Capítulo 11

En cuanto llegué a casa, dejé salir a Angus al jardín trasero para que correteara un poco. Me serví una copa de vino y me la bebí de un trago. Rellené la copa y volví a acabármela en un santiamén. Habría matado por tener algo más fuerte en casa. La tercera copa me la tomé en el jardín, mientras esperaba a que Angus satisficiera sus necesidades. Como siempre, se tomó su tiempo y, aunque estaba impaciente por abrir el ordenador, no quise meterle prisa. Se había pasado la mayor parte de su vida encerrado en una jaula de perrera, sufriendo maltratos que mi mente todavía no alcanzaba a imaginar. Lo menos que podía hacer era permitirle que saciara su curiosidad canina.

Una suave brisa agitó los carillones de viento, aunque no percibí ninguna presencia espectral en el jardín. Por suerte, esta noche Shani no me había seguido hasta casa.

Tiritaba de frío, así que subí la cremallera de la chaqueta hasta arriba. La noche era fresca, pero al menos la tormenta ya había pasado. O quizá los nubarrones habían decidido cernirse sobre la casa de Devlin. Aquí, a varias manzanas, la luna brillaba con todo su esplendor y los truenos habían enmudecido. Incluso distinguí el parpadeo de un puñado de estrellas.

Me pregunté si el anillo de bruma que perfilaba la luna presagiaba algo malo. Busqué el talismán que llevaba alrededor del cuello y acaricié la superficie con los dedos. Había cogido aquella piedra pulida de un pequeño montículo situado en el campo sagrado del cementerio de Rosehill, el patio de juegos de mi infancia. Me había pasado tardes infinitas acurrucada bajo un gigantesco roble, o apoyada sobre el granito cálido de un ángel caído, devorando las páginas de mis novelas góticas favoritas, alimentando mi imaginación. Por aquel entonces soñaba con enamorarme de alguien como Devlin, de un tipo carismático que guardaba secretos muy oscuros. Para una adolescente solitaria no había nada más romántico que un amor imposible, nada más melancólico que una pasión no correspondida.

Qué tonta e inocente había sido. Que el amor de tu vida te rechazara no tenía nada de hermoso ni de deseable. Lo había vivido en mis propias carnes. Jugara la baza de los otros o no, Mariama siempre hallaría un modo de separarnos.

El vino se me estaba subiendo a la cabeza. El alcohol siempre había tenido un extraño efecto en mí; me volvía algo histérica y me entraban ganas de llorar. Angus merodeaba por el jardín, pero mi mente estaba en otro lugar. Devlin había estado a punto de besarme, pero aquel maldito retrato se cayó al suelo. Visualicé el fantasma de Mariama, suspendido sobre el último peldaño de la escalera, y a Shani cogiéndome de la mano.

En cierto modo, aquel gesto de la pequeña me resultaba lo más inquietante de todo. Mariama era más aterradora que su hija, desde luego, pero me perturbaba porque era la prueba de que había quebrantado las normas de mi padre. Me recordaba que, de forma involuntaria, había traspasado una línea de no retorno.

Asumía la culpa de todo lo que me estaba pasando. ¿Cuántas veces me había avisado mi padre? Al permitir que un hombre acechado entrara en mi vida, me había vuelto susceptible a sus fantasmas. Y esos espectros habían llamado la atención de otras entidades. Con las defensas bajas, me había expuesto a una invasión, y no solo de Shani, Mariama y Robert Fremont, sino seguramente de otros espíritus que se las habían ingeniado para llegar hasta mí.

Era muy fácil y bonito reflexionar sobre mi propósito en la vida, pero cuando mis delirios de grandeza se presentaban en forma de cruda realidad, me sentía perdida, sin saber qué hacer. No tenía ni idea de qué se esperaba de mí, o lo que me tenía preparado el destino. Quizá no interpretaba bien las señales, porque no era capaz de adivinar adónde me conduciría todo eso. Pensé que había acertado al no aceptar el ofrecimiento de Clementine Perilloux de leerme el futuro. Nunca había querido saber qué me deparaba el mañana, y ahora menos que nunca.

Tomé otro fortalecedor sorbo de vino y procuré desviar mis pensamientos hacia la conversación que había oído entre Devlin y Ethan. Esa noche, la investigación del asesinato de Robert Fremont había tomado un giro inesperado, y la implicación del detective en el crimen añadía una complicación más al entuerto.

Y así, sin más, se me vinieron a la mente unas palabras de Fremont: «Seguiremos las pistas, sin importar hacia dónde nos lleven. ¿Entendido?».

¿Aunque esas pistas nos guiaran hacia Devlin? ¿Se refería a eso?

Repetí esa conversación una y otra vez en mi cabeza, porque me resultaba más sencillo cavilar en lo que había escuchado a hurtadillas que ahondar en lo que había pasado dentro de la casa de Devlin.

Por fin Angus terminó su paseo, y volvimos adentro. Merodeó por todas las habitaciones antes de acomodarse en su cama. Me di una ducha caliente, me puse el pijama y luego me senté frente al escritorio. Con la botella de vino al alcance, ignoré la oscuridad que se abría tras los cristales y encendí el portátil. Tecleé el nombre de Darius Goodwine en Google. Esperaba obtener los mismos resultados que en mi búsqueda anterior. Sin embargo, encontré varias páginas web que incluían ese nombre. Entusiasmada ante la idea de sumergirme en un nuevo proyecto, empecé a investigar cada página.

No sé qué esperaba descubrir de Darius Goodwine, pero desde luego superó todas mis expectativas. A juzgar por el modo en que Devlin y Ethan habían hablado sobre él, deduje que sería un criminal peligroso que pululaba por la periferia de la ciudad. Sin embargo, Darius Goodwine podía presumir de tener un currículo bastante impresionante. Para empezar, se había doctorado en biología molecular en la Universidad de Miami; su especialidad era la etnobotánica. No estaba familiarizada con el término, así que busqué la definición en Wikipedia: «La etnobotánica estudia las relaciones entre los grupos humanos y su entorno vegetal, es decir, el uso y el aprovechamiento de las plantas en los diferentes espacios culturales y en el tiempo».

El doctor Goodwine había realizado la mayor parte de su trabajo de campo en la República de Gabón, donde pasó varios años como aprendiz de un chamán bwiti. Su estancia en el continente africano había inspirado varios libros que profundizaban en la compleja relación entre ciertas culturas y plantas, en particular las que se utilizaban para practicar la adivinación. Tras renunciar a su cátedra en el estado de Carolina del Norte y de dimitir como asesor en una empresa farmacéutica de Atlanta, ahora el doctor Goodwine pasaba largas temporadas en el oeste de África, dedicando su tiempo a escribir e investigar.

Él también había crecido en el condado de Beaufort, en una minúscula comunidad gullah cerca de Hammond. Y ese dato me sirvió para recuperar mi hipótesis inicial: estaba emparentado con Mariama. Su abuela había criado a Mariama y a un primo de esta.

Darius debía de rondar los treinta y muchos, de modo que tan solo era unos años mayor que ella. La única fotografía que pude encontrar fue una instantánea borrosa que le tomaron en Gabón. Era un hombre muy alto, pero no habría puesto la mano en el fuego respecto a que fuera el mismo intruso al que había cazado espiando en el jardín de Devlin.

Seguí con mi búsqueda y pasé al polvo gris. En esta ocasión, me topé con un muro. El primer enlace me dirigió hacia un artículo publicado por la Universidad de Cornwell sobre quásares y el segundo a un juego de fantasía on-line. Ni rastro sobre ese poderoso alucinógeno que paralizaba el corazón y, en muchos casos, causaba la muerte.

No podía hurgar más en el tema, así que repasé todos los artículos relacionados con Darius Goodwine, con la esperanza de encontrar una fotografía más clara. Mientras le daba vueltas a la información, copié y pegué ciertos fragmentos, y anoté varias cosas en mi libreta:

Devlin > Shani > Mariama > Fremont Darius > Mariama > Devlin > Ethan Clementine > Isabel > Devlin

Era evidente que el detective estaba relacionado con todos los implicados, pero me costaba imaginar que hubiera coqueteado con las drogas o con el misticismo. Su desprecio por el trabajo del doctor Shaw no era ningún secreto. De hecho, detestaba por igual al director y al instituto.

Y, sin embargo, había sido uno de los pupilos del doctor Shaw. Un investigador con gran talento, según Ethan. Devlin había contraído matrimonio con una mujer cuyas raíces apuntaban a una herencia gullah y, por lo visto, mantenía alguna especie de relación con Isabel Perilloux, una quiromántica. Eso me recordó lo poco que conocía al verdadero John Devlin. En cierto modo, seguía siendo un desconocido, pero, en vez de desanimarme, su secretismo avivó mis fantasías surrealistas.

Estaba tan absorta en mi investigación que apenas me había dado cuenta del frío que hacía en el estudio. Cuando las temperaturas empezaron a bajar por las noches, guardé todos los ventiladores y aparatos de aire acondicionado en el sótano, pero todavía no quería encender la calefacción. Era un frío soportable. Solo necesitaba taparme los brazos con algo.

Me levanté para buscar un jersey y, mientras avanzaba por el pasillo hacia mi habitación, me percaté de un ruidito de fondo, muy sutil pero molesto. Me detuve para escuchar con más atención. La casa siempre estaba muy tranquila por la noche, puesto que el inquilino que vivía en el piso de arriba solía acostarse pronto. Me pregunté si habría regresado del viaje, pero aquel suave goteo venía de mi apartamento. A pesar de que la casa era antigua, jamás había tenido problemas de tuberías rotas o en mal estado, y por eso sospechaba que no se trataba de una fuga de agua.

Seguí el sonido hasta el cuarto de baño. Encendí la luz y eché un vistazo. Enseguida percibí el aroma a romero, y luego comprobé todos los grifos, empezando por el de la bañera. El espejo biselado estaba empañado y, sin pensármelo dos veces, me dispuse a pasar una toalla por encima. Me quedé petrificada.

Sobre el vaho se estaba formando un dibujo. El contorno de un corazón.

Shani. El nombre de cesta de la pequeña significaba «mi corazón».

Ya había utilizado esa artimaña para comunicarse conmigo antes. Trazó un corazón sobre la ventana del estudio para hacerme saber que estaba allí. Para que supiera quién era. Observé fijamente el corazón, atemorizada.

Jamás había visto una manifestación dentro de mi casa, de mi santuario. El campo sagrado era mi refugio espiritual, al menos hasta ahora.

¿Seguiría allí?

Conseguí controlar mis impulsos y, en lugar de girarme y registrar cada rincón de la casa, procuré mantener la calma. Solo así podía lidiar con los fantasmas. Cuando era niña, mi padre solía llevarme al cementerio cada domingo por la tarde para que me acostumbrara a los espectros que traspasaban el velo al atardecer.

Siempre había hecho especial hincapié en la importancia de controlar la reacción: «No los mires, no les hables, no permitas que huelan tu miedo. No reacciones, ni siquiera cuando te toquen».

A decir verdad, me había vuelto una experta en poner cara de póquer cuando los espectros aparecían de repente ante mí. Incluso cuando me acariciaban el pelo, o la espalda, con sus manos gélidas. Había aprendido a contener temblores y escalofríos, a mirar a través de ellos.

Pero esto era distinto. Jamás ninguna entidad había logrado invadir la santidad de mi espacio.

Dejé caer la mano, como por casualidad, y me volví. Pero no vi nada. Ni a Shani. Ni su aura. Ni siquiera un mero resplandor. No obstante, no podía quitarme de la cabeza la idea de que algo me estaba siguiendo. Repasé cada habitación, cerciorándome de que todas las puertas y ventanas estuvieran bien cerradas. Era consciente de que una cerradura no supondría un obstáculo para los fantasmas, pero tenía que hacer algo, porque si algo había violado la tranquilidad de mi santuario…

No podía permitirme pensar en eso ahora. Quizás el corazón del espejo llevaba años ahí, pero solo aparecía cuando el cristal se empañaba. Lo cierto era que nunca había reparado en él, pero el trazo era muy débil, aunque lo había limpiado infinidad de veces desde que me mudé a esa casa…

Resistí la tentación de mirar por encima del hombro y regresé al estudio. Angus se había levantado de su cama y ahora gruñía a uno de los ventanales. Aquel sonido gutural indicaba la presencia de un fantasma. O del propio mal.

El cristal estaba tan empañado que apenas podía ver el exterior, y mucho menos distinguir a la entidad que merodeaba por el jardín, pero, al igual que Angus, percibía una presencia de otro mundo. De repente, silenció el gruñido y trotó hasta mí. Le acaricié el pelaje del lomo; lo tenía erizado por el miedo. Agradecí el calor que liberaba.

De pronto, me embriagó la esencia del jazmín. El olor era tan intenso que, por un instante, creí haberme dejado una ventana abierta. Luego recapacité. En esta época del año, las flores ya se habían marchitado, de modo que el perfume no provenía de mi jardín, sino del fantasma de Shani. Quería comunicarme que estaba ahí.

—Estás aquí —susurré—. ¿Qué quieres ahora?

La pantalla del ordenador emitía un resplandor espeluznante sobre los cristales esmerilados y me pareció ver algo ahí fuera, un rostro sin expresión alguna que trataba de fisgar en el estudio.

Desapareció en un abrir y cerrar de ojos. El aroma a jazmín continuaba siendo muy fuerte, pero el nuevo olor que se filtró en mi casa no me pasó desapercibido: azufre.

Sentí un pinchazo en el corazón, algo que me impedía respirar. Tenía la mano apoyada sobre la espalda de Angus cuando, de repente, tuve una revelación terrible.

Shani no estaba sola. Algo la había seguido hasta mi casa. Algo oscuro y maléfico que se ocultaba en el jardín.

Angus gimoteó y se pegó a mí. A mí también me entraron ganas de llorar, pero me controlé y me mantuve en silencio. Me quedé ahí quieta, acariciando como una histérica la superficie de piedra pulida que había cogido cuando era niña. Clavé la mirada en uno de los ventanales, donde un nuevo mensaje empezaba a aparecer. Esta vez no fue un corazón, ni una petición, ni un ruego, sino una exigencia descarada y furiosa que se repetía una y otra vez:

AYÚDAME AYÚDAME AYÚDAME AYÚDAME AYÚDAME AYÚDAME