32

Macovich distinguió la furgoneta blanca con el adhesivo del arco iris en el parachoques, dos coches por delante de él, y recordó el adhesivo que viera en la garita de peaje de Hooter. Entonces advirtió con sorpresa que era ella quien ocupaba el asiento del pasajero de la furgoneta; tenía la cabeza vuelta hacia atrás para hablar con alguien que se hallaba en la parte posterior del vehículo y a quien Macovich no alcanzaba a ver.

—Eh, chica, ¿qué significa esto? —murmuró Macovich para sí cuando observó que la furgoneta avanzaba de forma algo errática, reduciendo la marcha y acelerando, dando bandazos y tratando de cambiar de carril para adelantar por donde fuera.

Macovich encendió los faros azules de la limusina especialmente preparada, y se pegó al parachoques del vehículo que lo precedía hasta obligar al conductor a salirse al arcén. Repitió la maniobra con el siguiente coche y, por fin, se encontró detrás de la furgoneta con todas las luces de emergencia encendidas y destellando.

—¿Qué sucede? —preguntó Regina, que se daba unos retoques con el polvo facial que le pasara Barbie.

—Intento abrirnos camino entre todo este tráfico —respondió el agente al tiempo que lograba colarse en el carril izquierdo y se situaba junto a la furgoneta.

Empezó a hacerle señales a Hooter en un intento de llamar su atención. Cuando ella, gracias a que Barbie la avisó de la presencia de la limusina, volvió la cabeza por fin y lo vio, puso una cara de angustia y le lanzó un mudo «¡Socorro!».

—¡Mierda! —dijo Macovich, pues las normas le impedían actuar en asuntos de tráfico cuando hacía de chófer del gobernador.

Se encogió de hombros, como explicándole a Hooter que no podía intervenir. Señaló la parte de atrás de la limusina y levantó una caja para indicarle que llevaba allí «el Paquete». Hooter puso los ojos en blanco y lanzó otro «¡Socorro!» al tiempo que señalaba la parte trasera de la furgoneta, levantaba seis dedos y luego movía dos de ellos para dar a entender a Macovich que llevaba a los seis hombres fugados. ¿Seis pasajeros, en la parte trasera, que corrían? ¿Acaso no acababan de escapar seis hombres de los calabozos municipales, no lejos de allí? Y si en la parte trasera de la furgoneta iba gente normal y corriente, ¿por qué trataban de ocultarse a la vista?

Macovich conectó la radio y pidió refuerzos mientras gesticulaba hacia Hooter para que forzara a su conductora, que parecía estar fuera de sí, a salir de la carretera.

—Chica —le dijo Hooter a Barbie en voz alta—, lo siento mucho pero tengo que ir al baño ya mismo.

—¡Olvídalo! —llegó la voz imperiosa de Cat desde el suelo de la parte trasera de la furgoneta—. ¡No pararemos hasta que salgamos de este atasco y lleguemos a alguna parte donde no haya policía!

—Deja que te diga una cosa. —Hooter se volvió en su asiento—, cuando una mujer dice que tiene que parar, tiene que parar, ¿entiendes? ¿Tu madre no te dio educación? ¿No te enseñó nada sobre las mujeres y sus períodos mensuales? ¿No te dijo que una mujer puede andar por ahí, ir en coche pendiente de sus asuntos y, de pronto, notar que despierta su fertilidad cuando no lo esperaba hasta un par de días más tarde?

Los hombres de la furgoneta callaron.

—Así pues, encanto, toma esa salida de ahí delante que lleva a la estación de servicio e iré al baño. No tardaré mucho, sólo espero que no me den los calambres. ¡Oh, Señor, por favor, que no me den los calambres!

Barbie estaba tan preocupada que olvidó por un momento a los fugitivos que viajaban atrás. Barbie lo había pasado fatal debido a los calambres cuando era más joven y entendía perfectamente lo insoportables y debilitantes que podían resultar. Puso el intermitente de la derecha y le dio unas palmaditas en el brazo a Hooter.

—¡Conduce! —le ordenó Trader.

—¿No tienes pastillas? —preguntó Barbie.

—¡Ay, aaay…! —Hooter respondió con un gemido y se encogió sobre el vientre—. ¡Aaaaaay…! No traigo nada porque no esperaba la regla todavía. ¡Aaaaaay! ¡Señor, por qué ha de pasarme esto hoy, precisamente!

—Lo siento mucho —intervino el reverendo Justice con sinceridad al tiempo que inhalaba un puñado de polvo del suelo enmoquetado y apartaba de su cara el pie de Cat—. Rezaré para que el Señor te libre de los calambres. ¡Dios Santo… estornudó dos veces, te ruego que libres de los calambres a esta mujer, tu sierva! ¡Imploro para ella tus poderes de curación en el nombre de Jesús!

—¡Aaaaaay…! —gimió Hooter más alto mientras la furgoneta apenas avanzaba en el atasco de aficionados a las carreras; todos estaban impacientes, preguntándose si iban a perderse el inicio de la carrera, cuando el coche de seguridad empezara a rodar por la pista y los F-16 de la Fuerza Aérea pasaran volando en formación.

—¡Está bien, está bien! —sonó la voz de Slim Jim; si había algo que no soportaba era oír las quejas de una mujer con calambres y luego tener que prepararse para el mal humor y la conducta ruin que, estaba seguro, vendría a continuación—. Pararemos. Date prisa y no hables con nadie ni hagas nada que atraiga la atención.

Macovich miró a Hooter con atención y alarma mientras conducía a su altura. Era evidente que la habían herido y necesitaba que la trasladaran enseguida a un hospital. Macovich empezó a ser presa del pánico: ¿Cómo sabía que no la había acuchillado alguno de los fugados y no estaba desangrándose allí, ante sus propios ojos?

—Disculpe, señor. —Moses dirigió la palabra al gobernador.

—¿Qué? —preguntó éste, saliendo de su sopor.

—El caballito me pisa con la pezuña y no consigo moverlo —explicó Moses; el hombre no quería causar molestias, pero temía haberse roto el pie y el dolor era insoportable.

Regina intentó recordar dónde había puesto la lista de órdenes y cayó en la cuenta de que la había olvidado en la mansión. Sabía que había una orden para que el animal levantara la pata. ¿Cuál era?

—Ven —dijo a Trip.

El caballito respondió avanzando un palmo hacia el que consideraba su adiestrador; en este caso, el gobernador.

—¡Aaaaaay! —exclamó Moses cuando el caballito chocó contra el brazo enyesado y a continuación lo pisó con la otra pata—. No crea que me quejo de vicio, señor, pero aquí dentro me están machacando tanto como lo hacían en el hospital.

—¡Muévete! —Regina empezaba a angustiarse y en su cabeza se confundieron las órdenes que había aprendido—. ¡Oh, lo siento!

Trip se movió y golpeó a Moses, cuya cabeza vendada se estrelló contra el cristal de la ventanilla. Con un alarido, suplicó que lo dejaran salir del coche.

—Pediré un taxi, volveré a mi casa y me meteré en la cama —dijo mientras intentaba apartar al mini caballo.

—¿Puedes parar? —gritó Regina a Macovich al tiempo que tiraba de su falda vaquera; le quedaba un poco ceñida y tendía a subírsele a sus caderas enormes El señor Custer no se encuentra bien y tiene que irse.

—¿Tiene que irse? ¿Adónde? —dijo Macovich, avanzando un poco más junto a la furgoneta.

—De vuelta.

Trip intentó dar la vuelta; esta vez apoyó todo el peso de sus cuartos traseros sobre ambos pies de Moses.

—¡Aaaaaay! —chilló el hombre.

—¡Aaaaaay! —se quejó Hooter cuando por fin Barbie tomó el desvío a la gasolinera de Hess.

La caravana motorizada del gobernador entró en la estación de servicio detrás de la furgoneta.

Otros aficionados a las carreras que también habían decidido aprovechar el atasco para repostar contemplaron con asombro la limusina que abría la marcha, con sus luces azules destellantes, y las otras tres que la seguían, todas de color negro. Las puertas relucientes de la primera se abrieron y por ellas salieron a tomar un poco de aire fresco el gobernador, una chica gorda que exhibía un peinado horrible y un gusto horroroso para vestir y alguien que parecía un paciente hospitalario, además de un caballito de pelo rojizo, junto a varios chóferes de paisano que llevaban pistola bajo la chaqueta y el resto de la primera familia.

El gobernador sujetó de la correa a Trip y dio unos pocos pasos torpes mientras Macovich echaba a correr hacia la furgoneta en el instante en que Hooter se apeaba y chillaba, agitando los brazos:

—¡Nos han secuestrado unos presos! —exclamó, y de inmediato todos los aficionados a la NASCAR que se habían detenido a tomar una cerveza y a aliviarse de las ya consumidas, empezaron a lanzar vivas.

Slim Jim, Stick, Cruz Morales, Trader, Cat y el reverendo saltaron de la parte de atrás y se dispersaron. Dos de ellos fueron derribados al suelo por Bubba Loving. Macovich agarró a Cruz y a Stick por la espalda de la camisa y Cat zigzagueó, escabulléndose en dirección hacia el gobernador con el propósito de tomarlo como rehén. Regina, recordando que todavía era una agente auxiliar, decidió que le correspondía controlar la situación y gritó a Trip:

—¡Ataca!

El mini caballo desconocía tal orden y se quedó quieto mientras Cat pasaba ante él a toda velocidad. El gobernador entrecerró los ojos con aire confundido y tanteó a su alrededor en busca de la lupa. Regina, que de niña había fastidiado y lesionado a miembros del servicio y de la familia por medio del sistema de lanzarse contra cualquiera con la cabeza por delante, bajó la testa y pateó el suelo con sus zapatillas altas rojas de cuero auténtico, acumulando furia al tiempo que sufría un violento retroceso atávico a su naturaleza más primitiva. Corrió contra el preso fugado y lo golpeó en la entrepierna, levantándolo del suelo y enviándolo por los aires hasta chocar de lleno con Trader. A continuación se abalanzó sobre los dos, montó sobre ambos cuerpos y vociferó mientras golpeaba sus cabezas, una contra la otra, y se dedicaba a asfixiarlos. Hooter acudió corriendo a ayudarla mientras los excitados aficionados a la NASCAR la animaban a «embestir otra vez», a «pisar el acelerador a fondo» y a «sacarlos del circuito».

Smoke continuó apuntando a la cabeza a Andy y amenazó con matar a Popeye si él y Hammer no hacían exactamente lo que les decía.

—Sé que los dos lleváis armas; echadlas aquí atrás —ordenó Smoke por el micrófono.

«Limítate a pilotar el aparato», se dijo Andy.

—¡Echadlas aquí atrás ahora mismo! —La voz cruel de Smoke resonó en los auriculares.

—Estoy pilotando —replicó Andy—. Necesito ambas manos y los pies para llevar los mandos, y no voy a apartarlos para buscar un arma que no tengo hasta que estemos posados en el suelo.

—Yo no tengo ningún arma —respondió Hammer, dudando de si volverse por sorpresa y pegarle un tiro a Smoke con la pistola de nueve milímetros que llevaba en el bolso.

Sin embargo, decidió que no sería buena idea. A tan corta distancia, acertar el tiro no era problema. Pero si Smoke conseguía disparar su arma porque ella había abierto fuego con la suya, Andy podía resultar herido o muerto y ella tendría que encargarse de pilotar el aparato… y no sabía nada de helicópteros. Además, si su bala atravesaba al pirata y alcanzaba el motor, podía causar una avería grave y terminarían estrellándose. Contempló las aguas oscuras del río James en la desembocadura de la bahía de Chesapeake y recordó su miedo a ahogarse.

—Vuelve a sentarte y cállate —dijo a Smoke con el tono de severidad que reservaba a los sospechosos—. Ya estamos sobre la bahía y no querrás que perdamos el control del helicóptero precisamente ahora, ¿verdad? Si nos estrellamos, nos ahogaremos todos. Quedarás atrapado aquí dentro y golpearás las puertas tratando desesperadamente de abrirlas, pero no lo lograrás debido al vacío y te encontrarás debatiéndote en el frío y la oscuridad mientras el agua llena la cabina y te asfixias lentamente.

—¡Tranquilo! —suplicó Cuda a Smoke—. Tranquilízate, tío. ¡No quiero ahogarme!

Possum mantuvo a Popeye envuelta en la bandera y le acarició la cabeza. Smoke volvió a su asiento y jugó con la jeringa mientras Unique fijaba su extraña mirada en la nuca del Agente Verdad, con el cúter apretado en su delicada mano con tal fuerza que las uñas se le clavaban en la palma hasta hacerla sangrar. No sentía el menor dolor, sólo la oleada de calor y las intensas vibraciones y frecuencias que procedían de su Oscuridad.

Andy consultó una carta de navegación y entró en la frecuencia de radio de Patuxent; minutos después, captó la llamada de la torre de control militar.

—Helicóptero cero, uno, uno Delta Bravo —se identificó por la radio.

—Uno Delta Bravo, adelante —respondió la torre.

—¿Están utilizándose las zonas restringidas 6609 y 4006? —preguntó Andy.

—Negativo.

—Solicito permiso para transitar por ellas a mil pies, en ruta a la isla Tangier —dijo Andy.

—Permiso denegado. —La torre respondió exactamente lo que Andy había esperado oír.

—Entendido —asintió al tiempo que introducía en la radio en señal de respuesta el código 7500, anunciando un secuestro. A continuación hizo una señal a Hammer con el pulgar hacia arriba.

A pesar de todo, continuó dirigiéndose a la zona de transición entre las áreas restringidas; ahora que Patuxent lo tenía en el radar, conocía su número de identificación y estaba al corriente de que tenía secuestradores a bordo, los militares responderían. Aumentó las revoluciones del motor y agradeció una racha de viento que los impulsó a ciento setenta nudos. Quince minutos más tarde entraron en el espacio aéreo de Patuxent.

Andy respiró hondo y pasó el 430 a piloto automático. Smoke no podía saber que ahora tenía las manos y los pies libres y Andy alargó una de ellas, poco a poco, hasta sacar la pistola de la funda del tobillo. Hammer lo imitó y sacó discretamente su arma del bolso. Los dos ocultaron las pistolas bajo los muslos con el fin de que Smoke no viera lo que sucedía si volvía a levantarse de su asiento para asomarse de nuevo a la cabina.

Fonny Boy y el doctor Faux tampoco sabían qué estaba ocurriendo. Iban caminando por Janders Road a plena vista de cualquiera, pero no veían el menor rastro de ningún isleño. Muchas de las casitas tenían las luces apagadas y no circulaba un solo carrito de golf o una sola bicicleta bajo el frío atardecer. Desde que los dos se escabulleran del transbordador después del infructuoso intento de sobornar al capitán para ir en busca de la nasa para cangrejos con la boya amarilla, habían hecho todo el camino con la impresión de que la isla entera se hallaba desierta.

—¡Te lo juro! Quizá por fin ha venido Dios a llevárselos —dijo Fonny Boy, que había oído hablar de ello toda la vida—. ¡Y a nosotros no nos ha alcanzado porque no somos merecedores del cielo debido a nuestros pecados!

—¡Menuda tontería! —replicó el dentista con frustración.

Estaba cansado, hambriento y aterido de frío, y no hacía más que imaginar a todos los pescadores a bordo de sus barcas en busca del tesoro. Se preguntó si la Guardia Costera los habría rodeado y detenido a todos, o si los pescadores habían encontrado la manera de conseguir la colaboración de las autoridades. En pocas palabras, el doctor Faux ignoraba qué sucedía, pero estaba asustado y deseaba no haber cometido la estupidez de engrosar sus facturas, mentir a Sanidad, aprovecharse de los niños y echar a perder la dentadura de tantos incautos para obtener beneficios.

Cuando al fin llegaron a casa de Fonny Boy, allí tampoco había nadie.

—Mi madre debería estar aquí, preparando el fuego y limpiando los platos. Nunca sale después de oscurecer —se asombró Fonny Boy al tiempo que sus temores aumentaban—. ¡Estoy convencido de que Cristo bajó en su nube y se los ha llevado a todos, menos a nosotros!

—Basta —insistió el dentista—. Nadie ha ido a ninguna parte en una nube, Fonny Boy. Eso es un cuento. Vamos, tiene que haber una explicación para el hecho de que la isla esté desierta; cogeremos el carrito de golf de tu familia y daremos una vuelta. Sugiero que vayamos al aeropuerto a ver si sucede algo allí.

La batería del carrito estaba descargada, y aquello no hizo sino aumentar los malos presagios que Fonny Boy tenía.

—Iremos andando, pues —decidió el doctor Faux, y tomó en otra dirección que atajaba por una marisma—. Admito que es extraño. Si todo el mundo está en las barcas buscando el tesoro, ¿cómo es que había tantas amarradas en los muelles cuando dejamos el transbordador?

—¡Chist! —dijo Fonny Boy con un dedo sobre los labios—. ¡Oigo un helicóptero! ¡Debe de ser la Guardia Costera!

El dentista aguzó el oído y captó el ruido lejano. También detectó algo más.

—Cantos —dijo—. ¿Los oyes, muchacho?

Los dos se detuvieron en el sendero y el aire salobre revolvió sus cabellos mientras se aplicaban a oír el leve sonido de unos cantos religiosos que el viento transportaba, casi imperceptibles.

Viene de la iglesia metodista McMann Leon, la de Main Street —apuntó Fonny Boy con un jadeo de excitación—. Pero no lo entiendo, porque en esa iglesia no hay servicio los sábados por la noche.

Fonny Boy y el dentista echaron a correr en aquella dirección mientras el sonido de las palas del helicóptero aumentaba; distinguieron dos brillantes focos que se movían en el firmamento tachonado de estrellas, procedentes del oeste. Fonny Boy echó a correr y se despreocupó de si dejaba atrás al dentista.

—¡Eh! ¡Espérame! —lo llamó Faux—. Bueno, no importa; yo voy al aeródromo a ver si puedo largarme de aquí volando en uno de esos helicópteros que vienen.

Fonny Boy corrió como no lo hiciera en toda su vida; estaba jadeante y bañado en sudor cuando por fin ascendió los peldaños de la iglesia y abrió la puerta de par en par. No podía creer lo que vio en el interior. Hasta la última persona de la isla debía de haberse congregado allí, las luces estaban apagadas y los isleños sostenían velas. Cantaban a coro sin acompañamiento y Fonny Boy se quedó inmóvil, observándolos, presa del miedo y la confusión. Debía de haber sucedido algo terrible, pensó; o tal vez algo maravilloso; o tal vez sabían que Jesucristo descendía a buscarlos y aguardaban allí la nube que los transportaría. Aquello era una estupidez, protestó en silencio. ¿Por qué no estaban todos buscando el tesoro? ¿Por qué no se preocupaban de los helicópteros que estaban llegando? El ruido de los motores ya podía oírse en el interior de la iglesia. Fonny Boy sacó su armónica del bolsillo, ahuecó las manos en torno a ella para cortar el aire, juntó los labios y empezó a extraer las notas de un blues al tiempo que marcaba el ritmo con el pie.

El cántico cesó al instante y el reverendo Crockett ocupó el púlpito y escrutó el mar de velas parpadeantes.

—¿Quién anda tocando la armónica? —inquirió.

Fonny Boy improvisó una letra y sopló unas notas:

—Ya no voy más a la deriva, ya no voy vestido de domingo con los bolsillos vacíos, soy un hombre generoso, yo nunca he sido pobre.

A su alrededor se alzaron unos jadeos de asombro y unas voces exclamaron: «¡Alabado sea Dios!», «¡Jesús bendito!» y «¡Es un milagro!». De inmediato, la madre de Fonny Boy salió tambaleándose de un banco y estrechó al muchacho entre sus brazos; un instante después, su padre lo alzaba en sus brazos con el curtido rostro bañado en lágrimas. Todo el mundo en la isla dio por muerto a Fonny Boy al correr la voz del asunto del tesoro Tory y de la captura del dentista; como no hubo mención alguna del muchacho en relación con tales noticias, los isleños supusieron que el pobre Fonny Boy había sido lanzado por la borda por el codicioso doctor Faux.

—¡Alcemos las manos unidas en señal de alabanza! —proclamó el reverendo Crockett—. ¡El Señor nos ha otorgado su gracia y ha vuelto a insuflar vida en este muchacho, que se había ahogado!

—¡Alabado sea Dios! —exclamó la madre—. ¡Me ha devuelto a mi hijo de entre los muertos!

—¡Que me muera si estaba muerto! —replicó Fonny Boy, confundido y profundamente emocionado, cuando empezó a entender que la isla entera se había reunido en la iglesia para rogar por su suerte—. El dentista me ha traído de vuelta antes de anochecer.

Un estruendo envolvió a los congregados cuando unos helicópteros sobrevolaron la iglesia, haciendo vibrar el tejado.

—¡Lo que faltaba! —exclamó el reverendo Crockett con desaprobación—. ¿El dentista ha vuelto a Tangier?

—¡Pues no! —respondió Fonny Boy, hablando al revés.

—¿Dónde está?

—¡Se dirigía al aeródromo! —indicó.

—¡Ese mal hombre de tierra firme me sacó hasta el último diente! —dijo la señora Pruitt en voz lo bastante alta para que todo el mundo la oyese.

—¡Y a mí!

—¡Y a mí!

—¡Sí, a mí también!

¡Seguro que planea huir en los helicópteros!

Antes de que Fonny Boy se diera cuenta de nada, las voces coléricas se unieron en un vocerío ensordecedor y la población de la isla al completo salió de la iglesia. Formando un frente unido y decidido a la luz de las velas, se encaminó al aeródromo, que estaba a apenas cinco minutos a pie pues en la isla todo quedaba cerca.

Unos soldados que vestían uniforme de combate saltaban de dos helicópteros Black Hawk cuando vieron una pequeña nube de lucecitas que flotaba en dirección a ellos. Andy divisó el extraño enjambre de luces mientras lo sobrevolaba a mil quinientos pies, en el preciso instante en que Unique empujaba una corredera y dejaba al descubierto el filo del cúter.

—¿Qué sucede ahí abajo? —dijo Hammer, incapaz de contenerse.

—¡Será mejor que no intentéis nada u os podéis dar por muertos! —amenazó Smoke al tiempo que contemplaba por la ventanilla el mar de luces en movimiento y los grandes helicópteros Black Hawk—. ¿Qué habéis hecho? ¿Qué demonios es eso? ¡Hablad ahora mismo!

Possum tenía concentrada su atención en la jeringa que empuñaba Smoke. Conocía a éste lo suficiente para saber qué sucedería a continuación. En el instante en que el helicóptero se posara en el suelo, Smoke pincharía a Popeye a través de la bandera y le inyectaría el raticida; a continuación dispararía contra Hammer y el Agente Verdad y obligaría a sus perros de carretera, él y Cuda, a quedarse con él en aquella isla horrible para siempre jamás. De repente Possum notó que Unique se contraía como si sufriera un ataque al tiempo que desabrochaba el cinturón de seguridad.

—¡Adiós, Popeye! —musitó Smoke en un tono malévolo y burlón mientras quitaba el capuchón naranja de protección y dejaba al descubierto la aguja.

—¡Unique, no! —gritó Possum.

Andy recordó al instante que Possum había escrito en uno de los correos electrónicos: «Fue Unique», en referencia a quién había acuchillado a Moses, y que éste hablaba de un ángel que le había prometido «una experiencia única».

—¡Socorro! —chilló Andy por el micrófono en tanto reducía la velocidad, bajaba el morro del helicóptero y tiraba de la palanca hacia la derecha, haciendo que el aparato girase sobre sí mismo.

Durante un espeluznante momento quedaron boca abajo; de inmediato, se dispararon las alarmas y las luces de emergencia empezaron a destellar y el helicóptero, de improviso, saltó como un caballo rampante.

—¡Nos estrellamos! ¡Nos estrellamos! —exclamó Andy por el intercomunicador al tiempo que ponía el motor en punto muerto, bajaba al máximo la palanca de dirección y deslizaba el helicóptero con el aire que pasaba entre las palas de los rotores como único sostén para evitar que el aparato cayera como un yunque.

Apagar deliberadamente el motor en el aire no tenía nada de especial. Andy practicaba las autorrotaciones a menudo, y no sólo se le daban muy bien sino que también le encantaba la emoción de posar el aparato de cuatro toneladas sin ayuda de los motores. Otro truco que le gustaba practicar consistía en esperar hasta estar a diez metros del suelo antes de dar gas otra vez y remontar el vuelo, que fue lo que hizo esta vez; de pronto el helicóptero atronó de nuevo el aire de la noche en una subida a toda potencia. A quinientos pies, Andy cortó el motor de nuevo, sonrió a Hammer mientras la alarma se oía otra vez e inició otra autorrotación. Efectuó la peligrosa maniobra tres veces más y no le sorprendió ver que, cuando por fin descendió hasta tomar tierra, Smoke, Cuda y Possum estaban pálidos y encogidos en posición fetal y Unique aparecía tirada en el suelo, paralizada.

—¡Yo cogeré a Smoke, tú ve por la chica! —le gritó Andy a Hammer cuando abrieron las puertas de atrás, mientras las palas seguían girando y los envolvía en un vendaval—. ¡Cuidado con ella! ¡Es nuestra navajera!

Andy apuntó con su pistola a Smoke; éste, mareado, había perdido su arma hacía rato. Andy lo sacó a rastras de la cabina y lo arrojó al suelo como si fuera un saco de patatas al tiempo que Hammer agarraba a Unique. El mar de velas encendidas se dirigió hacia ellos y formó un círculo alrededor mientras los soldados acudían corriendo a ver qué diablos sucedía.

—¡Piratas! —anunció Andy a los perplejos isleños al tiempo que cerraba unas esposas en torno a las muñecas de Smoke.

Hammer inmovilizó a Unique con unos grilletes en los tobillos y las manos a la espalda mientras la muchacha perdía y recuperaba la conciencia, babeando.

—Lo siento —dijo Andy a los soldados—. Tuve que violar el espacio restringido porque me apuntaban con un arma, como ya habrán deducido, supongo, por el código que les transmití. Si no les importa, ¿podrían ayudarme a sacar de ahí al otro pirata, ese que está vomitando en una bolsa? Se llama Jeremiah Little y es un rehén inocente. Lo llevaremos con nosotros de vuelta a Virginia.

—Yo conozco los 430 —dijo uno de los soldados—. ¿Quiere que me ocupe de llevarlo al hangar?

—Sí, gracias —respondió Andy mientras Popeye cubría de lametones la cara de Hammer y el doctor Faux se acercaba a Hammer y le daba unas palmaditas falsas y congraciadoras en el hombro de la chaqueta de cuero negra.

—No sé qué ha sucedido, exactamente, pero me siento feliz de que la perra esté bien. ¿No es increíble cómo se parecen las mascotas a los niños? Yo sé cuánto quiero a mis gatos, si no le ofende —siguió diciendo el dentista a Hammer—. Y creo que será mejor que vuelva a Virginia con usted. Supongo que se marchará enseguida, ¿verdad?

—¡Sí, llévenselo! —replicó el reverendo Crockett—. No queremos volver a tener el menor contacto con él. ¡Arréstenlo!

—¡No! —la población entera de la isla habló al revés al unísono; las voces se alzaron por encima del ruido del motor y del zumbido de las palas, que reducían la velocidad—. ¡Llévenselo a tierra firme! —empezaron a entonar a coro.

DONNY BRETT TRIUNFA por el Agente Verdad

Bien, aficionados a las carreras, ¡menuda noche!

Supongo que las malas noticias son que no existe ningún tesoro Tory; por lo menos, no está en el punto marcado por la boya amarilla, que aparentemente no hizo sino ir a la deriva con la corriente de la bahía hasta que las aguas se hicieron menos profundas y la nasa para cangrejos quedó varada por fin en las algas a una milla de la costa de Virginia. Sin embargo, lo que importa es que el único tesoro del que se preocuparon los isleños fue Fonny Boy y, a buena distancia de él, la agente Regina, por capturar ella sola, sin ayuda, a los presos fugados.

Pero ¿qué me contáis de nuestro gran chico, Donny? Bien, lamento decir que anoche tuve que ocuparme de un caso y me perdí la carrera. Sin embargo, he podido ver las incontables repeticiones de su gran maniobra, cuando corría mano a mano con el número 4 y un accidente en la cuarta curva apartó de la carrera al Chevrolet número 33 y la carrera se suspendió durante siete vueltas para reemprenderse en la 94. ¡Vaya forma tuvo Donny de aprovechar una situación peligrosa con su gran maniobra!

Cierto, aficionados a los deportes. Ya lo visteis cortar el gas y clavar los frenos, como ya ha hecho otras veces, y después pasar como una bala al número 4 por el exterior de la contrarrecta y mantenerse primero el resto de la carrera.

«Me concentré en mí mismo —declaró un exuberante Donny Brett mientras tomaba un trago de champaña—. Intenté volver a disfrutar el momento sin preocuparme mucho de si perdía. Y quiero dar las gracias a ese policía que se molestó en hablar conmigo en el camión-taller. No sé cómo te llamabas, tío, pero te lo agradezco. Y quiero decirle a todo el mundo lo mismo que él me dijo: “No se trata de ser bueno, sino de saber cuándo se debe hacer la maniobra”».

Y ahora me toca a mí hacer la Gran Maniobra y deciros, mis fieles lectores, que hay un tiempo para hablar y un tiempo para estar callado. Ahora voy a despedirme y éste habrá sido mi último artículo. Quizá vuelva algún día, pero no lo sé. Últimamente han sucedido muchas cosas y me queda mucho por hacer.

Continuaré recibiendo vuestros mensajes electrónicos y seguiré apreciando todo lo que hacéis por alentarme y por hacer del mundo un sitio mejor. Pero si no os respondo, por favor, no os molestéis ni penséis que me despreocupo. Recordad la regla de oro, y que hasta la vida más pequeña y todo en este mundo tiene una historia, si nos tomamos el tiempo suficiente para escuchar.

¡Tengan cuidado ahí afuera!