Algo llevaba persiguiéndome desde hacía varios días. No tenía la menor idea de si era humano, fantasma o un intermedio, como yo. Nunca logré vislumbrar más que una fugaz sombra por el rabillo del ojo. Un suave parpadeo de luz, un ligero movimiento entre las sombras. Pero ahora estaba ahí, a mi alrededor. Una oscuridad que me pisaba los talones. Que se daba media vuelta cuando me giraba. Que se escondía cuando aminoraba el paso.
Afiancé mis pasos a pesar de que el corazón me latía a mil por hora, y me reprendí por haberme alejado tanto del campo sagrado. Me había quedado pululando por mi mercado favorito demasiado tiempo, sin percatarme de que se acercaba el crepúsculo, el momento del día en que esas entidades codiciosas e insidiosas se colaban en nuestro mundo, en busca de lo que jamás podrán volver a tener.
Desde los nueve años, mi padre me había enseñado a protegerme de la naturaleza parásita de los fantasmas, pero había roto todas y cada una de sus normas. Me había enamorado de un hombre acechado y había abierto una puerta de entrada a los otros, y así había permitido que el mal me encontrara.
Un coche pasó a toda velocidad por la calle. Pese al susto, agradecí oír un sonido normal. Pero el rugido del motor se desvaneció enseguida, y el silencio que siguió fue ominoso. El tráfico de hora punta había disminuido, y la calle estaba poco transitada, lo cual no era habitual. Tenía toda la acera para mí, y no veía a ningún otro peatón. Sentía que todo había pasado a un segundo plano, que mi mundo se reducía al ruido sordo de mis pisadas, de mis latidos.
Cambié la bolsa de la compra de mano y me escurrí hacia la izquierda, desde donde contemplé el atardecer sobre el río Ashley. El cielo moteado resplandecía como los rescoldos de un fuego extinguido, emitiendo una luz dorada sobre los chapiteles y campanarios que se asomaban por el horizonte de la Ciudad de las Iglesias.
Me gustaba estar de vuelta en mi querida Charleston, pero tenía los nervios a flor de piel desde mi regreso, uno de los síntomas del trauma físico y emocional que había sufrido durante la restauración de un cementerio en la falda de las montañas Blue Ridge. Pero había otra razón que explicaba por qué no podía comer o dormir, una ansiedad más profunda que me atormentaba incansable, a todas horas.
Tomé aliento.
Devlin.
Aquel detective de la policía acosado por sus fantasmas, al que no había logrado sacar de mi cabeza ni de mi corazón. El mero hecho de pensar en él era como una caricia oscura, un beso prohibido. Cada vez que cerraba los ojos, oía el susurro de su acento aristocrático, esa cadencia lenta y seductora. Sin apenas esfuerzo, evocaba sus labios perfectos junto a los míos…, el rastro meloso de su lengua…, esas manos ágiles y expertas…
Me concentré de nuevo en la calle y miré por encima del hombro. Fuera lo que fuera lo que me perseguía, se había quedado rezagado o había desaparecido, así que el miedo empezó a disminuir, como ocurría siempre que me acercaba a suelo sacro.
De repente, un pájaro trinó desde lo más alto del árbol. El sonido fue tan sobrecogedor que me detuve a escuchar. No era la primera vez que oía ese gorjeo. Fue en París, entre las sombras de un jardín. La serenata era inconfundible. Sutil y encantadora. Como flotar sobre una bañera de agua caliente a la luz de las velas. En un principio, creí que se trataba de un ruiseñor, pero luego recapacité. Los ruiseñores eran pájaros europeos y, a esas alturas, ya habrían recorrido los casi cinco mil kilómetros hasta África para pasar allí el invierno.
Tras la estela del ave cantora, me embriagó una intensa fragancia. Olía a algo exuberante y exótico. Ni el sonido ni el perfume pertenecían a esta ciudad, o puede que ni a este mundo, y empecé a notar un cosquilleo en la columna vertebral.
Percibí un susurró y me volví, casi esperando encontrarme a Devlin emergiendo de entre la negrura, tal y como había salido de la niebla la noche en que nos conocimos. Todavía lo veía como entonces, como un desconocido enigmático, el tipo tan atractivo y taciturno que protagonizaba mis fantasías de adolescente.
Pero Devlin no estaba detrás de mí. A esas horas, probablemente seguiría en la comisaría. No había sido más que el murmullo de las hojas secas, o eso quise creer. El runrún fantasmal de mi propio anhelo.
Y justo entonces, a lo lejos, resonó la risa de una niña, seguida de un cántico muy suave. De inmediato, reconocí la voz, aunque todavía no logro explicarme por qué, pues nunca la había oído antes. En mi cabeza formé la imagen de la hija muerta de Devlin.
Mi padre me hubiera advertido de que recordara las normas. Las recité para mis adentros y, poco a poco, me giré para rastrear el ocaso: «Nunca reconozcas que ves fantasmas, nunca te alejes de campo sagrado, nunca te relaciones con personas acechadas por fantasmas y nunca, bajo ningún concepto, tientes al destino».
De pronto, volví a oír la voz de aquella niña: «¡Ven a buscarme, Amelia!».
No puedo justificar por qué no decidí ignorarla y continuar mi camino. Debía de estar hechizada. Es la única explicación posible.
El ruiseñor canturreó cuando me aparté de la acera y me dirigí hacia un estrecho callejón donde se alzaba una gigantesca puerta ornamentada. Al asomarme, comprobé que tras ella se extendía el jardín cercado de una casa privada. Sabía que, si cruzaba el umbral, corría el riesgo de que me dispararan por infringir la ley e invadir una propiedad privada. La gente de Charleston adoraba las armas. Pero el peligro no me amedrentó, ni tampoco las reglas de mi padre, porque estaba bajo el efecto de aquel extraño hechizo hipnótico.
Meses antes, cuando percibí el fantasma de Shani planeando junto a Devlin, la pequeña intentó establecer contacto. Por eso me había seguido a casa esa misma noche y había dejado un minúsculo anillo granate en mi jardín. Ese anillo no había sido más que un mensaje, al igual que el corazón que había dibujado en la ventana. Quería decirme algo…
«Por aquí. ¡Date prisa! Antes de que venga…»
Un presentimiento me heló la espalda. Estaba rodeada de peligros, pero hice caso omiso y seguí avanzando. El canto del ruiseñor y aquel aroma seductor me guiaron a través de un laberinto de setos y palmitos, y atravesé varios senderos cuajados de onagras vespertinas y lirios de medianoche. El incesante goteo de una fuente se mezclaba con las carcajadas etéreas de Shani. La pequeña empezó a cantar. Sentí que se me erizaba el vello de la nuca:
El pequeño Dicky Dilta tenía una mujer de plata. Cogió un bastón y le partió la espalda, para venderla a un molinero. El molinero no quiso quedársela, así que la arrojó al río.
El ritmo era espantoso. Hacía una eternidad que no oía esa canción. Además, la inocencia de la voz cantarina de Shani hacía que los versos resultaran aún más macabros.
En un intento de librarme de ese letargo siniestro, me volví para desandar el camino hasta la verja, pero la hija del detective se materializó en mitad de la pasarela. Al principio, distinguí un ligero titileo, y luego la silueta de una niña. A medida que su imagen iba apareciendo, la temperatura del jardín descendió en picado. Estaba asustada, aterrorizada para ser exactos, y sabía que estaba pisando terreno peligroso. No solo estaba reconociendo abiertamente que veía muertos, sino también tentando al destino.
Pero en ese momento nada de eso me importó. No fui capaz de dar media vuelta ni de separar la mirada de aquel espectro delicado que me impedía escapar de allí.
Llevaba un vestido azul y en el cabello un lazo a conjunto y una espiga de jazmín atada en la cintura. Una cascada de rizos le caía sobre los hombros, un detalle tan adorable que me dejó sin aliento. Un aura apenas perceptible brillaba a su alrededor, plateada y diáfana, pero, aun así, pude definir sus rasgos. Admiré aquellos pómulos prominentes y esa mirada oscura que delataban su herencia criolla, e incluso me pareció intuir la belleza de su madre en aquel rostro fantasmagórico. Pero ningún parecido con Devlin. La influencia de los Goodwine dominaba sobre los demás apellidos.
De forma deliberada, la niña se sacó la ramita de jazmín de la cintura y me la ofreció.
Sabía de sobra que no debía aceptarla. La única forma de convivir con fantasmas era ignorándolos, fingiendo no verlos.
Pero ya era demasiado tarde para eso. Casi por voluntad propia, mi mano se levantó para coger las florecillas.
El fantasma se deslizó hacía mí hasta que pude sentir el frío glacial que emanaba de su cuerpo diminuto. Acaricié las flores color crema que sostenía el fantasma con los dedos. Los pétalos parecían reales, tan cálidos y flexibles como mi propia piel. No lograba comprender cómo era posible. Había traído el ramillete del otro lado, así que las flores deberían marchitarse.
«Para ti».
No musitó las palabras, pero las oí con perfecta claridad. La voz que resonaba en mi cabeza era tierna y lírica, como el suave tintineo de una campana de cristal. Me llevé el jazmín a la nariz y dejé que aquel perfume embriagador llenara todos mis sentidos.
«¿Me ayudarás?».
—¿Ayudarte? ¿Cómo? —pregunté sin querer. Incluso mi voz sonaba lejana y vacía, como un eco.
Se llevó un dedo a los labios.
—¿Qué ocurre?
El aire que ocupaba el jardín tembló y el espectro empezó a difuminarse. Se me aceleró el pulso y el vaho que producía al respirar se entremezclaba con un vapor lechoso que se enroscaba entre las sombras. Noté un extraño sabor a cobre en la boca, como si me hubiera mordido la lengua. Pero no sentí dolor alguno. Lo único que sentía era un miedo apabullante que se extendía desde el pecho hasta las piernas y que me tenía paralizada.
Tras un escalofrío en la nuca, dejé caer el ramillete de jazmín. La noche estaba sumida en un silencio sepulcral. Una extraña quietud había inundado aquel jardín. Solo se movía aquel bucle de niebla. Lo observé, fascinada, mientras se escurría hacia mí, retorciéndose como una cobra encantada. La tensión que se me había acumulado en las terminaciones nerviosas se hizo insoportable, y por un momento pensé que la más ligera de las caricias podría hacerme añicos.
Pero cuando se produjo el contacto, no fue nada ligero. El golpe fue rápido y brutal, una arremetida tan fuerte que perdí el equilibrio. Trastabillé sobre una pequeña estatua de jardín y me caí de bruces. El querubín de cerámica se rompió en mil pedazos al desplomarse sobre el suelo y, un instante más tarde, oí unas voces que provenían del interior de la casa. Una parte de mí sabía que esa gente debía de haber oído el estruendo, pero no fui capaz de apartar mi atención del camino. De pronto, otro ser emergió en el jardín. Suspendido en el aire, el espectro me observaba con la mirada encendida.
Mariama. La madre de la niña fantasma. La difunta esposa de Devlin.
En un solo instante, vislumbré el bajo vaporoso de su vestido, sus pies descalzos y la cabellera voluptuosa balanceándose sobre su espalda. Y aquella sonrisa burlona. Terriblemente seductora. Incluso muerta, la mística de Mariama era penetrante, palpable. Al igual que su astucia.
En ese instante, recordé algo que me había contado Devlin acerca de su mujer. Según sus creencias, la muerte no disminuía el poder de una persona. Un fallecimiento violento o repentino podía enfurecer al espíritu, que no dudaría en ejercer su fuerza para regresar a este mundo e interferir las vidas de los vivos, o incluso, en algunos casos, en esclavizarlos. Siempre me había asaltado la duda de si ese era su verdadero propósito: mantener a Devlin encadenado a ella, preso de su dolor y su culpabilidad. Podía existir en este lado del velo porque devoraba su calor, su energía vital, pero, en cuanto él la dejara marchar, en el momento en que empezara a olvidarla, ¿se desvanecería sin más?
Me acurruqué temblorosa y me arrepentí una y otra vez de haber seguido la vocecita de Shani y aquel extraño gorjeo hasta el jardín. No tendría que haber mordido el anzuelo. Todo aquello era culpa de Mariama. Y por fin lo entendí. Estaba interfiriendo en mi vida, alertándome de que me mantuviera lejos de Devlin.
Noté una picadura y, cuando bajé la mirada, descubrí que tenía la mano llena de hormigas. Sacudí las manos para deshacerme de ellas y, con torpeza, me puse en pie. Durante el breve instante en que desvié los ojos de los fantasmas, se esfumaron, dejando tras de sí una estela de escarcha.
La puerta que daba al jardín trasero se abrió, y una mujer salió al porche.
—¿Quién anda ahí? —preguntó. A juzgar por su tono de voz no estaba en absoluto asustada, tan solo molesta.
No se me ocurrió ninguna excusa creíble que explicara mi presencia en su jardín, de modo que recogí la bolsa de la compra y me escondí tras un matorral de azaleas. Una cobardía por mi parte, desde luego. Se estremeció de frío y se ajustó la chaqueta alrededor del cuerpo mientras seguía escudriñando el lugar.
Si mi encuentro con aquellos fantasmas no me hubiera dejado tan aturdida, quizá me habría delatado, en lugar de corretear tras los arbustos como un vulgar ladrón. Me podría haber inventado alguna historia, como que mi gato se había escapado y le había seguido hasta allí, y luego ofrecerme a pagar los desperfectos. Y justo cuando estaba a punto de hacerlo, advertí la silueta de un hombre tras el ventanal de la terraza.
—Me ha parecido oír algo —dijo la mujer por encima del hombro, y él salió al porche. Se me encogió el corazón. El segundo golpe que encajé esa noche. Reconocí a aquel tipo de inmediato. Era Devlin. Mi Devlin.
Enseguida até cabos y adiviné por qué Mariama me había atraído hasta ese jardín. Para presenciar eso.
Mariama apareció junto a su marido. Sentí su mirada glacial clavada en mí, tan burlona e hipnótica como siempre. La brisa nocturna le alborotaba el cabello y le agitaba la falda transparente del vestido, que envolvía sus piernas como si de una serpiente se tratara. Podía ver a través de su espectro y, sin embargo, en aquel instante parecía tener más vitalidad que cualquier otro ser vivo.
Alargó el brazo y acarició la mejilla de Devlin con ademán posesivo, sin dejar de fulminarme con aquella mirada socarrona. No oí su voz en mi cabeza, pero el mensaje era claro. No estaba dispuesta a dejarle marchar.
De pronto, noté un tremendo dolor en el pecho, como si una mano invisible me hubiera arrancado el corazón. Me quedé sin aire en los pulmones y las piernas me temblaban. Algo horrible estaba sucediéndome en aquel jardín. Una entidad que me consideraba su enemiga estaba consumiendo mi calor, mi energía.
Mi padre me había avisado en incontables ocasiones: «Si hay algo que desean los muertos, es volver a formar parte de nuestro mundo. Son como parásitos; nuestra energía los atrae y se nutren de nuestro calor. Si descubren que puedes verlos, se aferrarán a ti como una plaga de pulgas. Nunca podrás librarte de ellos. Y tu vida jamás volverá a ser igual».
El fantasma se echó a reír y, por un instante, pensé que también había oído la advertencia de mi padre.
Shani se materializó junto a Devlin. Le jaló del pantalón para llamar su atención, pero él en ningún momento se percató de su presencia. No podía sentirla. No tenía la menor idea de que su hija estaba allí. Solo tenía ojos para aquella desconocida. Se acercó por detrás y le rodeó la cintura de avispa con ambos brazos. Ella dejó caer la cabeza sobre su hombro, y el murmullo íntimo de sus voces atravesó el jardín hasta alcanzar mi escondite.
El detective no la besaba ni la acariciaba como lo haría un amante. Se limitó a sujetarla entre sus brazos mientras sus fantasmas flotaban a su alrededor.
No podía moverme ni respirar. Fue, con toda probabilidad, el peor momento de mi vida.
Tras unos minutos, Devlin volvió dentro y sus fantasmas se desvanecieron. Pero la dueña de la casa permaneció allí, oteando el crepúsculo, como si pudiera percibir mi presencia. No me atreví a moverme por miedo a llamar su atención, pero me habría encantado verla. Tan solo intuía una silueta curvilínea y una cabellera brillante que le rozaba los hombros. Sin embargo, sabía que era atractiva. Desprendía algo, una especie de vibración que comparten todas las mujeres hermosas.
Se quedó en el porche varios minutos más, y luego siguió a Devlin hacia dentro. Esperé pacientemente para cerciorarme de que ninguno volvía al porche, y luego salí disparada de mi escondrijo hacia el callejón oscuro, sin pararme a pensar en mi acosador anterior.
El hecho de haber presenciado aquella escena con Devlin acompañado de otra mujer me distrajo y bajé la guardia, algo muy poco habitual en mí. Convivir con fantasmas exigía vigilancia y atención y, a pesar de estar huyendo de aquel lugar, mi cabeza no podía dejar de proyectar aquella imagen. El despiste me costó muy caro. Una sombra amenazadora apareció de la nada y, en un abrir y cerrar de ojos, alguien me empujó hacia la pared de piedra y me sujetó por la garganta.
La presión sobre la tráquea me impidió gritar. Aquel desconocido me había inmovilizado en cuestión de un segundo. Justo cuando empezaba a sacudir el gas lacrimógeno que llevaba en el bolsillo, el asaltante retrocedió varios pasos. Me soltó el cuello y me pareció oír un grito ahogado. Y luego, con cierta incredulidad, escuché:
—¿Amelia?
Devlin.
Tenerle a tan pocos centímetros me dejó aturdida. No fui capaz de articular una sola palabra. Habían pasado varios meses desde la última vez que nos habíamos visto, pero cada noche le encontraba entre mis sueños. Aquellos sueños oscuros y lujuriosos me permitían fantasear con él; sin embargo, ahora que estaba plantado frente a mí caí en la cuenta de que las visiones no hacían justicia a la realidad. Me observaba confundido, pero, aun así, solo podía pensar en sus caricias, en cuánto había añorado sus besos.
—¿Estás bien? —se apresuró en preguntar.
Ah, ¡esa voz! Aquel acento, sedoso y con aires de un mundo antiguo, me enloquecía.
Tragué saliva con cierta dificultad.
—Sí, creo que sí.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí? ¿Y por qué no has dicho nada? Podría haberte hecho mucho daño —dijo, algo nervioso.
—No me has dejado —repliqué a la defensiva—. ¿Sueles inmovilizar a la gente así, sin razón?
—Tenía una razón. Estaba de visita en casa de una amiga y creímos haber oído a alguien en el jardín.
—¿Alguien que merodeaba por el jardín? —pregunté con aire inocente.
Vaciló durante unos segundos antes de contestar.
—Sí, eso es —murmuró. Le rodeé y eché un vistazo al callejón—. ¿Has visto salir a alguien de aquí?
Sacudí la cabeza mientras el corazón me martilleaba el pecho.
—¿Y en la calle? ¿Te has fijado en si había alguien merodeando por ahí?
—No he visto nada.
Seguía vigilándome con aquella mirada inquisitiva.
—Te toca, entonces. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Estaba… de camino a casa. He estado haciendo un par de recados en el mercado —respondí y, con una convicción cuestionable, le mostré la bolsa llena de comida.
—Te has desviado un poquito, ¿no crees?
—¿Lo dices por el callejón? —balbuceé, y me humedecí los labios—. Me pareció oír algo y decidí investigar.
Él levantó la barbilla y percibí una tensión repentina.
—¿Qué oíste?
—Ahora me parece una locura —respondí, esquivando así su pregunta.
Me agarró por el brazo y sentí un escalofrío en todo el cuerpo, en parte de deseo, en parte de miedo.
—Dímelo —insistió.
—El trino de un pájaro.
—¿El trino de un pájaro? —repitió. En otras circunstancias, su desconcierto me hubiera divertido.
—Lo confundí con un ruiseñor.
Casi de forma imperceptible, tensó todos los músculos, e incluso hubiera jurado vislumbrar una sombra que le oscurecía aquellos rasgos tan bellos. Pero eso era imposible, por supuesto. Había caído la noche, y apenas podía ver nada, pero me dio la sensación de que mis palabras habían despertado algo.
—No hay ruiseñores en esta parte del planeta —me corrigió—. Debes de haber oído un sinsonte.
—Ya lo pensé. Pero, cuando estuve en París, los ruiseñores canturreaban cada tarde desde el jardín del hotel donde me hospedaba. Su trino es inequívoco.
—Sé perfectamente cómo es su trino —contestó con cierta brusquedad—. Cuando estuve en África, esas malditas aves no dejaban de gorjear.
He ahí otro detalle que no conocía sobre él.
—¿Cuándo estuviste en África?
—Hace mucho tiempo —murmuró, y alzó la cabeza para echar un vistazo a las copas de los árboles.
En esta ocasión, fui yo la que se quedó desconcertada.
—¿Qué más da qué tipo de pájaro era?
—Porque si has oído a un ruiseñor en Charleston… —empezó, pero de repente oímos el chasquido de la puerta y me empujó hacia él para escondernos entre las sombras de la verja.
Estaba demasiado perpleja como para protestar. Aunque no se me ocurría ningún motivo para hacerlo. La adrenalina fluía por mis venas y casi sin querer deslicé la mano por la solapa de su chaqueta. Me aferré a él y, un segundo más tarde, una voz femenina invadió nuestro paraíso.
—¿John? ¿Estás ahí?
Al ver que no respondía de inmediato, incliné la cabeza para mirarle. Apenas unos milímetros separaban nuestros rostros. Estábamos tan cerca que si me ponía de puntillas podría rozarle los labios…
—Estoy aquí —contestó.
—¿Todo bien? —preguntó algo ansiosa.
—Sí, todo bien. Dame un minuto.
—Date prisa.
La puerta hizo un ruido metálico al cerrarse y, casi ipso facto, oí la puerta trasera de la casa. Pero Devlin y yo no estábamos solos. Se levantó una suave brisa que agitó las hojas y el frío inhumano de sus fantasmas nos asaltó. No podía verlos, pero estaban en algún lugar, flotando entre la negrura.
Devlin seguía sosteniéndome, pero la distancia que nos separaba era palpable. Aquel abismo me incomodó sobremanera, y poco a poco me fui apartando.
—Debería irme.
—Deja que te lleve a casa —propuso—. Es de noche.
—Gracias, pero no. Vivo a unas cuantas manzanas, y es un vecindario seguro.
—Seguro es un término muy relativo.
Y llevaba toda la razón.
—Estaré bien.
Me marché. Tras varios pasos, le oí murmurar mi nombre. Su voz sonó tan débil que incluso pensé en ignorar la súplica por miedo a que fuera producto de mi imaginación. Pero al fin me volví y musité:
—¿Sí?
Su mirada enigmática brillaba en la oscuridad que nos envolvía.
—Fue un sinsonte, el pájaro que oíste. Es imposible que fuera un ruiseñor.
Se me encogió el corazón y asentí.
—Si tú lo dices…