarse demasiado y perderse. Pasado cierto tiempo, el cuerpo físico no puede resucitar. La carcasa se pudre, muere y, en algunos casos, es ocupada por otro espíritu. Al menos… eso se dice.

No podía parar de temblar. Aquella conversación había tomado un giro singular a la par que turbador. El doctor Shaw no había perdido la chaveta; yo sabía mejor que nadie que el universo que estaba describiendo existía, pero la idea de que alguien viajara por voluntad propia al más allá se me hacía incomprensible. Todavía tenía muy presentes las normas impuestas por mi padre, aunque eso no bastó para impedirme llegar a un acuerdo con Robert Fremont. Una vez más me sentí atrapada entre los dos mundos, solo que esta vez la batalla se libraba entre mi pasado y mi futuro. Entre la red de seguridad que me proporcionaba lo conocido, pero temido, y mi deseo de alcanzar un objetivo mayor. Sin embargo, no podía permanecer en ese limbo para siempre. Los fantasmas no me lo permitirían. De hecho, ya habían salido en mi búsqueda.

—¿Y qué les ocurre a quienes regresan del reino de los muertos? —pregunté—. Los que resucitan. ¿Sufren algún tipo de efecto secundario?

—Algunos afirman gozar de episodios de iluminación espiritual y sensación de euforia, y otros sufren estrés postraumático. Y hay unos pocos quienes experimentan transformaciones drásticas, tanto mentales como físicas, por culpa de lo que vivieron en el más allá. O por culpa de lo que se trajeron consigo.

—¿Lo que trajeron consigo? ¿Se refiere a algo como un fantasma?

Enseguida pensé en Shani y Mariama. ¿Devlin las habría traído tras viajar al Gris? ¿Era eso lo que la pequeña ansiaba decirle?

—Si gracias a la ingesta de polvo gris los vivos pueden entrar en el reino de los muertos, no sería descabellado pensar que también podría producirse a la inversa, ¿verdad?

—Sí, supongo que lleva razón.

Removió el té con la cucharilla.

—En la comunidad gullah, todavía hay quien cree que algo tan sencillo como un entierro inapropiado puede abrir una puerta a los muertos, que no dudan en colarse para controlar las vidas de los vivos. Un experto en raíces con poder suficiente es capaz de sumergirse en el mundo espiritual y guiarlos hasta nosotros. También puede atacar a sus enemigos en ese reino soñado, donde son más vulnerables.

Recordé algo que Fremont había insinuado; según él, el doctor Shaw estaba interesado en conocer las propiedades de plantas y raíces para hacer el mal. Seguía sin creérmelo. Rupert Shaw era un hombre de buen corazón.

—¿El uso de hierbas medicinales se originó en Gabón?

—Como la mayoría de las artes hechiceras del sur, se basa en las creencias y prácticas de varias religiones de la parte central y occidental de África. Se podría decir que es una especie de sopa espiritual sazonada con cristianismo. Los cimientos de esa ciencia, al igual que los bwitis, se construyen sobre la calidad mística y medicinal de ciertas plantas. Una pomada de raíz cura las irritaciones de la piel, un poco de hidrastis del Canadá ayuda a una mejor digestión —explicó. Y, con la mirada clavada en la taza, añadió—: Una pizca de celidonia alejará a los malos espíritus, o a cualquier otra criatura que la acose como un sabueso…

Se había quedado dormido como un tronco, y me acerqué a él, preocupada.

—¿Doctor Shaw? ¿Se encuentra bien?

Se despertó de aquel letargo repentino y se levantó para coger otro tomo de una estantería. Le quitó el polvo de la cubierta y me lo entregó. Eché un vistazo al título: Ramas y piedras. Raíces y huesos.

—Empiece por aquí —dijo—. Si después de leerlo todavía tiene dudas, venga a verme. Si quiere, puedo organizar una reunión con un experto en raíces.

—¿Con Essie Goodwine?

Levantó una ceja.

—Si se ve con ánimo de recorrer cientos de kilómetros, perfecto. Si no, siempre podemos dar un paseo y charlar con un viejo amigo mío, Primus…

Vi que se balanceaba, así que dejé el libro a un lado y me levanté de un salto para cogerle del brazo.

—¿Está bien?

—No es nada. Me he mareado un poco —murmuró.

Se tambaleó de nuevo, y lo sujeté con más fuerza.

—¿Qué puedo hacer por usted?

—Ayúdeme a sentarme, por favor —contestó con voz fatigada. Me llamó la atención que tuviera la frente cubierta de sudor—. Se me pasará en un segundo.

Lo acompañé hasta el sillón y no le solté del brazo hasta que se hubo sentado. Se cubrió los ojos con una mano, y advertí que estaba temblando.

—¿Le ocurre a menudo? —pregunté, preocupada.

—De vez en cuando.

—Sé que no debería meterme en sus asuntos, pero ¿no cree que subirse a esa escalera es un poco insensato por su parte? ¿Sobre todo cuando está solo?

—En general, el cuerpo me avisa antes de sufrir un episodio —se defendió, y dejó caer la mano—. En cualquier caso, ya se me ha pasado. Ya estoy bien.

—¿Está seguro? ¿No quiere que llame a alguien?

—Por favor, no se tome tantas molestias. No ha sido nada, de verdad. Aunque preferiría que continuáramos la conversación en otro momento.

—Por supuesto. No quisiera importunarle —susurré, y rodeé el escritorio para recoger mis cosas.

—Antes de que se marche… —Bajó la voz y miró de reojo hacia el jardín, como si temiera que alguien pudiera estar escuchando nuestra conversación—. Hay algo que debo decirle.

Lo miré alarmada.

—¿De qué se trata?

Sus ojos azules destilaban perturbación. Incluso miedo.

—Ándese con mucho cuidado. Sea precavida, y no le cuente a cualquiera lo que sabe sobre esa sustancia. Y no repita ni una palabra de lo que se ha dicho hoy aquí.

Me puse tan nerviosa que apreté el asa del bolso con todas mis fuerzas.

—Claro, pero… ¿puedo preguntarle por qué?

—El polvo gris es el término inofensivo de una sustancia sagrada que hasta los chamanes y expertos en raíces más destacados optan por utilizar con moderación. El hecho de que alguien que no pertenezca a la secta muestre un interés indecoroso por esa sustancia podría tomarse como una blasfemia, y eso podría ponerla en peligro.

—¿En peligro? ¿Está diciendo que alguien podría hacerme daño?

—Quizá no físicamente…, pero dígame, querida, ¿tiene laurel en su casa? ¿Velas de hierba de limón, quizá? ¿O unas ramitas de eucalipto? Un poco de sangre de dragón bajo la almohada sería la mejor opción.

—¿Por qué necesito todo eso?

Por lo visto, no me escuchó. Se había quedado roque. Tras unos segundos, me marché sin hacer ruido.