Capítulo 12

Como era de esperar, no pegué ojo en toda la noche. Después de que la escarcha se derritiera, me quedé en el estudio cavilando sobre lo ocurrido. Nunca antes me había sentido amenazada por un fantasma en mi casa. Jamás una entidad se había atrevido a traspasar las fronteras de mi santuario y, sin embargo, Shani había dibujado un corazón en el espejo del cuarto de baño.

¿Por qué en el espejo y no en una ventana? ¿Quería que supiera que había descubierto una forma de entrar en mi refugio espiritual? ¿O simplemente quería cerciorarse de que no ignorara el mensaje? ¿Y qué era aquella otra presencia?

Procuré convencerme de que el rostro que había vislumbrado tras el ventanal no era más que una manifestación de mi propio miedo, o una alucinación que me habían provocado las copas de vino que me tomé.

Hacía varios días que no dormía bien y que comía poco. Fremont había reconocido que se estaba nutriendo de mi fuerza vital. Además, mi excursioncita a casa de Devlin me había desestabilizado y no podía pensar con claridad. Así pues, concluí que, en ese estado mental tan deplorable, seguramente la cabeza me había jugado alguna mala pasada.

Pero ¿a Angus también?

Me quedé en el despacho vigilando hasta bien pasada la medianoche. El agotamiento me venció, así que al fin me metí en la cama, donde me pasé varias horas dando vueltas.

A pesar de no haber descansado, me levanté por la mañana a la hora de siempre, aunque tenía la agenda vacía. No tenía una restauración programada hasta el mes siguiente y, aparte de alguna que otra lápida que reparar, no tenía pendiente ningún encargo. Pero, entre mis ahorros y los ingresos por publicidad que generaba Cavando tumbas, podía estar tranquila: durante un tiempo me las arreglaría.

De hecho, podía estar más que tranquila. Había recibido una herencia inesperada muy generosa que me servía como colchón, pero prefería guardar el dinero hasta tomar una decisión de cuándo y cómo gastarlo. Teniendo en cuenta las circunstancias de mi nacimiento, había rechazado toda herencia que pudiera legarme mi familia biológica, los Asher, pero luego recapacité y pensé que, con toda probabilidad, la enfermedad de mi madre habría consumido los ahorros de mi padre. Si podía ayudarlos económicamente, quizás el calvario que había pasado en Asher Falls hubiese valido para algo.

Me vestí para mi paseo matutino. Escogí una chaqueta deportiva y la camiseta de mi universidad. Dejé que Angus correteara un poco por el jardín antes de partir. Luego, mientras avanzaba por Rutledge, de camino al puerto, admiré el suave resplandor que iluminaba el horizonte. Tras unos ejercicios de calentamiento, aceleré el paso. Era una mañana fresca pero soleada y, para ser honesta, la chaqueta no me sobró hasta que llegué a la calle Broad.

Me la até alrededor de la cintura y tomé la calle Meeting a mi izquierda, donde se erigían un sinfín de iglesias históricas y varias mansiones antiguas. Otro giro hacia la izquierda y me planté en Tradd, la avenida más pintoresca de toda la ciudad, famosa por sus preciosos bulevares y sus tiendecitas. Era la única calle en Charleston donde uno podía disfrutar de unas vistas espectaculares, ya que se veían los dos ríos que cruzaban la ciudad, el Ashley y el Cooper, pero esa mañana decidí no contemplar el paisaje y me dirigí hacia East Bay, donde una neblina matutina envolvía las casitas de colores construidas a ambos lados de la calle.

Apenas me crucé con un puñado de pájaros madrugadores en el puerto. Me deslicé hacia mi lugar favorito y contemplé el alba, ese momento del día en que el sol se asomaba por el horizonte y el océano parecía brillar con luz propia. No podía cansarme de admirar esa imagen.

Sobre el fuerte Sumter, que se veía diminuto por la distancia, una bandada de pelícanos planeaba alrededor de sus aguas, buscando el centelleo plateado que delataba a los peces bajo la superficie marina. Era mi rincón favorito porque se respiraba tranquilidad. Oía las gaviotas que sobrevolaban el puerto y el murmullo de los turistas que habían madrugado a propósito para presenciar el amanecer. Pero todos esos ruidos no alteraban mi estado de paz.

De pronto, noté que alguien se apoyaba sobre la barandilla, justo a mi lado. Seguía con los ojos pegados al espectáculo de luz y color, pero sabía quién era. Ni más ni menos que el fantasma de Fremont. Fue precisamente allí donde lo había visto por primera vez, hacía ya varios meses. En aquel entonces, pensé que se trataba de un hombre de carne y hueso, e incluso contemplé la posibilidad de que fuera un asesino.

—No tienes buen aspecto —comentó.

—He venido caminando desde casa. Y es un largo camino.

—No, no es eso. Pareces enferma. ¿Qué te pasa?

Lo fulminé con la mirada.

—Ah, déjame que lo piense. ¿No será porque me estás acechando? —pregunté con una nota de sarcasmo.

Llevaba gafas de sol, así que no podía verle los ojos, pero intuía que me observaba con su inconfundible frialdad. Era una sensación inquietante.

—No te estoy acechando.

—¿De veras? Porque, si la memoria no me falla, admitiste que te estabas nutriendo de mi energía para poder moverte entre el mundo de los vivos. ¿O no lo dijiste?

—Eso forma parte del pasado. Necesitaba encontrar un modo de llamar tu atención y de que accedieras a ayudarme. Pero, puesto que llegamos a un acuerdo, me retiré.

Arqueé una ceja, incrédula.

—Me alejé a propósito, para que recuperaras fuerzas. —Hizo una pausa, y luego sentí de nuevo esa mirada glacial sobre mí—. Créeme, vas a necesitarlas.

—Suena a profecía.

—Tómatelo como tal.

Hice caso omiso a su tono funesto y me incliné sobre el pasamanos.

—Si no eres tú quien absorbe mis fuerzas, ¿quién puede ser? O mejor dicho, ¿el qué?

—Otro fantasma, diría yo.

Otro fantasma. No sé por qué, pero me sorprendió que, a pesar de su apariencia humana, Fremont se considerara un fantasma. No se engañaba, ni pretendía quedarse en el mundo de los vivos. Su propósito no era ese. Él solo quería resolver su asesinato y pasar página.

Me coloqué un mechón de pelo tras la oreja.

—Eres muy distinto a los otros fantasmas. Careces de aura, de transparencia. ¿Cómo consigues manifestarte a plena luz del día? ¿No tienes que esperar al ocaso? Estás aquí y está amaneciendo, ¿cómo lo haces?

—Requiere mucha energía y concentración.

—Si no estás consumiendo mi energía, ¿de dónde la sacas?

—¿Qué importa? —replicó con cierta sequedad—. No tiene nada que ver contigo.

—Todo lo que afecta a nuestro acuerdo, me afecta a mí también. Fuiste tú quien recurrió a mí, ¿recuerdas? Y, hasta donde yo sé, no has venido solo; has traído otra entidad que sí me está chupando la vitalidad como un maldito vampiro. —Pensé en la silueta que observaba expectante el estudio tras el cristal y un escalofrío me recorrió todo el cuerpo—. Entiendo que estés harto de responder a todas mis preguntas, pero este asunto es importante. Mi casa está construida sobre campo sagrado y, sin embargo, te colaste y te sentaste en mi porche. Lograste quebrantar mi santuario, y no fuiste el único.

—Ya te lo he dicho, no fui yo.

—Lo sé, pero asumamos que quisieras hacerlo, ¿podrías manifestarte dentro de mi casa?

—No, dentro no.

Un alivio saberlo, pensé. Pero luego me invadieron las dudas.

—¿Me dices la verdad o solo lo que quiero oír?

—¿Quieres saber la verdad? Nunca lo he probado.

—¿Por qué no?

—Porque, lo creas o no, no pretendo causarte más molestias de las necesarias.

¿Causarme molestias? Una forma muy interesante de expresarlo.

—Agradezco tu consideración —dije—, pero, por desgracia, alguien ha violado mi santuario. Ayer mismo alguien trazó un corazón sobre el espejo del baño. La única explicación es que un fantasma haya entrado en casa.

—Psicoquinesia —contestó.

—¿Podéis hacer eso?

—De vez en cuando. Si te preocupa recibir una visita no deseada, quema un poco de salvia y esparce las cenizas sobre los espejos y las ventanas.

—¿En serio funciona? ¿La salvia repele a los fantasmas?

Esbozó una sonrisita.

—A mí no, pero servirá para disuadir a ciertas entidades.

—¿Y a una niña fantasma?

Encogió los hombros.

—Apostaría a que Shani es quien se está nutriendo de mi energía —musité.

—¿Shani? —dijo con voz afilada.

—La hija de John Devlin. Al parecer, se ha encaprichado de mí.

—Se ahogó —murmuró.

El comentario me dejó estupefacta.

—¿La has visto?

Una mujer que paseaba por el puerto me miró como si estuviera chiflada, así que desvié la mirada hacia el océano y bajé el tono de voz.

—¿Has visto a Shani Devlin?

—Te repito que prefiero mantener cierta distancia con los demás fantasmas.

—¿Y entonces cómo te has enterado?

—Alguien debió de contármelo, supongo.

Me quedé muda durante unos instantes.

—Aseguras no recordar nada del tiroteo ni de los momentos previos. No tienes ni la más remota idea de por qué estabas en el cementerio, ni de la identidad de la mujer, que suponemos conocías, la que llevaba el mismo perfume que ahora impregna tu ropa. Y, sin embargo, sabes que ocurrió una desgracia horas antes de que perdieras la vida. El accidente tuvo lugar durante el atardecer. El coche en el que iba Shani se estrelló contra una valla de contención y se desplomó sobre un río. Madre e hija quedaron atrapadas dentro. Te dispararon entre las dos y las cuatro de la madrugada, de modo que deduzco que alguien te informó del trágico accidente antes del tiroteo. Podría ser un hecho importante porque nos ayudaría a establecer una cronología. ¿Alguien te llamó para contarte lo ocurrido?

—No recuerdo nada.

—Falso. Recuerdas que se ahogó. No podemos pasar por alto ese detalle.

—Era un agente de policía, ¿de acuerdo? Me llegaban informes de accidentes constantemente. Si la hija de otro detective hubiera sufrido una desgracia, la noticia habría corrido como la pólvora.

Un tipo se acercó a la barandilla para admirar el alba.

—Es precioso, ¿verdad?

—Sí, encantador —murmuré.

—He visto amaneceres en todo el mundo —añadió.

—Pero seguro que ninguno supera al de Charleston.

Le dediqué una sonrisa evasiva. Uno de los pelícanos se separó del grupo para descender en picado sobre el mar y sumergir el pico. Un segundo más tarde, volvió a alzar el vuelo con un pez plateado en la boca.

—Que tenga un buen día —comentó el extraño, y se marchó.

Comprobé que Robert Fremont no se hubiera evaporado. Seguía a mi lado.

—Hubo algo peculiar en la muerte de aquella niña —murmuró.

—¿El qué? —pregunté, ansiosa.

—No lo sé. Háblame más de su fantasma. ¿Dices que se ha encaprichado de ti?

—Al igual que tú, tiene asuntos que resolver. Me está pidiendo ayuda, pero todavía no sé qué espera de mí.

—Todavía no has averiguado quién eres, ¿verdad? —dijo en voz baja—. Sigues sin comprender por qué acudimos a ti.

—Porque puedo veros.

«Y porque desobedecí a mi padre».

Asintió vagamente y se giró hacia el puerto.

—¿Por qué crees que esa cría se resiste a dejar el mundo de los humanos?

Inspiré hondo en un intento de aplacar una corazonada.

—No lo sé seguro. Solo tenía cuatro años cuando murió. No charla conmigo, como tú, pero puede comunicarse.

—¿Lo dices por el corazón?

—Y a veces la oigo en mi cabeza. Creo que es incapaz de seguir adelante porque su padre no está preparado para dejarla marchar.

—Eso tiene sentido. Los vi juntos en varias ocasiones. Estaban muy unidos.

—Su madre también se quedó atrapada dentro del coche, pero dudo mucho que quiera desaparecer de este mundo para siempre. Tiene a John justo donde quiere.

—De Mariama, no me extrañaría —murmuró, mirando al horizonte.

Me sorprendió que la nombrara. Me volví hacia él.

—¿La conociste?

—Nos criamos juntos —contestó con esa voz hueca tan rara.

—¿Fuisteis amigos?

—¿Amigos? Qué va…

—¿Amantes?

—Cualquier hombre que se cruzaba con ella se enamoraba perdidamente.

—¿Tú también?

—Durante un tiempo. Después me trasladé a Charleston y descubrí que el mundo no giraba alrededor de Mariama Goodwine.

—¿Cómo se lo tomó ella?

—No muy bien.

—¿Vino a Charleston por ti?

—Se mudó a la ciudad porque vio una oportunidad y la aprovechó. Un tipo llamado Rupert Shaw se ofreció a financiarle los estudios.

—Conozco al doctor Shaw. Es amigo mío —expliqué.

De pronto, hubo una pausa incómoda, porque ambos sentimos una fractura en el aire, como si algo invisible se hubiera interpuesto entre ambos.

—Shaw solía pasar largas temporadas en el condado de Beaufort.

—¿Haciendo qué?

—Investigación —dijo—. Estaba muy interesado en Essie Goodwine, la abuela de Mariama. Era la médica naturista más destacada de la zona. Quería aprender conjuros medicinales, pero, conociendo a Essie, estoy seguro de que solo le enseñó un puñado de hechizos y ensalmos inofensivos. Jamás le habría desvelado a nadie cómo utilizar las plantas medicinales para hacer el mal.

—¿El mal? Me cuesta creer que el doctor Shaw buscara eso —farfullé, y me vino a la memoria mi visita a Essie Goodwine. Fue ella quien me regaló una bolsa de vida eterna, un amuleto para alejar a los malos espíritus.

Aquel día, la anciana me aseguró que llegaría el día en que tendría que explicarle a Devlin que su hija fantasma seguía anclada a él, porque se vería obligado a escoger entre los vivos y los muertos. Entonces, me pareció que revelarle esa información era una locura, pero la última noche había estado a punto de soltárselo.

«Él lo sabe», había dicho Essie. Luego se había llevado la mano al corazón y había añadido: «Aquí, lo sabe».

La abuela de Mariama no debía de ir desencaminada. La brisa, las habitaciones frías…, los sonidos inexplicables en mitad de la noche, el vello erizado de la nuca, el tacto gélido de su espalda…

Centré mi atención en el asunto que me ocupaba.

Robert Fremont me observaba con tal intensidad que, por un momento, pensé que podía leerme la mente. Había desarrollado la habilidad de hacerse pasar por un ser humano. ¿Qué más era capaz de hacer?

—¿Qué sabes de naturopatía? —preguntó.

—He leído alguna cosa acerca del tema. Todos los que hemos nacido en Carolina del Sur sabemos algo sobre plantas medicinales, por muy rudimentaria que haya sido nuestra educación. Proviene del oeste de África, ¿verdad?

Mi propio comentario me hizo pensar en Darius Goodwine.

—Los más devotos creen que todas las cosas poseen una esencia espiritual, incluso un alma, podría decirse. Un experto en esta ciencia puede emplear ese poder universal del mundo espiritual para bien, para curar a enfermos. Mariama creció en un entorno donde se respetaban las raíces. Estaba destinada a seguir los pasos de Essie. Y, personalmente, creo que esa fue la razón por la que Shaw la trajo a Charleston.

—¿Para utilizarla y poder acceder al mundo de los espíritus? Supongo que tiene sentido. Siempre ha mostrado gran interés por el más allá, pero no para lucrarse. Su mujer padeció una larga enfermedad, que, al final, acabó con su vida. Sé de buena tinta que incluso intentó contactar con ella en sesiones de espiritismo, pero, según Devlin, Mariama se negó a participar. Le asustaba lo que el doctor Shaw pretendía hacer.

—Tenía miedo a los muertos, un miedo más que justificado.

—¿Porque la muerte no menoscaba el poder de una persona?

—Porque sabía que uno no siempre puede controlar lo que atrae del otro mundo —murmuró.

Un escalofrío me recorrió la espalda.

—¿Veías a menudo a Mariama cuando se mudó aquí?

—Al principio, pero poco después conoció a otro.

—¿A John?

—Él era un tabú para ella, lo que le hacía el tipo más irresistible de la ciudad.

—¿Un tabú?

—En ciertas comunidades, los viejos resentimientos siguen muy arraigados. La desconfianza hacia el hombre blanco continúa latente y, en fin, fueron muchos los que consideraron el matrimonio de John Devlin y Mariama como una traición. No solo era blanco, sino también rico. Pertenecía a una de las familias más pudientes de Charleston.

—Entonces deduzco que la familia de Mariama no dio su aprobación a la relación.

—Iba más allá de la disconformidad. Un asunto muy complicado.

Me moría de curiosidad por ahondar en la relación del detective y su misteriosa esposa, pero pasé a otro tema.

—Compartió casa con el doctor Shaw cuando llegó a Charleston, ¿verdad? ¿Conociste a Ethan Shaw?

—Lo bastante para darme cuenta de que también se había enamorado de Mariama.

Abrí los ojos como platos.

—¿Ethan?

—Como ya he dicho…

—Cualquier hombre que se cruzaba con ella se enamoraba perdidamente —repetí. Pero ¿Ethan?—. ¿Devlin lo sabía?

—Quizá, pero Mariama cegaba a todos los hombres.

—¿Crees que pasó algo entre ellos?

Hizo una mueca desdeñosa.

—No habría dedicado ni un minuto de su tiempo a alguien como Shaw. Pero estoy seguro de que, si hubiera surgido la necesidad, le habría utilizado como a una marioneta.

—¿Utilizarlo? ¿Cómo?

Tardó unos instantes en contestar.

—Mariama ejercía un poder sobrenatural sobre los hombres. Siempre que quería algo, que necesitaba algo, encontraba a alguien dispuesto a complacerla.

Aquella explicación no respondió a mi pregunta, pero de forma súbita recordé algo que Devlin le había dicho a Ethan en el porche: «En tu declaración, afirmaste que estuviste toda la noche conmigo. No te inventaste una coartada solo para mí, sino también para ti».

Era imposible que esa noche estuviera complaciendo a Mariama, porque ya estaba muerta.

—¿Qué ocurre? —quiso saber Fremont al verme tan pensativa.

—Me preguntaba por qué tantos hombres listos cayeron en sus redes. Entiendo que era hermosa, que tenía carisma, pero, por lo que he oído, también era una mujer egoísta y cruel.

—No siempre fue así. Era salvaje e impulsiva y, demasiadas veces, un poco peligrosa. Pero en ningún caso cruel. No hasta que Darius la cambió.

Me quedé maravillada al ver que, incluso muerto, enseguida salió en su defensa.

—¿Darius Goodwine? ¿Qué relación tenían?

—Primos hermanos, pero crecieron como hermanos.

—¿En qué sentido la cambió?

—Sabía cómo utilizar su talón de Aquiles.

—¿A qué te refieres?

—John Devlin era su mayor debilidad. Había una parte de él que Mariama no podía tocar ni poseer. La resistencia del detective la volvió loca. Habría hecho cualquier cosa para debilitarle. Darius lo sabía, así que explotó su vulnerabilidad.

—¿Cómo?

—La persuadió para que viajara a África con la niña. Devlin tardó semanas en encontrarlas. Regresó a casa con Shani, pero Mariama prefirió quedarse con Darius. Cuando por fin volvió, él ya la había transformado.

—¿De qué tipo de transformación estamos hablando?

—De chamán a tagati.

—¿Qué es un tagati?

—La traducción más acertada sería hechicera. O bruja. Alguien que utiliza conjuros medicinales con propósitos malignos.

¿Conjuros medicinales como el polvo gris?, me pregunté.

—Los tagati más poderosos son mujeres, así que Darius logró convencer a Mariama de que, con la sabiduría de él y el poder de ella, formarían una fuerza invencible. La siguió hasta Charleston, y la influencia que ejerció sobre ella fue muy negativa.

—¿Porque empezó a creerle?

—No, porque sabía que era cierto. Para un forastero puede resultar difícil de creer, pero en nuestra comunidad el concepto de magia se acepta igual que el de Dios. Existe un viejo refrán que dice que practicamos una religión públicamente los domingos, y otra en secreto cada día de la semana —respondió. Hasta ahora, no se había dignado a mirarme a los ojos—. Muchos no creen en fantasmas, pero eso no significa que yo no sea real.

Su lógica era aplastante, así que no pude discutirle nada.

—Acabas de decir que Darius la siguió hasta Charleston. ¿Fue entonces cuando trajo polvo gris?

—¿Qué sabes sobre esa sustancia? —preguntó en voz baja.

—Es un polvo alucinógeno que provoca infartos.

Miró a su alrededor, nervioso. Me dio la sensación de que temía que alguien pudiera escuchar nuestra conversación, lo que me pareció, por cierto, un tanto extraño. Cualquier transeúnte que pasara por allí, me vería hablando sola, me tomaría por una pirada y no se atrevería a acercarse.

—¿Con quién has estado hablando? —preguntó.

—Con nadie. Tan solo he hecho ciertas averiguaciones. ¿Acaso no es eso lo que esperabas de mí? ¿Que fuera una chica con recursos? —pregunté, pero no le di opción a replicar—. Dado que estabas investigando a Darius cuando te asesinaron, él es nuestro principal sospechoso.

—No solo abrí una investigación —corrigió Fremont—. Quise detenerle.

—¿Para que no traficara?

Hizo una pausa.

—Sí.

Otro escalofrío.

—¿Trabajabas con Devlin?

Murmuró unas palabras que fui incapaz de comprender. Tuve la impresión de que había articulado un cántico o un encantamiento.

—¿Qué estás haciendo?

No hubo respuesta.

—¿Por qué todo el mundo teme a Darius Goodwine? —pregunté, al borde de la histeria—. Ya no supone ninguna amenaza para ti.

El fantasma tampoco contestó a eso. Ya estaba empezando a desvanecerse cuando, de repente, se evaporó. Me quedé sola junto a la barandilla, temblando de frío. Mi premonición, al igual que el viento, era cada vez más intensa. El puerto brillaba bajo la luz del sol, pero en la distancia advertí oscuridad.