Alguien estaba vigilando la casa. Alguien aparte de mí, claro.
Mi primer impulso fue huir de allí y advertir a Devlin sobre la presencia del intruso, pero el más ligero movimiento o sonido alertaría al desconocido de mi presencia. Me quedé como una estatua y ni siquiera me atreví a respirar para no delatar mi posición. Seguía tiritando por el frío glacial que desprendía el espectro de Shani.
La noche podía confundirse con la boca de un lobo. Apenas podía distinguir las siluetas de los árboles, hasta que la luna apareció tras una nube y, con el jardín iluminado, pude fijarme más. Era un hombre de raza negra de una altura fuera de lo común, aunque quizá las sombras que le rodeaban creaban esa ilusión. Tenía la mirada clavada en la casa de Devlin. Mientras lo observaba, oí de nuevo el canto del ruiseñor. El trino era suave y delicado, como si de un sueño se tratara. El tipo ladeó la cabeza al percibir el sonido, y habría jurado que le vi sonreír.
Se volvió hacia la casa y se llevó una mano a la boca. Extendió los dedos y sopló algo que yacía sobre la palma de su mano. Las partículas relucieron y, durante un breve instante, se quedaron suspendidas en el aire. Luego, una a una, fueron cayendo al suelo hasta desaparecer, dejando a su paso un hedor a azufre.
Me desperté del hechizo de aquellos destellos de luz y volví a la cruda realidad. El extraño se había marchado. Un segundo después, oí un portazo metálico en la calle y acto seguido el zumbido de un motor. Esperé hasta que el vehículo se hubo alejado varios metros antes de mover un solo músculo. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que Shani también se había esfumado.
Salí a gatas de mi escondite, algo confundida. Lo único que me apetecía era regresar a casa, a la seguridad que me proporcionaba mi santuario. Deseaba olvidarme de esta noche, de los fantasmas, de las extrañas coincidencias que rodeaban el asesinato de Fremont, de todas las conversaciones que había oído a hurtadillas en los últimos días.
Sin embargo, no podía marcharme sin avisar a Devlin, aunque eso implicara reconocer que estaba agazapada en su jardín. A juzgar por lo poco que sabía, corría un grave peligro. Su charla con Ethan me había dejado descolocada. No sabía qué pensar, pero, en cuanto tuviera unos minutos a solas, repasaría todas las palabras que se habían dedicado, para diseccionar cada matiz y entonación; tenía que tratar de encajar esos nuevos detalles en el rompecabezas.
Subí a toda prisa los escalones y miré por encima del hombro para comprobar que nadie me seguía. Soplaba un viento huracanado que agitaba los palmitos. Cuando llegué frente a la puerta, noté una corriente de aire polar que se filtraba por las ranuras de la casa de Devlin. No quería entrar allí. Era una casa habitada por fantasmas. No solo Shani y Mariama se habían instalado ahí, sino también entidades de otro reino, de más allá del Gris.
John tardó varios minutos en acudir a la puerta y, cuando la abrió, dejé escapar un soplido de dolor. Intuí que se estaba preparando para acostarse, porque tenía la camisa desabrochada y el pelo alborotado, como si se hubiera pasado las manos por la cabeza, o como si lo hubiera hecho alguna mujer.
Hasta entonces no había contemplado la posibilidad de que no estuviera solo, de que tanto Ethan como yo hubiéramos interrumpido una romántica velada.
—¿Amelia? —murmuró, y apoyó una mano en el marco de la puerta—. ¿Qué haces aquí?
—Yo… tenía que verte.
Traté de vislumbrar el vestíbulo, pero no vi nada especial. Cruzamos nuestras miradas y, a pesar de mis esfuerzos, agaché la cabeza. El cuello de la camisa dejaba entrever parte de su pecho y, al fijarme un poco más, advertí que sobre su tez pálida descansaba el medallón de plata. El talismán de la Orden del Ataúd y la Garra, una sociedad secreta cuyos miembros pertenecían a las familias más influyentes e importantes de la ciudad. Devlin renegaba de la educación que había recibido, le había dado la espalda al legado y las expectativas de su abuelo; sin embargo, todavía llevaba ese símbolo colgado del cuello. Por lo visto, seguía anclado a su pasado.
Todo eso me pasó por la mente en cuestión de un segundo. Después, eché un vistazo a la calle.
El detective enseguida se percató de que el asunto era urgente, porque se apresuró a preguntar:
—¿Qué ocurre?
—Acabo de ver algo… No sé qué significa, pero me ha dado miedo.
—Pasa. —Retrocedió un paso para permitirme la entrada.
En cuanto puse un pie en el vestíbulo, me asaltaron una serie de recuerdos y, de inmediato, desvié la mirada hacia la escalera. Me vi subiendo cada peldaño, con Mariama al lado, tratando de asustarme con su frialdad, mofándose de mí desde el espejo. Casi podía oír el retumbar de aquellos timbales y el latido de mi corazón mientras avanzaba por el pasillo que conducía a la habitación. A la habitación de Mariama.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Devlin—. Cuéntamelo.
Me volví.
—Había alguien en tu jardín. Lo vi vigilando la casa —confesé. Fui hacia la puerta y señalé los arbustos donde el intruso se había escondido—. Estaba justo ahí.
Él se alteró enseguida.
—Espera aquí.
Abrió el cajón de una mesita que había en el recibidor y sacó una pistola. Oí varios chasquidos, como si pusiera el arma a punto, y echó un segundo vistazo al jardín. Sin embargo, en lugar de salir por la puerta principal, se escabulló por la majestuosa arcada del comedor principal. Me quedé en el recibidor, pero vi que abría uno de los ventanales del salón y salía al jardín.
La temperatura cayó en picado, lo que significaba que los fantasmas de Devlin andaban cerca. Podía sentirlos. El miedo me paralizó.
Una ráfaga de aire agitó los papeles que había sobre la mesita y la luz empezó a parpadear. Sin embargo, la tormenta todavía estaba lejos. El aire se notaba especialmente pesado y percibí cierto cosquilleo eléctrico en las terminaciones nerviosas. Con suma cautela, eché una ojeada al salón, comprobando cada rincón oscuro.
No era la primera vez que veía aquel cuarto, aunque la sensación fue la misma; las antiguallas y los marcos chapados en oro que decoraban la estancia no encajaban en absoluto con su estilo. Aquella sala pertenecía a Mariama. Estaba segura. De hecho, aquella visión nada tenía que ver con la esencia a verbena de limón que impregnaba la casa.
Sobre la repisa de la chimenea había un retrato de Mariama, que lucía un vestido negro muy sencillo que le cubría los brazos y el cuello. Aquel atuendo no era casual. Lo había escogido porque resaltaba sus ojos avellana, aquellos pómulos, esa sonrisa cautivadora.
La araña que colgaba del recibidor era la única luz encendida. Se balanceaba con suavidad, y las sombras que bañaban las paredes y el retrato de Mariama danzaban sin parar. El movimiento era hipnótico, y a punto estuve de entrar en trance.
Al fondo del salón se abría un ventanal enorme que daba a la calle. El fantasma de Shani estaba allí, inmóvil, observando la noche. Buscando a su padre. Esperando a que regresara a casa, igual que el día en que sufrió el accidente.
Ethan me había contado una vez que Mariama y Devlin tuvieron una tremenda discusión aquel día: «Pero lo peor fue que Shani lo escuchó todo. Recuerdo a la pequeña golpeando la pierna de John para llamar su atención. Creo que intentaba consolarle, pero él estaba furioso…, demasiado inmerso en la discusión. Salió de casa hecho una furia y, cuando se subió al coche Shani se despidió desde detrás de una ventana. Fue la última vez que la vio con vida».
Seguía pegada al cristal, tratando desesperadamente de llamar su atención. Debió de notar mi presencia, o mi calor, porque me miró por el rabillo del ojo y, con un gesto, me indicó que no hiciera ruido.
Desvié la vista hacia lo más alto de la escalera. Me quedé sin aire en los pulmones cuando vi el fantasma de Mariama cerniéndose allí mismo, con una corriente sobrenatural alborotándole el pelo y la falda del camisón. A pesar de encarnar una entidad pálida y fría, su mirada ardía con fuego. Se deslizó por los escalones sin rozar la moqueta con los pies. Los papeles volaron de la mesita al mismo tiempo que la luz parpadeaba, y el aire se tornó tan frío que cada exhalación creaba una nube de vaho.
Bajé la mirada y descubrí que Shani se había colocado a mi lado. Apenas era una silueta transparente, pero el resplandor de su aura era inequívoco. Me cogió de la mano y percibí la rabia que corroía a Mariama.
Me sentía atrapada en una película de terror. Creía que, en cualquier momento, me saldría el corazón por la boca y, aunque quería escapar de allí, no podía moverme ni apartar la mirada de la belleza pervertida de aquel fantasma. No tenía la menor idea de qué era capaz de hacer, del poder que podía ejercer desde el otro lado. Pensé en Devlin. Estaba atrapado en aquella casa con el espíritu de su esposa; su energía menguaba con el paso del tiempo y la mujer que un día le confesó su amor le estaba arrebatando su juventud.
Todavía lo amaba, o eso parecía.
Extendió los brazos a su hija, y mi primer impulso fue interponerme entre las dos. Creo que, pese a estar aterrorizada, habría actuado así, pero, cuando miré a la pequeña, el resplandor de su aura se apagó, como si algo la hubiera empujado hacia el éter.
Mariama no reaccionó del mismo modo. Después de que su hija se esfumara por arte de magia, se transformó en un espíritu más fuerte, más frío, más hambriento. No tardé en notar que me fallaban las piernas, que el hueco donde me imaginaba que se aglutinaba mi fuerza vital estaba vacío.
Me armé de valor e hice acopio de fuerzas para alejarme de la escalera e intentar huir de allí. Devlin había entrado a hurtadillas, así que cuando me volví me topé con él de frente. Al percatarse de mi inquietud, me agarró de ambos brazos.
—¿Estás bien?
—Sí… Me ha parecido oír algo —jadeé.
—¿Aquí dentro?
—Estoy segura de que me lo he imaginado.
Peinó las escaleras y el pasillo que se abría a mis espaldas.
—Dejé una ventana abierta en el piso de arriba. Lo más seguro es que el viento haya tirado alguna cosa.
—Seguro que ha sido eso —dije con voz temblorosa—. ¿Has encontrado algo?
—Nada. Fuera quien fuese, ya se ha marchado.
—Oí el motor de un coche. Quizá fuera él.
—¿Podrías darme una descripción?
—La verdad es que solo pude verle de refilón. Era un hombre de raza negra. Muy alto y delgado, aunque…
Devlin me apretó los antebrazos y me miró con los ojos encendidos.
—¿Cómo de alto?
—No lo sé. Las sombras distorsionaban la silueta… —dije, alarmada—. ¿Por qué? ¿Sabes quién puede ser?
—No.
Estaba mintiendo. Me sentía ansiosa por preguntarle sobre Darius Goodwine, pero si lo hacía no me quedaría más remedio que admitir que lo había estado espiando.
—He vuelto a oír al ruiseñor —añadí—. No era un sinsonte. Estoy segura.
—No hay ruiseñores en Charleston —insistió.
—Entonces, ¿por qué no dejo de escucharlo? ¿Quién era el intruso, John? ¿Por qué te niegas a decírmelo?
—No lo he visto. ¿Cómo quieres que sepa quién es?
—Sopló unos polvos hacia tu casa, una especie de purpurina de color azul. ¿No te parece raro?
Él prefirió no responder. Me soltó los brazos, pero seguía muy cerca de mí. Tuve que reprimir el deseo de acariciarle el rostro, de pasar el pulgar por aquella cicatriz tan irresistible y asegurarme de que Devlin era un hombre de carne y hueso, que no estaba viviendo otra de mis fantasías. No, no era ningún sueño. Estábamos ahí, juntos. Pero su esposa, Mariama, también nos acompañaba. Estaba a su lado, rozándole el brazo, dedicándome una sonrisa maléfica. Se mofaba de mí porque poseía lo que yo jamás podría tener.
Miré hacia otro lado.
—¿Por qué has venido? —preguntó Devlin—. Y, por favor, no me digas que pasabas por aquí.
—He venido a verte.
Echó un fugaz vistazo a la puerta principal.
—¿Cómo has venido? No he visto tu coche fuera.
—He aparcado al final de la calle.
—¿Y eso? ¿Sabías que alguien estaba vigilando mi casa?
—No, porque no quería que me vieras —espeté—. No sabía si tendría el valor suficiente de llamar a tu puerta.
—¿Se necesita valor para llamar a mi puerta?
Suspiré.
—Sí, y ya sabes por qué.
Su mera presencia me resultaba tan magnética que tuve que controlarme para no abalanzarme sobre él. Lo miré de arriba abajo. Se había abrochado la camisa. El corte, como siempre, era pura perfección. Tenía buen ojo para la ropa, y el dinero suficiente para permitirse vestir como un hombre refinado. Pero en su atuendo también se apreciaba una gota de la naturaleza rebelde que lo había empujado a repudiar una educación elitista y a enamorarse de Mariama Goodwine.
—Y bien, ¿por qué querías verme? —preguntó al fin.
Todavía tenía un ojo puesto en el panel de cristal emplomado de la puerta. Me fijé en su perfil y me estremecí.
—Recibí tus mensajes. El otro día se me pasó comentártelo.
Poco a poco, se giró hacia mí.
—¿Qué mensajes?
—Los que me enviaste mientras estaba fuera de la ciudad. El último lo recibí cuando volvía de Asher Falls.
—¿Asher Falls?
—Es un pequeño pueblo en la falda de las montañas de Blue Ridge, cerca de Woodberry. Me encargaron una restauración, pero tuve que irme y, cuando estaba en el transbordador, recibí tu mensaje.
Se le ensombreció la expresión.
—No te escribí ningún mensaje.
—Pero… era tu número, de eso estoy segura.
—No lo envié —repitió.
—Entonces, ¿quién lo hizo?
—Ni idea. ¿Lo guardaste?
—Tuve que cambiar de teléfono, y perdí toda la información. Pero se envió desde tu número de teléfono. Estoy convencida. Y antes del mensaje, también recibí un correo electrónico. Supongo que tampoco lo escribiste tú.
—No.
—Qué extraño —dije. Y qué inquietante, pensé para mis adentros—. No sé qué decir. Te prometo que no me lo estoy inventando.
Esbozó una sonrisa.
—Ya lo sé.
En cualquier momento, rompería a llorar. Había creído que Devlin había escrito esos mensajes, pero en realidad nunca había querido volver a contactar conmigo…
Estaba destrozada y, aunque sabía que era ridículo, no podía evitarlo.
—¿Quién pudo haberlos enviado?
—No tengo la menor idea —admitió él—, pero lo descubriré.
Lo observaba, con el corazón encogido y las lágrimas a punto de derramarse, cuando el espectro de su esposa se entrometió entre los dos. Procuré no mirarla para no tentar al destino.
¿Cómo era posible que no percibiera ese frío? ¿Que el mero roce del fantasma no le pusiera la piel de gallina?
«Lárgate de aquí», pensé.
Oía su risa burlona en mi cabeza. «Lárgate tú».
De repente, me asaltaron las dudas. ¿Había perdido la chaveta? Tras tantos años rodeada de fantasmas, ¿me había vuelto loca? Desde que regresé de Asher Falls, no solo veía espectros, sino que también los oía.
—¿Qué ocurre? —preguntó Devlin.
—Perdona, estaba pensando en por qué alguien se tomaría la molestia de hacerme creer que los mensajes los habías escrito tú. Supongo que se las debió de ingeniar para acceder a tu cuenta de correo electrónico, a tu teléfono…
Por alguna extraña razón, recordé las palabras crípticas de Fremont.
—La verdad, lo dudo mucho —dijo Devlin.
¿Cómo podía estar tan seguro? ¿Fremont se había encargado de enviarme esos mensajes para que picara el anzuelo y regresara a Charleston?
«Tenemos que actuar con rapidez —había dicho—. ¿Lo entiendes? Debe ser ahora».
Devlin no me quitaba ojo de encima.
—Estás temblando. ¿Seguro que estás bien?
—Sí. El incidente me ha alterado mucho, y en esta casa hace mucho frío. ¿No te habías dado cuenta?
Encogió los hombros.
—Siempre hay mucha corriente de aire.
¿Siempre? ¿O desde que convives con fantasmas?
—¿Qué decían los mensajes?
No quería revelarle lo que había interpretado de ellos, sobre todo ahora que sabía que él no los había enviado.
—En el correo, me preguntabas dónde estaba.
—¿Respondiste?
—No.
—¿Por qué no?
—Si quieres que sea sincera, no lo sé —dije—. Estaba fuera de la ciudad, así que deduje que sería absurdo decirte dónde vivía.
—¿Y qué hay del mensaje?
—Dos palabras: «Te necesito» —farfullé. Continuaba mirándome con detenimiento, y no pude evitar sonrojarme.
Luego se acercó unos centímetros.
—Te necesito —repitió arrastrando cada palabra.
—S…, sí. Eso decía.
—¿Nada más?
Negué con la cabeza.
Se quedó pensativo.
—¿Cuándo dices que recibiste el mensaje?
—Hace varias semanas.
—Y, sin embargo, has esperado hasta ahora para decírmelo.
Tocado y hundido. No podía explicarle por qué había tardado en confesarle mis sentimientos, lo cual me negaba a hacer, rotundamente.
—No pude venir de inmediato. Cuando volví a Charleston, tuve que tomarme un tiempo para recuperarme. No estaba bien.
—¿No estabas bien? —repitió. Posó las manos sobre mis hombros y me giró hacia la luz de la araña—. Has pasado por algo. Lo veo en tu cara, en tu mirada —susurró—. ¿Qué te ha pasado, Amelia?
No, pensé con tristeza. No pronuncies mi nombre. No me mires así. Soy humana. ¿Cómo no derretirme si me miras así?
—Ahora ya estoy mejor —contesté.
Me rozó la barbilla y, con suma ternura, estudió mi rostro.
—¿Qué son todas esas marcas? ¿Quién te hizo eso? —preguntó. En su voz intuí un trasfondo peligroso y oscuro que me espantó.
—La pregunta no es quién, sino qué —respondí fingiendo normalidad—. Me metí en un zarzal. Gajes del oficio. No fue nada.
—Lo siento, pero no estoy de acuerdo.
No me había dado cuenta, pero me había ido apartando poco a poco y ahora sentía la pared en mi espalda. Devlin me había seguido, sin dejar que la distancia que nos separaba se agrandara. Seguía mirándome de aquella forma tan abrumadora, y me entró el pánico. No intentaría besarme, de eso estaba segura. No después de haberme marchado de su lecho sin dar explicaciones.
Cada vez lo tenía más cerca. En aquellos ojos tenebrosos brillaba una luz a la que preferí no poner nombre. Murmuró mi nombre y bajé la guardia. Anhelaba echarme en sus brazos, pero Mariama estaba ahí, como siempre. Su espectro flotaba entre los dos. Acariciaba a su marido mientras me rozaba el brazo con sus dedos de hielo.
Cogí aire y agaché la cabeza.
—Debería irme. Si no fuiste tú quien envió esos mensajes, supongo que no tenemos nada más de que hablar.
—De hecho, tenemos mucho de que hablar.
—Se está haciendo tarde, y mañana tengo que madrugar…
De pronto, me acarició el pelo.
—No te vayas —rogó.
Cerré los ojos y suspiré.
—Tengo que irme.
Apoyó la palma de la mano sobre la pared que tenía a mi espalda, y me dejó atrapada. No volvió a tocarme, pero sentía el calor de su piel mezclándose con el frío que desprendía la presencia de su esposa. Mariama se deslizó hacia un lado, sin alejarse demasiado. Después se escondió entre las sombras, pero sabía que estaba observándonos.
—¿Algún día piensas decirme qué pasó aquella noche?
Miró de reojo las escaleras. Me estremecí cuando una oleada de recuerdos me invadió: sus labios besándome el cuello, sus dedos acariciándome el interior del muslo…
—Deja que me vaya, por favor —supliqué.
—No pretendo retenerte. Tan solo quiero saber qué ocurrió. El modo en que me miraste antes de salir corriendo de la habitación… Esa imagen me ha perseguido durante meses. He repasado cada momento que pasamos juntos para encontrar una explicación. ¿Qué hice para asustarte tanto? ¿Acaso te hice daño?
—No. ¡No! No hiciste nada mal. Por favor, tienes que creerme. No era el momento apropiado, eso es todo. Tú mismo dijiste que no estabas preparado para olvidarte del pasado, para dejarlas marchar… —balbuceé—. Perdona por no habértelo explicado entonces, pero ni yo misma entendí lo que pasó. No lo comprendí hasta más tarde, hasta que tuve tiempo para pensar…
No pude acabar de soltar aquella excusa tan miserable. Nos sobresaltó un tremendo estruendo desde el salón. Devlin desenfundó la pistola que había guardado bajo la pretina y, sin musitar palabra, me indicó que no gritara. Tras escudriñar la habitación, dejó caer el brazo y encendió la luz.
El retrato de Mariama se había caído al suelo.
—¿Qué ha pasado?
—Maldita sea, ojalá lo supiera. Es imposible que el viento haya tumbado ese cuadro. Pesa una tonelada.
—Entonces, ¿qué lo ha tirado?
Menuda pregunta más estúpida.
—Supongo que los tornillos estaban flojos.
—El cristal se ha roto —apunté.
Sabía que el comentario era tonto, pero no se me ocurrió nada mejor que decir. El mensaje de Mariama no podía ser más claro.
—Se puede arreglar —dijo él—. De todas formas, hacía tiempo que quería quitarlo de ahí, pero no había encontrado el momento. En este salón siempre hace frío, incluso en verano. No he sido capaz de descubrir por dónde se cuela el aire —explicó. Echó un vistazo a la lámpara chandelier que colgaba del techo del recibidor—. ¿Ves a lo que me refiero?
Desde el umbral de aquel salón sentí el látigo de la corriente que soplaba procedente de las escaleras. Imaginé que me encontraría el espectro de Mariama cerniéndose sobre lo más alto, pero me equivoqué. La oscuridad que advertí palpitaba, y distinguí varios puntos de luz parpadeantes, como estroboscopios diminutos. Los otros estaban intentando colarse desde el otro lado.
Aquel titileo se fue intensificando. Estaba muerta de miedo. Tenía que salir de esa casa, alejarme de Devlin y deshacerme de las emociones que atraían a aquellas criaturas hambrientas como las moscas a la miel.
—Tengo que irme.
—Amelia, espera.
Me alcanzó cuando estaba bajando los peldaños del porche. Por segunda vez en una noche, me sujetó por los brazos y me giró para estudiar mi rostro.
—¿Qué pasa? ¿Por qué te has marchado así?
—Deja que me vaya. Te lo suplico.
Procuré soltarme, pero él no cedió.
—¿Qué tiene esta casa que tanto te asusta? ¿Qué te he hecho?
Desvié la mirada hacia su casa. Vi a Shani en una ventana, y advertí la silueta de Mariama flotando en la entrada. Quizá fueron imaginaciones mías, pero me pareció ver rostros desconocidos en todos los cristales.
—Ya lo sabes —dije, casi sin aliento.
—¿De qué estás hablando?
—Lo sabes, John. Pero te niegas a admitirlo.
Y justo entonces me soltó y retrocedió varios pasos. A pesar de la oscuridad que nos envolvía, pude ver el terror que cubrió su rostro.