Cualquier otra mañana habría continuado mi paseo por el puerto, luego habría caminado por el bulevar Murray, pasando por la avenida Rutledge, y habría bordeado el parque del lago Colonial hasta por fin llegar a casa. Sin embargo, ese día cambié mi rutina. Atravesé los jardines de White Point, caminé por delante de los monumentos y cañones de la guerra civil e hice una breve parada en el mirador del embarcadero, donde en aquel instante se estaba celebrando una boda.
Tras un fugaz vistazo a la feliz pareja, aproveché el momento para admirar el lecho de margaritas púrpura que cubría el suelo. Después, me dirigí hacia la calle King, en pleno bullicio, porque todos los restaurantes y las pastelerías estaban a punto de abrir. El aroma a café y pastas recién sacadas del horno impregnaba el ambiente, todavía fresco, y tuve que reprimir la tentación de sentarme en una de las terrazas para darme el capricho de un desayuno de campeonato. Las calles empezaban a cobrar vida, y me habría encantado sentarme allí y observar a los transeúntes mientras saboreaba una tostada francesa de vainilla o una magdalena de melocotón y almendras, al tiempo que repasaba mi conversación con el fantasma de Fremont. Pero consideré que ya había dado demasiadas vueltas a las cosas en los últimos dos días. Lo que necesitaba era divertirme.
Así que pasé frente a todas las cafeterías de moda y tiendas gourmet y llegué a Cumberland. Aminoré el paso para ubicar El Jardín Secreto. Estaba a mi derecha. Era una tiendecita muy pintoresca con una marquesina metálica sobre la puerta principal y, tal y como recordaba, un jardín vallado y una fuente en la parte trasera, donde cualquier cliente podía sentarse con un libro y disfrutar de una taza de té.
Me llevé un chasco al ver que estaba cerrada, aunque, teniendo en cuenta la hora que era, no sé por qué me sorprendió. Aun así, una infusión exótica y una charla agradable con Clementine Perilloux habría sido lo ideal para olvidarme de mi encuentro con Robert Fremont. Tenía que admitir que, pese a las circunstancias, me habría gustado hacerle una visita. Me alegré de albergar ese sentimiento incluso sabiendo que era la hermana de la amiguita morena de Devlin.
Aquella excursión espontánea a la tienda a esas horas de la mañana no era más que la prueba definitiva de lo sola que estaba. En toda mi vida había hecho muy pocos amigos. En realidad, no tenía a nadie a quien llamar para tomar un café o almorzar, a nadie con quien charlar sobre libros, películas o sobre Devlin.
Devlin. Daba lo mismo el tiempo o la distancia que nos separara, mis pensamientos siempre volvían a él. En ningún momento pensé que pudiera estar implicado en el asesinato de Fremont, por supuesto, pero estaba relacionado de algún modo. Todo estaba relacionado. Ahora estaba más segura que nunca. El ahogamiento de Shani, la desaparición del detective tras el accidente, la coartada que le dio Ethan a la policía.
No lograba imaginarme cuánto habría sufrido Devlin la noche del accidente. «El dolor me estaba volviendo loco», había dicho él. Habría sido más que entendible que hubiera recurrido a ciertos medicamentos para anestesiar el dolor. Pero el polvo gris no era ningún tranquilizante, ni tampoco tenía el efecto de un sedante. Era un alucinógeno muy potente. ¿Cómo una sustancia así podría haberle ayudado a lidiar con su pérdida?
Sin embargo, según Devlin, el polvo gris no era solo un alucinógeno. Paralizaba el corazón y causaba la muerte. Y los pocos que lograban sobrevivir sufrían unos efectos secundarios terribles. «Tienen la mirada perdida y blanquecina, como la de un cadáver, y se mueven arrastrando los pies, como si cargaran con algo sacado del mismísimo Infierno». Esas habían sido sus palabras exactas.
Aquella conversación evocaba unas imágenes demasiado perturbadoras y macabras para recordarlas en una mañana tan soleada. Procuré deshacerme de esa escena y me asomé al escaparate. Una taza de té me habría sentado de maravilla.
No sé cuánto tiempo tardé en darme cuenta de que alguien me estaba vigilando. Y esta vez no era ningún fantasma. No sentí un aliento frío en la nuca, ni el roce de unos dedos de hielo acariciándome la espalda. No, la sensación fue inequívoca. Alguien me estaba observando desde alguna parte.
Me di la vuelta y peiné la acera con disimulo, fingiendo comprobar la hora en el teléfono móvil. Enseguida me fijé en un tipo que había al otro lado de la calle. Lo único que distinguí fue que era un hombre blanco un poco más bajito y regordete que Devlin. Llevaba un pantalón caqui con una chaqueta de madrás y un sombrerito de paja que le ensombrecía parte del rostro. El típico atuendo de alguien criado en Charleston. Aquella indumentaria tan anodina armonizaba con turistas y locales por igual. Pero todavía era demasiado temprano para que las calles estuvieran abarrotadas de gente, y por eso destacaba tanto.
Cuando alcé la cabeza para echar un vistazo al tráfico, se volvió y, con paso ligero, se dirigió hacia un callejón privado.
No me asusté. Hasta donde sabía, podía tratarse de un simple admirador. No era una mujer que causara furor, como Mariama. Era evidente que no inspiraba tanta pasión, pero era una jovencita rubia que se mantenía en buena forma por el esfuerzo físico que exigía mi profesión. Y por eso, de vez en cuando, llamaba la atención de algún hombre.
A pesar de esa explicación lógica, seguía pensando que aquel tipo no me estaba mirando, sino espiando.
Me giré de nuevo hacia el escaparate de la librería, y simulé estar echando un vistazo a la tienda. Entonces advertí un rostro reflejado en el cristal, el de un hombre de raza negra muy atractivo. Estaba justo detrás de mí, pero, al volverme, desapareció. El único sonido que se oía era el murmullo de las palmeras. A pesar de que el cielo estaba despejado, tenía la impresión de que se estaba formando una tormenta en el horizonte. Durante un segundo, algo eclipsó la luz del sol. Un pájaro, pensé. Qué más ominoso que un cuervo o un gorrión.
De pronto, el desconocido del sombrero emergió del callejón, y me habría jugado el cuello a que me estaba espiando. Movía los labios, pero no estaba sujetando ningún teléfono móvil y no había nadie más a su alrededor. Al menos, que yo pudiera ver.
Afloró el miedo y me asaltó una duda. ¿Me estaba volviendo paranoica? No había dicho ni una palabra a nadie acerca del asesinato de Fremont, de modo que era imposible que alguien se hubiera enterado de la investigación que habíamos iniciado. Además, estaba segura de que el desconocido que pillé agazapado en el jardín de Devlin no me había visto. Así que, ¿por qué iba a estar bajo vigilancia?
Empecé a caminar, muy lentamente al principio, haciendo como que miraba escaparates para poder seguirle el rastro. Pero, o bien se percató de que le había cazado, o bien era un peatón inocente, porque enseguida giró hacia la calle Market, se mezcló entre el tráfico, y no volví a verlo.
Paré en un mercadillo al aire libre y compré un ramo de flores silvestres y algo de salvia. Al llegar a casa, Angus me recibió como siempre, emocionado por verme. Le até la correa, dimos un paseo rápido por el vecindario y luego desayunamos juntos en el jardín.
Me pasé el día pululando por casa; hice el cambio de armario y guardé toda la ropa de verano, invertí un buen rato en actualizar Cavando tumbas y hablé con mi madre y mi tía Lynrose por teléfono. Todo ese ajetreo me distrajo durante varias horas, pero a media tarde empecé a ponerme nerviosa. Tras realizar un par de llamadas, me aseguré de dejar a Angus a buen recaudo y me subí al coche, camino del Instituto de Estudios Parapsicológicos de Charleston para reunirme con Rupert Shaw.
El instituto estaba en la planta baja de un edificio restaurado anterior a la guerra civil, en pleno corazón histórico de la ciudad. Tenía cierto aire colonial, con inmensas columnas y cestas repletas de helechos que se balanceaban desde las terrazas de las tres plantas. Aparqué en la parte posterior y, tras rodear la esquina, me fijé, como era habitual, en la mano de neón que adornaba la casa de enfrente. Madame Sabiduría.
Siempre había sentido curiosidad por aquel local y me divertía que estuviera tan cerca del noble y destacado Instituto de Estudios Parapsicológicos de Charleston. Ahora que sabía que la quiromántica tenía relación con Devlin, mi fascinación se multiplicó. Clementine había dejado caer que el detective e Isabel eran muy buenos amigos, pero había visto con mis propios ojos la delicadeza con que le había rodeado la cintura, la intimidad con que hablaban entre murmullos. Eran más que amigos. Pero ¿hasta qué punto?
Seguía allí parada cuando, de pronto, un lujoso Buick de color azul frenó junto a la curva y, sin apagar el motor, permaneció ahí parado. El conductor llevaba unas gafas de aviador que le cubrían la parte superior del rostro. Entre los cristales ahumados y la luz del sol, apenas pude distinguir los rasgos, pero el instinto me decía que quizás era el mismo tipo que había visto por la mañana.
No se apeó del coche. Se quedó en el asiento mirando fijamente uno de los balcones. En esta ocasión no me preocupó que pudiera verme, puesto que tenía una gigantesca azalea delante para encubrirme. El corazón cada vez me latía más deprisa. ¿Me estaba siguiendo?
—¿Amelia?
Después de tantos años viendo fantasmas, había aprendido a dominar los nervios con una maestría inigualable, de modo que al oír mi nombre me giré como si nada. Ethan Shaw estaba detrás de mí, pero se había deslizado con tal sigilo que no me había dado cuenta.
—Sabía que eras tú.
Esbozó una amplia sonrisa genuina y se acercó varios pasos. Era un tipo alto, con una elegancia envidiable y una cultura infinita. Tenía un aire despreocupado que, desde que lo conocí, me pareció atractivo. Sin embargo, había conocido otra parte de él la noche en que le escuché hablar con Devlin. Aquella charla me hizo ver su lado más oscuro, y eso me puso el vello de punta. ¿De veras se había enamorado de la esposa del detective? ¿Había cumplido con las exigencias de Mariama?
—Hola, Ethan. No te he oído.
—He venido por detrás —explicó—. He estado paseando por el jardín con mi padre.
—Ah, ¿entonces está aquí?
—Sí. —Me miraba algo perplejo—. ¿Por qué estás escondida entre estos matorrales?
—No me escondo, tan solo observo.
—¿Qué estás observando, si puede saberse?
—¿Te suena de algo ese coche azul? —pregunté ansiosa. Ethan echó un vistazo a la acera y encogió los hombros—. No, ¿por?
—Creí que me habían seguido hasta aquí.
Arqueó una ceja con escepticismo.
—¿Y por qué creerías tal cosa?
No podía contarle la investigación que me traía entre manos, así que me limité a murmurar:
—No lo sé. Supongo que me estoy volviendo paranoica.
Su sonrisa se tornó compasiva.
—Es comprensible después de todo por lo que has pasado.
—Podría ser.
Echó una segunda ojeada a la calle.
—¿Y qué te trae por aquí?
—He venido a ver al doctor Shaw. No he concertado una reunión, pero espero que tenga un hueco para mí.
—Mi padre siempre tendrá tiempo para ti. Igual que yo —contestó Ethan, haciendo gala de su educación; sin embargo, el cumplido no sonó sincero y me dio la sensación de que tenía la mente en otro sitio.
Hice acopio de fuerza de voluntad para no mirar por encima del hombro.
—¿Puedo preguntarte algo?
—Desde luego.
—La casita que hay al otro lado de la calle siempre me ha fascinado.
—¿El estudio de tatuajes de Bodine?
Solté una carcajada.
—No, la casa de al lado. El local de Madame Sabiduría. ¿Qué sabes acerca de la quiromántica?
—Su verdadero nombre es Isabel Perilloux. Si necesitas los servicios de una vidente, permíteme que te diga que presume de una reputación excelente.
—La verdad es que lo último que necesito es conocer el futuro. Es simple curiosidad.
Me lanzó una mirada de recelo y me pregunté si estaría al corriente de la relación entre Isabel y Devlin.
—En cualquier caso…, no quiero entretenerte.
—No te preocupes, Ethan. Me alegro de haberte visto. Por cierto, Temple está en la ciudad. Hemos quedado para cenar mañana, así que, si estás libre, nos encantaría que nos acompañaras.
Temple Lee era mi antigua jefa. Había trabajado para ella durante dos años en el Departamento de Arqueología del Estado, antes de mudarme a Charleston y fundar mi propio negocio. Manteníamos el contacto gracias al correo electrónico y a los mensajes de texto. La consideraba mi mejor amiga, lo cual, teniendo en cuenta lo poco que nos veíamos, era un tanto lamentable.
—Claro que sí, si no es demasiada intromisión.
—Es una cena de amigos, nada más —dije—. Últimamente no pasa mucho tiempo en Charleston, así que nos pondremos al día. Te llamo más tarde para darte los detalles.
—Gracias.
Me despedí de Ethan y entré en el instituto. Di por hecho que se encaminaría hacia el aparcamiento, pero desde uno de los ventanales del vestíbulo lo pillé con la nariz pegada en el parabrisas del Buick. Vi cómo rodeaba el vehículo, ahora vacío, y miraba en todas las direcciones, como si estuviera buscando al conductor.
Parecía agitado, casi enfadado, y eso disparó mi intriga. Lo observé durante un breve instante y luego me aparté del ventanal.